Cuando, en 1994, el historiador británico Eric J. Hobsbawm culminó su fundamental estudio sobre la Historia del mundo contemporáneo con un volumen a cerca del siglo pasado, lo tituló Age of Extremes, que en su versión española se convirtió en un descafeinado Historia del siglo XX. El concepto define muy bien lo que representó la centuria. Un tiempo de radicalidades, marcado por el nacimiento de propuestas doctrinarias totalizadoras, extremas en sus planteamientos y en la brutalidad de sus efectos: el estalinismo, el fascismo, el neoliberalismo, el fundamentalismo islámico. La centuria de las guerras más devastadoras que ha conocido la Humanidad, de los genocidios más letales, de la globalización de las crisis económicas. Y, a la vez, el siglo de la democracia, de los derechos humanos, de los grandes avances tecnológicos.
Pero hay un momento, poco antes de mediada la centuria, que permanece en nuestra conciencia como especialmente traumático, como el epítome de la crueldad y la sinrazón en la era de las masas. Es la Segunda Guerra Mundial. Y, vinculado estrechamente a ella, el recuerdo de la génesis, la evolución y la muerte de un sistema de pensamiento, de organización social y de acción política que sacudió intensamente el continente europeo entre las dos guerras mundiales y que conocemos como nazismo.
El nacionalsocialismo alemán se engloba dentro de lo que, genéricamente, definimos como el totalitarismo fascista, un modelo de organización de la sociedad y del Estado, con variantes nacionales, que se convirtió en sinónimo de triunfo en la Europa de entreguerras. Pocos términos históricos, o políticos, admiten una polisemia tan diversa como el de «fascista». Desde su primitiva vinculación a la identidad de un partido político y de una propuesta ideológica, luego a una forma de Estado, más tarde a un bloque geopolítico y militar en guerra, para alcanzar en nuestros días el valor de exabrupto o descalificación de una conducta personal.
Pese a su estrepitosa derrota de 1945, la connotación histórica del fascismo ha conservado un cierto aura de prestigio, o siquiera de fascinación, entre colectivos sociales concretos. En la Europa centro-oriental, caído el Muro de Berlín, durante los años noventa se produjo una cierta reivindicación de la fascistización de entreguerras por la vía de un renacido anticomunismo y de la reafirmación nacional frente a los vecinos. En el Oeste, la herencia del fascismo de los años treinta siempre ha sido reivindicada por opciones nacionalistas que, en no pocas ocasiones, han sentado diputados en los Parlamentos democráticos.
Pero muy poco de esta apreciación, de esta nostalgia totalitaria, hoy en día residual, alcanza al nazismo y a su líder, Adolf Hitler. El Tercer Reich alemán y el movimiento político que lo encarnó permanecen en las conciencias como la encarnación misma del Mal, como la suma de las abominaciones que es capaz de asumir y protagonizar una colectividad humana. En el siglo de los extremos, el nazismo es el extremo mismo, porque sólo la deshumanización absoluta se puede concebir más allá de su doctrina y de su práctica.
Vamos camino de los cien años desde que un grupo de nacionalistas radicales, entre los que se encontraba un artista frustrado llamado Adolf Hitler, pusieran en marcha su experimento de «socialismo nacional» como respuesta a la humillación de Versalles. En este tiempo se han vertido ríos de tinta sobre el Führer, el NSDAP, la Alemania nazi y el Nuevo Orden Europeo. Las polémicas, difícilmente exentas de presentismo e intencionalidad política, alcanzan hasta nuestros días e incluso han dando lugar a leyes prohibiendo la defensa de determinadas posiciones negacionistas o justificativas del nazismo, ajenas a lo que es una visión ortodoxa de condenación absoluta. Las consecuencias de lo actuado por Hitler y sus seguidores aún condicionan muchas políticas en Europa y otros lugares, su herencia nos mantiene en guardia, su valoración lleva fácilmente a situaciones crispadas. No puede ser de otra manera. En la medida en que sus mayores recurran al olvido como bálsamo de convivencia, las nuevas generaciones se enfrentan al peligro de desconocer, que puede ser el preludio a repetir.
La recreación historiográfica del Tercer Reich no es, por lo tanto, sólo un ejercicio de estilo literario, o de ensayo intelectual para especialistas o minorías. Debe ser, sobre todo, pedagogía. Desde el compromiso con su ejercicio profesional, los historiadores asumen el deber de la objetividad científica, pero también de la defensa de unos valores universales que fueron ampliamente conculcados por el hitlerismo. La mejor forma de demostrarlo es el rigor en la utilización de las fuentes, en la exposición narrativa, en la síntesis y valoración de las polémicas surgidas entre escuelas de historiadores. La construcción, en definitiva, de tesis solventes y contrastadas que transmitir al lector. Y eso es lo que hace Álvaro Lozano en el libro al que sirven de pórtico estas palabras.
Lozano, doctor en Historia, vive su disciplina con pasión vocacional. Su condición profesional de diplomático en ejercicio le otorga, además, una perspectiva añadida de la evolución de los procesos globales, de la interacción entre las sociedades, que privilegia su capacidad de análisis de las grandes estructuras históricas. Ya lo ha demostrado en libros anteriores, sobre los tiempos de la guerra mundial o de la guerra fría. Es, también, un lector inquieto, que no se conforma con una versión, sino que acude a la pluralidad de fuentes disponibles, contrasta, valora y trasmite con criterio firme y sosegado.
En esta historia de la Alemania nazi, el autor nos plantea un recorrido por la pluralidad de aspectos de la vida social que abarcan un Estado totalitario. Desde la causas que posibilitaron el nacimiento del partido, o las que contribuyeron a su ascenso y culminación, hasta la forma en que la dictadura organizó el control de la sociedad alemana, las doctrinas que lo justificaron o a las que llevaron a una política agresiva de expansión que terminó siendo suicida. Lozano no rehuye ninguna de las grandes polémicas que acompañan a la historia del nacionalsocialismo. Los efectos de Versalles sobre el pueblo alemán, la personalidad de Hitler y su poder real dentro del sistema, las políticas raciales y el Holocausto, la responsabilidad colectiva de los alemanes de la época, el papel de la oposición interna al nazismo… Todos estos debates historiográficos, iluminados en el libro a la luz de las aportaciones de docenas de especialistas, conforman un panorama complejísimo, pero que en la ordenada prosa de nuestro autor resulta lógico y comprensible.
Esta historia de la Alemania nazi supone una llamada a la continuidad de la reflexión sobre las vías equivocadas para resolver los problemas colectivos, sobre la necesidad de permanecer vigilantes en la defensa de la democracia y de la convivencia. Sobre un tiempo de violencia e irracionalidad que no está lo suficientemente lejano como para que no pueda amenazar nuestro futuro. Porque el nazismo encarnó, como ninguna otra fuerza política en la era contemporánea, una propuesta de deshumanización de los valores sociales que encontró su mejor plasmación en la gigantesca catástrofe que se llevó por delante decenas de millones de vidas. Y en esto, da lo mismo cien que cien millones porque, como reflexiona Hobsbawm en su Age of Extremes, en lo tocante a las cifras de víctimas del totalitarismo, «ninguna puede ser sino vergonzosa y más allá de cualquier excusa, no digamos justificación».
JULIO GIL PECHARROMÁN