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El Tercer Reich y la historia alemana

«Mi culpa es mi obediencia».

Adolf Eichmann.

A la una y diecinueve de la mañana del 16 de octubre de 1946 se abría la puerta de la celda de Joachim von Ribbentrop, antiguo ministro de Asuntos Exteriores alemán condenado a muerte en Núremberg por crímenes contra la humanidad. Era el primero que tenía que ser ejecutado. Le esperaba Joseph Malta, el verdugo de Núremberg, quien condujo a Ribbentrop hasta la horca. Antes de ser ejecutado Ribbentrop señaló: «Es mi deseo que Alemania cumpla su destino y que se llegue a un entendimiento entre el Este y el Oeste. Deseo la paz para el mundo». La trampilla bajo sus pies se abrió y los espectadores presenciaron un desagradable espectáculo: Ribbentrop no moría de forma inmediata, su cuerpo se resistía a morir y se tambaleaba y chocaba contra las paredes de la horca. Pasarían diez minutos hasta que Malta decidiese tirar del cuerpo de Ribbentrop hacia abajo para acabar con la vida del antiguo ministro. Los aliados reprocharían posteriormente al verdugo que prolongase la agonía de sus víctimas, algo indigno de las potencias vencedoras de la guerra. El verdugo se defendería alegando que sus víctimas habían perdido demasiado peso y que, como consecuencia, se había equivocado al elegir la cuerda. Aunque imperfecto, el peso de la justicia había caído sobre los jerarcas nazis.

¿Hasta qué punto fue inevitable el Tercer Reich en la historia alemana? Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre esta cuestión crucial. La historiografía se ha dividido en varios sectores.

La continuidad

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial algunos historiadores quisieron ver una línea de continuidad en la historia alemana que llevaba «de Lutero hasta Hitler[1]». Así, S. Berger considera que las ideas del filósofo Johan Fichte y sus Discursos a la Nación Alemana contenían ya «un cóctel mortal de nacionalismo étnico, cultural y lingüístico[2]».

Hoy en día resulta posible asumir que el Tercer Reich estaba ligado de manera significativa al pasado alemán. En materia de política exterior se puede observar que el primer deseo alemán era crear Lebensraum o espacio vital en el Este, algo que se correspondía también con los deseos de la Alemania imperial durante la Primera Guerra Mundial. Esta continuidad explica, en parte, porque contó con el apoyo de las élites tradicionales alemanas. El espectacular desarrollo económico alemán tras la creación de Alemania había dado lugar a tensiones profundas en el seno de la sociedad alemana. Las élites tradicionales no estaban dispuestas a ceder su poder hasta que fueron obligadas a hacerlo tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Aunque las élites tradicionales se vieron eclipsadas durante la República de Weimar, estas revivieron en 1933 con su simpatía por el régimen nazi. A pesar de la radicalización progresiva del régimen, las élites tradicionales mantuvieron su apoyo al mismo. Es por ello que entre 1933 y 1945 no se llevó a cabo una profunda transformación de la sociedad alemana[3].

Para Ian Kershaw, existieron elementos de la cultura política que nutrieron al nazismo que eran peculiarmente alemanes. Aun así, Hitler no fue un producto inexorable de una «vía especial» alemana, aunque tampoco se trató de un «accidente» en la historia de Alemania. Las repercusiones que tuvieron en el pueblo alemán la guerra, la revolución y la humillación nacional, y el miedo al bolchevismo en amplios sectores de la población, proporcionaron a Hitler su plataforma. «Él explotó las condiciones brillantemente. Fue, más que ningún otro político de su época, el portavoz de los temores, resentimientos y prejuicios extraordinariamente intensos de la gente ordinaria que no se sentía atraída por los partidos políticos de la izquierda o los anclados en los partidos del catolicismo político. Y ofreció a esa gente más que ningún otro político de su tiempo, la perspectiva de una sociedad nueva y mejor, aunque se tratase de una sociedad que parecía descansar en “auténticos” valores alemanes con los que esa gente pudiese identificarse[4]».

El cambio

Existieron, asimismo, profundas diferencias entre el Tercer Reich y el resto de la historia de Alemania. La Alemania imperial no deseaba destruir la tradición federal alemana, el nazismo sí. En la Alemania imperial existía una Constitución y los ciudadanos gozaban de ciertos derechos. En el Tercer Reich la llamada «revolución legal» hizo que las detenciones arbitrarias y la prisión sin juicio fueran comunes.

Para el historiador D. Blackbourn, no existió una línea recta entre Bismarck y el Tercer Reich, pues en la Alemania de 1914 «operaban tendencias complejas» que apuntaban tanto hacia el desarrollo de la democracia como hacia soluciones más autoritarias[5].

En cuanto a la ideología nazi, es cierto que las ideas políticas y el antisemitismo existían antes del Tercer Reich, sin embargo, no existía nada en la historia alemana que sugiriese los horrores de Auschwitz. El Holocausto representó una escala absolutamente diferente de antisemitismo, por lo tanto un cambio radical más que una diferencia de grado.

