IX

El papelito azul decía:

«Llego en el expreso.—Fernando».

Y toda la casa se había revuelto.

La comida no estaba pronta. Había un trajín impaciente de muebles en habitaciones, y cada vez que la madre y la hija se encontraban en medio de tal jaleo, reñían y se increpaban, porque Narcisa, celosa siempre del hermano buen mozo y seductor, opinaba que aquellos eran demasiados preparativos para recibirle, y protestaba con satíricas frases de aquella revolución inusitada.

En esto llegó Andrés. Traía hambre y estaba de muy mal humor.

El retraso de la comida le soliviantó, y al enterarse del motivo de aquellas alteraciones preguntó irritado:

—Y ¿a qué viene ese?

Doña Rebeca le contestó con autoritario tono:

—Viene a casa de su madre; hace seis años que no le veo, tiene tanto derecho como tú a vivir conmigo.

—¿Derecho?… El tiene carrera…; tú le prefieres porque es guapo, le consientes todos sus caprichos y le das dinero…

Descargó un puñetazo sobre la mesa, con toda la reciedumbre de sus puños potentes, y platos y copas saltaron con estruendo y destrozo.

—¡Está borracho! —dijo Narcisa con desprecio.

El se revolvió como una fiera, y le tiró a la cabeza su bastón de cachiporra.

Se dió a gritos doña Rebeca; Narcisa, ilesa, inventó un desmayo, y Julio iluminó con un destello de feroz alegría su vidriosa mirada.

Andrés, creyendo que había herido a su hermana, improvisó un segundo acto melodramático, y aprovechando una iracunda mirada de su madre, fingió querer clavarse en el pecho un inofensivo cuchillo de postre.

La cándida niña de Luzmela, con un espontáneo movimiento de humanidad, corrió a estorbarle el «suicidio», y aquella fué la primera vez que él miró a la muchacha con detención y de cerca.

La encontró muy hermosa; toda su materia se estremeció, y al entregarle el cuchillo sin la menor resistencia le sobó las manos groseramente.

Quedó aplacado el guijarreño mozo por la magia de aquella sorpresa, y como Narcisa creyese prudente recobrarse «del síncope», porque la sopa se estaba enfriando, se hizo la paz en un minuto, Julio dejó de sonreir, y todos se sentaron a la mesa, provista de otros platos y de otras copas.

Comieron de prisa y comieron mucho; allí siempre se comía mucho. Con las bocas llenas de insultos, en discordia, en pelea, los guisos y las botellas se despachaban lindamente…

Doña Rebeca, muy amable con Carmen, la llamó sobrinita varias veces y la instó a repetir de algunos platos.

La niña, incapaz de acostumbrarse a tales mudanzas estupendas, no sabía si temer o alegrarse en aquella ocasión, y sintiéndose al fin contagiada por la extraña tranquilidad general, esperó curiosa la hora del tren expreso, que era la de las cuatro de la tarde.