Al siguiente día, el trasatlántico francés San Germán, que zarpaba del puerto de Santander, llevaba sobre cubierta un melancólico pasajero de barba rubia, que desafiando la crudeza de la temperatura y la desapacibilidad de la tarde, parecía embelesado en la contemplación de las aguas y de la costa.
Iba pensando aquel pasajero: ¡Pero qué triste es el mar, Dios mío, y la tierra qué triste es!
Se puso entonces a mirar el cielo, y después de una meditación extática dijo, más con el corazón que con los labios: ¡Y el cielo también es triste!…
Ya de noche, Salvador, que era el pasajero de las contemplaciones doloridas, apoyado en la borda, escuchaba absorto la respiración sollozante del mar. La costa se había borrado en la lejanía y la sombra había caído densa sobre el impetuoso Cantábrico, envolviendo al barco en el espíritu aterido y misterioso de la noche.
Al lado del joven pensativo resonaron unos pasos, que llevaban el compás, gratamente, a una linda barcarola.
Salvador volvió la cabeza hacia aquel lado y aguzó en la oscuridad su mirada.
Vió la talla aventajada de un hombre, y le pareció a su vez que aquel hombre le miraba con atención…
Y tanto se miraron uno a otro, que dos nombres, pronunciados con sorpresa, rodaron sobre la cubierta, entre la monstruosa palpitación del buque, y fueron a extinguirse en el rumor profundo de las olas.
—¡Salvador!
—¡Fernando!
—¿Adónde vas?
—Al Havre…; ¿y tú?
—Exactamente, chico, al Abra de la Gracia, que diríamos los españoles traduciendo… ¡Pero qué encuentro más original!… Yo te hacía en Luzmela.
—Y yo a ti en Rucanto.
—Mi viaje ha sido imprevisto.
—El mío también.
—Asuntos profesionales, ¿eh?; empeños arduos y piadosos de ciencia y humanidad, ¿no?
—Sí…, cosas de humanidad…; y a ti, ¿qué te trae por estos mares?
—¡Ah!, cosas triviales, sin importancia, amigo. A mí, cualquier viento me hace girar como a una veleta… Las velas de «este navío» se hinchan con todas las brisas que pasan.
Estaba Fernando tan risueño y gentil como de costumbre, tan dueño de la situación como solía estarlo.
Salvador, en cambio, tenía conmovido todo el cuerpo a impulsos de toda el alma. Barajaba, con loca precipitación, el viaje sorprendente del marino con el enamoramiento de Carmen, y en su espíritu se hacía una noche tan cerrada como aquella que envolvía a los dos mozos sobre la cubierta oscilante del San Germán.
Por un momento tuvo el médico la desatinada idea de suponer que el marino llevaba a la muchacha en su compañía; pasó como un rayo por su imaginación febril la posible realización de un rapto o de una fuga, y, mirando a su rival a un paso de distancia, le preguntó con insensato afán:
—¿Y Carmen?
Esta pregunta, así aislada y ansiosa, podía haber sido una revelación para Fernando; pero no fué sino un motivo de dulce sonrisa, y contestó apacible:
—Pues tan buena, y tan bonita.
Como si Salvador hubiera querido preguntarle únicamente: ¿qué tal dejaste a la novia?
Aguijoneado por la impaciencia, y sin saber ya lo que decía, añadió el médico:
—Habrá sentido mucho tu partida.
El otro, con ínfulas de filósofo, puso otra sonrisa benévola sobre estas palabras:
—¿Mucho?… Las niñas de diez y ocho años nunca «sienten» mucho, por muy románticas que sean…
—¿Es ella romántica?
—Todas las buenas lo son.
Salvador, asombrado, dijo:
—Sí, ¿eh?
—Pues claro, hombre; la bondad de las mujeres es puro romanticismo. Yo conozco mucho el género; las mujeres son mi flaco…: lo tengo en la masa de la sangre, chico; ya ves, mi padre…, mis abuelos…, mi tío…
Salvador callaba mirando a Fernando de hito en hito con ardiente ansiedad.
El marino, con los ojos vagamente perdidos en el misterio del mar, siguió contando:
—Pues sí: es romántica y tentadora la niña de Luzmela…; te confieso que hasta se me pasó por la cabeza casarme con ella, y hasta se lo propuse en una divina hora de debilidad amorosa… Tuve su alma en mis manos, una almita dulce y santa, llena de atractivos…; fuí romántico yo también, adorando a aquel ángel que vive en mi casa por un crimen de lesa humanidad. La misericordia y la simpatía me fueron metiendo a Carmen en el corazón; luego ella, con una adorable ingenuidad, hizo el resto, y llegué a sentirme apasionado por mi prima…, porque es mi prima, se lo he conocido en lo ardiente de la mirada, ¿sabes?
