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La política exterior

«¿Qué otra cosa podría desear para

los demás sino paz y tranquilidad?».

Hitler, 1935.

En la costa del mar Báltico, en la desembocadura del río Vístula se encuentra el moderno puerto polaco de Gdansk. Fue entregado a Polonia como parte de la redistribución territorial tras el final de la Segunda Guerra Mundial y hasta ese momento había sido conocido por su nombre alemán: Danzig. Desde el siglo XVIII había sido un importante puerto mercante prusiano. La geografía fue el destino de esa ciudad. Tras la Primera Guerra Mundial las potencias vencedoras restablecieron la independencia de Polonia. Para que el Estado fuese viable era preciso que contase con «un acceso libre y seguro al mar», sin él, Polonia se encontraría a merced de los alemanes. Danzig era la respuesta a esa necesidad. Una comisión aliada otorgó el puerto a Polonia junto con un pasillo hasta el mar.

La indignada protesta de la población alemana no se hizo esperar. Como consecuencia de ello, una segunda comisión otorgó el pasillo a Polonia, pero Danzig se convirtió en una «ciudad libre», ni alemana ni polaca, bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones. Era una solución que no satisfizo a nadie. Ningún Gobierno alemán, del signo político que fuera, podía aceptar tal solución. Danzig se convirtió en el aglutinante de los recelos nacionales, del irredentismo político y de los deseos de venganza.

La situación de Polonia era tan precaria como la de la ciudad de Danzig. El nuevo Estado polaco se había formado sobre el territorio de tres imperios, el alemán, el ruso y el austriaco. Los polacos sabían perfectamente que su existencia no era vista con buenos ojos por sus vecinos. El ministro de Asuntos Exteriores soviético, Molotov, se refería habitualmente a Polonia como «El hijo monstruoso del Tratado de Versalles[1]».

En 1939 un conflicto entre Alemania y Polonia sobre el destino de la ciudad llevó a una guerra abierta. La mañana del 1 de septiembre las tropas alemanas invadían Polonia desde diversos frentes. «¿Quién quiere morir por Danzig?», preguntaba el exministro francés Marcel Déat. La guerra «por Danzig» llevaría al conflicto más devastador conocido hasta entonces por la humanidad, en el que unos cincuenta millones de personas perderían la vida. Sin embargo, en realidad casi nadie murió «por Danzig». A semejanza del asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo en 1914, Danzig tan sólo fue el desencadenante de un conflicto más complejo y cuyas raíces se hundían en el pasado sobre factores mucho más profundos y espinosos que el destino de aquel antiguo puerto prusiano. En septiembre de 1939 se libraron en realidad tres guerras: la polaca por mantener a toda costa su independencia, la alemana por el dominio de Europa del Este y la de las potencias occidentales por preservar el equilibrio de poder. Danzig fue, así, el pretexto, no el motivo de la Segunda Guerra Mundial[2].

El desafío alemán al Tratado de Versalles, 1933-1937

La política exterior nazi se gestó en un contexto de enorme interés de la opinión pública alemana y de debate sobre cuestiones internacionales. Las ideas de Hitler sobre política exterior fueron evolucionando durante la década de los veinte y las mismas experimentaron grandes transformaciones bajo la influencia de Alfred Rosenberg y Max Erwin Scheubner-Richter, ambos refugiados alemanes del Báltico. Los alemanes de esa zona estaban obsesionados con la idea de que los judíos habían provocado la revolución bolchevique y Rosenberg convenció a Hitler de que había sido la consecuencia de una conspiración judía internacional[3]. Considerado por muchos alemanes y extranjeros como el filósofo oficial del movimiento nazi, Rosenberg, sin embargo, no gozaba de esa preeminencia entre los líderes nazis. Hitler calificó su obra más conocida, El mito del siglo XX, como «un plagio, compuesto de muchas piezas, escandalosamente sin sentido…». Goebbels era todavía más duro y la calificó categóricamente como «vómito ideológico». A pesar de todo, la obra llegó a vender más de un millón de ejemplares y ocupó el segundo lugar, después de Mein Kampf, en la literatura nazi[4].

Hacia 1924, cuando Hitler se encontraba escribiendo Mein Kampf, el antibolchevismo y el antisemitismo se habían convertido en parte fundamental de su pensamiento en política exterior. Otras influencias provenían de los partidos políticos de extrema derecha que creían firmemente en el mito de la «puñalada por la espalda» y en el consenso general sobre la injusticia de las cláusulas de Versalles. La ideología pangermánica consideraba que la Paz de Versalles había sido impuesta por los intereses judíos que deseaban convertir a Alemania en una nación de «esclavos» con sus exigencias de reparaciones. Estas ideas permanecieron, en gran parte, inalteradas en la visión de la política exterior de Hitler y en la propaganda nazi que explotó la hostilidad hacia la Unión Soviética y el miedo al bolchevismo existente en amplios sectores de la sociedad alemana. Al mismo tiempo, esas ideas conectaban con cierto antiamericanismo de la derecha alemana que temía la expansión de la cultura comercial popular impulsada por los editores, los directores de cine y los empresarios del mundo de la cultura «judíos[5]».

Los acuerdos de Locarno de 1925 y la entrada de Alemania en la Sociedad de Naciones en 1926 habían augurado una época de armonía y paz en las relaciones internacionales que alcanzó su más alta expresión programática en el llamado Pacto Briand-Kellog de 1929, en el que cual las principales naciones renunciaban a la guerra como instrumento de política exterior. El foro arbitral pacifista de la Sociedad de Naciones llegó a su punto más alto de prestigio mientras suscitaba las mejores esperanzas de un futuro mejor. Sin embargo los llamados «felices años veinte» no duraron más que un lustro. La expansión económica se había desarrollado sobre unas raíces muy débiles y la Sociedad de Naciones se fue convirtiendo más en un foro de rivalidad nacional, que en un verdadero espacio de resolución de esas diferencias. Fue ese contexto internacional el que precipitó que Hitler centrara su atención en alterar profundamente el statu quo internacional imperante en ese momento.

Tras la rápida estabilización de la situación política interna con las medidas represivas de 1933, Hitler volcó su atención hacia la política exterior. Según manifestó Goering: «La política exterior era la esfera de Hitler. Con eso quiero decir que la política exterior por un lado, y el liderazgo de las fuerzas armadas, por otro, eran el interés primordial del Führer y su principal actividad. Se concentraba enormemente en los detalles de esas materias[6]».

Hitler fue plenamente consciente, al menos en los primeros años, de que era fundamental mantener buenas relaciones con sus vecinos. Al asumir el poder, la posición alemana era todavía muy débil, con un ejército que había sido reducido a 100 000 hombres y una economía que no había salido todavía de la depresión, Alemania no contaba con ningún aliado y se encontraba rodeada de una alianza hostil liderada por Francia. Las primeras medidas de Hitler fueron de continuidad con el pasado, algo evidente con el mantenimiento en el puesto de ministro de Asuntos Exteriores del conservador Von Neurath. Los primeros objetivos de Hitler fueron conseguir aliados, disminuir el apoyo del que gozaban sus enemigos y dar una apariencia de moderación.

La suerte de Hitler en política exterior cambió gracias a dos acontecimientos. La invasión japonesa de Manchuria en 1931 demostró la ineficiencia de la Sociedad de Naciones y situó a Gran Bretaña frente a un complejo dilema: ¿cómo podía actuar de «policía global» de la Sociedad de Naciones y mantener al mismo tiempo la estabilidad en Europa? Por otro lado, la gran depresión exacerbó los problemas a los que se enfrentaban Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. Como resultado de la misma, cada país tendió a concentrarse en sus problemas económicos.

Las primeras medidas de política exterior de Hitler causaron la falsa impresión entre los líderes mundiales de que Alemania buscaba la paz. Esto pareció confirmarse cuando Alemania se retiró de la conferencia internacional de desarme que había iniciado sus labores en 1932, al negarse Francia a una paridad en el número de fuerzas. Ante la opinión pública mundial, Francia aparecía como belicista y Alemania como un Estado que tan sólo buscaba la igualdad[7]. La delegación alemana reclamaba «igualdad de derechos» y exigía que o bien las grandes potencias se desarmaran al nivel impuesto a Alemania en Versalles, o que permitieran que el ejército alemán se armase. En octubre de 1933 Alemania abandonaba también la Sociedad de Naciones. En realidad, lo que Hitler deseaba evitar a toda costa era verse arrastrado a acuerdos multilaterales de desarme o a pactos regionales que perpetuasen la debilidad militar alemana.

De forma inesperada, Alemania firmó un tratado de no agresión con Polonia en enero de 1934. El pacto acababa de forma efectiva con los acuerdos que tenía Francia en el Este europeo y quitaba presión a Alemania en sus fronteras orientales mientras se resolvía la debilidad alemana. Por supuesto el pacto era para Hitler tan sólo papel mojado que sería destruido cuando ya no fuera necesario.

La imagen que Hitler estaba intentado proyectar como hombre de paz quedó empañada en el verano de 1934 debido a una serie de acontecimientos en Austria. A pesar del deseo de Hitler de unir a Austria con Alemania, el canciller austriaco Engelbert Dollfuss se oponía con fuerza a la idea y prohibió al partido nazi austriaco que se dedicara a labores subversivas para socavar la independencia austriaca. El 25 de julio de 1934 un grupo de nazis irrumpió en la oficina del canciller austriaco y lo asesinó. El asesinato de Dollfuss no llevó a la inmediata toma del poder por los nazis, pero sí levantó sospechas en toda Europa de que Hitler había ordenado el atentado como pretexto para ocupar Austria. Posteriormente, se supo que los SS austriacos se habían entrenado para el golpe de Austria en el campo de concentración de Dachau.

