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El Tercer Reich en guerra, 1939-1945

«Si tras la guerra Alemania conserva las fronteras

de 1933 deberemos darnos por satisfechos».

Hermann Goering.

El día 1 de septiembre de 1939 amaneció con una espesa bruma sobre el puerto de Danzig. A través de la niebla se podía divisar el movimiento del enorme acorazado alemán Schleswig-Holstein que se encontraba de visita de cortesía en el puerto de la «ciudad libre». A las cuatro y cuarenta y cinco de la madrugada las enormes torretas de los cañones del acorazado abrieron fuego contra la guarnición y el depósito polaco de Westerplatte, una península del estuario del Vístula que controlaba la entrada al puerto de Danzig, mientras los bombarderos alemanes sobrevolaban la ciudad. La Segunda Guerra Mundial había comenzado. Hasta el último momento Hitler había temido, como les señaló a sus comandantes, que «en el último instante un sucio perro me presente un plan de mediación». Nada de eso sucedió.

En Berlín, en claro contraste con el estallido de la Primera Guerra Mundial, el anuncio del conflicto fue recibido con frialdad. La gente continuó con sus tareas cotidianas aceptando la noticia del nuevo conflicto con resignación. Cuando Hitler se dirigía a pronunciar su discurso en el que explicaba su decisión de ir a la guerra no encontró a su paso la muchedumbre que había esperado. Al final del discurso Hitler señaló que no se quitaría ya su uniforme hasta que hubiese conseguido la victoria o no sobreviviría a la guerra. «Por lo tanto deseo asegurar al mundo entero de que no habrá nunca un nuevo noviembre de 1918 en la historia alemana[1]».

Dos días más tarde Hitler abandonaba los elegantes despachos de mármol de su impresionante Cancillería de Berlín y se subía a su tren blindado especial (extrañamente llamado «Amerika») camino del frente. Durante tres semanas ese tren, que se detuvo en Pomerania y en la Alta Silesia, constituyó el primer «cuartel general del Führer» de la guerra. Al tren de Hitler le seguía el de Heinrich Himmler, denominado «Heinrich», y el de Goering, llamado «Asia». De esa forma sus más estrechos colaboradores no se alejaban demasiado de su Führer y evitaban que otros pudiesen aprovechar su cercanía para imponer sus puntos de vista o conseguir más parcelas de poder.

La Segunda Guerra Mundial es de sobra conocida y hoy son ya numerosísimas las obras sobre todos los aspectos relacionados con la misma, por lo que el objetivo de este capítulo es únicamente trazar las grandes líneas de la actuación del Tercer Reich, los errores que Hitler cometió durante el conflicto y el análisis de su papel como comandante en jefe.

Hitler como comandante en jefe

Durante la Segunda Guerra Mundial la estrategia militar alemana fue dirigida por Hitler, cuya reputación como comandante militar, recibió tras la guerra todo tipo de críticas. El general Franz Halder señaló que Hitler destruyó un sistema de mando militar bien organizado con «una mística convicción en su propia infalibilidad». Hitler no era, en modo alguno, un ignorante en cuestiones militares. Había leído ampliamente sobre temas militares y demostraba un gran interés en asuntos técnicos como en el diseño de nuevas armas. Sus dotes como político le otorgaban también una ventaja considerable en momentos de guerra. Era un maestro de las técnicas psicológicas, estaba muy preparado para conocer el valor de la sorpresa, a pesar de los riesgos a los que se enfrentaba y era muy receptivo a ideas poco ortodoxas. El apoyo decisivo que concedió a la expansión de las fuerzas blindadas alemanas, su adopción de la propuesta de Raeder para la ocupación de Noruega y la de Manstein para la ofensiva a través de las Ardenas que le dio la victoria en Francia son muy ilustrativas de sus dotes. Hitler tampoco estaba equivocado cuando señalaba que de haber escuchado al Alto Mando nunca hubiese apoyado el rearme alemán al ritmo que él deseaba, ni se hubiese aventurado a correr los riesgos que llevaron al ejército alemán a los triunfos sensacionales de 1940 y 1941[2].

Sin embargo, sus fallos como líder militar eran también obvios. Despreciaba los datos, era obcecado y dogmático. Su experiencia en la Primera Guerra Mundial, a la que otorgaba una importancia excesiva, había sido extremadamente limitada. Nunca había dirigido tropas en el campo de batalla o aprendido a dirigir ejércitos como oficial. Le faltaba el entrenamiento para trasladar sus concepciones grandiosas a operaciones concretas. El interés que prestaba a los detalles técnicos, en vez de compensar esas deficiencias, sólo las hacía más evidentes. Estaba mucho más interesado en temas como los datos precisos del cemento que cubría una línea de fortificaciones, que en estudiar una concepción global de la guerra. Se dejaba saturar con números, con los datos de hombres y la producción de armamentos para posteriormente complacerse repitiéndolos de memoria sin ningún intento de crítica o de análisis[3].

Estos eran precisamente los errores que el entrenamiento profesional de sus generales cualificados hubiese podido corregir. Una combinación de la a menudo brillante intuición de Hitler, con la planificación ortodoxa y metódica del Estado Mayor, pudo haber tenido una efectividad devastadora. Sin embargo, esta combinación nunca se produjo por la profunda desconfianza que Hitler sentía hacia sus generales. Siempre les acusaba de falta de entusiasmo, cuando no de deslealtad activa hacia el nuevo régimen. Hitler se quejaba a menudo de que los generales alemanes no tenían fe en el nacionalsocialismo.

Con las primeras victorias Hitler se sintió muy seguro de su habilidad como estratega militar. El gran estratega alemán de la Segunda Guerra Mundial, Erich von Manstein, señalaba que Hitler contaba «sin duda con cierta visión de las oportunidades estratégicas» y «un extraordinario conocimiento y memoria», pero nada más. Sin duda, el primer error de Hitler fue dirigir personalmente las tres ramas de las fuerzas armadas sin realizar ningún esfuerzo por coordinarlas. Mantuvo los mandos separados y parecía estimular la rivalidad entre ellos. Cada sector contaba con su propio comandante, sin embargo, Hitler tomaba las grandes decisiones. Stalin, Churchill y Roosevelt tomaban también decisiones pero sabían cuando debían ceder el mando a sus más preparados ayudantes. Interferían en ocasiones pero sabían cuándo debían ceder. Con Hitler nunca sucedió así. Sus errores en el campo de la estrategia fueron enormes y significativos. Entre los más destacados debemos citar la decisión de no acabar con Gran Bretaña cuando todavía era posible y el Gobierno británico parecía contra las cuerdas, exponiendo a Alemania a una guerra en dos frentes. En la crisis del invierno de 1941 en Rusia su negativa a permitir la retirada probablemente evitó un hundimiento general del frente. Sin embargo, esa actitud de no retirarse le costaría posteriormente enormes derrotas que hubieran podido evitarse[4].

La insensata declaración de guerra a Estados Unidos en diciembre de 1941 le llevó a enfrentarse con la mayor potencia económica mundial. Cuando la derrota en Rusia parecía segura, Hitler siguió pensando que Alemania vencería. Nunca dejó que los datos interviniesen en su visión de los hechos. Por ejemplo, cuando Halder le informó de que la Unión Soviética estaba produciendo 1200 tanques cada mes en el verano de 1942, Hitler tuvo uno de sus característicos ataques de furia y golpeando la mesa gritó: «Rusia está muerta». Posteriormente convirtió la derrota en Stalingrado en una catástrofe al impedir una retirada a tiempo del Sexto Ejército condenando así a millones de sus tropas a la captura o la muerte[5].

Hitler tenía una particular forma de dirigir el conflicto. En su cuartel general hacia mediodía celebraba una conferencia militar acompañado por los mandos presentes en ese momento que duraba normalmente entre dos y tres horas. La conferencia se iniciaba normalmente con una descripción del frente del Este. Speer estaba «asombrado por la forma en que Hitler, tras escuchar los informes, desplegaba divisiones arriba y abajo, o se concentraba en detalles sin importancia[6]». Hitler podía recordar con precisión los cambios que se habían producido desde el día anterior, por lo que era muy complicado intentar que pasara por alto alguna noticia desagradable.

Una vez que se había discutido la situación del ejército, se le informaba sobre los acontecimientos más destacados de las últimas horas, en especial la situación naval y la aérea. Se le informaba brevemente de los ataques sobre Inglaterra y de los bombardeos aliados sobre las ciudades y las industrias alemanas[7].

Las victorias de la Blitzkrieg, 1939-1940

La derrota de Polonia

Para derrotar a Polonia Alemania desplegó 55 divisiones, de las cuales 16 estaban totalmente motorizadas y seis de ellas eran las temidas divisiones panzer. El ejército alemán utilizó las nuevas técnicas de Blitzkrieg o guerra relámpago para acabar con la resistencia polaca. Se trataba de combinar rapidísimos ataques de panzers (tanques) con infantería motorizada y la aviación para apoyar el asalto en tierra. Los movimientos alemanes fueron fulminantes contra las pobremente equipadas divisiones polacas que se equivocaron al intentar una defensa estática. Las tropas polacas, mal equipadas para la guerra moderna, no fueron un enemigo serio para los invasores. El 27 de septiembre se rendía Varsovia, habiendo sido arrasada por la aviación alemana. En menos de un mes Polonia, tras una resistencia heroica, había sido vencida[8]. A diferencia de otras campañas, Hitler apenas intervino en la de Polonia, aunque siguió el conflicto muy de cerca. La guerra le vigorizaba. Hitler se encontraba en su elemento[9]. Como prolegómeno de lo que sucedería después en los territorios conquistados del Este de Europa, en Polonia se desató una orgía de violencia. Se utilizaron por vez primera los Einsatzgruppen (destacamentos) de la policía de seguridad para matar «rehenes» o «insurgentes», categorías que eran interpretadas de la forma más amplia posible. Se sentaron así las bases para lo que habría de suceder posteriormente en la Unión Soviética en 1941. La rapidez de la victoria así como las pocas bajas entre las fuerzas alemanas sirvieron para reforzar el mito de Hitler como brillante estadista y genio militar lo que tuvo como consecuencia una radicalización del régimen. Todo parecía posible[10].

Por su parte, los soviéticos, en virtud del pacto germano-soviético ocuparon su parte de Polonia y posteriormente los Estados bálticos. La Unión Soviética se lanzó también contra Finlandia pero la voluntad de los finlandeses, unida a las terribles condiciones climáticas, hicieron posible que resistiese hasta marzo de 1940. A pesar de que el ataque se lanzó con una enorme superioridad numérica, los soviéticos fueron rechazados. Sólo a principios de febrero de 1940, cuando la Unión Soviética concentró a casi un millón de hombres y tras un prolongado bombardeo de las posiciones defensivas finlandesas en la llamada Línea Mannerheim, el Ejército Rojo pudo infiltrarse forzando a los finlandeses a pedir la paz un mes después[11].

