XIV

En uno de aquellos días, el marino pasó en la capital algunas horas.

A su regreso colocó sobre la mesa del comedor unos paquetes.

Narcisa corrió a curiosearlos y se complació a la vista de unas elegantes telas de finos colores.

Muy amable, dijo a su hermano:

—Has hecho compras, ¿eh?

Y él, con su galante sonrisa, respondió:

—Sí; unos trajes para Carmencita. Por ahorraros molestias, yo mismo avisé a la modista de Villazón, que vendrá mañana para que la niña elija modelos.

Narcisa se puso verde.

Con las manos estremecidas sobre las telas, estuvo un momento dudando si podría tragar su despecho. Tenía asomadas a los labios desdeñosos unas agrias frases de reproche y ofensa, y, con ellas extendidas por toda su cara descompuesta, salió de la estancia dando un tremendo portazo que alzó en todas las habitaciones un eco penetrante.

Fernando, sin perder su risueña actitud, volvióse hacia Carmen, que estaba inmóvil y pasmada, para decirle:

—¿Te gustan los colores? —y le señalaba las telas desdobladas.

La muchacha no se atrevía a responder ni casi a mirar.

El se le acercó afectuoso y la obligó a levantar la cabeza, rozándole con la mano suavemente la redonda barbilla.

Con acento contenido y amoroso le suplicó, casi al oído:

—¿No te he dicho que mientras yo esté en Rucanto no debes temer nada?

Tenía Carmen cuajados de lágrimas los ojos y era presa de una emoción confusa, entre grata y doliente.

Llena de sinceridad infantil interrogó ansiosa:

—Y ¿estarás aquí mucho?…

Había tal anhelo revelado y temeroso en esta pregunta, que el impávido marino, tan señor de sí mismo y tan risueño, sintió una verdadera emoción de piedad y de ternura.

La estaba mirando a los preciosos ojos ardientes, cuando contestó:

—Estaré… todo el tiempo que tú quieras…

—Entonces, siempre…

—Pues… siempre… Ya sabes tú que te quiero mucho, ¿verdad?… Eres una santa, niña, una santa muy hermosa.

Ella, con la incomparable sorpresa de aquel lenguaje cálido y ferviente, llena de efusión murmuró:

—Tú eres bueno…

Bajo la influencia de aquel minuto grande y puro de su vida, repuso Fernando:

—No; no soy bueno…; seré, si tú quieres, «menos malo»…; pero, aunque no soy capaz de nada sublime, tampoco de nada infame.

Y como si quisiera justificar sus palabras, dejó de sugestionar a la niña con su voz conqueridora y con su mirada magnética; la hizo llegarse a mirar los vestidos, y quiso hablar de ellos en conversación amistosa y festiva.

Pero Carmen seguía extasiada ante una revelación luminosa que la poseía toda de extraña y honda felicidad.