Independientemente de si Hitler estuvo detrás del asesinato o no, la muerte de Dollfuss desató una reacción de condena generalizada por parte de las potencias occidentales. Mussolini envió cuatro divisiones a la frontera austriaca en apoyo de la independencia de Austria. Los Gobiernos británico y francés realizaron declaraciones públicas en las que se oponían a cualquier intento de Hitler de anexionarse Austria. Frente a la presión internacional Hitler se vio obligado a negar cualquier participación de su Gobierno en el asesinato de Dollfuss y a desmentir que estuviese intentando ocupar Austria. El episodio demostró que Alemania no se encontraba todavía en condiciones de adoptar una postura demasiado agresiva en el tema austriaco. De hecho, el incidente sirvió para debilitar la posición diplomática de Alemania, pues llevó al estrechamiento de relaciones entre Italia y Francia.

En la frontera occidental de Alemania, Hitler recibió mejores noticias, pues el plebiscito en la región del Sarre de 1935 fue rotundo a favor de la reunificación con Alemania, que era el primer paso para la revisión en profundidad del Tratado de Versalles. Por supuesto no había faltado la intimidación y la violencia por parte del partido nazi local para disuadir a los que se oponían a la reunificación[8]. Poco después el régimen restablecía el servicio militar (prohibido por el art. 173 del Tratado de Versalles) y, en marzo de 1936, los alemanes reocupaban militarmente la zona desmilitarizada de Renania (prohibido por el art. 43[9]).

En octubre de 1936, Hitler se decidió por la firma de un Eje Roma-Berlín tras la visita del ministro italiano de Asuntos Exteriores a Berlín. A pesar de su amistad por el Führer, Hitler siempre despreció la alianza con Italia: «Puede que Mussolini sea un romano, pero su pueblo está compuesto por italianos», afirmó. Hacia finales de 1936 la situación internacional de Alemania se había transformado de forma espectacular. La dominación de Francia había desaparecido y la iniciativa política era ahora de Alemania. Las restricciones de Versalles eran ya cosa del pasado y Alemania ya no estaba aislada, Mussolini se había alejado de Francia y Gran Bretaña y era ahora su aliado. Por otra parte, Hitler dispuso la firma de un pacto antikomintern con Japón como una alianza defensiva contra la Unión Soviética.

El Frente de Stresa

Los líderes de Gran Bretaña, Francia e Italia se encontraron en la ciudad de Stresa en abril de 1935 para discutir el problema del rearme alemán y su política cada vez más agresiva. Condenaron la ruptura del Tratado de Versalles y expresaron su determinación de defender la independencia de Austria. Unos días más tarde, la Sociedad de Naciones emitió una moción de censura contra la ruptura alemana de la limitación de armamentos. Por su parte, el Gobierno francés firmó un acuerdo de asistencia mutua con la Unión Soviética en el que ambas partes se comprometían a acudir en ayuda de la otra en caso de un ataque no provocado. El acuerdo era menos amenazador para Alemania de lo que parecía, pues no fue acompañado de un diálogo entre los Estados Mayores de ambos ejércitos y, en realidad, estaba dirigido a disuadir a Stalin de acercarse más a Alemania. En mayo de ese año Francia y la Unión Soviética firmaban un acuerdo similar con Checoslovaquia. Sin embargo, existía un matiz en el acuerdo que cambiaba radicalmente la situación para Francia y la Unión Soviética: Francia tenía necesariamente que encontrarse ayudando a Checoslovaquia en un ataque no provocado para que la Unión Soviética interviniese. Estas iniciativas diplomáticas representaron el punto más alto de la unidad para evitar el resurgimiento de una Alemania agresiva[10].

El acuerdo naval germano-británico

El Gobierno británico decidió realizar un intento serio de llegar a un acuerdo con la Alemania de Hitler. En junio de 1935 (en el 120 aniversario de la batalla de Waterloo), el Gobierno británico firmaba, sin consultar a los franceses, un acuerdo naval con Alemania. Se reconocía el derecho de Alemania de construir submarinos y se limitaba la construcción de navíos de guerra alemanes a un 35 por 100 del total británico. Al Gobierno británico le pareció aceptable ese límite siempre que no quedase debilitada la posición británica en el Pacífico frente a la armada japonesa, que era considerada la mayor amenaza en ese momento. Parecía que Hitler había conseguido que Alemania no tuviera que enfrentarse más con Gran Bretaña, cuyos habitantes siempre consideró con gran respeto por su «origen ario». Hitler describió la firma del acuerdo como «el día más feliz de mi vida[11]». Era evidente que el acuerdo europeo de posguerra se estaba desmoronando y que los ingleses se esforzarían en llegar a acuerdos con Alemania sentando las bases de la controvertida política de apaciguamiento.

La crisis de Abisinia

Cuando parecía que el frente de Stresa pondría fin a la política exterior agresiva de Hitler, un acontecimiento dio al traste con esas esperanzas. En octubre de 1935 la Italia de Mussolini invadía Abisinia (la actual Etiopía), último gran país africano no colonizado, como parte de su política exterior expansiva y para vengar la derrota que habían sufrido los italianos en Adua en 1896. La Sociedad de Naciones condenó el ataque y decretó sanciones económicas contra Italia. Sin embargo, Gran Bretaña y Francia no deseaban tratar con demasiada dureza a Italia, pues temían que eso empujaría al inestable Mussolini al campo alemán. Los ministros de Asuntos Exteriores británico y francés llegaron a un acuerdo para ceder gran parte de Abisinia a Italia[12]. Cuando el acuerdo fue filtrado a la prensa produjo una oleada de protestas que llevó a la dimisión del ministro británico de Asuntos Exteriores y a la caída del Gobierno francés[13].

A pesar de los esfuerzos, la crisis empujó a Mussolini a acercarse a Hitler y supuso una herida de muerte para la Sociedad de Naciones. El líder de Etiopía, Haile Selassie, afirmó premonitoriamente ante la Sociedad de Naciones: «Hoy hemos sido nosotros. Mañana os tocará a vosotros[14]».

La guerra civil española

La cooperación de las potencias del Eje fue evidente en la Guerra Civil española. Las fuerzas alemanas junto con las italianas, apoyaron de forma efectiva al bando franquista. Para Hitler fue la ocasión de probar sus fuerzas, particularmente a la Luftwaffe, que realizó ataques contra objetivos civiles, como la destrucción de la población vasca de Guernica. Para Hitler, la Guerra Civil española fue una ayuda fundamental para su política exterior, pues distrajo la atención de su proceso de rearme, le proporcionó una excusa para su furibundo anticomunismo, jugando con el temor de parte de la población europea de que España era el primer paso hacia una revolución comunista generalizada, y le otorgó la oportunidad de cerrar filas con su aliado italiano. También le proporcionó un acceso a materias primas de las que había necesidad urgente para el programa de rearme. Se llevó a cabo un sistema de trueque de armas y suministros alemanes por materias primas españolas bajo la cobertura de dos empresas, una española y otra alemana. El bombardeo por parte de fuerzas conjuntas germano-italianas del pueblo vasco de Guernica se convertiría en uno de los símbolos del horror de la Guerra Civil española y un adelanto de lo que ocurriría posteriormente en gran parte de Europa. Por su parte, los franco-británicos adoptaron una política de «no intervención» por el temor a que la Guerra Civil española desencadenase una guerra general. La Unión Soviética dio apoyo al bando republicano. Tras el triunfo de Franco, Alemania tuvo acceso a una gran cantidad de materias primas muy importantes para el esfuerzo de guerra, incluyendo hierro, cobre, zinc, mercurio y estaño[15].

En noviembre de 1936 Hitler firmaba (con la opinión contraria del ministerio de Asuntos Exteriores alemán) el pacto antikomintern con Japón, que estaba dirigido más contra la Internacional Comunista (Komintern) que contra la Unión Soviética. La mayoría de los diplomáticos alemanes, así como Schacht e importantes empresarios alemanes, consideraba a China (que se encontraba virtualmente en guerra con Japón) como un aliado comercial más importante que Japón en el lejano oriente. Hitler, sin embargo, insistió en que Japón era un aliado potencial para combatir el bolchevismo. Un año después el pacto fue reforzado al sumarse Italia.

El Memorándum Hossbach

El 5 de noviembre de 1937, entre las cuatro y las ocho de la noche, seis oficiales alemanes fueron convocados a un encuentro con Hitler en la cancillería de Berlín. Se trataba del mariscal Werner von Blomberg, el general Werner von Fritsch, el almirante Raeder, Hermann Goering y Konstantin von Neurath del Ministerio de Asuntos Exteriores. Los cinco hombres representaban al ejército, a la marina, a la fuerza aérea y al cuerpo diplomático. El sexto hombre, el coronel Friedrich Hossbach, que daría nombre al célebre encuentro, era tan sólo un oficial de Estado Mayor encargado de tomar notas.

Sentados en torno a una enorme mesa redonda, Hitler monopolizó la palabra con un tono solemne[16]. En primer lugar, señaló que el tiempo corría en contra de Alemania. Afirmó que las crecientes dificultades económicas hacían necesario actuar antes de 1945. Luego se dedicó a hablar extensamente sobre las necesidades alemanas de Lebensraum, el espacio vital que, según él, necesitaba urgentemente Alemania. ¿Pero de qué «espacio vital» se trataba? Durante unos momentos habló de colonias en otros continentes, sin embargo, Hitler consideraba que eran demasiado caras y difíciles de mantener. De esa forma, la expansión tenía que producirse inevitablemente en Europa. Mencionó a Austria y a Checoslovaquia, pues ambos países ofrecían buenas oportunidades económicas aunque existía el problema de que Francia y Gran Bretaña no aceptarían sin más ese cambio tan radical en el equilibrio de poder internacional. Sin embargo, estaba decidido a arriesgarse a una guerra para conseguir sus objetivos. La economía alemana no estaba en condiciones de soportar un conflicto prolongado por lo que la «invasión de los checos» debía llevarse a cabo a «la velocidad del rayo[17]». La lucha por el dominio global tendría que llegar entre 1943 y 1945 como muy tarde. Los asistentes a la reunión estaban conmocionados por lo que estaban escuchando esa tarde pues consideraban que la guerra llevaría al desastre a Alemania. La reunión duró hasta la noche. Tras la misma quedó claro que Alemania actuaría tras 1943, cuando la preparación militar hubiese finalizado[18].