La guerra ruso-finlandesa, en la que una nación de tres millones y medio de habitantes había logrado contener y aún cercar durante todo un invierno al ejército de una nación con una población treinta veces superior, desprestigió enormemente al ejército soviético. De hecho, tan grande fue el entusiasmo suscitado en Occidente por el desafío finlandés que Inglaterra y Francia casi llegaron a intervenir a su lado[12].

Dinamarca y Noruega

La espectacular victoria sobre Polonia le dio una gran confianza a Hitler. En los primeros meses de 1940 la opinión pública en Francia y Gran Bretaña consideraba que había llegado el momento de actuar. En marzo de 1940 los Gobiernos franco-británicos intentaron cortar el suministro de mineral de hierro sueco a Alemania que pasaba por el puerto noruego de Narvik. Hitler decidió anular el intento anglo-francés tomando Dinamarca y Noruega. Dinamarca fue aplastada en unas horas, pero en Noruega la situación fue muy diferente. Las fuerzas noruegas, apoyadas por las fuerzas franco-británicas, opusieron una gran resistencia. Fue la primera vez que se enfrentaban las tropas inglesas y francesas a los alemanes. La superioridad de la aviación alemana demostró ser vital para la victoria alemana que se completó en junio de 1940. El fracaso franco-británico llevó a la caída del primer ministro británico Neville Chamberlain y su reemplazo por Winston Churchill[13].

La victoria alemana en Europa

La ofensiva alemana en Europa occidental comenzó el 10 de mayo de 1940. A pesar de que se ha afirmado que las fuerzas alemanas eran superiores, esto dista mucho de la realidad. Los franco-británicos contaban con 3200 tanques frente a los 2500 alemanes. Tan sólo en el aire la superioridad alemana era más marcada, con 3000 aparatos contra los 1726 aliados. La verdadera diferencia entre ambas partes eran los planes y las tácticas. En contra de las opiniones de sus generales, Hitler optó por el plan del brillante general Von Manstein que suponía atacar por las Ardenas y cortar a las fuerzas aliadas en dos.

Los aliados se mostraron confundidos por las revolucionarias tácticas mecanizadas alemanas y el plan de las Ardenas funcionó a la perfección. Los alemanes vencieron en cinco semanas. Holanda fue capturada el 15 de mayo de 1940, Bélgica cayó el 28 de mayo. La derrota de Holanda, Bélgica y Luxemburgo no fue una sorpresa dada la superioridad alemana, sin embargo, el rápido colapso de Francia fue una humillación devastadora para una potencia tan importante. Las tropas franco-británicas tuvieron que ser evacuadas a toda velocidad del puerto de Dunkerque. Hitler no hizo casi nada por impedir su traslado. «Es mejor dejar que un ejército roto vuelva a su casa para mostrar a la población civil la forma como han sido destruidos», señaló. En realidad la decisión se tomó por consideraciones estratégicas, pues Hitler temía utilizar los panzers en el terreno repleto de canales de Flandes que él había conocido como soldado durante la Primera Guerra Mundial. Además, esos panzers eran necesarios para continuar el avance hacia el Sur y acabar con lo que quedaba del ejército francés. La Luftwaffe fracasó en su intento de evitar la evacuación y las tropas aliadas pudieron luchar de nuevo. Resulta muy difícil imaginar cómo habría podido evitar Churchill la firma de una paz con los nazis si toda la fuerza expedicionaria británica hubiese quedado atrapada en Dunkerque. Muy probablemente tendría que haber cedido ante la creciente presión de las poderosas fuerzas que, en Inglaterra, estaban dispuestas a llegar a un entendimiento con Hitler[14].

Miembros de las Juventudes Hitlerianas heridos en combate. Al enviarlos a una muerte cierta, Hitler sacrificaba el futuro de Alemania.

Mussolini aprovechó para sumarse a la guerra al lado de Alemania, lo que produjo la extensión de la guerra en el Mediterráneo. La entrada en la guerra de Italia sería más una carga que una ventaja para Alemania, ya que le obligó a acudir a menudo en defensa de su aliado. Finalmente, el armisticio con Francia fue firmado el 22 de junio de 1940, en Compiègne, donde los alemanes habían firmado el suyo en 1918 y en el mismo vagón que se había utilizado entonces. Bajo los términos del armisticio Francia quedaba dividida en dos, con el Norte y la costa atlántica ocupada por los alemanes y el resto en el régimen semiindependiente autoritario y colaboracionista de Vichy dirigido por el mariscal Pétain.

El 28 de junio de ese año Hitler realizó dos cosas insólitas: se levantó muy temprano y realizó una visita turística a París. Mientras el convoy de varios vehículos paseaba por París, Hitler alardeaba de su detallado conocimiento del entorno. «Ver París», le confesó a Speer, «era el sueño de su vida[15]». Cuando Hitler regresó a Alemania se encontraba en la cúspide de su popularidad, según el general Keitel, era «el mayor caudillo de todos los tiempos».

En la cúspide de su poder, Hitler intentó ganarse a la Francia de Vichy y a la España de Franco para crear una alianza definitiva contra Inglaterra en el Mediterráneo. Para ello precisaba que entraran en guerra. Intentó infructuosamente negociar con ellos, episodio que el historiador Norman Rich ha descrito como «las discusiones diplomáticas más importantes de la guerra[16]». Las ambiciones imperiales españolas no eran compatibles con las reivindicaciones territoriales de los italianos, de los franceses y de los alemanes. El mismo Hitler reconoció que «la resolución de los conflictivos intereses de Francia, Italia y España en África sólo era posible a través del mayor de los fraudes[17]». El propósito de Franco, no era tanto que España interviniera en el conflicto, como obtener el máximo beneficio de esa posible participación. Lo verdaderamente llamativo no es que el régimen de Franco estuviera a las puertas de la beligerancia, sino que le quedase la prudencia suficiente para no llegar a dar el paso decisivo[18]. Franco presentó una lista exorbitante de alimentos y armas que España precisaba urgentemente. Hitler le prometió a España Gibraltar, pues no le podía ofrecer lo que Franco realmente deseaba en el Norte de África, ya que no deseaba enajenarse la colaboración de la Francia de Vichy. En esa tesitura las negociaciones no podían avanzar. Franco afirmó: «Esta gente es insoportable. Quieren que entremos en la guerra a cambio de nada[19]». Las conversaciones con Pétain tampoco fueron más fructíferas.

La habilidad, la moral y la estructura de mando flexible del ejército alemán habían conseguido una de las mayores victorias de la historia militar y lograron en cuarenta y dos días lo que sus predecesores en la Primera Guerra Mundial no habían obtenido en cuatro años de una guerra sangrienta. Los historiadores en general se han visto tan sorprendidos por la rápida conquista alemana de Francia, que pocos se han detenido a preguntarse si se trató de un acierto o, por el contrario, fue un error de cálculo. En el invierno de 1939-1940 quedó claro que los británicos no estaban dispuestos a lanzarse contra Alemania. Era evidente que la moral francesa se desintegraba y que el entusiasmo de la nación por la guerra disminuía con cada día que pasaba. Gracias al pacto Ribbentrop-Molotov el abastecimiento de materias primas de Alemania se encontraba asegurado, lo que anulaba los efectos del bloqueo marítimo franco británico. ¿Pudo ser entonces la campaña en Francia un error estratégico a largo plazo? Lo que siguió a la victoria de Francia fue: en 1940 la derrota en la batalla de Inglaterra, la frustrada invasión de las islas británicas («Operación León Marino»); la progresiva ayuda de Estados Unidos a Gran Bretaña; la entrada de Italia en el conflicto y la apertura así de un nuevo frente en los Balcanes y el Norte de África. Por otro lado, es posible afirmar que la fácil victoria sobre Francia y el reforzamiento de la idea de genial estratega que Hitler obtuvo de la campaña francesa influyeran en gran medida sobre su decisión de invadir la Unión Soviética[20].

La primera fase de la guerra consistió en una serie de sorprendentes y veloces campañas que, desde un punto de vista militar, fueron sin duda un extraordinario logro. Polonia, cuyos ilusos oficiales se veían desfilando en Berlín en cuestión de días, fue vencida en diecinueve días. Dinamarca y Noruega en dos meses; Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia en seis semanas; Yugoslavia, Grecia y la isla de Creta en, aproximadamente, el mismo tiempo. Finalmente, Cirenaica, que había sido perdida por su débil aliado italiano, fue recuperada en nueve días. Una vez descubierta la receta del éxito, esta permaneció inalterada. La misma estaba basada principalmente en el avance de enormes cantidades de tanques sobre las filas enemigas, seguida por un movimiento de pinza y un cerco. La superioridad alemana radicó siempre menos en la cantidad de hombres o de material que en la aplicación del principio de las operaciones móviles que, combinadas con ataques aéreos por sorpresa y asaltos de comandos y de paracaidistas tras las líneas enemigas, tenían el efecto, no tanto de «derrotar» al enemigo en el sentido clásico, como el de confundirle hasta el punto de que se veía incapaz de luchar y se veía obligado a rendirse. Esta estrategia tuvo tanto éxito, especialmente en el Oeste de Europa, que Hitler comenzó a perder el sentido de la realidad sobre las posibilidades que le proporcionaba tal estrategia y comenzó a inmiscuirse cada vez más en la conducción de la guerra.

Ese tipo de estrategia no era válida si no se contaba con carreteras o terrenos por donde circularan los tanques alemanes y si el enemigo, a pesar de su desorientación y las enormes pérdidas no estaba decidido a rendirse. Ese fue el caso de la Unión Soviética donde las tácticas alemanas se diluyeron y fueron perdiendo su eficacia al mismo tiempo que los soviéticos aprendían a utilizar esas mismas tácticas con un resultado devastador para las fuerzas alemanas.

La batalla de Inglaterra, 1940

Hitler esperaba que Inglaterra entrase en razón para no continuar el conflicto. Consideraba que los pueblos inglés y alemán «pertenecían al mismo grupo racial». Sin embargo, los británicos, animados por su ministro Winston Churchill, prometieron luchar hasta el fin. El 25 de junio de 1941 Churchill afirmaba ante la Cámara de los Comunes: «Si vencemos, nadie se preocupará. Si caemos derrotados, no quedará nadie para preocuparse». La resistencia británica llevó a un reticente Hitler a firmar la directiva para la invasión de Gran Bretaña («Operación León Marino»). Hitler nunca mostró un gran entusiasmo por el proyecto. El comandante en jefe de la operación señalaría posteriormente que no tenía sentido, ya que Alemania carecía de los medios navales para llevarla a cabo y, además, «Hitler nunca deseó en realidad invadir Inglaterra». Para tener alguna oportunidad de triunfar la Luftwaffe tenía que dominar los cielos de Inglaterra.