Salvador dijo que sí con la cabeza.
Y Fernando interrumpió su relato para interrogar:
—¿No estaríamos mejor en el salón de fumar? Aquí hace mucho frío.
—Vamos donde quieras.
Se cogió el marino del brazo del médico, y se hundieron ambos en la breve puertecilla de la cámara.
Dentro del fumador se sentía más intenso trepidante el resuello del buque y quedaba confusa y apagada la voz grave del mar.
Sentados en las blandas almohadillas de un diván, los dos amigos encendieron sus cigarros en silencio, y luego el marino, sin petulancia, con una sinceridad admirable, reanudó su relato:
—Pues Carmencita me quería, chico; ¡vaya una tentación! Pero yo no soy malo del todo, Salvador; yo soy lo mejorcito de la familia, ¿sabes?, y me dije: yo, a esta chiquilla la hago desgraciada si me quedo aquí…; yo pierdo a esta niña, porque en el más honrado de los casos, casándome con ella, la pierdo…: ¡valiente marido haría yo, prendado cada semana de una moza del contorno!… ¿No sabes tú que yo me enamoro todas las semanas?… Pues sí, hijo, no lo puedo remediar… Ya ves, amando a Carmencita por todo lo alto, me amartelé atrozmente con Rosa la del Molino… ¿La conoces?
Salvador hizo otro signo de asentimiento.
—Bueno; pues no me negarás que es una mujer con «todas las agravantes», una «super-hembra» con una «arboladura», y un «calado»…; vamos, te digo ¡que la mar y los peces de colores!…
Y Fernando dió una larga chupada a su cigarro, lanzó el humo leve al techo artesonado del saloncito y se quedó mudo y sonriente, como en la grata contemplación de una gaya imagen.
Después de un éxtasis breve y dulce, suspiro y dijo:
—No quise yo meterme en líos, allí a la vera de mi casa; bastantes escándalos hemos dado en el pueblo los señores de aquel solar… ¡Luego, Carmencita!… Aquel era para mí otro cuidado más fino, otra mira más noble, Salvador…; me asusté al pensar que podía hacerla llorar y sufrir toda la vida, y tuve el valor de renunciar al divino manjar de su cariño. Yo me conozco; muchas veces me he juzgado ya enamorado de veras, y me he equivocado siempre. En materia de amores, parece que pesa sobre mí la maldición del judío. ¡Voy errante a través de las mujeres y en ninguna me puedo detener…! He engañado a muchas, ¡a muchas!…, porque yo tengo partido, ¿sabes?…, yo tengo labia… y hasta parezco listo; hombre, ¿no te da risa?…
¡Vaya si al médico le daba risa…!
Siguió su cuento Fernando.
—¿Pero a Carmencita la había yo de engañar?… ¡Vamos, hombre, de eso no es capaz este cura!… Ya te he dicho que yo no soy siempre malo…
¡Qué había de serlo! A Salvador le estaba pareciendo un ángel del paraíso.
El marino se volvió hacia su amigo, para preguntarle alegremente:
—¿Pero no dices nada? ¿Qué te sucede?
—Estoy pensando en todas esas cosas que me cuentas… Son muy interesantes.
Y para disimular un poco su ensimismamiento, añadió:
—Conque tú, ahora, al Havre…
—Sí, hijo mío, camino de París. Voy a divertirme un poco antes de volver a navegar… Las francesas… ¡oh las francesas!… Las puras mieles, Salvador; ya las conoces…
—Sí, ya las conozco —murmuró el médico.
Y dijo, de pronto, Fernando:
—Pero tú no eres de mi cuerda; no te divierten mis aventuras ni te enardecen mis proyectos… Para ti la mujer es una cliente, un caso patológico… Ya sé que eres un San Antonio sin tentaciones… Apuesto a que no has reparado en Rosa la del Molino, ni en la propia Carmencita; y, mira, esa era para ti que ni pintada…; ¿por qué no la pretendes?