Poco tiempo después de la conferencia, Hitler comenzó a deshacerse de las posiciones claves de los miembros moderados de la «vieja guardia». En noviembre de 1937 cesaba a Schacht, ministro de Economía, que se oponía al rápido rearme. En enero de 1938

Von Blomberg era cesado. Joachim von Ribbentrop reemplazaba al moderado Von Neurath como ministro de Asuntos Exteriores. Ribbentrop enseguida le dio una nueva «imagen nazi» a su departamento[19]. Afiliado tardíamente al partido nazi, sus influencias facilitaron los contactos de Hitler con los medios financieros. Esta circunstancia y su condición de políglota le ganaron el aprecio del Führer. Ribbentrop era arrogante y ensimismado[20]. Durante la guerra se jactaba de que podía «llenar un baúl con los tratados que había violado». El embajador francés en Berlín antes de la guerra, Robert Coulondre, realizó una durísima descripción de Ribbentrop: «No hay nada humano en este alemán… excepto sus bajos instintos[21]». El diplomático Herbert Ritcher señaló: «Ribbentrop no entendía nada de política exterior. Su único deseo era agradar al Führer. Su única política era llevarse bien con Hitler[22]».

Ribbentrop había escrito en un memorándum secreto: «… Inglaterra es nuestro más peligroso adversario». Esa política, en gran parte personal, era contraria a las primeras ideas de Hitler sobre una posible alianza con Gran Bretaña. Su odio visceral hacia los británicos fue una consecuencia directa de su rechazo por parte de la sociedad de aquel país cuando Ribbentrop estuvo destinado como embajador en Londres. Este rechazo le hizo pasar gran parte de su tiempo en aquel destino en Alemania, algo que le valió el apodo irónico del «Ario Errante[23]». Era un hombre extremadamente vanidoso, ignorante e incompetente. Pero a Hitler lo único que le interesaba era su lealtad. Tenía la habilidad de escuchar con atención a su Führer para repetir posteriormente sus comentarios como propios. A Hitler le encantaba escuchar el eco de sus opiniones.

El significado de aquel encuentro ha sido objeto de una gran polémica desde entonces. Para algunos historiadores se trató del anunció de la guerra por parte de Hitler. Para otros la conferencia no fue más que una maniobra de política interior para superar las reticencias conservadoras a la política de rearme. Para el historiador A. J. P. Taylor, «no existía ningún plan concreto», ninguna directiva de política exterior para Alemania «entre 1937 y 1938[24]».

El camino de la Guerra, 1938-1939

El Anschluss, marzo de 1938

La independencia de Austria estaba garantizada por el Tratado de Versalles y durante un tiempo había estado protegida por Mussolini, que deseaba contar con aquel valioso Estado tapón en su frontera Norte. El Estado austriaco era considerado por muchos de sus habitantes como política y económicamente inviable. Tanto en Alemania como en Austria la prohibición de llevar a cabo el Anschluss o unión era valorada como una violación del principio de autodeterminación de los pueblos reconocida por los tratados que pusieron fin a la Primera Guerra Mundial.

La amistad germano italiana hizo posible un arreglo de la cuestión austriaca. En Francia y Gran Bretaña, la unión entre los dos pueblos de habla alemana no se percibía como un motivo para lanzarse a una guerra. Schuschnigg, el canciller austriaco, le señaló a Hitler en febrero de 1938 que el líder nazi austriaco Seyss-Inquart sería nombrado ministro del Interior. Schuschnigg intentó fortalecer su posición organizando un referéndum nacional sobre la unión con Alemania y a favor de «una Austria libre y alemana, independiente y social, cristiana y unida». Para asegurarse el voto afirmativo se restringió el voto a los mayores de veinticuatro años, dejando fuera a gran parte de los miembros del movimiento nazi, cuyos partidarios eran muy jóvenes. Hitler estaba furioso, pues creía que tal votación podía acabar con el mito del deseo de unión con Alemania. Lanzó una invasión del país vecino el 12 de marzo de 1938[25]. El joven desorientado que había abandonado Viena sin rumbo entraba ahora en su capital como triunfador. Fue recibido, según un observador, con «un éxtasis de fervor emocional». «Cualquier intento de dividir este país en dos será a partir de ahora en vano», señaló a la muchedumbre en Linz. Era la culminación de un sueño de juventud. Hitler tuvo ocasión de regresar victorioso a su localidad natal de Braunau y depositar un ramo en la tumba de sus padres en Leonding.

Hitler anuncia el Anschluss en la Heldenplatz de Viena el 15 de marzo de 1938.

El día antes de la invasión, Heinrich Himmler y un grupo de oficiales de las SS llegaron a Viena para controlar la policía austriaca. El 13 de marzo, el canciller Seyss-Inquart declaraba oficialmente el Anschluss de Austria con el Reich alemán. Era el fin de la existencia de la República de Austria, cuyo territorio, con sus 6,5 millones de habitantes, formó la «Marca del Este» (Ostmark) de la Gran Alemania durante los siguientes siete años. En Alemania la noticia fue recibida, en un primer momento, con el temor a que se declarase una guerra europea. Este sentimiento se tornó, posteriormente, en un gran entusiasmo nacionalista a medida que quedaba patente la pasividad de las grandes potencias. La popularidad de Hitler alcanzó niveles sin precedentes.

El Anschluss representó un enorme éxito de política exterior para Hitler que tuvo importantes consecuencias. Demostró que Francia y Gran Bretaña no tenían verdadera voluntad de enfrentarse a Hitler mientras que Mussolini estaba dispuesto a ceder su Estado tapón en el Norte para acercarse más a Alemania[26]. La opinión pública internacional se mostró indiferente a la nueva situación austriaca. Francia se encontraba sin gobierno en el momento de la ocupación y Chamberlain tan sólo emitió una educada protesta (tan sólo la Unión Soviética, México, Chile y China protestaron la anexión). Las ventajas económicas eran enormes, pues Alemania gozaría a partir de entonces de las reservas de oro austriacas y los grandes depósitos de minerales que tanto necesitaba el ejército alemán[27]. La incorporación de Austria se adaptaba muy bien a la concepción geopolítica de Goering de una gran esfera económica en Europa central dirigida por Alemania. Era la culminación del concepto tradicional de la Mitteleuropa. La expansión de la frontera hacia el sudeste facilitó, asimismo, el comercio con los Balcanes. Como resultado de la anexión, Alemania dominaba Europa central y Checoslovaquia se encontraba en un enorme peligro.

La crisis checoslovaca

Tras triunfar de forma espectacular sobre Austria, la atención de Hitler se giró automáticamente hacia Checoslovaquia. Ese Estado centroeuropeo estaba formado por una mezcla de nacionalidades unida artificialmente por los negociadores del Tratado de Versalles. Hitler pensaba que Checoslovaquia era una daga apuntando al corazón de Alemania. Sin embargo, se trataba de la única democracia que quedaba en Europa central. Al frente se encontraba el respetado Edward Benes, quien había tenido un papel destacado en la Sociedad de Naciones. Dentro de las fronteras checoslovacas vivían 3,5 millones de alemanes de la región de los Sudetes. Hitler dejó muy claras sus intenciones de utilizar la fuerza para resolver el problema checoslovaco: «Es mi decisión inalterable destruir Checoslovaquia por medio de una acción militar en un futuro cercano». La existencia de alemanes en la región de los Sudetes era un motivo de gran preocupación para el Gobierno de Praga. El líder de los alemanes de la zona, Konrad Henlein, intentaba a toda costa la unión con Alemania. Por otra parte, el comportamiento de Francia y Gran Bretaña sugería que no interferirían en un cambio de la situación en Europa del Este.

La crisis estalló en septiembre de 1938 con enfrentamientos continuos entre los alemanes y los checos de los Sudetes y las tropas en estado de máxima alerta en las fronteras. El 15 de septiembre de 1938 Chamberlain voló en avión por primera vez para encontrase con Hitler en su refugio alpino de Berchtesgaden. Hitler le dijo claramente a Chamberlain que si los Sudetes no se incorporaban a Alemania habría guerra. Hitler asumió erróneamente que Chamberlain no podía influir sobre los checos para que cedieran los Sudetes sin una guerra. Había subestimado la voluntad de Chamberlain de conservar la paz por encima de todo. En menos de una semana convenció, a los franceses y a los checos, de que había que revisar las fronteras checas para adaptarse a los deseos de los alemanes de los Sudetes. No se percató de que las intenciones de Hitler eran conquistar Europa y no corregir los errores del Tratado de Versalles o proteger a las minorías étnicas alemanas en otros países. El 22 de septiembre Chamberlain volaba de nuevo a Godesberg, en Alemania, para comunicarle la noticia a Hitler. Hitler, no satisfecho, presentó una colección de nuevas demandas como la ocupación inmediata de los Sudetes. Los checos de la zona podrían abandonarla sin sus posesiones, llevando tan sólo una maleta. Chamberlain estaba dispuesto a aceptar el «memorando de Godesberg», pero no así los checos y el Gobierno francés. Parecía que la situación acabaría inevitablemente en una guerra europea[28]. Chamberlain pronunció en una emisión de la BBC una frase que se haría tristemente célebre:

«Es increíble, horrible, que tengamos que empezar a cavar trincheras y a ponernos máscaras antigás sólo por culpa de una pelea en un país distante entre gente de la que no sabemos nada[29]». El gabinete británico rechazó después el acuerdo de Godesberg preocupado porque la opinión pública lo percibiría como una humillación.