La batalla de Inglaterra fue una guerra aérea luchada entre un número comparativamente pequeño de fuerzas de ambos bandos. Aunque en teoría los alemanes contaban con una gran superioridad numérica, los ingleses tenían unas ventajas significativas: un sistema de defensa aérea centralizada, una cadena de estaciones de radar, el haber conseguido romper los códigos alemanes de la máquina Enigma y, finalmente, comunicaciones tierra-aire. Por otro lado, los recursos fueron utilizados magistralmente por Hugh Dowding y Keith Park, a menudo en conflicto con Churchill. Los alemanes tenían la desventaja de poseer una autonomía de vuelo limitada sobre Inglaterra y la decisión de dejar de atacar los aeródromos para centrarse en el bombardeo de Londres dio un respiro fundamental a la Royal Air Force (RAF).

Entre el 23 de agosto y el 6 de septiembre de 1940 la RAF perdió 466 aviones, mientras que la Luftwaffe perdió 385. El 7 de septiembre, la Luftwaffe cambió sus ataques hacia el bombardeo de Londres. Las pérdidas inglesas fueron considerables, pero, a cambio, los alemanes perdieron más aviones y supuso un respiro para las bases de la RAF. El 15 de septiembre, la Luftwaffe inició un bombardeo masivo sobre Londres con grandes pérdidas. Estaba claro que la Luftwaffe era incapaz de obtener la superioridad aérea en combate diurno. El 17 de septiembre Hitler posponía la invasión de Inglaterra. La Luftwaffe había perdido 1389 aviones comparados con los 792 británicos[21].

Mapa con la situación de las bases aéreas, limites de los radares de la RAF y objetivos bombardeados por los alemanes.

La estrategia de bombardeo no había roto la moral de los ingleses, por lo que se recurrió a la política naval, principalmente a los submarinos. La amenaza de la flota de superficie alemana quedó controlada con el hundimiento del acorazado Graf Spee y del formidable acorazado Bismarck. La flota italiana fue herida de muerte en el bombardeo de Tarento y la batalla del cabo Matapan en 1941. La adopción del sistema de convoyes fue fundamental para que Inglaterra siguiese recibiendo la vital ayuda norteamericana.

Hitler centró entonces su atención en la invasión de la Unión Soviética. El pacto germano soviético había sido siempre considerado por Hitler como temporal. A pesar de que obligaba a Alemania a luchar en dos frentes, la decisión de invadir Rusia plasmaba sus visiones territoriales e ideológicas. Hubiera sido más lógico concentrar los recursos en debilitar la posición británica en el Mediterráneo y el Medio Oriente y en aumentar la guerra submarina, pero Hitler pensó que esa estrategia podía esperar a que hubiese acabado con Rusia, ya que consideraba que era el motivo por el cual Inglaterra seguía combatiendo. Es cierto que Stalin se encontraba en una posición en la que podía amenazar a Alemania económicamente, ya que, por un lado, le suministraba las principales materias primas y, por otro, permitía que estas pasasen por su territorio. Había explotado el pacto germano soviético para fortalecer su posición en Europa del Este anexionándose Bucovina y Besarabia en junio de 1940 y amenazaba los campos petrolíferos rumanos de los que dependía el ejército alemán. Los temores militares alemanes aumentaron cuando tuvieron conocimiento de que la comisión rusa que se ocupaba de comprar armamento en Alemania a cambio de materias primas había comenzado a rechazar algunos armamentos alemanes señalando que la Unión Soviética ya estaba produciendo material muy superior.

Los Balcanes y el Norte de África

Mussolini había intentado mientras tanto expandirse en los Balcanes y en el Norte de África. Se lanzó contra Grecia pero sus fuerzas fueron incapaces de obtener la victoria al igual que en el Norte de África. Hitler tuvo que acudir en defensa de su aliado. Una vez más las fuerzas alemanas obtuvieron grandes éxitos en los Balcanes venciendo a Yugoslavia en una semana. Su territorio fue desmembrado para crear el Estado «independiente» de Croacia bajo el Gobierno títere de Ante Pavelic. La zona norte de Eslovenia fue incorporada directamente al Reich alemán y la zona sur a Italia. Parte de Serbia fue incorporada a Bulgaria y el resto ocupado por Alemania. El 9 de abril de 1940, el ejército griego, que había resistido valerosamente contra las fuerzas italianas, fue vencido por las tropas alemanas[22].

Para reestablecer la posición italiana en el Norte de África Hitler envió al general Rommel, «el zorro del desierto», que recuperó rápidamente el territorio perdido. Hitler afirmó que la mitificación de Rommel fue un enorme error de propaganda de los aliados. «La mera mención de su nombre», señaló, «comienza a adquirir el valor de varias divisiones». El 27 de mayo de 1940 un pequeño grupo de paracaidistas alemanes forzó la rendición de la isla de Creta, aunque sufrió fuertes bajas en la operación[23].

Hitler esperaba que con sus éxitos en el Norte de África capturaría el petróleo de Medio Oriente y eso abriría el camino para la captura de la India británica. En marzo de 1941, la ofensiva alemana hizo retirarse a los ingleses, que posteriormente recuperarían el terreno perdido. Una segunda ofensiva en mayo de 1942 permitió al Afrika Korps capturar Tobruk, amenazando de nuevo Egipto. Sin embargo, el avance del Afrika Korps se debilitó por la inconstancia de Hitler y por la falta de suministros y de reservas[24].

El extraño incidente de Rudolf Hess

Mientras ultimaba los preparativos para la invasión de Rusia, Hitler sufrió una de las mayores sorpresas y decepciones de su carrera política. Rudolf Hess, su amigo y lugarteniente, se había dirigido en avión a Escocia, donde saltó en paracaídas. Su intención era entrevistarse con el duque de Hamilton, a quien había conocido durante los juegos Olímpicos de Berlín. Hess pensaba que el duque era afín a las ideas alemanas y que era el mejor interlocutor para poder llegar a una paz negociada con Inglaterra.

Para el Führer fue especialmente duro, ya que Hess había sido su fiel amigo desde los años veinte. Sin poseer grandes habilidades políticas, Hess, a pesar de su lealtad inquebrantable por Hitler, había ido perdiendo influencia en el partido nazi. No obtuvo ningún puesto relevante ni en el partido, ni en la administración estatal, y los temas del partido ya no tenían el mismo interés para Hitler. Sin embargo, Hess, convencido de conocer a Hitler desde sus inicios políticos, creía poder trabajar mejor que nadie «hacia el Führer». Si conseguía llegar a Inglaterra y traer una paz negociada, su posición dentro de Alemania se fortalecería de forma definitiva.

Una vez en Escocia, Hess consiguió ponerse en contacto con el duque de Hamilton, quien informó rápidamente a Churchill de aquella extraña visita. Hess propuso que Inglaterra se ocupara de su imperio y dejara las manos libres a Alemania en Europa. Hess señaló que no se podía llegar a un acuerdo con el Gobierno Churchill, era necesario un cambio de gabinete para poder llegar a una paz negociada[25].

Una vez que los ingleses hubieron extraído toda la información posible sobre los objetivos de Hess, este fue tratado como prisionero de guerra. Hitler, enfurecido, le cesó de todas sus funciones en el partido, siendo sustituido por Martin Bormann. Hitler llegó a la conclusión de que Hess había actuado por su cuenta en un momento de desequilibrio mental. Para su gran sorpresa, los ingleses no realizaron ningún esfuerzo para obligar a Hess a declarar en contra del régimen nazi, ni se inventaron ninguna declaración, tal vez por las posibles inclinaciones de figuras relevantes de la política británica a llegar a una paz con Alemania[26].

«Operación Barbarroja, 1941»

La guerra contra la Unión Soviética había sido una de las obsesiones ideológicas de Hitler. La Unión Soviética era para él la cuna del bolchevismo, poblada por eslavos subhumanos y el caldo de cultivo del judaísmo internacional. Hitler describió Moscú como «el cuartel general de la conspiración judeo-bolchevique mundial[27]». Por otra parte, Hitler también deseaba los enormes recursos soviéticos, principalmente el trigo y el petróleo. Planeaba conquistarla, colonizar las tierras al Oeste de los Urales y convertirla en un imperio explotado por el Reich. De acuerdo con las cláusulas del pacto germano-soviético, la Unión Soviética continuó financiando la maquinaria de guerra nazi mientras ignoraba todos los indicios de que Alemania planeaba invadir. Hacia justo un año que Francia había firmado el Armisticio de Compiègne. En una consideración retrospectiva, parece «una estupidez absoluta[28]». Inmediatamente después de la visita de Molotov, Hitler se reunió con Goering y le dijo que había decidido atacar la Unión Soviética. Goering, que junto con el almirante Raeder era partidario de la «estrategia indirecta», es decir, de atacar a Inglaterra en el Mediterráneo, se opuso sin mucho éxito a la decisión del Führer. Según manifestó Hitler: «Stalin es listo y astuto, pide cada vez más y más. Es un frío chantajista. Una victoria alemana es algo que Rusia no puede soportar. Por ello debe ser puesta de rodillas cuanto antes[29]».

Los alemanes concentraron para la invasión de Rusia 153 divisiones (tres millones de hombres) apoyados por finlandeses, rumanos, italianos, eslovacos y españoles. El Ejército Rojo contaba con 150 divisiones pobremente equipadas en la zona fronteriza y 133 en el interior, aunque su verdadero potencial era un enigma[30]. La maquina propagandística alemana enseñaba a sus soldados que el enemigo «estaba mal preparado para la guerra moderna» y que era así «incapaz de una resistencia decisiva[31]».

El 22 de junio de 1941, los cañones alemanes abrieron fuego a lo largo de todo el frente. Sin pérdida de tiempo, las vanguardias acorazadas alemanas iniciaron un ataque masivo[32]. El primer día de la campaña los rusos habían perdido 1200 aviones. En cuestión de días el Ejército Rojo se encontraba desmoralizado y desorganizado. En los tres primeros meses de la operación, 2,8 millones de tropas soviéticas fueron aniquiladas o capturadas. Hacia octubre esos prisioneros morían en los campos nazis a razón de 6000 por día[33]. Cuando Hitler comenzó a vislumbrar la victoria comenzó a perder el sentido de la proporción. Bajo su dirección el Alto Mando del ejército realizó un estudio de los siguientes proyectos: una operación que requería la separación del Grupo Panzer del eje central para ayudar a las fuerzas en el Sur de Rusia; un estudio de las fuerzas que convendría dejar en el Este una vez derrotada la Unión Soviética; un análisis de la distribución del ejército alemán en Europa una vez que hubiera terminado la guerra el Este; la estrategia de una campaña en África coordinada con una ofensiva contra el Canal de Suez a través de Turquía y Siria, y, finalmente, el anteproyecto de un ataque contra el golfo Pérsico a través del Cáucaso. El brillante general alemán Guderian comentaría tras la guerra: «Pensar así es perder todo sentido de la realidad[34]».

