I

Carmencita tendía desolada sus manos en las tinieblas, a tientas en su senda, otra vez nublada por densa nube. Así andando, despavorida entre la sombra, llegó a la parroquia de la aldea, y se arrodilló delante de un confesonario.

Dijo sus dolores al padre cura, y el buen señor, compadecido, le dió unos consejos llenos de santa intención, y le dió, también, un librito de letra diminuta, escrito por un tal Kempis.

Al dársele, díjole el sacerdote con sentenciosa convicción:

—Le abrirás «a bulto» y leerás todos los días los renglones que la Providencia te ponga delante de los ojos…: esa es la fija…; así Dios te adivinará las necesidades diarias de tu vida y te dará paz y consuelo.

Obedeció sumisa la muchacha, y de hinojos, abatida y suspirante, leyó el primer día:

«Muchas veces por falta de espíritu se queja el cuerpo miserable. Ruega, pues, con humildad al Señor que te dé espíritu de contrición y di con el profeta:

"Dame, Señor, a comer el pan de mis lágrimas, y a beber con abundancia el agua de mis lloros"…»

Aquella tarde fué Rita a Rucanto, impaciente por ver a su niña y saber si era cierto que estaba tan contenta como el médico había dicho.

Encontró abierta la casa, y a su llamada nadie respondía.

Fué subiendo la escalera lentamente y se deslizó un poco azorada por los pasillos.

Un silencio temeroso le salió al paso, y ya iba a retroceder asustada, cuando oyó unos quejidos lastimeros detrás de una puertecilla.

Eran ayes y juramentos de una voz estridente y amarga.

Empujó Rita la puerta con recelo, cautelosamente, y vió en un cuarto hondo y destartalado una cama estremecida por un cuerpo tremuloso.

Sobre la almohada, de limpieza equívoca, se balanceaba una cabeza parda y amarilleaba un rostro en el cual refulgían las llamas diabólicas de unos ojos… Aquel enfermo era el que gemía con acento maldiciente y desatinado.

Iba Rita a entornar la puerta, llena de pavor, cuando vió a los pies del lecho alzarse una figura delicada y gentil, que avanzaba hacia ella con los brazos abiertos, y a poco tuvo a Carmen acariciada sobre su corazón viejo y bondadoso.

Salieron las dos por el corredor adelante, y la anciana iba preguntando, atónita:

—Pero, ¿qué tiene Julio?

—No sé —dijo la mansa voz de Carmencita—; ya oyes cómo se queja; está muy malo del cuerpo, sin duda…, y el alma … ya ves cómo la tiene: sólo salen de ella palabras horribles…

—¿Y por qué estás tú con él?

—Porque le tengo compasión…; nadie le quiere ni le cuida…

—¿Y «ellas»?

—Están muy enojadas…; no tienen dinero…

—Me dijeron que el marino se había marchado.

Carmen, con la voz vacilante y el semblante muy blanco, dijo:

—Sí…

—¿Y es cierto que se llevó los cuartos?

—Dicen eso…; yo no lo sé…

Desconocía Rita la página amorosa de Carmen, rápida y casi secreta, y observando con inquietud la turbación de la joven continuó:

—Parece que andaba liado con Rosa la del Molino…

Se quedó callada la niña, mirando con mucha insistencia al ruedo de su vestido.

Habían llegado a su cuarto, y sentadas en las dos únicas sillas del aposento, hablaron de Salvador.

Carmen, que ya tenía noticias de su partida, se maravilló de que no hubiera ido a despedirse de ella.

Entonces se quedó Rita muy asombrada, y descubrió por primera vez una mentira de señorito.

—Aquí hay gato encerrado —pensó, y trató de obtener de la muchacha alguna luz para alumbrar aquel misterio.

Pero ella habló de Salvador con grato afecto, sin revelar ninguna cosa extraña.

Rita hizo girar por el cuarto sus ojos de présbita, curiosos y esforzados, y se condolió:

—Hija, qué habitación tan ruina tienes…; ¿no hay otra mejor para ti?

—Yo escogí ésta; aquí estoy bien.

—No te criaste así, que tenías en tu cama colgaduras de damasco y en tu gabinete sitiales de tisú y mesas con mármoles…

Carmencita tendió por su rostro una sonrisa llena de lágrimas.

La vieja, angustiada, le acarició las manos, y al punto exclamó:

—¡Qué frío tienes!… ¿No llevas bastante abrigo? ¿Estás tú también enferma?

La acogió en su regazo como para darla calor, y comenzó a besarla.

Carmen rompió a llorar con espasmo anhelante.

A Rita le resbalaban por las arrugas de las mejillas unos lagrimones como puños, y, con hipo de sollozos, le decía a la niña:

—Salvador vendrá en seguida; te llevaremos a Luzmela…; no llores, santa mía, no llores, paloma…

Pero Carmen se repuso valerosa, enjugó su llanto con mano firme, alzó la frente y dijo con serenidad:

—¿Para qué ir a Luzmela si aquí también está Dios?… Mira, allí tengo mi Niño Jesús…; vino una sombra una noche y me lo puso feo; pero es Dios…; tiene el vestido sucio y el pelo enmarañado…; pero es Dios…

La anciana sirviente repuso atontecida:

—Niña, Dios no tiene la cara fea ni la ropa sucia… ¿qué disparates cuentas?

Y, levantándose, fuese a mirar la imagen sostenida en la rinconera.

—¡Ave María! —murmuró—: vaya un santo…; ¡si parece un «enemigo»!… ¿Y qué sombra le puso así?

—La de Julio…

—¡Válgame Cristo! Tú vives entre herejes… ¿Y cuándo dices que fué eso, hijuca?

—Una noche…

Y la muchacha se quedó muda, obsesa en un pensamiento, llena la cara de una tristeza remota. Tenía cruzadas sobre la falda con indolencia las manos frías y pálidas, y miraba a Rita con expresión apagada, con una sonrisa mustia que causaba dolor.

Contemplándola la buena mujer, sintióse más alarmada y condolida, y corrió a decirle:

—Tú no estas bien aquí… Tú te vendrás «con nosotros»; es preciso cuidarte y alegrarte. En esta casa no tienes bienestar ni cariño… Yo creo que hasta padeces frío y hambre y sed…

La niña se levantó a su vez de la silla, fuese a la rinconera donde estaba el santo, y tomó de ella un librito que tenía por registro la hoja seca de una flor. Desplegó aquella página señalada, y, con voz lenta y dulce, leyó a la asombrada mujer:

«Dadme, Señor, a comer el pan de mis lágrimas y a beber con abundancia el agua de mis lloros…»

Después añadió:

—Esta es mi oración de este día…; ¿cómo puedes suponer que yo tenga hambre y sed, puesto que tengo lágrimas abundantes?…

Un poco más tarde volvía Rita hacia Luzmela, sola y acongojada, repitiendo:

—Está poseída…, está poseída ella también, lo mismo que su padre… ¡Dios lo remedie!…