El acuerdo de Múnich

Mientras británicos y checos se preparaban para la guerra, fue Hitler quien cedió, porque Mussolini le persuadió de postergar la invasión y debido a que los generales le hicieron ver que había logrado su objetivo de anexión de los Sudetes. Al Gobierno checo se le dieron dos opciones: otorgar la región de los Sudetes a Alemania o luchar sola. El acuerdo de Múnich fue firmado el 30 de septiembre de 1938 por Hitler, Chamberlain, Mussolini y Daladier (por Francia). A la Unión Soviética ni siquiera se la invitó a Múnich, y al Gobierno checo se le dejó esperando fuera de la sala de conferencias donde se estaba llevando a cabo la deliberación sobre el futuro de su país. El acuerdo permitía a Hitler incorporar la región de los Sudetes a Alemania el 10 de octubre de 1938. Se otorgó una vaga promesa a Checoslovaquia de que se garantizaría el resto de su territorio, aunque nunca fue ratificada. La Conferencia de Múnich supuso un regreso a la vieja diplomacia europea, con cuatro potencias forzando a una nación pequeña a que entregase parte de su territorio. Stalin consideró que las potencias occidentales estaban satisfechas mientras Hitler se expandiese hacia el Este. Las semillas del futuro pacto germano-soviético habían sido sembradas en la mente de Stalin.

En un acuerdo separado, Chamberlain persuadió a Hitler para que firmase una declaración de amistad anglo-alemana y que Inglaterra y Alemania «nunca entrarían en guerra». Para Hitler era un pedazo de papel, sin embargo Chamberlain lo enseñó orgulloso al público a su llegada al aeropuerto de Heston. «Este papel significa paz para nuestro tiempo», señaló. Ese gesto dañaría irremediablemente su imagen. Múnich parecía un enorme triunfo de Alemania pero Hitler, sin embargo, no estaba satisfecho con la resolución de la crisis que había trastocado sus planes de aplastar inmediatamente a Checoslovaquia. «Ese Chamberlain ha estropeado mi entrada en Praga», afirmó furioso[30]. Tres semanas después, Hitler, a pesar del parecer contrario de sus generales, emitió una directiva al ejército para que se preparase para «liquidar lo que queda de Checoslovaquia». Churchill reprocharía a Chamberlain: «Habéis prometido paz con honor, habéis perdido el honor y ahora perderéis también la paz[31]».

Los firmantes del acuerdo de Múnich: Chamberlain, Daladier, Hitler y Mussolini.

El 14 de marzo de 1939 el Parlamento eslovaco había proclamado la independencia del país y al día siguiente sus dirigentes se vieron obligados a pedir la «protección» de Alemania. En un intento desesperado por salvar a su país, el presidente checoslovaco Emil Hacha se desplazó a Berlín para un tenso encuentro con Hitler. El Führer le sometió a duras amenazas, hasta el punto de que el presidente checo se desvaneció al enterarse de que los bombarderos alemanes se encontraban preparados para bombardear Praga. El día 15 de mazo las tropas alemanas ocupaban el resto de Checoslovaquia alegando la necesidad de «restaurar el orden». Hitler y su ejército desfilaron por las calles de Praga. A diferencia de lo ocurrido en Viena, esta vez no se produjeron manifestaciones de alegría a su paso, sólo había grupos de checos que alzaban sus puños en gesto de desafío. Nadie fuera de Alemania volvería a sonreír ya al ver desfilar a las tropas alemanas por sus calles. La fría acogida que recibió en Praga hizo que Hitler se interesara muy poco por el país posteriormente. La ocupación del resto de Checoslovaquia convenció a Chamberlain de que Hitler no podía ser «apaciguado» con concesiones territoriales. El supuesto acuerdo sacrosanto que resolvería todos los problemas de Europa central resultó ser una gran mentira de Hitler. Era preciso detener sus agresiones por la fuerza. Los británicos comprendieron que, aprovechando la indecisión de Francia y Gran Bretaña, Hitler se disponía a dominar Europa. Un número cada vez mayor de ciudadanos británicos compartía la visión de Winston Churchill de que era necesario fraguar una poderosa alianza destinada a defender la libertad[32].

Hitler se encontraba en un momento álgido de su carrera tal y como reconoció en un discurso el 28 de abril de 1939:

«Yo he superado el caos en Alemania, restaurado el orden, incrementado de forma generalizada la producción en todos los sectores de nuestra economía nacional (…). No sólo he unido políticamente al pueblo alemán, sino que, desde el punto de vista militar, también lo he rearmado, y además he tratado de romper, página por página, ese tratado que contenía, en sus 448 artículos, las más elementales violaciones jamás impuestas a las naciones y a los seres humanos. He devuelto al Reich las provincias que nos fueron robadas en 1919. He conducido de nuevo a su patria a los millones de alemanes profundamente desdichados que nos habían sido arrancados. He restablecido la milenaria unidad histórica del espacio vital alemán, y he tratado de hacer todo esto sin derramamiento de sangre y sin infligir a mi pueblo o a otros el padecimiento de la guerra. He logrado todo esto por mis propios medios, como alguien que hace veinte años era un trabajador desconocido y un soldado de su pueblo[33]».

Polonia amenazada

Tras el deshonroso acuerdo de Múnich, todos los países pequeños de Europa se sentían amenazados por la agresiva política exterior de Hitler. El 22 de marzo de 1938, Lituania cedió ante la presión nazi. Al día siguiente, la disputada ciudad de Memel, en la frontera con Prusia Oriental, fue ocupada por las tropas alemanas[34]. Hitler presionó a Polonia para que llegase a un acuerdo con Alemania sobre la ciudad de Danzig y el corredor polaco. El Gobierno polaco se negó a engrosar las adquisiciones de Hitler. Ya no era posible negociar más con Hitler. El 31 de marzo de 1939, el Gobierno británico apoyado por el francés ofreció su ayuda a Polonia en caso de un ataque no provocado[35]. Hitler estaba «absolutamente sorprendido» por la decisión polaca de firmar un acuerdo con Gran Bretaña y Francia. Polonia pagaría cara su afrenta al Führer. El 3 de abril, Hitler ordenaba la «Operación Blanco», nombre en código del ataque a Polonia, que tenía que comenzar el 1 de septiembre de 1939.

Las amenazas alemanas a Polonia en el verano de 1939 aumentaron enormemente la importancia estratégica y diplomática de la Unión Soviética. Chamberlain dudaba seriamente del potencial soviético y era reacio a firmar un acuerdo con la Unión Soviética. Por su parte, los polacos, aun temiendo a los alemanes, preferían hacer frente a un ataque alemán antes que tener que solicitar ayuda del Ejército Rojo. Los polacos señalaban: «Con los alemanes arriesgamos nuestra libertad: con los rusos nuestro alma».

El Pacto Ribbentrop-Molotov

Los franco-británicos intentaron de todas formas un acuerdo con la Unión Soviética. Enviaron una delegación de muy bajo nivel a Moscú a bordo de un barco que tardó seis días en llegar, lo que no demostraba precisamente mucha urgencia. Stalin, al enterarse de los nombres de los miembros de la delegación franco-británica, le dijo a Molotov y a Beria: «No están siendo serios. Esta gente no puede tener la autoridad necesaria. Londres y París están jugando de nuevo al póquer…»[36]. Los intentos franco-británicos de llegar a un acuerdo con la Unión Soviética de Stalin fracasaron por las divergencias de opinión sobre el mismo. Los negociadores soviéticos estaban dirigidos por el mariscal Voroshílov, comisario de Defensa. La delegación franco-británica no consiguió obtener el permiso polaco para el paso de las tropas soviéticas y sin ese permiso no tenía ningún sentido una alianza contra Alemania. Cuando Drax, el delegado británico, habló del principio de soberanía, Voroshílov, enfurecido, le contestó: «¡Principios! Nosotros no queremos principios, queremos hechos[37]». Acto seguido Voroshílov preguntó a la delegación de cuántas divisiones disponían. Los británicos reconocieron que tan sólo contaban con cuatro en condiciones de combatir. Los soviéticos estaban tan sorprendidos que pidieron que se volviese a traducir la cifra. Francia contaba con 110. Los soviéticos, por su parte, señalaron que podían contar con 300. Stalin se dio cuenta en ese momento de que los Estados occidentales que tanto había temido hasta entonces eran, en realidad, mucho más débiles que la Unión Soviética[38].

Chamberlain supuso, erróneamente, que el anticomunismo de Hitler y el antifascismo de Stalin hacían imposible cualquier tipo de acuerdo entre Alemania y la Unión Soviética. Ignoraba completamente la flexibilidad que podía demostrar Hitler en un momento dado y la astucia de Stalin[39]. Hitler necesitaba urgentemente un pacto con Stalin antes de que las lluvias de otoño convirtiesen en impracticable para sus tanques las llanuras polacas[40].

Esto creó una situación favorable para la conclusión de un acuerdo entre Alemania y la Unión Soviética[41]. En agosto de 1939 ambos Estados firmaban un pacto inaudito por diez años con cláusulas adicionales que dividían Europa del Este en dos zonas de influencia para ambos Estados. Dos enemigos que habían apoyado a los dos bandos opuestos en la Guerra Civil española firmaban sin grandes dificultades un documento sin precedentes. Se trató, sin duda, de uno de los momentos más extraños de la historia de la diplomacia. Dos enemigos ideológicos declarados, repartiéndose los estados de Europa oriental en un caso único de realpolitik. En un protocolo secreto del tratado (cuya existencia negaría la Unión Soviética hasta el verano de 1989), Alemania reconocía que Finlandia, Letonia, Estonia y la mitad oriental de Polonia se situaban dentro de la esfera de influencia soviética[42]. Hitler se encontraba enfrentado así al país que más admiraba: Gran Bretaña, y se había convertido en el aliado del Estado que más odiaba: la Unión Soviética. A pesar de todo, Stalin parecía ser el único líder que Hitler respetaba, como lo demuestran sus palabras a unos colaboradores: «Este Stalin es brutal, pero uno debe admitir que se trata de un individuo extraordinario[43]». Ribbentrop regresó como un héroe a Alemania y como un salvador de la paz. Hitler se refirió a él como «un segundo Bismarck[44]».