«Operación Barbarroja», la invasión de la Unión Soviética.

El 3 de octubre, Hitler estaba tan seguro de la victoria que declaró en una alocución al pueblo alemán que acababa de regresar «de la mayor batalla de la historia del mundo» que había ganado Alemania. El dragón bolchevique estaba muerto «y no se levantará más[35]». Sin embargo, el Ejército Rojo, a pesar de haber sido herido, no había sido derrotado. En la campaña los soviéticos demostraron ser unos soldados resistentes y heroicos que no se rendían cuando eran rodeados. El Ejército Rojo llevó a cabo la mayor recuperación militar de la historia[36]. La invasión alemana de Rusia, debido a su extensión geográfica, erosionaba la que, hasta entonces, había sido la mayor ventaja de la Wehrmacht: la capacidad de atacar sorpresivamente dentro de confines limitados, de forma que acababa con sus enemigos antes de agotar sus provisiones.

La guerra en el Este se libró con una brutalidad sin precedentes. Aunque algunos militares alemanes habían manifestado su deseo de ganarse al pueblo ruso ofreciendo concesiones económicas y sociales a las zonas ocupadas, Hitler no quería ni oír hablar de tales propuestas. Para él, el único objetivo de la invasión era llevar a cabo su sueño de exterminio racial e ideológico contra el enemigo bolchevique y los eslavos «subhumanos[37]». La actitud de Hitler sobre Rusia estaba impregnada de un mosaico de viejos prejuicios históricos, económicos y raciales[38]. La historia de la resistencia de los pueblos germánicos frente al Imperio romano y de la lucha de los caballeros teutones frente a los eslavos formaba un tema recurrente en sus conversaciones de sobremesa. La amenaza eslava seguía existiendo para él unida al «bacilo (…) de la sociedad humana, el judío». El «bolchevismo judío» tenía que ser enfrentado con todo el poder a su alcance. Sus tierras, el «espacio vital» o lebensraum, debía a toda costa ser liberado de sus pobladores del Este y ser sustituido por la especie superior, quienes si no conseguían la supremacía en el campo de batalla, serían ineludiblemente sujetos esclavizados por los seres inferiores eslavos[39].

Hitler nombró al excéntrico Alfred Rosenberg como ministro para los territorios ocupados. Rosenberg fue nombrado jefe de lo que parecía, a simple vista, el omnipotente Ministerio del Reich para los Territorios Ocupados del Este. Sin embargo, la autoridad de Rosenberg, como dejaba claro el decreto de Hitler, no afectaba a las respectivas esferas de competencias del ejército, el Plan Cuatrienal de Goering y las SS. La idea de Rosenberg de ganarse a ciertas nacionalidades como aliados, bajo la tutela alemana, contra Rusia chocaba con la política de represión máxima y de reasentamiento brutal de Himmler y con los objetivos de explotación económica total de Goering. El problema de competencias hizo que el Ministerio de Rosenberg, el Ostministerium, fuera conocido entre la población como «Cha-ostministerium» o «ministerio del caos».

En un primer momento, una parte considerable de la población soviética, en especial en Ucrania, que había sufrido enormemente a causa de las políticas de Stalin, recibió a los alemanes como «liberadores» del sistema soviético. Sin embargo, la actitud alemana contra esos pueblos que consideraban «inferiores» (Untermenschen) y las deportaciones masivas de mano de obra al Reich, acabaron con las ilusiones y motivaron el crecimiento de la resistencia partisana. Así, hacia junio de 1943, dos tercios de la superficie de bosques de Ucrania y la mitad de su tierra cultivable se encontraban bajo control partisano[40].

En septiembre, la operación había perdido fuerza, lo que provocó un agrio debate entre Hitler y sus generales. Estos deseaban seguir hasta Moscú, mientras que Hitler parecía más interesado en los recursos económicos del Sur de Rusia. Tras obtener una aplastante victoria en Ucrania en septiembre, se reinició el ataque contra Moscú. Las enormes victorias no parecían ser capaces de obligar a Stalin a sentarse en la mesa de negociaciones. Por otro lado, el desgaste del material, por el polvo y el barro de las inmensas llanuras rusas, era mucho más de lo que se había esperado y cada victoria arrastraba a los alemanes hacia una mayor profundidad en aquel espacio infinito. El barro y la nieve, que hacían muy difícil la logística y el abastecimiento de las tropas, junto con una resistencia obcecada por parte de los rusos detuvieron el avance alemán[41].

La terrible irrupción del frío encontró a las unidades alemanas sin la preparación adecuada. Con la seguridad de que la guerra no iba a prolongarse hasta el invierno, Hitler no había preparado a sus tropas para una campaña invernal. En el frente, miles de soldados alemanes hallaron la muerte en condiciones espantosas de congelación. Los vehículos dejaron de funcionar, así como las armas automáticas. En los hospitales de campaña, los heridos se congelaban y muy pronto las pérdidas por congelación superaron a las de combate. Mientras el pánico se cernía sobre la capital rusa, a sus puertas los soldados alemanes se morían de frío y sufrían los ataques incesantes de los guerrilleros mejor adaptados al terreno y al invierno ruso[42]. Las temperaturas descendieron a más de veinticinco grados bajo cero. Los soldados alemanes buscaban desesperadamente cobijo, mientras los oficiales ocupaban las casas de los campesinos rusos que eran expulsados a la nieve donde muchos morirían de frío. En Navidad, el ejército alemán informaba ya de más de 100 000 casos de congelamiento. Los caballos europeos, principal medio de transporte alemán en Rusia, murieron a millares debido a su falta de resistencia al brutal invierno ruso[43].

En un último esfuerzo algunas unidades alemanas penetraron hasta los distritos suburbanos de Moscú y con sus prismáticos pudieron ver las torres del Kremlin. Entonces el ataque se detuvo totalmente. El 6 de diciembre de 1941, el Ejército Rojo, bajo el mando del brillante general Zhukov, lanzaba una efectiva ofensiva. La Wehrmacht había sufrido su primera derrota significativa. Las tropas alemanas en Rusia, bajo órdenes estrictas de Hitler, mantuvieron sus posiciones, lo que salvó al ejército del colapso. Durante todo el resto de la guerra mencionó su éxito en aquellos días frente a Moscú como una justificación por su reacción obstinada y sin sentido hacia cualquier tipo de retirada alemana. Este sería uno de los principales factores que llevarían al ejército alemán a sufrir enormes derrotas[44]. Aunque los alemanes habían destruido unas 200 divisiones soviéticas y capturado unos tres millones de prisioneros, habían sufrido unas 400 000 bajas que no podían reemplazar fácilmente. Hitler y el Alto Mando habían subestimado a su enemigo por sus prejuicios raciales cuando la realidad era que los soldados rusos seguían luchando en condiciones inhumanas aunque estuvieran rodeados o superados por el enemigo.

El debate historiográfico en torno a la decisiva derrota alemana durante la «Operación Barbarroja» se ha dirigido principalmente hacia tres aspectos principalmente:

En primer lugar, el supuesto error de Hitler de lanzar la operación en junio en vez de abril o mayo de 1941 por su intención de invadir Yugoslavia, Grecia y Creta para cubrir su flanco sur. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que la operación se llevó a cabo cuando había finalizado el período de barros debido al deshielo. El año 1941 el deshielo tuvo lugar especialmente tarde y la «Operación Barbarroja» no podía haberse iniciado en ningún modo en abril o mayo[45]. En todo caso, los alemanes consideraban que tres meses serían suficientes para acabar con la Unión Soviética, por lo que comenzar a mediados de junio les parecía que les daba tiempo suficiente antes de la llegada del invierno.

En segundo lugar se encuentra el debate sobre el retraso de la operación sobre Moscú debido al ataque y posterior cerco alemán a las tropas soviéticas en la zona de Kiev. El avance sobre Moscú sin tener cubierto el frente sur hubiese sido muy arriesgado. Las fuerzas de reserva rusas hubiesen entrado en acción independientemente del momento en que hubiesen lanzado los alemanes su ofensiva, a las que se hubiesen añadido aquellas que se encontraban en el flanco derecho alemán de haberse lanzado la ofensiva sobre Moscú sin acabar primero con el número considerable de tropas en la zona de Kiev.

El tercer argumento es el de que Hitler hubiese ganado la guerra de haber podido tomar finalmente Moscú. En el caso de que los alemanes hubiesen tomado la capital, Stalin hubiese lanzado a sus ejércitos de reserva en defensa de la ciudad y las fuerzas alemanas se hubiesen tenido que enfrentar a una brutal batalla casa por casa como la que se produciría en Stalingrado un año después[46].

Como ya era habitual en él, Hitler culpó a sus generales del revés. A partir de ese momento, Hitler se dedicó casi por completo a la dirección del día a día de la guerra en Rusia. Al mismo tiempo, Hitler comenzó a evadirse progresivamente de la realidad. Cuando se inició la campaña de Rusia se instaló en un cuartel general en Rastenburg, en Prusia Oriental, que algunos observadores definieron como una mezcla de monasterio y de campo de concentración[47].

La derrota alemana frente a Moscú fue agravada por la decisión de Hitler de declarar la guerra a Estados Unidos tras el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre. «Me enteré de que Estados Unidos estaba embarcado en la guerra hasta el cuello», escribió posteriormente Churchill, «me fui a la cama y dormí el sueño de los salvados y de los agradecidos[48]». Según el historiador Evan Mawdsley, el fin de semana del 6 al 7 de diciembre de 1941 puede ser considerado el punto de inflexión de toda la Segunda Guerra Mundial[49].

La guerra cambia de signo

Stalingrado

En 1942 Hitler decidió concentrar sus fuerzas en Rusia en el Sur con dos objetivos: conquistar los campos petrolíferos del Cáucaso y capturar Stalingrado[50]. Muchos generales objetaron que intentar conquistar dos objetivos tan distantes a la vez no era una buena idea, pero Hitler se impuso. El 28 de junio comenzaba la segunda gran ofensiva contra la Unión Soviética que inicialmente cosechó grandes éxitos. Los soldados alemanes avanzaron hasta encontrarse a miles de kilómetros de su patria. En septiembre el 6.º ejército alemán, al mando del general Paulus, ya estaba en Stalingrado. Esta ciudad era un importante puerto sobre el Volga y una gran ciudad industrial defendida por el 62.º ejército de Chuikov, quien se dio cuenta de que era necesario luchar cerca de los alemanes para evitar que estos utilizaran su superioridad aérea. El 6.º ejército, el más fuerte de la Wehrmacht, se vio abocado a una lucha callejera para la que no había sido entrenado. La lucha calle a calle y casa a casa fue brutal y despiadada. Con el fin de ocupar una sola calle, los alemanes estaban decididos a sacrificar tantas vidas y tanto tiempo como el que hasta entonces habían necesitado para conquistar países europeos enteros. El 6.º ejército se desangraba lentamente en una cruenta lucha para la que no estaba preparado. En Alemania todo el mundo esperaba, cada hora, la noticia de la caída de Stalingrado[51].