Desemblantado y confuso, contestó Salvador:
—No me querría…
—¿Cómo que no? Deja a un lado la modestia, hombre; tú no eres «costal de paja»; un mozo de carrera y de fortuna, de tu reputación y de tu prestigio; ¡pues ahí es nada! Eres digno de ella, Salvador, seríais una primorosa pareja; y luego, chico, sacabas un alma del purgatorio, porque te confieso que la niña de Luzmela lo pasa muy mal con mi gente…, pero muy mal…, como lo oyes. Yo no sé su tutor qué hace, ni acabo de entender ese lío del testamento de su padre; pero creo que alguien tendrá obligación de mirar por esa criatura, y esa obligación no se cumple… Mira, hay en mi casa para ella hasta el peligro bárbaro de Andrés, ¿sabes?… Andrés la mira con buenos ojos…, es decir, con los malos ojos turnios que tiene y que no delatan ni una sola intención derecha. Luego, mi hermana la tiene una envidia feroz…, y mi madre…, yo no debía hablar mal de mi madre, ¿verdad?, pues sólo te diré de ella que no está en su sano juicio. He hecho por Carmencita cuanto he podido. Mientras estuve allí la defendí contra todos y la proporcioné algunas alegrías… Ahora tal vez ha llorado un poco por mi causa; no acierto nunca a hacer las cosas con perfección; pero te aseguro, Salvador, que me he portado con ella todo lo mejor que he podido… ¡como que estoy una barbaridad de contento y orgulloso!… Choca esos cinco, hombre…
Salvador chocó, no «los cinco», sino «los diez», tendiendo las dos manos al marino con muda gratitud.
Había atendido a la última parte de aquella franca confidencia con una inquietante perplejidad, sumiéndose en temores agrios y mordientes, con la conciencia alterada por la zozobra cruel de haber abandonado a Carmen en medio de los peligros siniestros de la casona de Rucanto. Hubiera querido unas alas para tenderlas hacia aquella niña querida que lo era todo para él en el mundo…
Tuvo que hacerse una dura violencia y seguir departiendo con su amigo sobre aquel inesperado viaje de los dos.
Afortunadamente, Fernando hizo el gasto de la conversación, y con su peculiar desenfado fué refiriendo jovialmente todas las fases de su escapatoria, sin omitir aquella de la desahogada caricia hecha por su mano a la cajita de hierro.
Con acento un poco cínico, comentarió, riéndose:
—Está mal hecho…, ya lo sé, ¡qué demonio!; pero yo necesitaba salir de Rucanto a escape, sin despedidas ni explicaciones; me hacía falta dinero, y ya, de coger algo, cogí todo lo que había…; ¡que se arreglen como puedan!… Venía yo de muy mal humor…; sacrificarse duele, hombre; hace mala sangre y pone la vida oscura. Yo pensé: llevando guita abundante, puedo distraerme un poco…; olvidaré sin dolor a la niña de Luzmela y a Rosa la del Molino…; ¿y no es también de justicia que yo pruebe el dinero de tío Manuel?
—Claro que sí —dijo Salvador distraído.
—Pues aquí me tienes, médico, caminito de París…; ¿y tú?
Salvador, vacilante, repuso:
—Probablemente también iré a París; pero por de pronto me detendré en el Havre unos días. ¿Tú vas derecho a la capital?
—A toda prisa, hijo; me interesa poco el gran puerto que los revolucionarios llamaron Havre-Marat…
Ya crecida la noche, se despidieron Salvador y Fernando en el charolado pasadizo de sus camarotes; pero el médico, apenas soportados unos minutos dentro de la minúscula pieza, se aventuró de nuevo por los intrincados corredores de la cámara y ganó la cubierta, presuroso y anhelante, con paso de fantasma, sin alzar ningún ruido bajo la suela de goma de sus zapatos marineros.
Un desasosiego punzante le empujaba a moverse y a levantar sus ojos en callada consulta hacia el cielo.
Estaba toda la luz estelar presa en la extrema cerrazón de la noche, y en vano Salvador trataba de avizorar, con atónita mirada, el secreto sagrado de la altura. Su alma, serena y apacible en las corrientes diarias de la vida, se sentía en aquella hora atribulada con honda ansiedad.
Avaro de vivir para sus esperanzas, suponía que la muerte le acechaba, volando astuta en el seno del abismo, y a cada vuelta estridulante de la hélice se acongojaba pensando cómo la fatalidad le alejaba del rincón de su valle, donde la mujer de sus amores padecía y lloraba, tal vez llamándole, atormentada y perseguida… Un pesimismo desesperante le hacía escuchar ecos de naufragio y agonía, y prestando atento el oído con demente zozobra, percibía distinta y trépida una voz de desgracia que nacía en el fondo gimiente de las olas y culebreaba entre la madeja de los mástiles, hasta extinguirse como un suspiro en la sombra infinita de la noche…
No sabía de cierto Salvador si era aquélla la voz querellosa y tímida de su amada, o un hálito de misteriosa tragedia que iba a perderse a un desierto playal en las alas negras del viento…
Escuchaba y temblaba, y tenía llenos de lágrimas los ojos interrogadores, donde fulgía una varonil expresión enamorada y ferviente…