La firma del acuerdo por los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la Unión Soviética: Molotov (a la izquierda) y Ribbentrop (a la derecha).

Cuando posteriormente Molotov se reunió con el embajador de Polonia y le preguntó si las potencias occidentales acudirían en ayuda de Polonia, el embajador le aseguró que sí. Molotov sonrió cínicamente y le dijo: «bueno, ya veremos[45]». Hitler estaba convencido de que Francia y Gran Bretaña no acudirían en ayuda de Polonia en parte debido a los consejos de su ministro de Asuntos Exteriores Von Ribbentrop.

Durante los diecisiete meses que duró el pacto germano-soviético, la Unión Soviética suministró a Alemania 865 000 toneladas de petróleo, 648 000 toneladas de madera, 14 000 toneladas de manganeso, 14 000 toneladas de cobre y casi 1 500 000 toneladas de grano entre las materias primas más importantes. Además los soviéticos compraron en los mercados mundiales materiales necesarios para Alemania, incluyendo 54 400 toneladas de caucho. La marina alemana recibió una base cerca de Murmansk para reabastecimiento mientras los rompehielos soviéticos abrían un camino para los buques alemanes. Asimismo, buques meteorológicos soviéticos enviaron informes del tiempo para la Luftwaffe durante la batalla de Inglaterra. Por su parte, las entregas de material y tecnología alemana a la Unión Soviética se realizaban de forma lenta y con retrasos habituales. Los soviéticos se quejaban pero los alemanes intentaban retrasar lo más posible la entrega de tecnología punta[46].

La visión tradicional de Von Ribbentrop que le representaba como una marioneta de Hitler y un hombre cuya única política era llevarse bien con su Führer, ha sido rebatida en los últimos años por algunos historiadores[47]. Estos consideran que Ribbentrop aportó un innovador análisis alternativo de la política exterior alemana y de sus intereses, muy diferente de la de Hitler, cuya ambición permanente y obsesiva era la destrucción de Rusia. Von Ribbentrop, mucho más antibritánico que Hitler, y plenamente consciente del enorme poder de Estados Unidos, era partidario de una alianza de los Estados revisionistas y ambiciosos (Alemania, Italia, Japón y la Unión Soviética) contra el Imperio británico y Estados Unidos. Para Ribbentrop, el pacto con la Unión Soviética no era necesariamente temporal sino que debía dar lugar a una situación permanente de entendimiento con Moscú. Hitler nunca estuvo muy de acuerdo con ese planteamiento, pero sí llegó a considerarlo seriamente y se dejó influir temporalmente por él.

Mucho menos «eurocéntrico» que Hitler, Ribbentrop trabajó incansablemente para lograr un acercamiento ruso-japonés y un acuerdo entre Alemania y la Unión Soviética para repartirse el mundo en zonas de influencia. El aprecio que Hitler sentía por el Imperio británico se basaba, en parte, en que no podía concebir el mundo sin él. Por el contrario, Ribbentrop tenía una visión alternativa. Concebía un mapa del mundo en el que a Japón se le permitiese dominar el lejano oriente, a Rusia el resto de Asia y a Italia se le concediese un imperio en el Norte de África y en el Mediterráneo, mientras que Alemania dominaría Europa y, posiblemente, África central.

Es probable que la estrategia global de Ribbentrop no fuese muy realista, pues dependía demasiado de que Italia, Japón y la Unión Soviética aceptasen a Alemania como árbitro del sistema internacional. Sin embargo, tenía el mérito de identificar claramente a Estados Unidos como el obstáculo prioritario de cualquier nuevo orden global y de atraer a Japón para la guerra contra ese país. En claro contraste con ese planteamiento, Hitler nunca valoró seriamente la alianza con Japón y siempre subestimó enormemente el potencial militar de Estados Unidos.

El 24 de agosto de 1939 Hitler y sus acólitos se encontraban en la espectacular terraza del Berghof, su retiro en Baviera, observando una magnífica aurora boreal. Un pensativo Hitler observaba absorto el cielo de color rojizo cuando señaló: «Parece un montón de sangre. Esta vez no lo conseguiremos sin violencia[48]».

El inicio de la guerra

Tras firmar el pacto germano-soviético, Hitler consideró que Chamberlain ejercería presión sobre Polonia para que accediese a sus demandas. Sin embargo, Chamberlain, harto de las amenazas de Hitler, expresó su firme determinación de defender a Polonia en caso de un ataque alemán. El 25 de agosto, Hitler retrasaba su ataque a Polonia para ofrecer a Inglaterra una garantía sobre el Imperio británico a cambio de que los británicos negociaron un acuerdo sobre Danzig. La oferta alemana fue comunicada a los polacos, que se negaron a negociar con los nazis.

La invasión de Polonia.

En la madrugada del 1 de septiembre de 1939, Alemania atacaba a Polonia. Hitler realizó gestiones de última hora enviando al empresario sueco y amigo de Goering, Birger Dahlerus, en una misión no oficial a Londres, mientras que Horace Wilson, consejero de Chamberlain, era invitado a Berlín. Sin embargo, la insistencia británica en que las tropas alemanas tenían que retirarse primero de territorio polaco hizo fracasar las negociaciones. El 3 de septiembre de 1939, a las once de la mañana (en Francia a las cinco de la tarde), Francia y Gran Bretaña decidieron declarar la guerra a Alemania. Italia, a pesar de la habitual retórica agresiva de Mussolini, decidió permanecer neutral. De esa forma Hitler comenzó la Segunda Guerra Mundial contra Gran Bretaña, con la que siempre había deseado llegar a un acuerdo, y, con el apoyo diplomático de la Unión Soviética, un Estado que siempre había deseado destruir. Hitler había obtenido su guerra, pero no era la que había planeado originalmente. Culpó de la misma a Churchill: «Ese títere del judaísmo que mueve los hilos». Cuando llegó la declaración de guerra, según el intérprete de Hitler, le preguntó a Ribbentrop: «¿Y ahora qué?». Un asustado Goering se atrevió a afirmar: «Si perdemos esta guerra, ¡qué Dios nos ayude!»[49]. La noticia de la guerra fue recibida con muy poco entusiasmo entre la población alemana a diferencia del ambiente que se había vivido durante los primeros días de la Primera Guerra Mundial.

El deterioro de las relaciones con la Unión Soviética

A pesar del Pacto Ribbentrop-Molotov, Hitler había afirmado categóricamente: «Todo lo que emprendo va dirigido contra Rusia. Si Occidente es demasiado estúpido o demasiado ciego para no comprenderlo, me veré obligado a llegar a un entendimiento con los rusos, a aplastar a Occidente y luego, tras su derrota, a volverme contra la Unión Soviética con todas mis fuerzas unidas[50]». Sus primeras intenciones quedaron de manifiesto en una conferencia celebrada en el Berghof el 22 de agosto de 1939. En aquella ocasión señaló: «No hay tiempo que perder. La guerra debe llegar mientras vivamos. Mi pacto (se refería al pacto germano-soviético) tiene como objetivo ganar tiempo. A Rusia le pasará lo mismo que hemos hecho con Polonia, aplastaremos a la Unión Soviética[51]».

La vidriosa situación en los Balcanes deterioró las relaciones entre Hitler y Stalin. Los avances soviéticos en la zona ponían en peligro los campos petrolíferos rumanos que eran vitales para Alemania. Rumanía fue obligada a ceder la antigua provincia zarista de Besarabia y Bucovina del Norte. El Ejército Rojo se encontraba en ese momento a tan sólo 193 kilómetros de los campos petrolíferos de Ploesti, que aportaban la mayor parte del petróleo que necesitaba Alemania[52]. Stalin había recuperado todo el territorio perdido por Rusia al finalizar la Primera Guerra Mundial.

Si Hitler albergaba alguna duda sobre atacar a la Unión Soviética estas fueron despejadas por la visita de Molotov a Berlín el 12 y 13 de noviembre de 1940. Resulta complejo saber los motivos por los que Hitler invitó a Molotov[53]. Puede que quisiese convencer a los Estados neutrales de que no tenían nada que temer al unirse a Alemania, pues la Unión Soviética era una nación amiga. También es probable que, sabiendo que las negociaciones iban a fracasar, desease convencer a sus generales reticentes a la invasión de Rusia, de que Stalin sólo entendía el lenguaje de las armas[54]. El objeto de la visita de Molotov para los rusos, de acuerdo con el general Vasilevski que le acompañaba en su viaje a Berlín, era «definir las intenciones de Hitler» y «retrasar la agresión alemana el mayor tiempo posible». Es también probable que Molotov buscase algo más que eso, que Stalin desease de veras la firma de un segundo pacto en el cual se definiesen las esferas de influencia en Europa oriental[55].

