¿Un dictador débil? El Estado nazi
«El fanatismo constituye, en realidad, la única fuerza de voluntad
a la que pueden ser conducidos los débiles y los inseguros».
F. W. Nietzsche.
Los juegos olímpicos de Berlín de 1936 fueron meticulosamente planificados por los jerarcas nazis para demostrar al mundo la grandeza del nuevo régimen y, sobre todo, la superioridad de la raza aria. Aunque Hitler recelaba del «internacionalismo» de los juegos, el deporte se convertiría en un vehículo de propaganda para presentar la estética nazi. Hitler heredó la organización de los juegos y, a pesar de que los consideraba «un invento de los judíos y los masones», una vez en el poder, vio en ellos «un medio de aumentar nuestro prestigio fuera de nuestras fronteras». Las preparaciones fueron consideradas de una escala «wagneriana[1]», con la construcción de un espectacular estadio para 100 000 personas (aunque Hitler se quejaría de que no era lo suficientemente grande). Todo Berlín fue convertido, según el novelista Wolfe, en «un apéndice del estadio». Cuatro millones de extranjeros eran esperados en Berlín, verdadero escaparate del régimen nazi. La villa olímpica, construida por la Wehrmacht y utilizada posteriormente como cuartel, simbolizaba la convergencia de objetivos deportivos y militares del régimen.
Las calles de Berlín se encontraban engalanadas con estandartes de la esvástica. Hitler, juzgando astutamente que las medidas antisemitas serían mal vistas por la prensa internacional, ordenó personalmente que cesara toda propaganda antijudía (aunque los gitanos fueron sacados de las calles). Entre los asistentes se encontraba la brillante cineasta Leni Riefenstahl, que aprovechó el evento para realizar su documental «Olimpia[2]». Para Wolfe, los juegos olímpicos mostraban, sin embargo, a un pueblo «con una terrible enfermedad del alma[3]».
Los alemanes obtuvieron más éxitos que las demás delegaciones aunque estos se produjeron en deportes minoritarios. Los atletas alemanes habían sido preparados concienzudamente para vencer despreciando el carácter no profesional del código olímpico. Sin embargo, el protagonismo se lo llevó un atleta negro de veintitrés años, Jesse Owens. Durante una semana se convirtió en el rey de los juegos obteniendo once victorias. Indignado, Hitler declinó saludar a Owens: «¿De verdad creen que me voy a dejar fotografiar con un negro?»[4]. Para Hitler la victoria de Owens tan sólo confirmaba la superior fuerza física del hombre primitivo.
Sin embargo, los sinsabores de Hitler durante esos juegos no terminarían ahí. En un momento dado de los juegos subió al podio un atleta francés, en el mástil se izó la bandera egipcia y en los altavoces del estadio se escuchó el himno nacional turco. Era un fallo organizativo que ponía en entredicho la precisión y la organización nazi. Pero ¿existía tal eficiencia o era resultado de una bien orquestada propaganda?
El papel de Hitler
El Estado que se constituyó en Alemania tras la «revolución legal» era una dictadura de extrema derecha dominada por un líder único (el Führer), con una ideología estatal (el nazismo), y un único partido (el NSDAP). La constitución alemana se convirtió en la «voluntad de Hitler» ejecutada por una élite de ministros nazis sin restricciones parlamentarias o de grupos de presión. En realidad, la Alemania nazi era una dictadura personal, no un Estado de partido único. Hitler era fundamental como fuente del poder, no el partido. En el vértice del sistema político nazi se encontraba el Führer (Hitler), quien contaba con un poder ilimitado. El partido nazi era tan sólo un instrumento de su poder sobre la nación alemana. Sus órdenes eran obedecidas sin discusión, por lo que la clave del poder en la Alemania nazi era conseguir el apoyo de Hitler. En realidad, Hitler no controlaba ni decidía sobre todos los temas. A pesar de lo que afirmaba, sus decisiones eran canalizadas a través de la élite nazi y una gran cantidad de organizaciones que se solapaban y luchaban por el poder.
Por otra parte, sería erróneo considerar que todo el poder de Hitler se basó en la fuerza bruta y la intimidación. Hitler consideraba esencial contar con el respaldo popular y, de hecho, fue un líder que contó con una gran base de apoyo que creció durante los años treinta.
