XI

Fernando se complacía en manifestar a Carmen una simpatía franca, llena de atenciones.

Cuidábase poco de su madre y de su hermana, sin preocuparse de merecer su beneplácito.

Desde la primera mirada, vió cómo ellas aborrecían a la niña de Luzmela, y, sin protestar de esta monstruosidad, él se puso a quererla, porque le pareció digna de cariño.

Doña Rebeca tragaba saliva, renegaba de todo lo criado, a media voz, y, quedito, en los pasillos y en los rincones, le decía a Carmen injurias y refranes con perversa impunidad.

Una calma aparente reinaba en la casona, porque Narcisa, sabiendo que le era imposible contrarrestar la influencia que Fernando ejercía en su madre, se contentaba con zaherirlos a los dos a cierta distancia del marino, apagando la voz y mordiendo las desesperaciones de su envidia.

El fracaso de sus tentativas conquistadoras cerca de Salvador la tenía frenética.

Había creído que, por miedo o por conveniencia, Carmen iba a cumplir a satisfacción la extraña embajada; que no era lerda la niña ni le faltaba ingenio para enredar una madeja de amores. Pero no había querido, no, ¡la pícara, la taimada!…

Uno de aquellos días en que tuvo ocasión de echarle a la muchacha en cara lo que ella llamaba su «ingratitud», tantos cargos terribles la hizo y de tales apariencias de indignación adornó su resentimiento, que la niña llegó a creer en la posibilidad de su culpa.

Mostróse muy apurada entonces, y Narcisa, abusando de aquella turbación inocente, derrochó sobre la muchacha las recriminaciones y acudió después a las amenazas.

Carmen, llena de temor, trató de calmarla, insinuando alguna promesa.

—El me dijo —balbució— que no pensaba casarse…; pero creo que lo dijo en broma…; quedó en venir pronto…

La presunta novia apaciguó un tanto sus furores para manifestar:

—No; si a mí por él no me importa un bledo…: tengo pretendientes de sobra. Lo que siento es tu mala voluntad, tu poca complacencia… Se trataba solamente de conocer sus intenciones…, de saber por qué nos visita tanto… Por ti no será…: ¡dicen que sois hermanos!…

La niña, recobrándose, contestó al punto:

—Si fuese cierto, por mí vendría…

—O no, que a los hermanos no les da tan fuerte. Ya ves lo que se molestan por mí los míos…, ¡como yo por ellos!…

No oyó Carmen estas últimas palabras, embebida en la ilusión de pensar que Salvador pudiera ser su hermano.

La otra argulló todavía:

—El bien me mira…

Distraída afirmó la muchacha:

—Sí…, él bien te mira…

—Bueno; pues quiero conocer sus propósitos, porque así estamos perdiendo el tiempo, y yo me perjudico.

Aun dijo Carmen, perpleja:

—Tú te perjudicas…

—Pues es preciso que te enteres pronto y bien de su intención…, con disimulo…, y si no, ¡pobre de ti!

La niña, como un eco, repitió mentalmente:

—¡Pobre de mí!