En cualquier caso resulta difícil imaginarse a dos hombres menos capaces de comunicarse entre sí que Hitler y Molotov. Molotov se mostró inflexible. A pesar de la gigantesca victoria obtenida por Alemania en el Oeste, sólo estaba dispuesto a ceñirse a la letra del Pacto Ribbentrop-Molotov. Alemania le ofrecía una expansión hacia el Índico, mientras Japón se dirigía hacia Asia y Alemania, una vez vencida la última resistencia inglesa, hacia África. Molotov deseaba proseguir el avance histórico hacia el Mar Negro, y una revisión a fondo del Tratado de Montreux sobre los estrechos turcos. Los alemanes hablaban de generalidades, Molotov se aferraba a los detalles, las conversaciones no podían prosperar. Lo que sucedió fue que Hitler no logró que los intereses rusos se dirigieran hacia el Índico, lejos de los intereses tradicionales rusos, en Europa del Este, los Balcanes y el Mediterráneo[56]. Rusia seguía teniendo intereses en Europa y eso hacia imposible cualquier negociación posterior. Por otro lado, a diferencia del momento del Pacto Ribbentrop-Molotov, en ese instante Alemania no deseaba nada a cambio de un acuerdo[57]. Molotov se negó a convertirse en lo que el historiador Cecil ha denominado «un miembro de segundo nivel en un sindicato internacional del crimen[58]».

En las sucesivas reuniones, Molotov exigió garantías sobre los pactos y las relaciones de Alemania con otras potencias. Hitler le indicó a Molotov que Alemania había cumplido con su parte del acuerdo Ribbentrop-Molotov. Sin embargo, Rusia había ocupado Bucovina del Norte y parte de Lituania, que no estaban incluidas en el mencionado acuerdo. Alemania, señaló Hitler, había aceptado tales ocupaciones porque estimaba que se encontraban en la zona de influencia rusa. A cambio, Hitler esperaba que Rusia respetase los intereses alemanes en Finlandia y Rumanía. Eso era algo que Molotov no estaba dispuesto a otorgar. Hitler le preguntó si Rusia deseaba ir a una guerra con Finlandia. «Rusia desea un acuerdo del mismo tipo que en Besarabia», respondió Molotov. Eso suponía la anexión. Hitler le replicó: «no debe haber guerra con Finlandia, ya que tal conflicto tendría enormes repercusiones». Según el intérprete de Hitler, «ningún invitado extranjero le había hablado nunca de aquel modo ni le había sometido a un interrogatorio[59]».

¿Por qué tomó Hitler la decisión fatal de invadir la Unión Soviética? Stalin había cumplido las cláusulas referentes a suministros del Pacto Ribbentrop-Molotov y no existía ningún indicio serio de que fuera a detener estos envíos vitales para Alemania. Debido a la pobre impresión que tenía Hitler del Ejército Rojo, no pudo pensar que la Unión Soviética supusiese un peligro real para Alemania. Su idea de que la Unión Soviética era la última esperanza para Inglaterra y de que una vez que la primera fuera derrotada los británicos firmarían la paz, resulta infundada teniendo en cuenta que en aquel momento los soviéticos no estaban en guerra, no estaban colaborando con los británicos y, además, estos buscaban el apoyo y la amistad de los norteamericanos más que de los soviéticos. Lo que se puede deducir de sus actuaciones es que Hitler consideraba que Gran Bretaña ya no constituía peligro alguno y que había llegado el momento de llevar a cabo la misión más importante de su vida, el sueño de establecer un imperio germánico en Rusia[60].

La derrota de la Luftwaffe de Goering fue un momento decisivo en el replanteamiento de la nueva estrategia alemana. Existían dos opciones claras. Por un lado, concentrar las fuerzas en el Mediterráneo para llevar a cabo una derrota indirecta de Gran Bretaña. Esta era la tesis propuesta por el almirante Raeder y apoyada por Goering. Para ese fin era preciso posponer la invasión de Rusia. La segunda era poner en compás de espera a Gran Bretaña y dirigirse hacia el único enemigo continental que le quedaba a Alemania. Hitler, como Napoleón, pensaba que Gran Bretaña seguiría resistiendo mientras existiese la posibilidad de que Rusia entrase en guerra[61]. Mientras esta amenaza se mantuviese Gran Bretaña no se rendiría. En el razonamiento de Hitler, Alemania encontraría en Rusia los recursos necesarios para mantener un conflicto prolongado con Inglaterra. Por otro lado, la campaña contra Rusia sería corta y decisiva mientras que era muy complicado encontrar un camino claro para derrotar de forma definitiva a Inglaterra. Las ventajas de una única campaña contra Rusia resultaban evidentes para la estrategia de Hitler. Si Alemania no atacaba pronto, Rusia se fortalecería con el tiempo y toda Europa sería amenazada por el gigante soviético.

Entre junio y finales de noviembre de 1940, Hitler dudó entre las opciones que se le presentaban, el pacto que le proponía Ribbentrop de una gran alianza euroasiática y el ataque a Rusia. No era, desde luego, el período sin problemas que había esperado tras las victorias alemanas. El intento de destruir las defensas aéreas británicas había fracasado, la invasión de Inglaterra había sido pospuesta y los que debían ser Estados títeres, España y la Francia de Vichy, se mostraban muy reacios a participar en una alianza antibritánica. La Unión Soviética e incluso Japón rechazaban el papel que Hitler deseaba que cumpliesen, mientras que Mussolini mostraba una tendencia cada vez más molesta para Hitler de iniciar aventuras por su cuenta que acababan en rotundos fracasos.

Para Allan Bullock, Hitler «invadió Rusia por la simple pero suficiente razón de que él siempre había querido establecer la base de su Reich de los mil años anexionándose el territorio entre el Vístula y los Urales[62]». En el pensamiento de Hitler es probable que influyeran las tesis de Haushofer y Mackinder sobre el espacio vital y él «heartland», según las cuales la masa continental de Eurasia constituía una unidad que únicamente podría verse amenazada por las potencias marítimas circundantes. Según Mackinder, «quien domine el este de Europa dominará el “heartland”; quien domine este dominará la isla mundial (Eurasia); quien domine la isla mundial dominará el mundo». Aunque se desconoce hasta qué punto su decisión pudo estar directamente influida por la tesis de estos dos expertos en geopolítica, lo cierto es que esta teoría encontraría su aplicación perfecta en el llamado Drang nach Osten, o «impulso hacia el Este», característico de la estrategia nazi y que culminaría con el ataque a la Unión Soviética, por mucho que el propio Haushofer fuese partidario de seguir manteniendo la alianza entre los dos países[63].

El 18 de diciembre de 1940, Hitler firmaba al pie de los nueve ejemplares de su directiva número 21 que denominaba también como «Operación Barbarroja[64]». El preámbulo señalaba: «Las fuerzas armadas alemanas deben estar preparadas, aun antes de acabar la guerra con Inglaterra, para fulminar a la Unión Soviética en una campaña rápida[65]».

El veredicto de los historiadores

El debate sobre los orígenes de la Segunda Guerra Mundial en Europa cuenta fundamentalmente con dos interpretaciones. La primera sugiere que la principal causa de la guerra fue el deseo de Hitler de llevar a cabo una política expansionista. Esta visión fue propuesta por los jueces en Núremberg que juzgaban los delitos cometidos por el nazismo. La segunda interpretación se concentra en la política de «apaciguamiento». Como afirmó Winston Churchill en 1946: «No ha existido nunca una guerra más fácil de prevenir (…). Podía haberse evitado sin disparar un solo tiro, pero nadie estaba prestando atención[66]». Para responder a estas cuestiones se ha planteado una cuestión fundamental: ¿contaba Hitler con un plan preciso para la guerra o se trató meramente de un oportunista que se aprovechó de los errores de sus rivales y de la política de apaciguamiento?

Las consecuencias de la Conferencia de París

—La visión ortodoxa—

Otro de los aspectos más debatidos sobre los orígenes de la Segunda Guerra Mundial es la Conferencia de París de 1919. Se ha considerado tradicionalmente que la Paz de París fue un compromiso fallido entre el idealismo de Wilson y el egoísmo y el realismo más duro de las potencias europeas.

J. Joll. Para este autor, Europa se dividió entre aquellos que deseaban revisar la paz (Alemania, Italia, Japón y Hungría), aquellos que deseaban mantenerla (Francia, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia) y aquellos poco interesados en la suerte de la conferencia (Estados Unidos y Gran Bretaña[67]).

E. H. Carr. Para este historiador la Paz de París se basaba en principios imposibles de aplicar, especialmente en lo tocante a la autodeterminación nacional y a la seguridad colectiva. Sin embargo, la debilidad fundamental del acuerdo fue su incapacidad para solucionar definitivamente el llamado «problema alemán[68]».

A. J. P. Taylor. La visión de Carr fue apoyada por Taylor, quien señaló que el Tratado de Versalles era vengativo y carecía de cualquier validez moral debido a que ningún alemán lo aceptaba y existía unanimidad total en Alemania sobre la necesidad de eliminarlo. Para Taylor, la Segunda Guerra Mundial fue, en realidad, «una guerra por el acuerdo de Versalles, un conflicto que estaba implícito al finalizar la Primera Guerra Mundial pues los negociadores de París no supieron solucionar el problema alemán».

P. M. Bell. El fracaso de la conferencia de París en crear un equilibrio de poder estable en Europa es considerado como una de sus mayores debilidades. Según Bell, el acuerdo fue un «edificio tambaleante desde sus orígenes[69]».

A. Lentin. Según este autor, el Tratado de Versalles fracasó en su intento de impedir el desarrollo del potencial de Alemania. Los negociadores en París no se dieron cuenta de que el colapso de los Imperios habsburgo, ruso y otomano dejaban a Alemania en una posición mucho más fuerte en Europa. Las nuevas naciones de Europa central y oriental eran pequeñas, débiles, se encontraban divididas étnicamente y eran muy vulnerables frente a un resurgimiento alemán[70]. Según Lentin, «un sabio precepto de Maquiavelo fue que el vencedor en una guerra debe optar por reconciliarse con el enemigo o destruirlo. El Tratado de Versalles no hizo ninguna de las dos cosas. A pesar de las apariencias, no destruyó ni debilitó a Alemania, pero sí la dejó humillada y resentida[71]».

