IV

Entretanto, Salvador Fernández, médico municipal de Villazón, había trasladado su residencia desde la villa al pueblo gracioso y pequeño de Luzmela.

En plena posesión del cuantioso legado del amigo, Salvador no había pensado ni un momento en cambiar de vida ni alterar en nada sus costumbres humildes.

En el palacio de Luzmela como en la posada de Villazón, el médico era siempre un hombre bondadoso y amable, de carácter tímido y vida sencilla.

Había destinado para su uso las habitaciones de don Manuel, y en la casa se desenvolvían las horas serenas y blandas, mudas y lentas, igual que en los días postreros del hidalgo.

Diríase que el espíritu benigno del solariego, con la amargura de sus memorias, con la bondad de sus sentimientos, presidía aún y gobernaba las labores y las intimidades de la pudiente casa labradora.

Salvador seguía visitando a sus enfermos con la misma atención que cuando de su carrera hacía estímulo de prosperidad y base de la existencia, sólo que ahora había renunciado a la subvención del Municipio para que otro médico la disfrutase.

Enamorado de su profesión, hizo de ella un culto piadoso, que practicaba en favor de los pobres. De la herencia que libremente podía disfrutar sólo tomaba lo preciso para sostener el decoro de la casa y hacer algún viaje a las grandes clínicas extranjeras, en demanda de luces y medios con que extender en el valle la misericordia de su misión.

Así las gentes le adoraban y le bendecían, y él paseaba por los campos su conciencia pura, con la santa simplicidad de un apóstol del Bien, convencido y ferviente.

Desde que se reconoció hijo sin nombre de una infeliz aldeana, humilló su corazón en una mansedumbre dignificadora, que le confortó y sirvió de alivio a sus íntimas tristezas.

Luego, su vida tuvo un doble objeto santo y noble: derramar los consuelos de la más piadosa de las ciencias sobre los dolientes sin ventura y velar por la dicha de Carmen.

Era para él una suprema delicia espiritual el consagrarse de lleno a pagar en la hija la inmensa deuda de gratitud contraída con el padre.

Su oración cotidiana consistía en memorar los bienes recibidos de aquella pródiga mano que salvó a su madre de la desesperación, la levantó de la ignominia y la honró haciendo del niño desvalido y miserable un hombre de sano corazón, enveredado por una senda segura de la vida.

Después de enfervorizarse con esta membranza sentimental y preciosa, Salvador discurría amorosamente sobre el porvenir de su protegida.

El nada sabía de los misteriosos terrores que la niña le había inspirado la sola idea de que doña Rebeca la llevase de la mano camino adelante, ni mucho menos sospechaba las torturas que la pobre criatura padecía en poder de los de Rucanto.

Como todas sus atribuciones sobre la pequeña eran morales y secretas, Salvador no se atrevía a significarse visitándola demasiado y se limitaba a verla con toda la frecuencia posible dentro de una prudencia conveniente.

Antes que la niña partiese de Luzmela pudo él abrazarla y prometerla toda su fortuna y su desvelo.

Carmen había llorado sobre aquel noble corazón con un silencioso llanto contenido y acerbo, que era acaso, más que el desahogo del dolor presente, el presentimiento agudo del futuro dolor.

—Todo cuanto te ocurra, me lo contarás —le había suplicado el joven—. Si sufres, si necesitas algo, me lo dirás en seguida; prométemelo.

Ella le miró fijamente a los ojos y preguntóle:

—¿Lo mandó mi padrino?

—Sí, lo mandó; te lo juro, Carmen.

—A mí no me dijo nada.

—Pero me lo dijo a mí todo; tú eras muy pequeña para hablarte de estas cosas; además temía darte demasiada aflicción. El quiso que tú fueras muy dichosa, todo lo más que sea posible, y que nunca le olvidases.

—No, nunca —repitió la niña sollozando.

Y, con voz firme, añadió después:

—Yo haré todo cuanto él dejó mandado…; seré muy buena.

—Ya lo sé; estoy seguro; pero es preciso que también seas feliz… No olvides que yo soy tu mejor amigo, que Luzmela será siempre tu casa…, que todo cuanto yo tengo es tuyo, todo, ¿entiendes?

Ella, desconsolada, murmuró:

—¡Si fueses mi hermano!

Enmudecido acarició él aquella linda cabeza, ya inclinada por el infortunio, y la niña, viéndole callado y afligido, saboreó la amargura del desengaño irremediable.