El avance hasta Stalingrado.

El 19 de noviembre de 1942, el Ejército Rojo, a las órdenes de Zhukov, lanzaba un contraataque masivo al Norte y al Sur de la ciudad. El 6.º ejército fue cercado. Por vez primera las tácticas superiores de un ejército enemigo habían superado al alemán. Hitler se negó a que el 6.º ejército se retirara y ordenó que fuese abastecido por aire. Finalmente, sólo un pequeño porcentaje de los suministros prometidos llegó a su destino. El 2 de febrero de 1943 Paulus junto con otros veinticuatro generales alemanes se rendían con 91 000 hambrientas tropas. El recién ascendido mariscal de campo Friedrich Paulus, comandante en jefe del agonizante 6.º ejército alemán, se encontraba en un estado de derrumbe físico y mental. La suerte del Tercer Reich había comenzado a cambiar. «El idilio del pueblo alemán con Hitler tocaba a su fin. Sólo faltaba el amargo proceso de divorcio[52]». En Alemania la rendición de Stalingrado fue el golpe más duro que había recibido la población durante todo el conflicto. Fue el punto más bajo de la moral de guerra entre la población[53]. El ministro de Propaganda alemán, Joseph Goebbels, señalaba en un discurso a la nación: «El asalto desde la estepa contra nuestro noble continente se ha desencadenado este invierno con una fuerza más allá de lo histórica y humanamente imaginable[54]».

Por otro lado, los aliados habían comenzado su terrible campaña de bombardero aéreo de Alemania introduciendo conceptos nuevos como «area bombing» o terror aéreo contra la población civil[55]. A principios de 1945, Speer se reunió con varios ministros para analizar los efectos del bombardeo sobre Alemania. Las conclusiones a las que llegaron fueron que se habían producido un 35 por 100 menos de tanques de lo que se había planeado, un 31 por 100 menos de aviones y un 42 por 100 menos de camiones[56]. Sin embargo, la moral alemana no se vino abajo como tampoco lo había hecho la inglesa durante la batalla de Inglaterra. Churchill, intuyendo que la guerra cambiaba de signo, señaló: «Esto no es todavía el final. Ni siquiera se trata del principio del fin. Pero esto puede ser, quizás, el final del inicio».

Hitler se dirigió cada vez menos a la opinión pública, pues temía que con las derrotas se hubiese roto la aureola que le rodeaba. A menudo se le veía deprimido y solitario con la única compañía de su pastor alemán. Su carácter cambió radicalmente, a menudo estallaba en incontenibles accesos de furia. A los que le informaban de la realidad les llamaba «idiotas», «cobardes» y «mentirosos[57]».

Derrotas militares 1942-1944

A partir de 1942 las fuerzas del Eje sufrieron importantes derrotas en el Norte de África, en el Mediterráneo y el Atlántico. En octubre de 1942, el general Montgomery derrotó decisivamente a las fuerzas alemanas de Rommel en El Alamein, lo que provocó una larga retirada de las mismas hasta Túnez.

En el mar la guerra también se inclinó del lado de los aliados. El 30 de enero de 1943, Hitler había cesado al almirante Raeder como comandante en jefe de la marina, el cual era un exponente de lo que el Führer consideraba una estrategia naval anticuada. En su sustitución había nombrado a Karl Dönitz, defensor del submarino, lo que implicó un importante cambio de prioridades. Con el abandono de la flota de alta mar alemana, la Royal Navy británica iba a conseguir el equivalente a una gran victoria naval, que afectaría sensiblemente al equilibrio de fuerzas en el Mediterráneo, en el océano Índico y en el Pacífico. Hitler expuso que sólo el submarino podía cortar las arterias vitales del enemigo. La batalla del Atlántico, es decir, el intento alemán por acabar con los suministros a Inglaterra y Rusia (como la denominó Churchill) llegó a su punto álgido en 1943. En marzo de ese año, las llamadas «manadas de lobos», grupos de submarinos alemanes que se lanzaban sobre los convoyes aliados, consiguieron grandes éxitos. Ese mes lograron hundir 476 000 toneladas. Según el Almirantazgo británico, «nunca estuvieron tan cerca de romper las comunicaciones entre el viejo y el nuevo mundo[58]».

Durante un breve período de tiempo el hundimiento de buques aliados superó al número de construidos. Sin embargo, la suerte de los U-Bots alemanes pronto se terminó. El vacío que existía en el Atlántico, donde no existía cobertura aérea, fue cerrado por los nuevos bombarderos de largo alcance. Se introdujeron, asimismo, nuevos portaaviones para escoltar a los convoyes. Por otro lado, Portugal permitió, en agosto de 1943, el uso de las Azores como base naval y aérea, lo que permitió un control más efectivo de la ruta trasatlántica[59]. La aparición de nuevos sistemas para interceptar señales de los submarinos alemanes y un nuevo radar hacían muy difícil la labor de las tripulaciones alemanas. Los mensajes interceptados entre el cuartel general de Dönitz y los U-Bots permitió que los convoyes fueran desviados y que las fuerzas antisubmarinas se concentrasen donde eran más necesarias[60]. Se trataba de una guerra tecnológica en la cual la Kriegsmarine tenía todas las de perder. En mayo de 1943, 43 U-Bots fueron hundidos y sólo se botaron 15. Dönitz informaba a Hitler que, en ese momento, «habían perdido la batalla del Atlántico[61]». El esfuerzo por estrangular el comercio de Gran Bretaña y evitar que las tropas norteamericanas llegasen a Europa había fracasado. Es muy probable que sin la victoria aliada en el Atlántico, Gran Bretaña hubiese sido derrotada y que el «Día D» hubiese sido imposible.

En el verano de ese año de 1943, los tres líderes aliados (Churchill, Roosevelt y Stalin) exigieron la rendición «incondicional» de Alemania. El desembarco aliado en el Norte de África fue el primer paso para la rendición del Afrika Korps y la pérdida de 250 000 prisioneros. Posteriormente, los aliados desembarcaron en Sicilia[62]. El 4 de junio de 1944, tras una dura campaña, caía Roma. El 25 de julio, Mussolini era rescatado por tropas alemanas y establecía la república de Saló en el Norte de Italia. Las tropas aliadas desembarcaron en la península italiana iniciando una dura lucha debido a la resistencia alemana y a las peculiaridades de la geografía italiana[63].

En el Este 1943 fue el año de la «Operación Ciudadela» destinada a cortar el saliente que se había formado en torno a la localidad de Kursk. El 4 de julio de 1943, el ejército alemán lanzaba el asalto que se convertiría en la mayor operación de tanques de la historia hasta ese momento. Siguieron unos días de lucha sin cuartel. A pesar de los esfuerzos alemanes, en menos de una semana el Ejército Rojo había detenido el avance infligiendo otra derrota decisiva a las tropas alemanas. Cauto después de lo sucedido en Stalingrado, Hitler decidió salvar a su ejército de otra derrota devastadora y canceló la operación. Kursk confirmó lo que Stalingrado había demostrado: que el Ejército Rojo estaba ganando la guerra en el Este. A partir de ese momento el avance soviético fue ininterrumpido. Hitler recurrió a culpar a sus generales y Goebbels escribía en su diario: «Es algo curioso que aunque los soldados en el Este se consideran superiores a los bolcheviques, no hacemos más que retirarnos y retirarnos[64]». El 18 de febrero de 1943, Goebbels proclamó la necesidad de una guerra total en un discurso en el Sportpalast de Berlín ante una audiencia cuidadosamente seleccionada de 3000 nazis convencidos. Sin embargo, la fe en Hitler entre la masa de la población estaba ya muy minada. Lo que hizo Goebbels fue solicitar de su auditorio «una especie de Ja plebiscitario a la autodestrucción» en una guerra que Alemania no podía ya ganar y a la que tampoco podía poner fin a través de una paz negociada[65].

En 1938, Speer había abierto una cuenta para financiar los grandes proyectos arquitectónicos de la que sería la nueva capital de Alemania: Germania. A finales de 1943 cerró la cuenta sin notificárselo a Hitler, pues ya estaba seguro de que perderían la guerra[66]. Los soldados alemanes resignados decían: «Disfruta de la guerra mientras puedas porque la paz será terrible[67]».

El final del Tercer Reich. Un grupo de refugiados camina por el devastado centro de Berlín con los restos de la puerta de Brandenburgo al fondo.

El Día-D, 6 de junio de 1944

La ya delicada situación militar alemana se agravó el 6 de junio de 1944 con la invasión aliada de Francia («Operación Overlord»). Desde los puertos del Sur de Inglaterra se puso en marcha una armada de 5000 barcos hacia la costa de Normandía mientras unidades inglesas y norteamericanas de paracaidistas aseguraban los flancos. A causa de la debilidad aérea alemana no se había podido descubrir la concentración de buques en el Sur de Inglaterra. Hitler había manifestado claramente: «Si la invasión no es rechazada, la guerra estará perdida para nosotros». La causa del desconocimiento alemán se basaba, en parte, en el principio de «divide y vencerás» con el que gobernaba Hitler. Tanto el ejército, como el Ministerio de Asuntos Exteriores tenían un servicio de inteligencia así como las SS. Eran organismos que operaban con absoluta independencia entre sí y ofrecían, a menudo, informes contradictorios[68].

Los alemanes contaban con 58 divisiones de fuerza dispar en Francia, mientras que los aliados desembarcaron 37 divisiones bien equipadas a las que se unirían pronto otras 40. En el lado alemán el desorden era absoluto. El comandante responsable de Francia, Von Rundstedt, no tenía el control sobre todas las unidades. Las unidades antiaéreas y las paracaidistas estaban bajo el mando de Goering. Las SS sólo respondían frente a Himmler. Rommel controlaba una parte de las unidades de Rundstedt, pero este, que era su superior, no podía darle órdenes directas. Las unidades panzer de la reserva estratégica estaban bajo el control directo del Alto Mando de las Fuerzas Armadas (OKW) que actuaba únicamente siguiendo las órdenes de Hitler. Todo ello impidió una defensa efectiva[69].

Las ventajas aliadas eran evidentes: equipo moderno, una abrumadora superioridad aérea y una enorme cantidad de hombres y equipo. A pesar de sufrir grandes pérdidas en Normandía en algunas de las playas y en el norte de Francia, los aliados consiguieron abrirse camino y finalmente rompieron el frente alemán. Cuando el mariscal Keitel le preguntó a Rundstedt: «¿Qué podemos hacer?», este contestó bruscamente: «¡Pedir la paz estúpidos!». París fue liberada el 25 de agosto[70].