El factor Hitler en política exterior

—La tesis ortodoxa—

La personalidad y los objetivos de la política exterior de Adolf Hitler dominan gran parte del debate. Existe una gran cantidad de evidencias que apoyan la tesis de que todas las grandes decisiones de la política exterior alemana eran tomadas por Hitler. Por otro lado también existen numerosos documentos que apuntan al confuso proceso de toma de decisiones en el Tercer Reich. El debate se ha producido entre aquellos historiadores que estiman que Hitler poseía una voluntad fanática y un programa consistente de agresión (ortodoxos), y aquellos que ven en Hitler a un oportunista sin principios, forzado por acontecimientos en política interior y que respondía de forma flexible en cada momento (revisionistas[72]).

Hugh Trevor Roper. El principal exponente de la visión ortodoxa de la política exterior de Hitler es Hugh Trevor Roper, quien desarrolló la teoría de que el líder nazi contaba con un plan maestro que había sido plasmado en Mein Kampf. Según Trevor-Roper, los dos temas más persistentes en los escritos de Hitler eran: en primer lugar, un enorme deseo de ganar Lebensraum (espacio vital) en Europa del Este por medio de una guerra con la Unión Soviética. En segundo lugar, una determinación para encontrar una «Solución final» al «problema judío[73]».

La tesis del Programa. A. Hillgruber y Klaus Hildebrand. Estos historiadores han sido los principales opositores de las tesis de Taylor, pues sostenían que la política exterior de Hitler había sido formulada en los años veinte y permaneció, «notablemente consistente… a pesar de la flexibilidad en los detalles». Andreas Hillgruber sugiere que Hitler seguía un plan en tres etapas que apuntaba a lanzar una guerra de conquista para dominar Europa, ganar territorio en Oriente Medio y, finalmente, luchar en una guerra por el dominio mundial con Estados Unidos[74]. Para Klaus Hildebrand, existía un «programa» preciso por «etapas» (Stufenplan) que consistía en dos fases: la continental, en la que se derrotaría a Francia y a Rusia en la lucha por el (Lebensraum), y, posteriormente, una fase global, que haría de Alemania una potencia mundial al anexionarse territorios coloniales junto con la construcción de una gran armada y la derrota posterior de Estados Unidos. En la primera fase, Inglaterra e Italia serían aliadas y, en la segunda, Hitler contaba con la hostilidad de Inglaterra[75].

Allan Bullock. Para algunos historiadores resulta erróneo analizar bajo un prisma de orden y planificación la política exterior del Tercer Reich. Bullock estimaba que Hitler tenía objetivos consistentes en política exterior pero que estaba dispuesto a adaptarse y mostrarse flexible. Pensaba, este autor, que Hitler tuvo muy poco margen de maniobra, en particular en los inicios de la dictadura. Sus objetivos a largo plazo que se inscribían en el Lebensraum (espacio vital) no deben ser juzgados como los factores condicionantes de sus decisiones, sino como un marco general que guiaba a su política en términos muy generales. Para Bullock, constituían un «polo magnético» hacia el cual Hitler se sentía atraído en última instancia. Bullock puso como ejemplo la firma del tratado de no agresión con Polonia en 1934. El tratado otorgaba al régimen nazi flexibilidad en sus relaciones con Polonia y este país podía ser utilizado como aliado frente a la Unión Soviética o destruido como parte del proceso de la conquista de territorios en el Este. La política exterior nazi combinaba así «unos objetivos consistentes con un oportunismo absoluto en métodos y tácticas[76]».

Entrada de Hitler en Praga, marzo de 1939.

—La tesis revisionista—

En el polo opuesto del debate se encuentran los revisionistas, que rechazan de plano la idea de que Hitler seguía unos objetivos concretos en política exterior. Afirman que Hitler era mucho más indeciso y débil de lo que se ha pensado tradicionalmente. El trabajo de los revisionistas ha hecho hincapié en el alto nivel de rivalidad interna entre los diversos centros de poder en el Tercer Reich. Sin embargo, los revisionistas no han explicado de forma convincente en qué medida los problemas de política interior y la lucha entre grupos de interés en Alemania limitaban la libertad de acción de Hitler en política exterior.

A. J. P. Taylor. La tesis más controvertida de los historiadores revisionistas ha sido la del historiador inglés A. J. P. Taylor, quien generó un intenso debate en su obra de 1961, Los orígenes de la Segunda Guerra Mundial. Taylor rechazaba que Hitler contase con un plan y señalaba que las ideas que expresaba no eran más que ensoñaciones. En ese sentido señaló: «La diferencia entre yo y aquellos que consideran que Hitler tenía un plan a largo plazo sobre el “Lebensraum” es una cuestión semántica. Por “plan” yo entiendo algo que está preparado y detallado (…). En ese sentido Hitler nunca contó con un plan para lograr el “Lebensraum”. Nunca existió un estudio de los recursos de los territorios que iba a conquistar (…). [Hitler] Llegó tan lejos porque los demás nunca supieron qué hacer con él[77]».

Sugería que la política exterior de Hitler era la de un pragmático que reaccionaba a las acciones de otras potencias. Para Taylor, la política exterior de Hitler era la de sus predecesores, la de los diplomáticos profesionales del Ministerio de Asuntos Exteriores, y estaba dirigida a convertir a Alemania «en la mayor potencia de Europa en virtud de su peso natural». Rechazaba categóricamente que Hitler estuviese «preparando deliberadamente (…) una gran guerra que destruiría la civilización y le convirtiese en el amo del mundo». Taylor llegó incluso a sugerir de forma controvertida que fue la política anglo-francesa de «apaciguamiento» la que dio a Hitler la verdadera oportunidad de explotar el expansionismo nazi[78].

Karl-Dietrich Bracher. Para este autor, la idea de Hitler dominando todos los aspectos de la política exterior (e interior) es, en gran medida, un mito de la propaganda nazi. La política exterior de Hitler no se trazó una meta predeterminada y, en realidad, respondía a las divisiones internas[79].

Hans-Adolf Jacobsen. Sostiene que la estructura de la política exterior de Hitler era un «caos administrativo» y estaba influida por un número considerable de agencias separadas y en competencia las unas con las otras. Sin embargo, considera un error atribuir el desarrollo de la política exterior a la ausencia de planificación o al puro oportunismo. Existía, según Jacobsen, una línea básica en política exterior que era común a todos los individuos y a los grupos vinculados a su planificación. En esta materia, como en otras, los diversos actores buscaban concretar las presuntas intenciones de Hitler, que Jacobsen estima eran la creación de una configuración racialmente nueva de Europa[80].

Hans Mommsen. Para este historiador, la política exterior de Hitler era una «expansión sin objetivos» mal planificada. Se trataba de la proyección exterior de la confusa política doméstica alemana del período[81].

M. Broszat. Esa visión vino a apoyar la interpretación de aquellos historiadores que juzgan al Tercer Reich como falto de una política consistente. El historiador Broszat incluso llegó a sugerir que los objetivos de Hitler eran utópicos y que fue el dinamismo del movimiento nazi, con sus incesantes demandas de cambio, el que transformó la idea de Lebensraum o espacio vital en una realidad política. La ausencia de ideas claras de Hitler sobre Polonia antes de 1939, a pesar del hecho de que su situación geográfica tenía que haberla convertido automáticamente en un componente central de cualquier plan concreto de ataque a la Unión Soviética, es considerada por Broszat como un claro ejemplo de la vaga, nebulosa y, en esencia, utópica naturaleza de los objetivos de la política exterior de Hitler. Broszat llega así a la conclusión de que el objetivo de ganar Lebensraum en el Este tenía, hasta 1939, la función de una metáfora ideológica, un símbolo al que dirigir permanentemente la nueva política exterior.

Para Broszat, la política exterior fue utilizada en la década de los treinta para aumentar la popularidad del régimen. La política exterior nazi era, así, una respuesta a las presiones políticas internas, la única garantía de integración de las «fuerzas antagónicas» en el Tercer Reich. Como consecuencia, estaba destinada a alejarse progresivamente del control racional y acabar en una «locura autodestructiva». La humillación de Versalles y la pérdida de territorios alemanes eran valoradas por la gran mayoría de la población como ofensas. De ahí que todas las acciones encaminadas a revertir tal orden de cosas (por ejemplo, la reintroducción del servicio militar o la militarización de Renania) fuesen muy populares en Alemania. Broszat sostiene que no existió un plan concreto para la guerra[82].

Wolfgang Schieder. Historiadores como Wolfgang Schieder han intentado alejarse de la idea de la política exterior nazi centrada en Hitler aplicando modelos «pluralistas» al proceso de toma de decisiones en la política exterior del Tercer Reich. Schieder analizó, como ejemplo esclarecedor, las circunstancias que llevaron a la decisión alemana, de julio de 1936, de intervenir en la Guerra Civil española señalando que el factor crucial que motivó la decisión fue el interés de Goering en obtener materias primas en España. La presión inicial a favor de la intervención (en contra de la opinión de los diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán) llegó de la Auslandsorganisation del partido, cuyos representantes lograron obtener una audiencia con Hitler entre diversas representaciones de ópera en el festival de Bayreuth. Hitler no tomó ninguna decisión sobre la intervención en España hasta después de sus deliberaciones (que excluían al Ministerio de Asuntos Exteriores) con Goering, Blomberg y Canaris.

La conclusión de Schieder sobre este episodio es que la política alemana en la Guerra Civil española, aunque no fue el producto de decisiones al azar, tampoco fue el resultado de una política a largo plazo, sino una combinación de ambas como, de hecho, estima era la política exterior alemana en general. En su opinión, existían dos niveles en la política exterior alemana: unos objetivos globales ideológicos en los que Hitler mostraba una «consistencia fanática» y otros objetivos más concretos en los que Hitler era extremadamente flexible. Según Schieder, la política exterior de Hitler era una «mezcla a menudo contradictoria de rigidez dogmática en lo fundamental y de flexibilidad extrema en cuestiones concretas» entre las cuales no existía necesariamente una conexión[83].

