Se supo en la casona y aun en los alrededores, que doña Rebeca y su hijo mayor habían tenido una larga y solemne entrevista.
Y aunque parecía imposible que la señora fuese capaz de sostener una conversación seria, sin exaltaciones y mudanzas, sin giros insensatos ni absurdas interpretaciones, ello fué cierto que Fernando la sometió a esta penitencia y que empleó en tal empeño toda la fuerza moral con que dominaba a su madre.
Se supo, también, que, al final de esta memorable confidencia, había sido llamada Narcisa, y que después de escuchar, con mal contenida impaciencia, las admoniciones de su hermano, más autoritarias que suplicantes, salió diciendo, evasivamente y con saña:
—Cásate con ella y te la llevas a navegar; mientras tanto, mamá dispone al fin de su herencia, que ya es hora, y paga lo que debe y salimos a flote… Eso es lo mejor que podías hacer; ya que tanto te interesa la chica, a la vez que la sacas de penas, nos sacas a todos… Tú que eres el mayor y el preferido, debes ayudar a tu madre…
Se supo, en fin, que entre otras muchas cosas acordes y sensatas, inusitadas en aquella casa de locos y de suicidas, Fernando dijo con acento honrado:
—Yo no soy capaz de hacerla feliz…; yo no la merezco…
Maravilló mucho que doña Rebeca escuchase el severo sermón de su hijo sin tirarse de los pelos ni recitar siquiera un mal refrán, y que, por remate de cuentas, Carmen estrenase en paz sus lindos trajes y saliese a paseo a la Estación, después de la misa mayor del día de los Santos.
La miraron aquella mañana en el pueblo como a una desconocida; parecía otra.
Llevaba con exquisita gracia su modesto traje de señorita; se había recogido sencillamente los cabellos, cuyos ensortijados aladares daban a sus sienes puras la idealidad de una corona.
Pero lo más sorprendente, lo más admirable de la niña era aquella su incopiable expresión de delicioso ensueño, que encendía en sus labios sonrisas misteriosas y en sus ojos intensas y divinas luces.
Salvador la encontró al salir de la iglesia; iba Carmen con doña Rebeca y el marino.
La señora llevaba un semblante dolorido y amargo como si estuviera bajo el peso de alguna gran desgracia.
Fernando parecía un poco triste; su habitual sonrisa era algo forzada.
Sólo Carmen iba poseída de íntimo gozo lleno de fulgores.
Se quedó Salvador absorto contemplándola, y el dolor causado por ella en el corazón del joven hacía días, se agudizó y le hizo palidecer.
Nada de esto advirtió la muchacha, engolfada en su interno delirio.
Fueron juntos los cuatro hacia la Estación, al paso menudo de doña Rebeca, que acentuaba su actitud de víctima musitando entre suspiros:
—De fuera vendrá quien de casa nos echará…; unos nacen con estrella…
Fernando y Carmen se adelantaron un poco, enveredados a la par por la mies adelante.
Mostrábase el otoño benigno y dulce, y era la mañana serena y luminosa.
Tenía el ambiente una cristalina diafanidad, una templanza gozosa.
Las praderas, enverdecidas con un pálido color de esmeralda, ofrecían suavidad fonge[8] y amable, y en los hondones del terreno alzaban los arroyos su plácido son.
Los bosques, despojados a medias, daban al paisaje una nota melancólica de marchitez poética, y su mantillo abundoso en amustiadas hojas, ponía un contraste pintoresco sobre el terciopelo verde de las campas.
La hoz trágica, abierta en el horizonte, levantaba sus montañas bravas y oscuras hasta el cielo, vestido de índigo color, terso y puro, sin un solo jirón de nube triste.
Carmen vivía con nuevas y potentes sensaciones toda aquella vida apacible y fecunda del valle.
Derramaba la sorpresa de sus ilusiones en las caricias con que miraba al cielo y al campo, al bosque y a la montaña, para luego recoger de toda aquella belleza más infinitos anhelos de vida imperecedera, de eterna esperanza de felicidad.
Cuando oyó a su lado la voz amorosa de Fernando, aquella voz que sabía tener para ella acentos subyugadores, irresistibles, se ruborizó de dulcísimo placer.
Él no podía apartar los ojos de la joven.
Parecía que, mirándola, luchaba con una tentación dominante, y que, débil y antojadizo, se dejaba vencer de la mágica tentación.
Hablaron en voz baja, con las miradas confundidas y los corazones agitados.
Hacían una pareja encantadora.
Mientras tanto, Salvador, acompañando a doña Rebeca, iba gustando una cruel amargura insoportable.
Carmen no le parecía la misma.
No era su hermanita de Luzmela ni su protegida de Rucanto.
Era ya una mujer, era una novia; y lo era a los ojos de todos, a pleno sol, en plena posesión de todas las sensaciones divinas del amor, entregando su alma a otro hombre sin volverse a mirar si él padecía, si él se quedaba solo en el mundo, abandonado del único objeto de su vida…
Oía el médico, vagamente, el acento lamentoso con que doña Rebeca le iba diciendo:
—Pues sí, allí se quedó, la pobre, trajinando; vino a «misa primera»…; es muy hacendosa, muy formalita…; ahora hay mucho quehacer en casa; ¡con Fernando y la ropa nueva de Carmen!… Porque es lo que yo digo: tú que no puedes…
Cuando llegaron al andén, donde después de misa solía pasear el señorío, Salvador se apresuró a despedirse con el pretexto de tener que visitar algunos enfermos.
Entonces, reparando el marino en la profunda alteración de sus facciones, observó:
—Tú también pareces enfermo…
El médico perdió su aplomo hasta el punto de no saber qué contestar, y la despedida resultó fría y penosa.