Con aquellos indicios vagos y algunos más seguros que Salvador fué adquiriendo, la incertidumbre se apoderó de su espíritu y sintió una honda inquietud atormentadora.
Tuvo la idea de hacer llegar en secreto una carta a manos de Carmen para recabar de ella una explicación categórica acerca de los misterios tenebrosos de aquella casa.
Después pensó pedir a doña Rebeca, francamente, una entrevista con la muchacha.
Se dirigió a Rucanto lleno de ansiedad.
Parecía que le esperaban o que le habían visto acercarse, porque le recibió con mucha gracia una sirviente, conduciéndole a la sala donde, con grata sorpresa, encontró a Carmen sola.
Estaba bordando.
Una nativa autodidaxia la hacía hábil para toda clase de labores, y su naturaleza pacífica y bien dispuesta se avenía mal con la ociosidad.
Sonrió a Salvador con una encantadora picardía, muy nueva en su semblante.
Él, gozoso de hablarla sin testigos y de verla tan alegre, le acarició las manos, dudando si la besaría.
Le pareció aquella mañana más mujer, más linda que otras veces, y como si estuviera un poco desconocida.
Sin que ella hablase, él la interrogó impaciente:
—¿Estás contenta? Venía hoy a preguntarte, ansioso, si vives a tu gusto aquí, si te tratan bien; quiero saber con certeza si eres dichosa. Cuéntame la vida que haces, porque se dice por ahí que en esta casa hay una zalagarda continua, y a Rita le parece que tú estás triste.
Bajó la niña hacia el bordado sus apacibles ojos oscuros, y un poco turbada murmuró:
—¿Yo triste?
—¿Lo estás en efecto? ¿Tienes algún deseo, algún disgusto? ¿Es cierto que aquí no hay paz ni alegría?…
Carmen, esquivando una respuesta categórica, balbució:
—Ellos riñen mucho; pero a mí eso no me importa…: ¡el padrino quiso que yo viviera con su hermana!…
—Siempre que ella fuese para ti buena como una madre…
La pobre niña tenía toda la voz llena de lágrimas cuando exclamó:
—¡Oh, una madre!… ¡Madre mía!…
Salvador, muy impresionado, volvió a tomar entre las suyas las manos de la muchacha.
—Tú sufres, Carmen; es preciso que me lo cuentes todo…: háblame pronto, antes que nadie venga.
Ella, serenándose, tornó a sonreir con graciosa malicia.
—No vendrán ahora, descuida; me han dado un encargo para ti…; te vieron llegar y me mandaron venir a esperarte…
Curioso, preguntó el médico:
—A ver, ¿qué se les ocurre a esas señoras?
Carmen, mirándole con franca mirada deliciosa, le contó sin más preámbulos:
—Quieren que te cases con Narcisa…
Él soltó una carcajada demasiado expresiva.
La niña, medrosa, le atajó:
—¡Calla, no te rías tan fuerte, hombre!
Pero el médico no podía calmar su hilaridad jocunda.
Ahogando la risa llegó a decir:
—¿De modo que están locas de cierto?
—Sí; locas sí lo están…
—¿O es que quieren burlarse de mí?
—No, eso no; lo dicen en serio; han hablado mucho solas; luego doña Rebeca me ha llamado con suma amabilidad y me ha explicado el asunto, entremetido en muchos refranes…, que «al buen entendedor con pocas palabras basta»…, que «más vale pájaro en mano que…». El pájaro eres tú, ¿sabes?
—¿Sí?… Pues mira, le contestas que «no hay peor sordo que el que no quiere oír»… «que el que mucho abarca poco aprieta»…
Ella le interrumpió con argentina carcajada.
—Yo también tengo muchas ganas de reirme…, mira que casarte tú con Narcisa…, ¡tendría que ver!…
—¿De modo que gracias a esta embajada puedo, al fin, hablar contigo libremente?
—Sí, ¿me querías hablar?…
—¿No te digo que estaba muy inquieto por ti? Se comenta ahora mucho la guerra de esta casa…
—Déjalos que estén en guerra…
—Pero tú padeces.
—Yo estoy tranquila, Salvador; en todas partes tendría que sufrir.
—¿Y por qué, hija?
Ella volvió a inclinar la frente y, otra vez, eludiendo una explicación, dijo:
—Estos días están muy amables conmigo.
—¿Estos días solamente?…
Carmen no quería responder con franqueza, y salió diciendo:
—¿No sabes que va a venir Fernando?
—¿El marino?
—Sí.
—¿Y a qué viene?
—A pasar una temporada…: ese dicen que es bueno.
—Pero; ¿de verdad son malos los otros?
—¿Malos?… ¡Es que están algo locos!…
—Tú no tienes confianza conmigo, Carmen; eso me entristece…
Ella le miró cariñosa.
—Sí que la tengo…; ¿tú qué puedes hacer?… Ya no tiene remedio…
—¿Cómo que no?… Yo puedo hacerlo todo; todo, ¿entiendes?… Y lo haré si es preciso; sólo falta que tú me autorices para ello.
—¿Qué harías?
—Llevarte adonde estuvieras a tu gusto… Para eso estoy en el mundo, para velar por ti.
—¿Para eso?
—¿Y lo dudas? ¿No te lo aseguré el día en que saliste de Luzmela? ¿No sabes que el padrino me lo dejó encargado?…
Aquella evocación alteró la expresión resignada de la niña. Se ensombreció su rostro peregrino y estuvo a punto de romper a llorar.
Logró contenerse con un gran esfuerzo, y entregó su mano temblorosa al joven para protestarle.
—Gracias, gracias…
El, muy conmovido, besó religiosamente aquella linda mano, insistiendo:
—Dime, ¿te quieres ir de esta casa?
—No, no; aquí me quedaré; si fuera necesario te avisaría.
—¿Me lo prometes?
—Prometido.
Se quedaron callados un momento; después Carmen preguntó con sobresalto:
—Y ¿qué diré a doña Rebeca de mi comisión?… La he cumplido muy mal. De antemano sabía que tú ibas a reirte, y he gozado con que juntos nos burlásemos un poco de las dos… No tiene Narcisa ningún novio, ¿sabes?, y te querían a ti porque eres rico. Me encargó la madre que te lo propusiese como ocurrencia mía…; que te dijese cosas muy buenas de la chica… Y no te las digo por si acaso las crees y te casas con ella… Luego estarías bien desesperado… Además de ser locas son malas; hablan infamias de todo el mundo, de ti también, y del padrino…
—¡Pobre Carmen!… Así no puedes vivir… Yo arreglaré esto.
Carmen, lanzada involuntariamente al terreno de las confidencias, añadió todavía:
—De Andrés tengo miedo…, y también de Julio…
Salvador estaba consternado; se había puesto de pie con impaciencia, y ella insistió, siempre alarmada:
—¿Y qué le diré a doña Rebeca … de «eso»?…
—¿De qué, hija mía?
—De la boda…
Y todavía la niña se rió, un poco burlona.
—Pues, le dirás que yo no pienso casarme nunca.
—¿Nunca?… ¿Y es de veras?
La miró Salvador, largamente, para decir:
—Hasta que tú te cases.
Ella, enrojecida, no supo qué replicar.
En la casa, sumida en raro silencio, se oyeron entonces pasos y rumores.
Salvador, deseando esquivar en aquel momento la persecución de las señoras, se despidió de Carmen aceleradamente, prometiéndole volver muy pronto y haciéndole prometer que, entretanto, ella le escribiría con reserva, poniéndole al corriente de su situación, sobre la cual era preciso resolver en definitiva.