Hitler comenzó a hablar de armas «milagrosas» como las V-1 y V-2[71]. Estas armas, aunque en una fase muy inicial, no eran una fantasía de Hitler, ya que existían en realidad, el problema eran las exageradas esperanzas que había depositado en ellas. La búsqueda de armas secretas era algo comprensible teniendo en cuenta el desastre militar alemán, pero lo que Hitler esperaba de ellas era imposible. No sólo contaba con aumentar las bajas enemigas, sino que creía que iban a producir una verdadera transformación de la situación estratégica, un milagro que acabase de golpe con cualquier desventaja de mano de obra, número de soldados, recursos económicos y fuerza militar.

Hitler contaba con que la destrucción que causarían detuviera los bombardeos aliados de Alemania y que estos retiraran sus tropas del continente. Las nuevas armas causaron muertes y destrucción y obligaron a la evacuación de un millón y medio de civiles. Sin embargo, los aliados enseguida bombardearon los lugares de lanzamiento y la destrucción que causaron las V-1 y las V-2 nunca llegó a la proporción que esperaba Hitler. Según los estudios que realizaron los norteamericanos, con los recursos que Alemania empleó para el programa de armas «V» se podían haber producido unos 24 000 aviones que tanto necesitaba la Luftwaffe[72]. El coste final de los programas de «armas de venganza» fue una cuarta parte del proyecto «Manhattan» que proporcionó nada menos que la bomba atómica a los norteamericanos. Un precio enorme si se tiene en cuenta que su carga explosiva era tan sólo una quinta parte de la que transportaba un bombardero aliado «Lancaster[73]». Al final las V-1 fueron conocidas popularmente en Alemania como Versager 1 (fracaso número 1).

Finalmente el régimen se apoyó en armas contra tanques como el «Panzerfaust» que representaban una lógica desesperada. Cuando fallaron las «armas milagrosas», Hitler se aferró al hecho de que la alianza aliada era frágil y de que pronto se desmoronaría como le había ocurrido durante la Guerra de los Siete Años a una de las figuras históricas que más admiraba, Federico el Grande. Sin embargo, la población alemana ya no creía en la victoria, un dicho popular señalaba ante la derrota que «era mejor un final con horror que continuar en ese horror sin final». Hizo falta todo el poder brutal de las SS para mantener el esfuerzo de guerra. Hitler otorgó a Himmler el poder para acabar sin piedad con los «saboteadores y los traidores», términos que se aplicaban ampliamente para abarcar a todos aquellos que ya no creían en la victoria.

En cuanto los aliados consolidaron su posición en Francia, los alemanes estaban ya perdidos. Sin embargo, siguieron semanas de dura lucha mientras los aliados se alejaban de los puertos del Canal de la Mancha. Los aliados se encontraban debilitados por sus prolongadas líneas de abastecimiento y sufrirían una derrota en Arnhem («Operación Market Garden») a finales de 1944 cuando intentaban acelerar el fin del conflicto. Un Gobierno alemán sensato habría aprovechado aquel momento para poner fin a la guerra. Hitler, sin embargo, afirmaba categóricamente: «No capitularemos jamás. Podemos caer pero arrastraremos a un mundo con nosotros[74]».

El hundimiento

Las Ardenas: la última ofensiva

Los testigos que vieron a Hitler en esos últimos meses coinciden en que era ya un hombre encorvado, con la piel gris y con la voz cada vez más débil. Uno de sus oficiales opinó que Hitler ofrecía el aspecto de un espectro que hubiese salido de su tumba. Otro oficial señaló: «Su cuerpo ofrecía una imagen terrible. Se arrastraba penosa y pesadamente. El tronco le caía hacia delante, y arrastraba las piernas (…). Le faltaba completamente el sentido del equilibrio (…). Los ojos mostrábanse inyectados de sangre (…). De las comisuras de los labios goteaba, frecuentemente, la saliva…»[75].

Hitler decidió lanzar una última ofensiva en las Ardenas para cambiar la situación de la guerra en el frente occidental. La ofensiva, que tomó desprevenidos a los aliados, comenzó el 16 de diciembre de 1944. A pesar de unos inicios prometedores debido al desconcierto en el campo aliado que consideraba a los alemanes incapaces de llevar a cabo más ofensivas, el avance finalmente se paralizó. Alemania estaba a punto de ser invadida. El heroísmo de sus soldados ya no podía compensar las malas decisiones y la superioridad aliada. A principios de 1944 se habían concedido ya más de medio millón de Cruces de Hierro de primera clase y más de tres millones de segunda clase, es decir, casi un tercio de los miembros de la Wehrmacht habían sido condecorados por heroísmo[76].

El asalto final contra Alemania, 1944-1945

El Ejército Rojo había expulsado a los alemanes de su territorio hacia agosto de 1944. En ese mes se produjo un levantamiento polaco en Varsovia con el objetivo de liberar la capital antes de la llegada del Ejército Rojo. Unidades de las SS pusieron fin brutalmente al mismo mientras las tropas soviéticas permanecían pasivamente a las afueras de la capital polaca. Varsovia sería destruida. Hacia finales de 1944 habían invadido Yugoslavia, rodeado Budapest y se encontraban en la frontera de Polonia. Hitler abandonó la «guarida del lobo» en Prusia Oriental para encargarse de la defensa de Berlín. La ofensiva final del Ejército Rojo comenzó el 12 de enero de 1945. Cinco días más tarde, capturaron Varsovia e ingresaron en Prusia Oriental. Las tropas alemanas evacuaron Tannenberg llevándose con ellas los restos mortales del presidente Hindenburg. El Ejército Rojo capturó la zona vital de Silesia, lo que llevó a Speer a confesar a Hitler: «La guerra está ya perdida[77]».

Se hablaba de que la resistencia contra las tropas aliadas provendría de los «Wehrwolf» una organización guerrillera. Al final no se concretó en nada serio. La única acción importante del grupo fue el asesinato del alcalde de Aachen nombrado por los aliados en marzo de 1945. Goebbels aprovechó la ocasión para anunciar que los aliados se encontrarían con una enorme oposición en territorio alemán. Era una de sus últimas mentiras. La población alemana, agotada y desangrada, tan sólo deseaba que llegase el fin de la guerra[78].

En los últimos meses de guerra se desencadenó la tragedia de los refugiados alemanes que huían de Prusia Oriental, Silesia y Pomerania ante el avance del Ejército Rojo. Muchos eran «alemanes étnicos» que habían sido establecidos en esas zonas unos años antes. Huían despavoridos hacia el Oeste en largas columnas a pie o por el mar Báltico con la ayuda de la marina. El 30 de enero de 1945, el duodécimo aniversario de la subida de los nazis al poder, el abarrotado buque Wilhelm Gustloff fue alcanzado por el torpedo de un submarino soviético. El hundimiento de este buque que había pertenecido a la organización «Al Vigor por la Alegría» y que había simbolizado la preocupación del Estado nazi por el bienestar del pueblo alemán, costó la vida a más de 5000 personas[79].

La derrota

El mariscal Zhukov lanzó la ofensiva final sobre Berlín en marzo de 1945. A pesar de contar con una enorme superioridad en hombres y medios, se encontró con una resistencia fanática por parte de las unidades de las SS, las Juventudes Hitlerianas y de la Volkssturm. La red de canales en torno a la capital otorgaba ciertas ventajas defensivas y, temiendo la venganza por los crímenes de guerra cometidos en el Este, los alemanes defendieron cada calle y cada edificio como lo habían hecho los rusos en Stalingrado. La batalla de Berlín fue la mayor de la guerra y costó a los rusos 300 000 hombres[80]. En los últimos días de abril de 1945, Hitler se encontraba en un búnker subterráneo bajo la cancillería del Reich. Decidió que, antes que caer en manos aliadas, se suicidaría, sin duda afectado por las noticias de la ejecución de Mussolini y su amante Claretta por partisanos italianos. Los cadáveres habían sido transportados a Milán, siendo colgados mientras la multitud los golpeaba, escupía y apedreaba. Hitler exigió a sus allegados que sus restos mortales no cayesen en manos del enemigo. Para despejar sus temores el veneno fue probado con su fiel perro Blondi.

El 29 de abril de 1945 Hitler contrajo matrimonio con Eva Braun en la sala de mapas del búnker. Incluso en esas circunstancias Hitler nunca expresó ningún remordimiento. Por el contrario, uno de sus últimos actos fue escribir un testamento en el que negaba haber querido la guerra en 1939, culpando de ella a los hombres de negocios «judíos». Por otra parte, culpó al ejército alemán de la derrota de Alemania y de traición a sus comandantes. Para demostrar su desprecio por el ejército alemán nombró como sucesor al almirante Dönitz. Hitler manifestó su miedo a ser «expuesto en el zoológico de Moscú[81]».

Al final Hitler, en la llamada «orden Nerón», decretaba la destrucción de todas las plantas industriales y la maquinaria. Como le dijo a Albert Speer: «No es necesario considerar ni siquiera la base para la existencia más primitiva por más tiempo, por el contrario, es mejor destruir incluso eso, y destruirnos a nosotros. La nación ha demostrado ser débil (…). Aquellos que permanezcan después de la batalla no tendrán ningún valor ya que los buenos han caído[82]».

La primera señal de que la autoridad del Führer estaba llegando a su fin fue la desobediencia de Speer. A partir de la primavera de 1945, Speer realizó enormes esfuerzos para que no se llevasen a cabo las órdenes destructivas de Hitler. A pesar de que Hitler le había retirado el poder de dar órdenes, Speer viajó a las zonas de Alemania cercanas al frente y convenció a las autoridades locales de que dejasen sin efecto los mandatos de Hitler[83]. Incluso proporcionó, a personas elegidas en las zonas industriales, armas para que se defendiesen contra los escuadrones de demolición. Hitler le llamó al orden y Speer le volvió a contestar que la guerra estaba perdida. A pesar de que Hitler le dio veinticuatro horas para pensar lo que había dicho, Speer no se retractó. Hitler, finalmente, le devolvió parte de sus poderes, que utilizó para salvar lo que pudo de la destrucción total y de la política de tierra quemada que deseaba Hitler[84].

