Weimar. Una república sin republicanos
«Alemania espera a ese hombre especial, como la sedienta
tierra espera la lluvia en verano. Dios mío haz un milagro».
Joseph Goebbels, 1924.
Langemarck es un pequeño pueblo al este de Ypres, en la actual Bélgica. Como muchas pequeñas localidades de esa zona, tiene un cuidado cementerio para los caídos en las batallas de la Primera Guerra Mundial. Langemarck simboliza el lugar donde nació la Segunda Guerra Mundial, porque, ignorado por muchos de los que visitan hoy ese lugar, en Langemarck se encuentran los restos de los compañeros de un joven austriaco a quien el destino salvó de morir en aquel sitio. Adolf Hitler, que había escuchado con inmensa alegría en Múnich la declaración de guerra el 1 de agosto de 1914, se enroló inmediatamente en el ejército alemán. Se le asignó al Regimiento de Bavaria número 16 (List), y llegó al frente del Oeste en octubre, justo a tiempo para la batalla de Ypres. Fue así como presenció la terrible Kindermord, «la matanza de inocentes», donde cientos de miles de reclutas alemanes poco entrenados, la mayoría jovencísimos universitarios, fueron aniquilados por los ya veteranos y profesionales soldados ingleses. Hitler nunca olvidaría aquel momento.
Langemarck simboliza, así, el vínculo psicológico esencial entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, entre las masacres de Ypres y Verdún, y las de Londres, Varsovia y Stalingrado. Langemarck fue un potente mito para inspirar a la nueva Alemania tras el armisticio[1].
El nacimiento de Alemania
A pesar de que su cultura y su idioma están entre los más antiguos de Europa, en 1918 Alemania era una nación joven. Se había unificado tan sólo en 1871 gracias, en parte, a la habilidad de su canciller Otto von Bismarck. En una serie de fulgurantes guerras apoyadas por una diplomacia brillante, Bismarck llevó imprevisiblemente a Prusia a la victoria contra Austria, Dinamarca y Francia. Estos éxitos persuadieron a todos los Estados alemanes a aceptar al rey de Prusia como emperador de un nuevo y poderoso Estado: Alemania[2]. La forma en que se llevó a cabo la unificación alemana marcó al Estado con una peligrosa y poderosa tradición militar. Esto llevó a una tensión creciente con las otras grandes potencias del momento, en especial con Gran Bretaña y Francia[3].
En el seno de la sociedad alemana de principios del siglo XIX existían profundas fracturas entre la izquierda y la derecha, y un marco constitucional muy limitado. La situación política interna llegó a una situación de bloqueo tal que, según el historiador Volker Berghahn, la única salida posible era la unión de todo el país en una guerra[4]. La Primera Guerra Mundial creó temporalmente un sentimiento de euforia y de unión nacional pero cuando las perspectivas de victoria se evaporaron, las tensiones latentes en el seno de la sociedad alemana emergieron de nuevo con fuerza.
La derrota en la Primera Guerra Mundial
La rivalidad imperial por sí sola no hizo inevitable una guerra europea pero preparó el conflicto generalizado que se desató en 1914. La población alemana dio la bienvenida a una guerra que supuestamente «pondría fin a todas las guerras». Había llegado el momento de demostrar la potencia y la fortaleza alemana con una victoria clara sobre las potencias enemigas[5].
Los grandiosos planes de una victoria rápida estaban por encima de la capacidad real de Alemania. Toda la estrategia de Alemania se basó en el llamado Plan Schlieffen, que fracasó al no poder derrotar a Francia. Atrapada entre dos frentes tuvo que resistir una brutal guerra de desgaste durante cuatro años con un bloqueo naval aliado que limitaba enormemente la importación de suministros[6]. La estrategia submarina alemana no debilitó como se esperaba a Inglaterra. Los aliados pudieron acudir a sus imperios para obtener los suministros y los hombres que necesitaban. La economía de la Alemania imperial no estaba preparada para una guerra prolongada. Con el estallido de la Revolución bolchevique, el frente oriental desapareció tras la firma de la Paz de Brest-Litovsk entre Alemania y Rusia, lo que dio a Alemania la última oportunidad de alcanzar la victoria. Con las fuerzas que habían quedado disponibles en Rusia, se lanzó una gran ofensiva en el frente occidental. Tras unos comienzos prometedores, al final no se logró la ruptura decisiva. Con la entrada de Estados Unidos en la guerra en 1917, los aliados alcanzaron la victoria un año después. Exhausta y derrotada, Alemania firmó el armisticio.
