Era aquél un día de emociones en Rucanto.
Saboreaba las suyas Carmencita, olvidada de todo para pensar en los días felices de Luzmela, evocados por la cariñosa visita de su único amigo.
De pronto cayó sobre su ensueño la voz punzante de doña Rebeca, interrogando:
—¿Se fué ya?
La joven se estremeció y, azorada, repuso:
—Ya…
—¿Y no has llamado a «tu prima»?
Tímida para disculparse, guardó silencio la joven, y doña Rebeca contuvo a duras penas su enojo, deseando explorar el resultado de las gestiones que la encomendó.
—Habla, hija mía; ¿qué te ha dicho el médico?… ¿Le ponderaste a Narcisa?… La pobre Narcisa te quiere mucho; hoy me ha dicho que tienes ya que aliviar el luto y salir con ella a paseo. Vamos, explícate: ¿confesó que le era simpática?… ¡El siempre le echa unos ojos!…
Carmen, obligada a responder, torpe y confusa, dijo sencillamente.
—Me ha dicho que no piensa casarse nunca.
La señora, descompuesta en un instante, bramando de furor, alzó los brazos sarmentosos sobre la cabeza de la niña.
Luego se tiró de los pelos. Uno de sus desahogos favoritos era encresparse la melena blanca, que debiera ser albo nimbo de su ancianidad.
Con la voz temblequeante de despecho, inquirió:
—Y ¿le has ofrecido mi hija?… ¡Mi hija despreciada por ese advenedizo, un hijo de mala madre, ladrón, asesino!…
Carmen cerró los ojos, se tapó los oídos, se encogió en su silla pequeña, toda confundida y horrorizada.
Doña Rebeca seguía avanzando hacia la infeliz; le echaba encima su aliento fatigoso y le escupía en la cara los insultos.
—Te aborrezco, usurpadora, infame; que no puedes ver a mi hija porque es mejor nacida que tú, y más guapa y más rica…
Dió un manotazo furioso encima del bastidor, que rodó por el suelo. La débil madera del telar había gemido rota.
Entonces Carmen se levantó con un instintivo impulso de defensa.
Estaba blanca y tenía en los ojos un extraño fulgor.
Los puso en doña Rebeca con tal expresión de firmeza y desprecio, que la vieja abatió los brazos y la voz para murmurar:
—¿Me desafías?… ¿Te burlas de mí?… Tú eres la santa…, la santa…
Esta palabra mordaz, aplicada pérfidamente, tenía el privilegio de aplacar las rebeliones de Carmen, tan humanas y tan justas.
Humilló la mirada, y cogió del suelo el bastidor.
Estaba pensando: ¡Santa! Todavía no lo soy; me sublevo; me he mofado de ellas con Salvador…, las he acusado…, casi las odio… ¡Dios mío, hazme buena, hazme santa!…
Doña Rebeca, jadeante, necesitaba descansar; pasó en seguida de lo trágico a lo jocoso; con una extraordinaria facilidad, para decir:
—«No por mucho madrugar amanece más temprano»… «El que con niños se acuesta…»
Entró en aquel momento la señorita de la casa. Estaba muy retepeinada y garifa, en previsión de que la hubieran llamado para aceptar benignamente los homenajes del médico, pero había oído los gritos de su mamá, y acudía ceñuda y grave al lugar de la catástrofe.
Viendo a Carmen descolorida y confusa, desmelenada y rendida a su madre, adivinó el resultado de sus tentativas, y ya se iba a insolentar, cuando una voz providente dijo en la puerta:
—Señora, un telegrama…
Dió dos saltitos doña Rebeca para apoderarse del papel azul, y Narcisa, olvidada de sus propósitos, giró como una veleta hacia la noticia telegráfica.