Las raíces de esas ideas autodestructivas podían deberse a que Hitler estaba intentando evitar un final ignominioso como el de la Primera Guerra Mundial. Su fanática resistencia en 1945 era, de alguna forma, una estrategia para evitar la vergüenza de otra «puñalada por la espalda». Según Sebastián Haffner, «el móvil decisivo para Hitler fue el ejemplo negativo del noviembre de 1918. Recordemos: los hechos del noviembre de 1918 habían constituido una experiencia iniciática para Hitler. La vivencia de una guerra que, según él, se había dado por perdida antes de tiempo provocó en él lágrimas de rabia, el propósito de no permitir nunca más un noviembre de 1918 y la decisión de hacerse político. Ahora había llegado el momento, ahora, en cierto modo, Hitler había alcanzado su meta: se avecinaba otro noviembre de 1918 y esta vez Hitler estaba en condiciones de impedirlo y resuelto a hacerlo[85]».

Speer ya no veía ningún sentido a hacer sufrir más a la población civil alemana por una causa perdida. Al final Speer no intentó acabar con la vida de Hitler, no porque le faltara valor, sino porque pensó que Hitler era la única persona capaz de mantener a Alemania unida. Pensaba, como señaló el general Von Brauchitsch en el juicio de Núremberg, que Hitler era el destino de Alemania y que Alemania no podía escapar a su destino[86].

El 30 de abril de 1945, a las trece treinta horas, Hitler, acompañado de Eva Braun, se dirigió a su habitación en el búnker. Eva Braun fue la primera en morir. Hitler probablemente observó cómo moría, pues no podía permitir que su mujer sobreviviese y fuese capturada por los soviéticos. Había tomado cianuro y falleció en cuestión de segundos. Unos segundos más tarde se escuchó el sonido de una bala. Adolf Hitler se había disparado un tiro y había ingerido simultáneamente una cápsula de cianuro. Sus cuerpos fueron quemados en el jardín de la Cancillería. El estilo carismático del liderazgo de Hitler tenía una «tendencia natural hacia la autodestrucción» por lo que su suicido fue «un final lógico para el Tercer Reich[87]».

Al día siguiente Goebbels, que había permanecido en el búnker hasta el final, también ingirió cianuro y se lo dio a sus hijos[88]. Hoy se sabe que el Ejército Rojo se hizo con los restos del cuerpo de Hitler pero que todo lo que permanece hoy es su cráneo conservado en un archivo de Moscú. En una emisión de radio a todo el país, el almirante Dönitz pronunció una de las últimas mentiras del régimen al señalar que Hitler había muerto en combate, «en su puesto de la Cancillería del Reich, cuando luchaba hasta el último aliento contra el bolchevismo». Asimismo, el informe de la Wehrmacht aseguraba que había caído «a la cabeza de los heroicos defensores de la capital del Reich[89]». Dönitz consiguió retrasar la capitulación, lo que evitó que tres millones de tropas alemanas cayeran prisioneras de las fuerzas soviéticas. El 7 de mayo de 1945, las autoridades alemanas firmaban la rendición incondicional de Alemania que ponía fin a la guerra mundial y a la Alemania nazi[90].

Cuando finalizó la guerra, ocho millones de alemanes se encontraban prisioneros de las potencias aliadas. Los últimos prisioneros regresarían de Siberia en 1956. Al menos trece millones de personas habían perdido la vida debido a los crímenes del régimen nazi, no a actos de guerra. Entre ellos, seis millones eran judíos, más de tres millones eran prisioneros soviéticos, al menos dos millones y medios polacos, cientos de miles de trabajadores forzosos y, muchos otros, incluyendo a gitanos, yugoslavos, holandeses, noruegos, griegos, ciudadanos de casi todos los países europeos que fueron ocupados por Alemania.

El veredicto de los historiadores

«Continentalistas» y «globalistas»

En cuanto a los objetivos de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, los historiadores se dividen en los llamados «continentalistas» y los «globalistas». Los primeros (Trevor Roper, Jäckel y Kuhn, entre otros) consideran que los objetivos de Hitler en la guerra eran únicamente el establecimiento de una hegemonía en Europa. Los «globalistas» (Holtmann, Hillgruber, Hildebrand y Hauner, entre otros) consideran, por el contrario, que Hitler aspiraba a una supremacía en Medio Oriente y África a expensas del Imperio británico y que finalmente buscaba un enfrentamiento final con Estados Unidos por la hegemonía mundial[91]. Según Hillgruber, la política de Hitler fue «diseñada para abarcar al mundo entero, también ideológicamente la doctrinas universales del antisemitismo y el darwinismo social, fundamentales en su programa, estaban destinadas a aplicarse a toda la humanidad[92]».

El desencadenamiento de una guerra de conquista en el Este se encontraba en el núcleo de la visión mundial de Hitler. Como en otros muchos aspectos de su política no existía un programa detallado para llevarla a cabo. Hitler, por el contrario, hablaba en términos imprecisos: el espacio vital, la destrucción del Tratado de Versalles y la guerra racial contra los judíos. El «expansionismo por etapas» finalmente llevó a Alemania a librar una guerra que acabó en una trágica y terrible derrota.

¿Por qué perdió Alemania su ventaja inicial en el conflicto?

El hecho de que los alemanes aguantasen tanto tiempo frente al gigantesco potencial de los aliados se debe, en parte, a la brillante doctrina operacional alemana que ponía el énfasis en la flexibilidad y en la toma de decisiones descentralizada en el campo de batalla. Se trataba del sistema llamado Auftragstaktik, que había sido desarrollado durante la Primera Guerra Mundial[93]. Según esta doctrina, los comandantes consideraban que una vez que las tropas habían entrado en contacto con el enemigo era casi imposible darles nuevas órdenes. Por ello se les entregaban principios generales sin órdenes detalladas que se dejaban a la consideración de los comandantes subordinados. Esto permitía una gran flexibilidad táctica. Sin embargo, al final Hitler intervino también en el nivel táctico impidiendo así el éxito del Auftragstaktik, sistema que, por otra parte, sigue siendo utilizado por los principales ejércitos del mundo en la actualidad. Esta táctica demostró ser muy superior a las temerosas y rígidas tácticas de los británicos, los insensatos ataques frontales rusos y los, en general, entusiastas aunque poco profesionales avances de las tropas norteamericanas. Un sistema de decisión y mando descentralizado precisa de suboficiales y oficiales con una extraordinaria preparación. En ese sentido, la tradición militar alemana, su sistema de entrenamiento y el nivel de educación de la mayoría de la población alemana, garantizó que, incluso en el último año de la guerra, la preparación y la calidad de los oficiales alemanes fueran extraordinariamente altas. Por otra parte, la experiencia alemana en «armas combinadas» era mejor que la de los demás ejércitos[94].

La enorme superioridad alemana demostrada en los primeros años de la guerra fue desapareciendo paulatinamente. En los dos primeros años del conflicto, Alemania no sólo contaba con buenos soldados, también poseía armamento superior y el dominio aéreo, mientras que la forma de utilizar las unidades mecanizadas representaba un tipo de guerra revolucionario. Hacia 1944 estas ventajas ya habían desaparecido. El dominio del aire había pasado a los aliados y los tanques alemanes no sólo eran superados en número, sino que tampoco eran ya muy superiores cualitativamente, en especial a los últimos modelos soviéticos. Por su parte, los aliados consiguieron mejorar significativamente en la utilización táctica de tanques y aviones.

Los científicos alemanes fueron pioneros en el desarrollo de armas, como misiles y aviones a reacción, pero curiosamente fracasaron en desarrollar armas que sustituyeran a los aviones y los tanques con los que Alemania había alcanzado la victoria en 1940. Por encima de todo, la Wehrmacht nunca se transformó de lo que era en 1940 (un ejército que dependía todavía de los caballos para gran parte de su transporte), en un ejército completamente mecanizado. A pesar de todo, es posible que las fuerzas con las que contaba Hitler hubiesen sido suficientes para aguantar el empuje del Ejército Rojo de no haber sido por el hecho de que la Unión Soviética se benefició del enorme programa de ayuda norteamericana, muy especialmente jeeps y camiones que le proporcionaron una gran movilidad a partir de 1943 y que permitió a la industria soviética concentrarse en la producción de armamento en gran cantidad.

La producción alemana de tanques fue en algunos casos brillante. Produjeron modelos de gran calidad pero muy complejos técnicamente y en número insuficiente. Alemania desarrolló armas de altísima calidad, con un nivel de acabado que sorprendió a los aliados cuando inspeccionaron los aviones derribados o las armas capturadas. Pero esta obsesión con las armas de última generación tuvo también su precio. En vez de un núcleo de diseños probados, producidos de forma estandarizada, las fuerzas alemanas desarrollaron una sorprendente cantidad de proyectos. En un momento de la guerra había no menos de 425 diferentes tipos de aviones y sus variantes en producción. Hacia la mitad de la guerra, el ejército alemán estaba equipado con 151 tipos de transporte diferente, y 150 motores de todos tipos. Tal variedad hacia casi imposible la producción en masa[95]. Los rusos, por su parte, produjeron sólo dos tipos de tanques, pero en cantidades que los alemanes no podían igualar y cuya reparación y mantenimiento eran muy sencillos.

En el aire sucedió algo parecido aunque la situación alemana se deterioró mucho más rápido que en tierra. Hacia 1944, la Luftwaffe había prácticamente desaparecido como fuerza de combate efectiva. Ernst Udet fue el responsable en la Luftwaffe de desarrollar un gran número de aparatos que fracasaron y que costaron enormes cantidades de dinero y tiempo. Cuando asumió su puesto Udet señaló: «No entiendo nada de producción. Entiendo aún menos de grandes aviones[96]». De esa forma se perdieron valiosos recursos y un tiempo precioso para crear una segunda generación de aviones eficaces. Resulta realmente sorprendentemente que un Estado que fue capaz de lograr asombrosos avances técnicos perdiese tan rápidamente una de las claves para la victoria en una guerra moderna. Una vez que Alemania perdió la superioridad aérea ya no pudo recuperarla. Las pérdidas en Rusia se producían en un momento en que los incesantes bombardeos aliados interferían con la producción de aviones y obligaban a retirar aviones del frente ruso para poder defender Alemania. Se produjo así una irremediable espiral negativa que tuvo como consecuencia que el ejército de tierra alemán tuviese que luchar durante los últimos años de la guerra sin un apoyo aéreo efectivo[97]. La responsabilidad última del mal estado de la Luftwaffe era de Hitler, que mantenía a Goering en su puesto debido a una malentendida camaradería de sus épocas de revolucionario. Hitler era reticente a la idea de destruir la reputación del hombre que había elegido como su sucesor, ya que esa opción podía dañar fatalmente a su régimen.

Otro aspecto significativo fueron los servicios de inteligencia y de contrainteligencia. En 1940 Alemania contaba con una gran superioridad en descifrar los códigos enemigos, pero a partir de ese año los británicos lograron grandes avances. El éxito británico en descifrar los códigos alemanes («Enigma») fue una importante contribución al esfuerzo de guerra aliado. Hacia 1944 la superioridad británica en descifrar los códigos alemanes era ya enorme y se convirtió en un arma considerable en el desembarco de Normandía y la subsiguiente campaña en Francia[98].