Tras cuatro años de guerra Alemania se enfrentó a enormes dificultades: más de dos millones de hombres habían fallecido. El bloqueo aliado había exacerbado el impacto económico de la guerra total y esto, unido a una serie de malas cosechas, había llevado a una escasez de alimentos y de combustible[7].
El legado de la Primera Guerra Mundial
La Primera Guerra Mundial fue un hito crucial en la historia de Europa, y de Alemania en particular. El estallido de un conflicto de tal magnitud produjo desajustes económicos, malestar social y un auge de la militancia ideológica que socavó las bases del liberalismo europeo. La devastadora pérdida demográfica, la destrucción del tejido industrial, la interrupción del comercio internacional, la quiebra del sistema monetario que había gravitado sobre el patrón oro y los procesos inflacionarios fueron algunos de los factores de la ruina económica de Europa. No sólo los vencidos sufrieron daños significativos. Inglaterra perdió, ya definitivamente, su posición hegemónica en el mundo y Francia, más de un 50 por 100 de sus inversiones en el exterior además de haber sufrido en su territorio los estragos de la guerra. El bloque austro-húngaro se fragmentó en diversas nacionalidades conflictivas y con profundas rencillas históricas. El Imperio ruso se sumió en una revolución y, posteriormente, en una guerra civil que lo convirtieron en un Estado débil e internacionalmente marginado durante años. Estaba claro que el poder se estaba desplazando fuera de Europa. Estados Unidos se convirtió en el gran poder mundial a pesar de que se resistiría a verse nuevamente arrastrado a implicarse en la intrincada política del viejo continente[8].
Ya antes de 1914, la supremacía de las élites liberales gobernantes estaba bajo amenaza. La modernización económica, la industrialización y la secularización estaban derrumbando y desafiando la política existente, que era jerárquica, elitista y clientelista. Tras la Primera Guerra Mundial se produjo un temor generalizado a la revolución, un miedo que, desde la época de la Revolución Francesa, se había convertido en la gran pesadilla de la burguesía durante todo el siglo XIX. Las nuevas fuerzas que iban surgiendo intentaban arrebatar el poder político a las élites que tradicionalmente habían gobernado hasta entonces. El armisticio no puso fin a la lucha en Europa, tan sólo modificó sus apariencias. Las gravísimas consecuencias de la guerra, la crisis y la desorganización económica, y la intensa agitación social eran inducidas, en gran parte, por el acusado influjo de la experiencia revolucionaria soviética. Había terminado la lucha armada pero se planteaba un nuevo tipo de guerra ideológica. El comunismo había encontrado una audiencia entre las poblaciones agotadas y arruinadas por la guerra, comenzando el período revolucionario más activo desde 1848. Los años de penurias y sufrimiento habían fomentado enormemente la militancia revolucionaria, lo que llevó al hundimiento de las formas políticas que habían estado vigentes hasta ese momento[9].
Las circunstancias que rodearon la caía de la Alemania imperial en 1918 hirieron de muerte a la República de Weimar que surgió tras la desaparición de la monarquía. Los militares alemanes, liderados por Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff, rechazaron la responsabilidad de la derrota alemana y crearon el mito de la «puñalada por la espalda». Se trataba de hacer creer que los soldados en el frente habían sido en realidad traicionados por los judíos y los bolcheviques mientras ellos luchaban valerosamente por su país. La responsabilidad de firmar el Tratado de Versalles incumbió a los líderes de izquierda de la nueva República de Weimar, que fueron consecuentemente calificados de traidores por los líderes de la derecha alemana. Esta presentó la secuencia de acontecimientos de 1918 de la siguiente manera: revolución, armisticio, derrota y paz. Era un orden de factores que contribuiría a desacreditar a la nueva República[10].