Los deterministas antialemanes

Algunos historiadores han considerado que Hitler era un producto natural de la historia alemana. Consideraban que el colapso de la democracia de Weimar y el ascenso del nazismo eran inevitables debido a causas profundas de la historia alemana y al carácter del pueblo alemán. A. J. P. Taylor escribió: «Podemos considerar un accidente el hecho de que el pueblo alemán terminase con Hitler en el poder, tanto como el que los ríos desemboquen en el mar[6]». La culminación de este determinismo antialemán fue la publicación en 1959 de la monumental obra de William Shirer, The Rise and Fall of the Third Reich, que tuvo un impacto enorme en Alemania y provocó un gran debate. Shirer consideraba que el nazismo era «la continuación lógica de la historia alemana». Según Shirer, la evolución política, cultural e intelectual alemana y el carácter nacional alemán, habían contribuido al inevitable éxito de Hitler y a las atrocidades cometidas durante el Tercer Reich[7].

Gerhard Ritter y la crisis moral europea

Los intelectuales alemanes, especialmente aquellos que se habían opuesto al nazismo, se negaron a aceptar ese determinismo de la historia alemana. Como consecuencia surgió una escuela en Alemania que hablaba de una profunda «crisis moral en la sociedad europea» para explicar el surgimiento del nazismo. Su principal defensor fue Gerhard Ritter, que enfocó su estudio en las especiales circunstancias reinantes en Europa cuando surgió el nazismo. Ritter consideraba que la riqueza cultural alemana no podía haber contribuido al surgimiento de Hitler. Para Ritter fue el trauma causado por la Primera Guerra Mundial el que creó las especiales circunstancias en las que emergió el nazismo. El declive de la religión y de los valores morales, la tendencia a la corrupción y al materialismo y el surgimiento de una democracia de masas fueron explotados por Hitler para satisfacer sus deseos de poder[8].

La controversia Fischer

La historiografía alemana sería sacudida por la publicación de un libro que ni siquiera trataba de la Alemania nazi. Fue la obra de novecientas páginas de Fritz Fischer, Griff nach der Weltmacht (traducido posteriormente como Los objetivos de Alemania en la Primera Guerra Mundial). En la misma Fischer responsabilizaba a Alemania de la Primera Guerra Mundial. Fischer sugería que los objetivos alemanes durante la Primera Guerra Mundial habían sido ofensivos y orientados a lograr la hegemonía alemana sobre el continente europeo. Alemania era la máxima responsable en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial como consecuencia de sus ambiciones imperialistas que intentaba conseguir mediante la misma.

El impacto que causaron tales afirmaciones sobrepasó el campo estrictamente historiográfico para penetrar profundamente en la sociedad alemana, y el debate que generó, entre los que consideraban a Alemania la máxima responsable del primer conflicto mundial y aquellos que lo negaban, sigue siendo un campo abierto con aportaciones históricas en una u otra dirección[9]. Esta obra provocaría el debate historiográfico más apasionado sobre las causas de la Primera Guerra Mundial hasta ese momento, dando lugar a la llamada Fischerkontroverse, debate que continúa vigente en nuestros días. La razón por la que esta obra de Fischer creó una reacción tan apasionada estaba determinada por el hecho de ser la primera obra de un historiador alemán que, tras haber trabajado a fondo en los archivos oficiales, cerrados hasta ese momento, afirmó que Alemania fue la responsable directa del estallido del conflicto por su deseo de convertirse en una gran potencia mundial.

Las consecuencias de esa tesis eran sumamente graves, ya que la obra venía a sugerir que existía cierto paralelismo entre los objetivos de la Alemania imperial durante la Primera Guerra Mundial y el Tercer Reich, defendiendo la idea de la continuidad histórica en el desarrollo de los dos regímenes y por ende en la historia alemana[10].

Los «estructuralistas»

En los años sesenta se despertó un enorme interés por el Tercer Reich en parte gracias a la apertura de archivos que hasta entonces habían estado en manos de los aliados. Hacia 1970 historiadores «estructuralistas», como Martin Broszat y Hans Mommsen, habían comenzado a ejercer una poderosa influencia en la comprensión del Tercer Reich. En esencia defendían que el fracaso de Alemania en desarrollar un sistema político liberal en el siglo XIX significó en la práctica que se desarrollase un Sonderweg, una peculiar forma de desarrollo político[11]. Estos historiadores consideran que Alemania entre los años 1850 y 1945 había estado dominada por fuerzas autoritarias y no había desarrollado así auténticas instituciones democráticas. Como consecuencia de todo ello el poder y la influencia de los intereses conservadores dominaban Alemania incluso tras la creación de la República de Weimar y, por ende, estos movimientos simpatizaron con el nazismo, que les otorgaba la posibilidad de mantener un gobierno autoritario de derechas[12].

Los «intencionalistas»

Los «intencionalistas» consideran que no existe escapatoria posible de la importancia fundamental de Hitler en la toma del poder por parte de los nazis. «Intencionalistas» como Klaus Hildebrand y Eberhard Jäckel consideran que la personalidad y la ideología de Hitler son tan esenciales para el nazismo que este puede ser denominado hitlerismo. Aunque aceptan las especiales circunstancias de Alemania y de su historia ponen el énfasis en el papel indispensable del individuo Adolf Hitler en el régimen nazi[13].

