Todo el resto de aquel día se pasó en Rucanto en una tesitura violentísima, pero sin una voz levantada, sin un insulto echado a volar.
Aquella calma amenazante parecía el presagio de una borrasca.
Doña Rebeca y Narcisa se eclipsaron en sus habitaciones, después de una comida silenciosa y triste.
Julio no se había levantado de la cama, y Carmen y Fernando todo lo hablaban con los ojos, en mudas contemplaciones, con una ansiedad llena de homenajes.
Uno y otro habían dejado casi intactos los platos en la mesa.
Como iban siendo breves las tardes, apenas dieron en el huerto unos paseos ya cayó la luz, y el paisaje se hizo impreciso y todo se enmudeció en la vega, a no ser la fresca voz del río elevada en gregario constante como un inmenso arrullo encalmado.
Los dos jóvenes entraron entonces en la salita baja y se acercaron a la reja que daba al jardín sobre el vano de la ventana.
Fernando buscó un taburete para sentarse a los pies de la niña, y como si cediera a un impulso contenido y frenético, con una embriaguez de palabras ardorosas, la habló de amarla mucho y amarla siempre.
Ella aturdida, hechizada, se dejó inflamar en aquel fuego divino que ya había prendido en su corazón, y respondió a la querella amorosa con una encantadora reciprocidad de promesas.
Él decía con una vehemencia arrebatadora; ella con una ingenuidad tan blanda y dulce que su voz regalada parecía un suspiro.
Hicieron su novela.
Se casarían, y él la llevaría en su barco por la llanura inmensa del mar bueno, de su amigo el mar.
Sería su viaje de novios como un vuelo sin fatiga por un desierto azul; sería la posesión pacífica y suprema de todos los goces del amor, en un olvido absoluto de la tierra, en una excelsa meditación sin turbaciones, en una vida nueva, sin límites, sin horizontes, inmensamente feliz.
Carmen veía cómo el cielo todo bajaba a su corazón confiado y noble; veía cómo era verdad que había en el mundo amor y ventura.
Fué aquel un idilio intenso, ferviente, vibrante, erigido en una hora de gloria humana, en que todas las ilusiones de Carmen florecieron con divinas rosas…
Una cosa acre, fría, inclemente, rodó encima de aquel himno armonioso.
Era la voz de Narcisa que pedía la cena.
Carmencita, incapaz de bajar de un solo paso desde el cielo rútilo y floreciente hasta el lóbrego comedor de la casona, se deslizó hacia su dormitorio para recogerse un momento y componer su semblante transfigurado.
Iba casi a tientas por salas y pasillos penumbrosos, a los cuales la luna se asomaba un poco por las vidrieras desnudas.
No sabía la joven de cierto si pisaba en el tillo crujiente o en una nube esplendorosa y flotante, o ya en el barco milagroso de Fernando… Iba alucinada, henchida de felicidad…
Al llegar cerca de su cuarto, sin miedo a nada ni a nadie del mundo, desasida de la tierra, elevada a todas las excelsitudes de la gloria, una sombra siniestra cruzó a su lado; la vió desvanecerse hacia el fondo oscuro del corredor. Con el corazón acelerado, entró en su aposento, y, buscando cerillas en su mesa, encendió una luz.
Miró en seguida a todos lados con zozobra, y encontró a su pobre Niño Jesús, colgado ignominiosamente de un clavo por los escasos cabellos rubios.
Corrió a libertarle de aquella burla sacrílega y vió con desconsuelo que habían tratado de sacarle los ojos.
Los tenía heridos, como si se los hubiesen pinchado con un punzón. En uno de ellos el cristal estaba roto con una incisión que laceraba toda la cándida pupila.
Carmen no sabía qué pensar de aquel ominoso atentado contra la sagrada imagen.
¡Había dado un tropezón tremendo desde su nube o su barco contra la siniestra sombra hundida en el corredor!…
Un minuto más que hubiera ella tardado, y el pobre Santo, indefenso, hubiera perdido sus dos ojitos clementes, llenos de lágrimas.
Irguióse la muchacha, indignada, con el Niño en los brazos, y le besó con ternura compasiva, dispuesta a defenderle y amarle contra todas las sombras perversas de Rucanto.
Cerró su puerta con llave para bajar al comedor, y al entrar en él vió que Julio, a quien ella creía enfermo, estaba allí, espiándola con ojos acerados; y como fulgurase sobre ella una mirada sañuda, semejante a una maldición, acercándosele, serena y valiente, le miró retadora hasta hacerle inclinar la cabeza.