XX

En vano Carmencita hubiera hecho a gritos aquella pregunta desde la tronera de la casona. Salvador no hubiera cruzado el camino al alcance de su voz apesarada.

Salvador estaba muy lejos de la paz gimiente del valle y del cantar ronco del Salia.

Después de aquel memorable día de Todos los Santos en que el médico vió a la niña enamorada de otro hombre, midió varias noches los salones solitarios de Luzmela con sus pasos automáticos y sonoros, y se agitó insomne y nervioso, muchas horas, en el monumental lecho de roble donde don Manuel de la Torre murió sin consuelo.

Y una mañana muy nublada y tormentosa, Salvador llamó a Rita y le dijo:

—Esta tarde salgo de viaje.

Rita, que andaba cavilosa leyendo misteriosos motivos en la pena visible del médico, preguntó alarmada:

—¿Adónde, señorito?

—Voy a París, como otros años.

—Pero siempre iba en primavera… ¿Con este tiempo ha de salir de casa?… ¿No oye cómo «suena la nube»?… Habrá temporal… El viento levanta tolvaneras por esos caminos… ¿Tanta prisa tiene por marchar?…

—Prisa tengo, mujer; no puedo esperar ni un solo día…

Rita, convencida de la decisión del joven interrogó con blandura:

—¿Despidióse de la niña?

Él se volvió a otro lado para responder.

—Ya me despedí.

—¿Y queda contenta?

—Muy contenta…; como nunca…

—¿Está seguro, señorito?

—Segurísimo… Anda, Rita, prepárame el equipaje…: pon lo que te parezca…; poca cosa, una maleta pequeña.

—¿Va entonces por poco tiempo?

—No lo sé todavía…; ya veré.

Y se encerró en su cuarto, en un paseo incansable, como de fiera enjaulada.

Rita, sintiendo aquellos pasos violentos que desde hacía días retumbaban en los aposentos callados con isócrono rumor de máquina, movía la cabeza y suspiraba, mientras colocaba en una maleta camisas y calcetines y prendas interiores de abrigo.

Por la tarde, ya ensillado el caballo del señorito, próxima la hora del tren que había de tomar fuera del pueblo, rondaba Rita el cuarto del viajero, muy compungida.

Al salir le dió el médico la mano, y le dijo revelando preocupación secreta:

—Si ocurre algo en Rucanto me escribes o me telegrafías, ya te diré adonde.

Se despidieron.

Toda la servidumbre se asomaba al zaguán; los mozos de las cuadras se hacían los encontradizos en la corralada, y Rita, detrás del señorito, se enjugaba los ojos en silencio. Partió Salvador, diciéndoles a todos con la mano un adiós afectuoso; llevaba en el semblante extraña expresión de angustia.