Los modelos de comportamiento social

Desde los años ochenta ha existido un interés creciente en el Alltagsgeschichte (la historia de la vida cotidiana), que se enfoca no sólo en los temas políticos, sino también en las raíces de la sociedad. Se ha publicado una gran cantidad de estudios acerca de la experiencia de diferentes grupos sociales en diversas regiones de Alemania en un intento de comprender el comportamiento y las actitudes de los ciudadanos corrientes. Se han estudiado temas como el comportamiento sexual, el papel de la mujer, la estructura social, etc. Sin duda, se trata de un intento de crear una historia «total» con nuevos planteamientos sobre el complejo fenómeno del Tercer Reich. Algunos historiadores consideran que se trata de «normalizar» finalmente la historia del Tercer Reich. Sus detractores afirman que es un intento de analizar el período como si fuera uno más de la historia alemana[14].

En realidad, pocos historiadores actuales consideran seriamente que la historia alemana hizo inevitable el fenómeno del nazismo. Sin embargo, tampoco se puede considerar como algo «anormal» totalmente ajeno a la historia alemana, ya que de esa forma sería inexplicable el mantenimiento del poder por los nazis durante doce años.

J. Fest. El alejamiento europeo de la razón

Para J. Fest, cada pueblo es responsable por su historia. Sin embargo, el surgimiento de Hitler y su triunfo dependió de circunstancias mucho más amplias que la estricta situación alemana. El alejamiento de casi todos los Estados europeos de la razón y del realismo, el desencanto con los valores tradicionales y con la exigencia ética acompañado por una falta de voluntad para luchar en defensa de principios morales y éticos, una miope búsqueda de ventajas y de seguridad, al mismo tiempo que una susceptibilidad a la ilusión que era, según este autor, la característica principal de la época. Hitler, según Fest, fue el resultado de un largo proceso de degeneración que no se limitaba a un solo país. Era la consecuencia de un proceso que era tan europeo como alemán, un auténtico fracaso conjunto. De la misma forma, Hitler no destruyó sólo a Alemania, sino que puso fin a la vieja Europa con sus rivalidades estériles, su estrechez de mente, su patriotismo egoísta «y la magia de su douceur de vie. De la mano del hombre que había aupado al poder las luces se apagaron definitivamente sobre Europa[15]».

Ian Kershaw: La llegada del nazismo como resultado de un error de cálculo

El historiador Kershaw, en su biografía sobre Hitler, ha intentado superar el debate entre «intencionalistas» y «estructuralistas». Para Kershaw, el nombramiento de Hitler no era inevitable hasta el último momento, las once horas del 30 de enero de 1933. Su nombramiento fue el resultado de una serie de errores de cálculo y si Brüning, Papen, Schleicher o Hindenburg hubiesen tomado una decisión diferente en el período 1930-1933, la historia hubiera tomado otros derroteros. El camino de Hitler tenía que haber sido bloqueado mucho antes del drama final. La oportunidad más clara se perdió al no imponérsele una sentencia más larga de cárcel tras el fallido intento de golpe en 1923 y, posteriormente, al dejarle en libertad en tan sólo unos meses. Fueron los errores de unos políticos que estaban empeñados en infligir todo el daño posible a la República democrática de Weimar. «El ansia de destruir la democracia más que el afán de llevar a los nazis al poder fue lo que desencadenó los complejos procesos que desembocaron en la cancillería de Hitler», concluye Kershaw[16].

El apoyo al partido nazi tenía, como señaló en 1930 el comentarista Helmuth Gerlach, «un kilómetro de ancho pero sólo un centímetro de profundidad, exceptuando el caso del pequeño núcleo de fanáticos[17]». Muy pocos de los observadores que asistieron a su momento de triunfo en 1933 (año en que logró hacerse con el poder en todo el Estado alemán después de que el partido nazi hubiera sufrido una severa derrota en las elecciones generales previas) fueron capaces de advertir el menor indicio de la escalada de calamidades que se avecinaba. La izquierda interpretó su figura como la de un hombre de paja de las grandes empresas y presumió que habría de durar muy poco tiempo y que marcaría el comienzo de una crisis terminal del capitalismo.

En los círculos de la derecha conservadora, Hitler también fue ampliamente subestimado. En un principio, se pensó de él que «no estaba a la altura de su cargo». Muchos conservadores llegaron a suponer que pronto dejaría su lugar a quienes siempre habían ostentado el poder en Alemania. Incluso después de los incidentes de junio de 1934, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico temía más al prusianismo (el poder de quienes habían llevado a Alemania a la guerra en 1914) que al propio Hitler. Para Kershaw, todos esos errores de interpretación (que estaban basados en prejuicios y que impidieron que se adoptaran medidas para dar la debida respuesta a Hitler en aquellos mismos momentos) resultan hoy realmente sorprendentes[18].