En realidad nunca existió la «puñalada por la espalda» que tan útil sería para la propaganda nazi. El descontento y la movilización social en Alemania fue la consecuencia, no la causa, del fracaso militar. Alemania había sido derrotada militarmente y la negativa a firmar el tratado habría supuesto la invasión de Alemania por los aliados. Se pasaba por alto que habían sido los oficiales del Estado Mayor los que, presos del pánico, habían pedido a los políticos que firmaran la paz. Se olvidaba también que la ofensiva de la «victoria» de la última primavera había acabado en una larga retirada hasta Bélgica. También se quiso ignorar que un grupo de oficiales del Estado Mayor alemán había afirmado que Alemania no podría ganar la guerra, especialmente tras la entrada en la misma de Estados Unidos. La posición del ejército tenía que quedar a salvo de la derrota, por lo que se desarrolló y propagó de forma deliberada el oportuno mito de la traición. Al final fue la democracia de Weimar la que tuvo que soportar el oprobio de haber firmado el Diktat (acuerdo impuesto) de Versalles. Sus duras cláusulas fueron achacadas a los políticos democráticos no a los líderes militares que habían sido los responsables del destino de Alemania[11]. La extraña teoría de la «puñalada por la espalda» encontró una audiencia receptiva entre la sociedad alemana, que estaba poco preparada para la derrota. Durante cuatro años la población alemana había escuchado historias de heroísmo y avances contra el enemigo en todos los frentes. A los soldados, que conocían la situación real del frente, también les resultó muy difícil aceptar que los sacrificios y las terribles muertes de sus compañeros habían sido en vano. La falacia de la «puñalada por la espalda» serviría para enajenar todavía más voluntades a un régimen que, desde sus inicios, se debatía en gravísimos problemas económicos.
Los alemanes esperaban firmar una paz justa basada en los Catorce Puntos de Wilson. El surgimiento del nazismo resultó, en parte, del fracaso de los vencedores de la Primera Guerra Mundial en establecer un orden estable y viable en Europa. Bajo los términos de Versalles, la creación del llamado «Corredor Polaco» (que daba acceso al mar a Polonia) privó a Alemania de gran cantidad de territorio en el Este mientras que en el Oeste Alsacia-Lorena era restituida a Francia[12]. Alemania perdió seis millones y medio de habitantes y el 13 por 100 de su territorio, incluyendo Alsacia-Lorena, Eupen, Malmedy, la zona norte de Schleswig, parte de Prusia Oriental y Posen (Poznan), la ciudad «libre» de Danzig, una parte de la Alta Silesia y el llamado «corredor polaco», que separaba a Alemania de Prusia Oriental. A pesar de su dureza, las pérdidas sufridas por Alemania eran inferiores a las de Francia tras el Congreso de Viena entre 1814 y 1815 y fueron menos duras que la división que se le impuso tras la Segunda Guerra Mundial. También eran mucho menos duras que las que Alemania había impuesto a Rusia por el Tratado de Brest-Litovsk. Además, el potencial económico y militar de Alemania era considerable. Alemania se encontraba rodeada de pequeños y débiles Estados en Europa del Este y no se enfrentaba a ninguna alianza militar fuerte. Su industria era moderna con una gran capacidad para la producción de armamentos.