I. Kershaw y Richard Overy. El historiador Ian Kershaw defiende que Hitler no tuvo el dominio exclusivo de la política exterior nazi, sino que se fue adaptando a toda una serie compleja de temas internos incluyendo factores económicos, diplomáticos, políticos y estratégicos. Tanto Kershaw como Overy coinciden en que la idea de que una política exterior nazi basada en un esquema rígido es demasiado simplista. Según Overy: «No había ningún plan claro, ningún proyecto detallado relativo a la imposición del poderío alemán sobre el mundo». Sin embargo, ambos historiadores consideran que la naturaleza de la política exterior alemana no puede separarse de la personalidad y las ambiciones de Hitler[84].

La visión positiva de la Conferencia de París

A. Adamthwaite. Otros historiadores han visto con mejores ojos la labor de los diplomáticos en París. En esta línea A. Adamthwaite sostiene que fue un intento valiente de solucionar problemas muy graves, alguno de los cuales probablemente no tenía solución[85].

R. Henig. Para este autor, el resultado fue un «logro meritorio» que fracasó debido a problemas económicos y sociales causados por la guerra, la división entre los negociadores y, lo más importante, la reticencia de los líderes de entreguerras para defenderlo y forzar su cumplimiento[86].

P. Kennedy. Señala las diferencias entre el acuerdo durante los años que funcionó (la década de los veinte) y durante los años treinta, cuando fracasó debido al militarismo agresivo de Alemania, Italia y Japón. Para Kennedy, el motivo principal por el que fracasó el Tratado de Versalles fue la gran depresión de 1929 que destruyó la cooperación internacional e impulsó el egoísmo a ultranza en las relaciones internacionales. Asimismo, la depresión ayudó a destruir la democracia alemana y contribuyó al ascenso del poder de Hitler lo que a su vez llevó a la agresión alemana[87].

M. Macmillan. Esta historiadora considera que Hitler no declaró la guerra por causa del Tratado de Versalles, aunque encontró en él un regalo de los dioses para su propaganda. Incluso si Alemania hubiese permanecido con sus fronteras intactas, incluso si le hubiesen dejado todas las fuerzas militares que deseaba, si le hubiesen dejado unirse a Austria, todavía habría deseado más: la destrucción de Polonia, el control de Checoslovaquia y, por encima de todo, la conquista de la Unión Soviética. Hubiese exigido espacio vital para el pueblo alemán y la destrucción de sus enemigos, judíos y bolcheviques. En el Tratado de Versalles no había ninguna cláusula sobre esos puntos. Cuando estalló la guerra en 1939, fue el resultado de las decisiones tomadas o no tomadas durante esos veinte años, no de los acuerdos de 1919[88].

El papel de los factores económicos

Los factores económicos en el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y en la política exterior alemana han sido también objeto de un apasionado debate. Según el historiador Richard Overy, el factor más determinante para explicar el fracaso del sistema diplomático en la década de los treinta fue la crisis económica mundial[89]. La historiografía marxista ha considerado que la Segunda Guerra Mundial se produjo como consecuencia de una crisis no resuelta en el sistema capitalista[90].

Uno de los puntos más debatidos es el peso de la situación económica alemana en la decisión de Hitler de lanzarse a la guerra en 1939.

T. Mason. Según este autor, la evolución de la política exterior nazi estaba ligada a las presiones económicas domésticas de la segunda mitad de los años treinta. Afirma que fue el descontento creado por las limitaciones de la política económica el que dio forma a la política exterior nazi. Para preservar su supremacía política en Alemania, Hitler se vio forzado a acelerar sus ambiciones bélicas en 1938-1939. Para Mason, la incapacidad de Hitler de lograr controlar la creciente crisis económica en Alemania le obligó a volver al área donde podía tomar «decisiones claras y de repercusión histórica mundial: la política exterior[91]». Tim Mason ha sugerido que la decisión alemana de optar por la guerra se encuentra relacionada con el vasto programa de rearme y el fracaso de la política económica de Hitler de proporcionar un alto nivel de consumo. Para Mason, en 1939 la economía alemana se encontraba en una profunda crisis. La misma sólo podía resolverse reduciendo drásticamente los gastos en defensa, algo que para Hitler era impensable, o embarcándose en una guerra de saqueo económico para evitar el colapso económico.

J. Heyl y K. Hildebrand. Esta es también la visión de J. Heyl, quien valora a Hitler como «un tonto» en términos económicos, que consideraba que todos los problemas de Alemania podían solucionarse con guerras de saqueo[92]. Según K. Hildebrand, en 1939 Hitler se enfrentaba a una opción desesperada entre bancarrota o guerra[93].

David Kaiser. En este sentido, David Kaiser ha apoyado esta teoría demostrando cómo cada ocupación territorial nazi estaba destinada a añadir recursos económicos adicionales. Según esta visión, la política económica de Hitler creó una crisis que le empujó a librar lo que él estimaba serían guerras limitadas contra pequeñas potencias. Hitler había manifestado: «En cuanto comprendo que una materia prima es importante para la guerra, dedico todos los esfuerzos a conseguir que podamos ser autosuficientes en ella. Hierro, carbón, petróleo, trigo, ganado, madera, hemos de tenerlos a nuestra disposición. Os puedo decir: Europa es autosuficiente, siempre que impidamos que exista otro Estado mamut que pueda (…) movilizar a Asia contra nosotros». Sobre la autarquía, Hitler comentaría sus proyectos para Alemania: «seremos el Estado más autárquico del mundo, incluso en lo que respecta al algodón. La única cosa que nos faltará es el café. Pero ya sabremos agenciarnos una colonia capaz de suministrárnoslo. Tenemos madera en abundancia y hierro sin restricciones. En cuanto a manganeso, seremos el pueblo más rico del mundo. El petróleo correrá a chorros. Y el potencial de trabajo de los alemanes, utilizado aquí… ¡Dios mío! ¿Qué no nos dará?»[94].

R. Overy. Sin embargo, la tesis de la crisis económica para explicar los motivos belicistas alemanes ha sido rebatida. Overy ha demostrado que los problemas económicos a los que se enfrentaba la economía alemana durante los últimos años de la década de los treinta han sido exagerados y que en ningún caso eran tan importantes como para requerir guerras de saqueo para resolverlos. La decisión de lanzarse a la guerra en 1939 fue parte del plan de Hitler para dominar Europa, aunque esperaba que la guerra con Polonia fuera localizada. Según esta visión, es muy dudoso que Hitler tomase sus decisiones de política exterior basadas en factores económicos[95]. Para Overy, las políticas de poder dominaron sobre las consideraciones económicas en la decisión de atacar a Polonia[96]. Lo cierto es que si Alemania hubiese buscado un objetivo puramente económico en 1939, Rumanía, con sus grandes reservas de petróleo, o Suecia, que era el principal suministrador a Alemania de mineral de hierro, hubiesen sido objetivos económicos mucho más interesantes.

¿Continuidad o cambio en la política exterior?

—La continuidad—

Otro punto enormemente debatido es el de si la política exterior de Hitler tenía los mismos objetivos que durante los anteriores Gobiernos alemanes. La idea de la continuidad fue desarrollada por Fritz Fischer, quien afirmaba que la política exterior alemana de 1871 a 1945 había cambiado de forma pero no de objetivos[97]. Esta tesis fue apoyada por Hans-Ulrich Wehler, quien veía la política exterior desde Bismarck hasta Hitler como una desviación de las fuertes tensiones internas y diseñada para preservar el poder de las élites (ejército, terratenientes y grandes empresarios). Según esta tesis, la política exterior de Hitler era una versión extrema del deseo largamente anhelado de crear un imperio en Europa del Este[98]. Según los historiadores que apoyan la idea de la continuidad, la política exterior de Hitler, considerada habitualmente como «original», contenía objetivos muy similares a la de los Gobiernos anteriores. El dominio de Europa oriental había sido ya un objetivo durante la Primera Guerra Mundial. Las áreas que deseaba dominar tras una exitosa guerra con la Unión Soviética eran las mismas que habían sido controladas por Alemania bajo las cláusulas del Tratado de Brest-Litovsk de 1918. El concepto de Lebensraum o espacio vital que ocupaba un lugar central en la política exterior nazi ya aparecía en los escritos de la Liga Pangermánica antes de 1914.

—El cambio—

La tesis de la continuidad ha sido puesta en entredicho por un sector considerable de la historiografía. Geoffrey Eley, a pesar de aceptar algunos elementos de continuidad, ha señalado que los objetivos de la política exterior de Hitler eran «más radicales en todos los sentidos» que aquellos apoyados por las élites tradicionales antes de 1933. Para Eley, Hitler combinaba la expansión con el exterminio en una forma que nunca había sido contemplada por los líderes alemanes anteriores[99]. Para A. Hillgruber, los objetivos últimos de la política exterior de Hitler eran el dominio del mundo, la destrucción de los judíos y la creación de una élite biológica. Los mismos suponían una política exterior única y revolucionaria muy alejada de los objetivos alemanes tradicionales[100].

Asimismo, es preciso referirse a la influencia austriaca. Hitler era, a fin de cuentas, austriaco y su deseo de controlar la Europa oriental y de debilitar el nacionalismo eslavo y a Rusia habían sido objetivos centrales de la política exterior de los Habsburgo. Por otro lado, existía un arraigado sentimiento antisemita en Austria. Todo esto parece confirmar la tesis de que la política exterior nazi reflejaba visiones tradicionales y viejos prejuicios pero que no los creó. «Hitler era el tambor de una vieja canción acompañado por nuevos instrumentos[101]».