El estilo de gobierno de Hitler
La dinámica del Estado nazi funcionaba en torno a la interpretación de la visión de Hitler. En el centro de la telaraña se encontraba Hitler, que se veía como una especie de Zeus moderno. En la mitología griega en la que Zeus dominaba, la proximidad a Zeus significaba el poder. En el entorno más inmediato de Hitler, aquellos que poseían la habilidad de interpretar la voluntad de Hitler, eran los que ejercían una mayor influencia.
El centro del poder en Alemania era Berlín y, sin embargo, Hitler pasaba gran parte del tiempo en su precioso retiro de montaña en el Berghof, cerca de la localidad de Berchtesgaden, en Baviera. Según Norman Stone, era «una construcción digna de un villano de Ian Fleming». Varios jerarcas nazis se construyeron también casas cerca del Berghof para conservar y garantizar su acceso directo a Hitler. Este a menudo gobernaba sentado confortablemente en un sillón de su casa alpina. Según una leyenda, bajo uno de los picos más altos de la zona, el Untersberg, yacía dormido el emperador Barbarroja, cuyo nombre rescataría Hitler para la invasión de Rusia[5].
Hitler rechazaba los procedimientos burocráticos, el trabajo con documentos, las reuniones de trabajo y la administración en general. «Una sola idea genial», afirmaba, «tiene más valor que toda una vida de concienzudo trabajo en la oficina». Hitler no podía involucrarse en la rutina burocrática sin que sufriese su papel de líder carismático. Como encarnación de una misión nacional, tenía que estar alejado de cualquier decisión que pudiese resultar impopular. A parte de los discursos importantes, dictaba muy poco a sus secretarias. En ocasiones Hitler firmó documentos vitales de política interior sin revisarlos una segunda vez. Aquellos ministros que conocían su rutina acudían a su retiro alpino para intentar orientar a Hitler hacia una política concreta. Durante el resto del tiempo los ministros debían llevar a cabo «la voluntad del Führer», que, por supuesto, estaba abierta a interpretaciones amplias y ambiguas. Esto derivó en notables diferencias en la gestión de las políticas públicas. El general Model comprendió cómo había que tratar con Hitler. Su táctica consistía en evitar cualquier consulta con el Führer. No le hacía peticiones ni preguntas, tan sólo le ofrecía propuestas enérgicas y de obligado cumplimiento. A menudo le presentaba hechos consumados y le informaba de iniciativas que ya estaban en marcha[6].
Después de 1933 la dinámica del nuevo Estado y la sociedad consistía en que todos los alemanes tenían que «trabajar en la dirección del Führer». Esta es una idea desarrollada por el historiador Ian Kershaw en su biografía de Hitler y la misma ha recibido el apoyo de gran parte de la historiografía. Esta teoría se basa en el estudio de un intrascendente discurso del secretario de Estado del Ministerio de Agricultura prusiano, Werner Willikens, pronunciado el 21 de febrero de 1934. En el mismo Willikens señalaba: «Todo el que tiene la oportunidad de observarlo sabe que al Führer le es muy difícil ordenar desde arriba todo lo que se propone realizar. Sin embargo, todo el mundo ha trabajado mejor en su puesto en la nueva Alemania hasta este momento si trabaja, como si dijéramos, en la dirección del Führer. Con mucha frecuencia, y en muchos lugares, se ha dado el caso de que algunos individuos, ya en años anteriores, han estado esperando órdenes e instrucciones. Desgraciadamente, es probable que siga sucediendo eso mismo en el futuro. Sin embargo, todos tienen el deber de intentar, en el espíritu del Führer, trabajar en su dirección. Todo el que cometa errores acabará dándose cuenta muy pronto. Pero el que trabaja correctamente en la dirección del Führer siguiendo sus directrices y hacia su objetivo tendrá en el futuro igual que anteriormente la recompensa suma de obtener de pronto la confirmación legal de su trabajo[7]».
Probablemente el ejemplo más claro de esa política en la historia se produjo cuando Enrique II de Inglaterra supuestamente preguntó: «¿Quién me libraría de este religioso problemático?». Los barones acudieron a toda prisa a matar a Thomas Becket. No se dio ninguna orden directa pero los cortesanos consideraron que la acción iba colmar de satisfacción a su rey[8].