El tamaño del Reichswehr (el ejército alemán) fue limitado a 100 000 hombres, se cerraron las principales academias militares y se destruyeron las fortificaciones, los campos de aviación y los grandes almacenes de armamento. Sin embargo, sus principales estrategas permanecieron en sus puestos. La marina no podía contar con más de seis acorazados, ni submarinos ni aviación militar. El Ministerio de la Guerra pasó a denominarse de Defensa. La Renania fue desmilitarizada por los alemanes y ocupada por los aliados durante un período de quince años. Con todo, lo más doloroso para los alemanes fueron las cláusulas de las reparaciones que hacían a Alemania responsable por todo el daño infligido a Francia y a Bélgica, así como el artículo 231, que culpabilizaba a Alemania de la guerra. Lo que más hirió a los alemanes fue la forma en que se llevó a cabo el Tratado de Versalles en el que la delegación alemana no pudo negociar. O bien lo aceptaban o la guerra continuaría[13].
El hecho de que el Gobierno de Weimar se viese obligado a firmar el «tratado de esclavitud», como lo llamaban algunos alemanes, debilitó fatalmente su autoridad desde el inicio. Fue atacado por miembros de la extrema izquierda que deseaban un Estado de los trabajadores, así como por la extrema derecha que odiaba a la República de Weimar y deseaba el regreso de alguna forma autoritaria de poder[14].
Por otra parte, el historiador Robert Wohl identificó una «conciencia generacional» entre los soldados que tuvieron que luchar en aquella guerra. La guerra representó, así, la oportunidad para la regeneración de una cultura agonizante. Muchos veteranos se sintieron traicionados, creyendo que vivían en «un abismo entre dos mundos», de ahí la fuerte atracción que sintieron por el extremismo político en el mundo de la posguerra[15].
Los Freikorps. Establecidos para defender las fronteras del Este de Alemania, fueron utilizados en la lucha callejera contra los socialistas y los comunistas.
El desafío a la República de Weimar
La República de Weimar heredó los conflictos políticos y sociales sin resolver del Segundo Reich que se habían exacerbado por la derrota. Desde sus inicios, la nueva República tuvo que hacer frente a una dura oposición proveniente de todo el espectro político alemán. La oposición de izquierdas deseaba provocar una revolución en Alemania como la que se había producido en Rusia en 1917. Las huelgas en Alemania eran cada vez más numerosas, lo que erosionaba enormemente al Gobierno. La oposición de derechas provenía de los llamados Freikorps (Cuerpos Libres), una milicia de extrema derecha, a la que tuvieron que recurrir los Gobiernos socialistas por el fracaso de los militares en reestablecer el orden. El ejército era conservador pero entre sus filas aumentaba el malestar por la derrota. Por su parte, los nacionalistas eran contrarios a la abdicación del kaiser y no apoyaban la creación de una república democrática[16].
El primer desafío serio a la República de Weimar provino de la izquierda política en enero de 1919 con el levantamiento del llamado grupo espartaquista en Berlín. En enero de 1919 este grupo, liderado por los marxistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, había fundado el Partido Comunista Alemán (KPD). El movimiento espartaquista consideraba que había llegado el momento de emular a la Revolución Bolchevique y establecer un Gobierno soviético en Alemania. El levantamiento fue brutalmente aplastado por los Freikorps. Posteriormente, acabaron también con el Gobierno de tinte soviético que se había establecido en Baviera en noviembre de 1918[17].
Desde la derecha, existían numerosos grupos que deseaban la desaparición de la República de Weimar. Entre las figuras más opuestas a la República se encontraban el general Ludendorff y Wolfgang Kapp, quien formó la Asociación Nacional en octubre de 1919 para conseguir el apoyo a su causa. Kapp era descrito como «un neurótico con delirios de grandeza». Su intento de golpe fue derrotado por la falta de apoyo del ejército y una huelga general de los trabajadores que incluyó a los sectores clave de la electricidad, el agua y el gas[18].
La inestabilidad económica
Desde un punto de vista económico, el rasgo dominante de la inmediata posguerra fue la «crisis de subproducción»: agotamiento de las reservas de materias primas, falta de abonos químicos, desgaste o destrucción del equipo mecánico, desorganización de los transportes y escasez de mano de obra. El coste total de la guerra se estimó en torno a los 180.000-230.000 millones de dólares (en valor de 1914[19]).
