XII

Y sin embargo, Carmen ya no era tan pobre; tenía un amigo influyente en la casona donde antes sólo tuvo un Niño Jesús de madera y un gato feo y ruin.

Con lozana alegría empezaba a florecer su corazón amoroso; y seducida por aquellos primeros favores de la suerte, se sintió tan deseosa de paces y treguas en la batalla de su senda oprimida, que pensó en congraciar con un ardid a la terrible señorita de la casa, escribiendo a Salvador dos renglones que pudieran convertirse en alguna esperanza para la cazadora de novios.

Y ella, tan sin artificios ni dobleces, imaginó en seguida un medio fácil y seguro de hacer llegar su misiva a las manos del médico.

Era un sábado, y doña Rebeca daba algunas limosnas en ese día, por vieja rutina de la casa. Solía la niña repartirlas, y tenía un pobre favorito muy socorrido por ella en sus prósperos días de Luzmela.

Aguardóle, y, con misterio, le dió su papel para Salvador.

En él decía:

«Estoy bien y mucho más contenta; no dejes de venir pronto a vernos y procura estar amable con Narcisa: es un favor que te pido».

Después que el emisario partió, gozoso de servir a su bella protectora, Carmen se quedó arrepentida de inducir a Salvador a una farsa con aquel impremeditado ruego.

Quiso tranquilizarse pensando: —No será más que una medida para que ahora me dejen en paz; él lo hará con gusto cuando yo le explique… —Pero ¿qué le explicaría?… Carmen enrojeció a solas, y sintió en su corazón un acelerado latido.

Quedóse pensativa…

Entretanto, Andrés se había avistado ya con su hermano.

Llegó el malviviente a la casona un poco menos feroz que otros días.

El y Fernando se saludaron como si la víspera se hubieran visto.

El marino se contentó con decir:

—Estás viejo, hombre…

Andrés le atravesó con sus ojos bizcos, inexpresivos y torpes, y dijo un poco sarcástico:

—Tú estás más joven.

Se volvieron la espalda. Fernando cantaba una barcarola. Andrés buscaba a su madre para pedirle dinero.

En el corredor se tropezó con Carmen; parecía haberse olvidado de ella, y al verla dió un gruñido y trató de hacerla una caricia.

Sobrecogida, no pudo evitar un ligero grito al esquivar su cuerpo inmaculado de las manazas brutales del hombrón.

Salieron doña Rebeca y Narcisa de sus habitaciones, como dos víboras de sus escondrijos, silbando:

—¡Loca!… ¡Si está loca!… ¿Qué escándalo es éste?…

Andrés, detenido en medio del corredor, perseguía a la joven con una mirada estuosa y voraz, y las señoras de la casa, asomadas unas a cada puerta, atisbaban procaces y malignas.

Fernando, desde la entrada del comedor, sonrió sobre aquella escena amarga, sin sorpresa ni indignación aparentes, y le dijo a Carmen, que se le había acercado medrosa:

—Anda, vente conmigo un poco a la huerta…

Se hizo el silencio en torno a aquella voz armoniosa que ejercía un milagroso imperio en la familia, y Carmen, bajo la protección de aquel influjo bienhechor, se apresuró a obedecer.

Salieron a la huerta por la puerta vidriera del pasillo.

La miraba el marino intensamente, con una delicia manifiesta; ella sentía una turbación extraña.

Iban al mismo paso descuidado, por el sendero, y le dijo él:

—No tengas cuidado ninguno mientras esté yo aquí…

Después, de pronto, murmuró:

—¡Qué bonita eres y qué buena!

Ella, toda estremecida, se quedó silenciosa; su corazón aleteaba con unas agitaciones inefables.

Fernando suspiró. Se inclinó para arrancar entre la hierba unas borrajas, ya casi marchitas, y con otra voz distinta, fraternal y confidencial, preguntó:

—¿No tienes más que este vestido, Carmen?

—Este, y otro más viejo…

—Y, ¿cuándo te quitas el luto?

—Cuando «ellas» manden…

El tiró las flores distraído y repuso:

—Le quitarás ahora para todos los Santos…

Entonces la niña le miró maravillada, tan llena de admiración, que él, otra vez con acento ardiente, le volvió a decir:

—¡Qué buena eres… y qué hermosa! Te quiero mucho, Carmencita, ¿me quieres tú algo?

Haciendo esfuerzos por serenarse, balbució ella con timidez encantadora:

—Algo, sí…

—¡Divina…, divina! —murmuró el marino, casi en un soliloquio; y devoraba con delectación el rubor de la muchacha y su emoción profunda…

Cuando volvieron de aquel breve paseo, Andrés se había marchado sin esperar a comer; Narcisa tenía un pliegue enigmático en su frente orgullosa, un poco deprimida, y doña Rebeca parecía que había llorado.

Carmen, embebida en algún pensamiento celestial, sin duda, mostraba una expresión nueva y radiante, y Julio, que la perseguía con ojos interrogadores, no quiso comer sin la sal de las lágrimas con que la niña de Luzmela solía sazonar las familiares viandas.