Uno de los talones de Aquiles de toda la economía alemana, y como consecuencia de las fuerzas armadas alemanas, fue siempre el petróleo. Los estados del Eje tenían una gran desventaja ya que sus enemigos controlaban más del 90 por 100 de la producción del vital elemento. Por lo que se refiere a la amenaza en el suministro de petróleo, la captura de Bakú, y otros campos petrolíferos del Cáucaso, fue uno de los conceptos centrales de la campaña rusa (en particular de la ofensiva de 1942). Hitler era plenamente consciente de que se trataba del recurso vital de la era industrial y del poder económico. Leía y hablaba enormemente sobre ello y conocía la historia de los principales pozos petrolíferos del mundo. Albert Speer señaló tras la guerra: «La necesidad de petróleo fue sin duda un motivo básico» en la decisión de invadir Rusia[99]. Al final, sólo obtuvo el campo de Maikop, incendiado e inutilizado por los rusos[100]. Los problemas derivados de la invasión y la ocupación alemana de gran parte de la Unión Soviética redujeron la producción de petróleo soviético de 33 millones de toneladas en 1941 a 22 millones en

1942 y a 18 millones en 1943. A pesar de todo, la producción alemana era de tan sólo 5,7 millones de toneladas en 1941, de las cuales 3,9 millones eran de petróleo sintético.

Hitler siempre consideró a la Unión Soviética como una amenaza permanente a los pozos petrolíferos de Ploesti en Rumanía, la mayor fuente de petróleo de Europa fuera de la Unión Soviética. Los campos rumanos eran de vital importancia para Alemania, aunque producían tan sólo 5,5 millones de toneladas en 1941 y 5,7 millones en 1942[101]. Como consecuencia de ello, los aliados lanzaron grandes ofensivas aéreas contra los campos rumanos.

El único avance tecnológico que pudo haber cambiado la suerte de Alemania fue la bomba atómica. Sin embargo, nunca fue tomada suficientemente en serio en Alemania como para producirla antes de que finalizase el conflicto[102]. La fisión nuclear se había desarrollado en Alemania y aquellos científicos que permanecieron en Alemania siguieron en general las líneas de sus contrapartes británicas y norteamericanas. La diferencia crucial fue que los alemanes creyeron que era imposible tener preparada una bomba antes del final del conflicto[103]. Irónicamente, el hecho de que los aliados occidentales consideraran que la bomba era factible y que se podía disponer de ella antes del fin de la guerra fue lo que les hizo temer que en Alemania los científicos hubiesen llegado a la misma conclusión, por lo que redoblaron sus esfuerzos por conseguirla. Hacia finales de 1942 estaba claro que Alemania ya no desarrollaría un arma atómica debido al recorte de los presupuestos necesarios. El agua pesada que se requería en enormes cantidades para la producción del material fisible alemán provenía de la única planta que había en Europa, la Norsk Hydro de Vermok en Noruega. Sin embargo, en febrero de 1943 la resistencia noruega llevó a cabo un sabotaje efectivo de la misma.

Speer intentó sin éxito hablar a Hitler de los proyectos atómicos, pero este despreciaba la energía atómica como una «seudociencia judía». Según Speer, «siguió albergando el temor de que las explosiones nucleares resultaran difíciles de controlar, consumieran el hidrógeno de la atmósfera y destruyeran el globo[104]».

¿Cuáles eran los planes de Hitler tras la derrota de Stalingrado?

Tras la rendición del 6.º ejército en Stalingrado, la mayoría de los oficiales alemanes consideraron que Alemania ya no podría derrotar y conquistar a la Unión Soviética. La gran apuesta de Hitler había fracasado. Para una gran parte de los oficiales alemanes, ya no existían alternativas a una guerra defensiva en todos los frentes con ofensivas limitadas para fortalecer algún sector concreto. Pero ¿cuál era la visión de Hitler? Como es habitual, los historiadores se encuentran también divididos sobre las esperanzas y los planes de Hitler a partir de Stalingrado. Para R. A. C. Parker, «Alemania se encontraba a la defensiva y desde ese momento la única esperanza de Hitler era dividir a los aliados[105]». Allan Bullock estaba en desacuerdo con esa visión, señalando que «la única opción que Hitler no consideraba era una solución política. Entre las propuestas que Hitler descartó fue la sugerencia de Ribbentrop de intentar llegar a un acuerdo de paz con Moscú[106]». G. L. Weinberg opina que, aunque los generales alemanes no esperaban ya nada más que un empate, «… el Führer todavía albergaba la esperanza de grandes victorias en el futuro[107]».

Richard Overy sugiere que Hitler estaba preparado a partir de ese momento para aceptar consejos: «Casi todos los jefes del ejército alemán coincidían en opinar que lo mejor que se podía esperar era defender la línea en el frente oriental y desbaratar la ofensiva soviética, lanzando contraataques limitados pero fuertes. Por una vez Hitler aceptó un consejo. Su interés por el frente oriental había decaído visiblemente después de Stalingrado[108]». Según Alan Clark, «por primera vez en veinte años Hitler estaba callado. No tenía ideas. Analizando la conducta de Hitler en ese período podemos observar que 1943 fue un período de transición (…) entre las extravagantes ambiciones del período postMúnich y el nihilista defensivo que terminó la guerra[109]».

Los motivos de la victoria aliada

¿Por qué ganaron los aliados la guerra contra las potencias del Eje? El historiador R. Overy ha dado una respuesta bastante completa y convincente: «Los aliados ganaron la Segunda Guerra Mundial porque convirtieron su fuerza económica en capacidad combativa eficaz y las energías morales de su pueblo, en una eficaz voluntad de ganar. La movilización de los recursos nacionales, en sentido amplio, nunca funcionó de forma perfecta, pero sí lo bastante bien como para ganar la guerra. Materialmente rica, pero dividida, desmoralizada y mal mandada, la coalición aliada hubiese perdido la guerra, por más que las ambiciones del Eje fueran exageradas, por más que su perspectiva moral estuviera llena de defectos. La guerra sometió a los pueblos aliados a pruebas excepcionales. Medio siglo después, el nivel de crueldad, destrucción y sacrificio que engendró es difícil de comprender (…). Aunque, vista con la perspectiva de hoy, la victoria aliada pudiera parecer inevitable, el resultado del conflicto pendió de un hilo hacia su mitad. Sin duda, este período debe considerarse el más importante de los momentos críticos de la historia de la era moderna[110]».

Ya no resulta suficiente estudiar las magnitudes macroeconómicas de los países beligerantes, es preciso analizar también el potencial y la utilización que se hizo de las economías de los territorios ocupados, las decisiones de los altos mandos y las opciones que se eligieron en cuanto al desarrollo y la producción de armamento. Los motivos de la victoria aliada radicaron tanto en los errores de las potencias del Eje como en la fortaleza de los aliados. Esos errores incluyeron el fracaso japonés a la hora de explotar los frutos económicos de sus victorias en las Indias Orientales y los de Alemania en sacar provecho a todo su potencial productivo y el de los territorios conquistados. Al mismo tiempo hay que analizar los errores en el diseño de aviones, tanques y submarinos, así como las decisiones tácticas y estratégicas de Hitler y el Alto Mando alemán.

Al final, la Alemania nazi no colapsó por efecto de sus propias contradicciones, de su caos administrativo y de su dinámica autodestructiva como apuntan algunos historiadores «estructuralistas». La realidad es que hizo falta todo el inmenso potencial de los aliados unidos para acabar con el Tercer Reich.

¿Cómo pudo Hitler aceptar la ampliación del conflicto dada la enorme disparidad de fuerzas entre Alemania y los aliados? Sobre esta cuestión existen dos opiniones contrarias. Una es que Hitler se había convertido hacia 1941 en un hombre que ya no atendía a razones militares ni aceptaba consejos. La percepción popular es que, desde finales de 1941, Hitler había sucumbido a la megalomanía y a la idea de su propia infalibilidad y por ello arrastró personalmente a Alemania a la derrota y a la destrucción en la creencia errónea de que podía alcanzar finalmente la victoria. Este es un argumento basado en una especie de «intencionalismo» negativo, pues presupone que Hitler creaba sus propias presiones.

El argumento contrario es que Hitler se encontraba sometido a presiones externas y que intentó responder a ellas con aquellos métodos que habían funcionado anteriormente. Por ello, la solución fue utilizar la Blitzkrieg contra oponentes mucho más grandes y poderosos. Fracasó, pues ese tipo de guerra nunca fue creado para ser utilizado de esa forma. Incluso aunque Alemania y la Europa ocupada hubiesen producido un 50 por 100 más en todos los aspectos de la economía, esa producción hubiese sido inferior a la de Estados Unidos, el Imperio británico y la Unión Soviética. La economía alemana era demasiado pequeña para la guerra en la que Hitler se había embarcado. Además, los aliados de Alemania en la Segunda Guerra Mundial fueron dos Estados cuya capacidad para producir y desplegar nuevos ingenios bélicos fue muy limitada. Ni Italia ni Japón crearon grandes fuerzas acorazadas; la producción aeronáutica japonesa e italiana se vio restringida por la escasez de materias primas y de capacidad industrial. Ambos Estados produjeron modelos de gran calidad pero carecían de los medios técnicos necesarios para convertirlos en un gran número de armas que pudiera competir con el enemigo en el campo de batalla. Los otros aliados de Alemania, Rumanía y Hungría, tenían las mismas debilidades que Italia. Su carencia de tanques efectivos les situaba en una situación de inferioridad clara frente a las fuerzas soviéticas.

La difícil reconciliación con el pasado

Desde 1945 ha existido una gran resistencia en Occidente a refutar la idea tradicional sobre la Segunda Guerra Mundial. Resultaba muy difícil admitir que se derrotó a un asesino de masas con la colaboración de otro igualmente sangriento y que la gran paradoja de la Segunda Guerra Mundial es que, en gran medida, la democracia se salvó gracias a los enormes esfuerzos del brutal comunismo soviético. En realidad, casi ningún país ha querido hacer frente a los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial que surgen amenazadores de las profundidades de los archivos: los detalles sobre el Pacto Ribbentrop-Molotov en Rusia y los sondeos de Stalin para llegar a una paz con Alemania tras la invasión de 1941. Los fantasmas franceses que apuntan a la popularidad del régimen de Vichy y la complicidad de una parte de la sociedad francesa en la expulsión de los judíos de Francia, así como el grado de continuidad entre Vichy y la Francia de posguerra. En Gran Bretaña, entre otros, la triste repatriación tras el fin de la guerra de los cosacos a la Unión Soviética para una muerte segura, e incluso en la neutral y pacífica Suiza los oscuros negocios de la banca de la república helvética con el régimen nazi.