Dadas las circunstancias turbulentas de su nacimiento, resulta sorprendente que la República de Weimar sobreviviese desde 1919 a 1933. Este hecho resulta más llamativo si se tiene en cuenta que los franceses habían ocupado el Ruhr, la mayor zona industrial de Alemania. Esta medida provocó la resistencia pasiva de los trabajadores de la zona, lo cual contribuyó a la hiperinflación. La epidemia de gripe de 1918, que mató a más de 20 millones de personas, se sintió especialmente en Alemania, donde se había deteriorado la resistencia de los individuos por las pobres condiciones de vida. Cerca de dos millones de alemanes habían muerto en la guerra y otros seis millones resultaron heridos. El trauma emocional para aquellos soldados y sus familias fue devastador[20].
La causa fundamental de la hiperinflación en Alemania fue el gigantesco aumento del dinero en circulación debido a la necesidad del Gobierno de imprimir enormes cantidades de billetes para pagar los intereses de las ingentes deudas del Estado[21]. Más concretamente, las causas de esa inflación, desconocida hasta entonces, pueden dividirse en tres fases. A largo plazo, las exigencias militares de la Primera Guerra Mundial llevaron a un enorme aumento de los costes financieros. A medio plazo, el coste de introducir reformas sociales y sistemas de salud pública unido a la presión para satisfacer las demandas de reparaciones por parte de los aliados a partir de 1921. A corto plazo, la ocupación francesa del Ruhr en 1923 produjo una fuerte conmoción en el sistema económico alemán. La hiperinflación de 1923 oscureció el hecho de que los precios habían aumentando desde el comienzo de la guerra en 1914. Sin embargo, para los alemanes la causa fundamental de la crisis se debía al Tratado de Versalles y, en particular, a las reparaciones que tenía que pagar Alemania en base a la cláusula de culpabilidad establecida en el tratado (art. 231). Otra teoría que ganó fuerza en Alemania era que la inflación se debía, simplemente, a la codicia y la corrupción de los capitalistas judíos.
La inflación golpeó con enorme dureza a la burguesía alemana y agravó el proceso de descomposición moral de la sociedad alemana que había comenzado con la derrota. Se llegó a hablar de una expropiación de la pequeña y mediana burguesía. En esos grupos radicarían los fieles e iniciales apoyos al nazismo. Se produjo un aumento de la emigración, la delincuencia, los suicidios y las enfermedades. La corrupción y el antisemitismo estallaron con gran virulencia. Los judíos fueron acusados de explotar la tragedia. La vida en Alemania se convirtió, en palabras de un historiador, en «locura, pesadilla, desesperación y caos[22]». La decadencia sexual parecía ser una consecuencia directa de la ruptura de los valores tradicionales. Como manifestó un extranjero: «Nada te hacía enfrentarte más con la patológica distorsión de la mentalidad alemana tras la guerra, que la extraña vida nocturna de Berlín[23]».
A pesar de la enorme inflación, el período 1924-1929 se caracterizó por una cierta recuperación económica de Alemania. Todo parecía indicar que los peores años habían pasado ya. La economía se benefició de 800 millones de dólares en crédito norteamericano gracias al llamado «Plan Young», que permitía a Alemania reconstruir su industria. Desde 1924 a 1929 los salarios aumentaron hasta los niveles anteriores a la guerra y los programas sociales y sanitarios para los trabajadores incrementaron el sentimiento de optimismo. Sin embargo, la economía era ya demasiado dependiente de Estados Unidos y sus créditos a corto plazo. En octubre de 1929 el mercado de valores norteamericano se vino abajo iniciando la mayor depresión económica del siglo XX. Alemania sería el país más afectado por la gran depresión norteamericana[24].
El terreno estaba abonado para la aparición de una figura mesiánica que prometiese la salida de la aguda crisis económica y política que se vivía en Alemania. El hombre llamado a desempeñar ese papel ni siquiera había nacido en suelo alemán, se trataba de un, hasta entonces, desconocido ciudadano austriaco llamado Adolf Hitler.