Estaba Salvador muy asombrado de los renglones de Carmen. Pensó en ir a Rucanto al día siguiente con pretexto de saludar a Fernando, y le parecieron largas las horas hasta que llegase la de ver a su amiga.
Se recibió su visita en la casona con mucho agasajo.
Doña Rebeca hízose toda un puro caramelo, y Narcisa, que tardó en presentarse un buen rato, llegó emperejilada y grave. Era delgadísima y componía mañosamente el desgarbo de sus formas mediante postizos fementidos. Vestía con lujo, y llevaba en la cara vulgar una expresión dura, y muchos polvos de color de rosa.
Fernando y Salvador se abrazaron cordialmente; contaban una misma edad y habían hecho juntos algunas memorables jornadas infantiles.
Cuando entró Narcisa en la sala, Salvador no pudo remediar cierto azoramiento mortificante, que ella interpretó a su antojo.
Llevaba el médico en la solapa una blanca margarita del jardín de Luzmela.
La señorita de la casa admiró con insinuante ponderación la gracia de la florecilla, y el joven, por no saber qué hacer ni qué decir, se la quitó del ojal, ofreciéndosela.
Fué aquel un momento incomparable para Narcisa; tomó en triunfo la flor, y se la prendió en el pecho, rebosante de gozo…
Fernando convidó al médico a comer, y las señoras asintieron a la invitación con tan buena voluntad, que Salvador no pudo evadirse de aceptarla, aunque estuviese muy disgustado allí. No era experto en artes de coquetería femenil, y los manejos astutos de Narcisa le ponían nervioso.
Además, se hallaba impaciente por que Carmen le revelase el motivo de su extraña súplica, mientras ella parecía completamente olvidada de dar a su amigo esta explicación. Tenía en aquella hora una actitud singular y extraña que acrecentaba su belleza dulcísima. Abstraída y silenciosa, mostrábase ajena a todo lo que no fuera oculto embeleso de su alma.
Salvador la observaba lleno de incertidumbre; y sólo pudo averiguar, al cabo, que de tarde en tarde la muchacha alzaba el vuelo de sus pestañas sedeñas hacia los ojos fulgurantes de Fernando…
Cuando, a media tarde, volvía Salvador en su caballo hacia Luzmela, una pena asordada y mordiente lastimaba su corazón, y la gloria del valle y la canción del río, caían sin encantos en la sombra de su espíritu.