La importancia de la teoría de «trabajar en la dirección del Führer» radica en que descarta, en gran medida, la excusa ofrecida por muchos nazis después de la guerra de que actuaban «por órdenes». De hecho, a menudo estaban creando sus propias órdenes en el espíritu de lo que consideraban se esperaba de ellos. La idea de «trabajar en la dirección del Führer» no exime, por supuesto, a Hitler de culpabilidad. El sistema no podía haber funcionado en ningún caso sin su aquiescencia. Además, a menudo, las acciones de sus subordinados eran legitimadas posteriormente. Tampoco pudo funcionar sin sus colaboradores, que iniciaban lo que consideraban (o sabían) eran los deseos del Führer. Sin duda, se trataba de un nuevo tipo de poder bajo cuya influencia los alemanes procuraban dar expresión al «Verbo» antes incluso de que se pronunciase[9].
Se ha definido al Estado nazi como una guerra de todos contra todos que enaltecía la posición de Hitler como fuente de toda autoridad. Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores, odiaba a Goering, el jefe de la Luftwaffe. Este desconfiaba del arquitecto Speer, quien temía a Himmler, el jefe de las SS, quien, a su vez, odiaba al jefe del partido, Bormann, quien odiaba al ministro de Propaganda, Goebbels, quien odiaba a Ribbentrop en un círculo vicioso sin fin[10].
Para un Estado totalitario Hitler gobernó Alemania de forma sorprendentemente caótica. No tenía ninguna experiencia en la administración o el gobierno. Un chiste popular en la Alemania del período señalaba que el primer trabajo real de Hitler fue su nombramiento como canciller. Hitler trabajaba poco en los asuntos de Estado aunque nada importante sucedía sin su aquiescencia. Nunca estuvo especialmente interesado en la maquinaria de gobierno, no fue un estajanovista como Himmler, que se pasaba dieciocho horas en su oficina. «¿Realmente trabajaba?», se preguntaba Albert Speer, «la mayor parte del tiempo se encontraba visitando lugares de construcción, relajándose en cafés y restaurantes o soltando largos monólogos a sus colaboradores, quienes ya estaban suficientemente familiarizados con los monótonos temas y realizaban enormes esfuerzos para disimular su aburrimiento[11]».
Hitler evitaba la rutina oficial y apenas se sentó en su despacho de Berlín más que para firmar apresuradamente documentos o nombramientos que le presentaban. Esto se debía, tanto a su poco gusto por la burocracia, como a su aversión a comprometerse por escrito. «No poner nunca por escrito una orden que pueda darse verbalmente» era una de sus máximas. Posteriormente sería traducido a la administración alemana como: «Es el deseo de Hitler». Esas órdenes verbales, a menudo asentimientos con la cabeza de Hitler, fueron cada vez más numerosas en el Tercer Reich. Speer calculaba que había visto 2500 de esos asentimientos, cada uno de ellos había representado una nueva directiva o iniciativa estratégica. Para Speer, «a ojos de la población, Hitler era el líder que vigilaba a la nación noche y día. Eso estaba muy alejado de la realidad[12]».
Como consecuencia de esa forma de gobernar, sus ayudantes tenían que encargarse de trasladar por escrito sus confusas directrices. De esa manera, lo que Hitler había propuesto o expuesto originalmente solía dar pie a diferentes interpretaciones después de haber pasado por varias manos. Hitler no deseaba verse envuelto en el día a día de la política interna. De hecho, su carisma dependía de su alejamiento de tales materias para mantener «el aura de infalibilidad[13]». «No puedo imaginar nada más horrible que estar sentado en una oficina día tras día y leer documentos y pasarme así toda la vida», manifestó en una ocasión[14]. Hitler podía ser comparado a un monarca feudal que mediaba entre las ambiciones de sus barones, todos los cuales habían jurado una lealtad total a su persona. Era un estilo de gobierno y de liderazgo que contrastaba enormemente con la obsesión de Stalin de controlar todos los aspectos de la política. Hitler se convirtió en «un árbitro distante[15]». Hitler otorgaba su consentimiento a una iniciativa una vez que se hubiesen resuelto todas las diferencias que hubiese podido suscitar la misma. Como señaló Bormann en 1943, «el Führer debe ser abordado tan sólo cuando todas las partes involucradas hayan tomado una posición clara al respecto[16]». De esa forma, la enorme popularidad de Hitler se mantuvo en medio de un creciente desprestigio del partido debido a la imagen de un Führer que se encontraba alejado de la realidad diaria del Tercer Reich.
El Führer durante uno de sus discursos radiofónicos.
Hitler se despertaba tarde, mantenía un horario errático y recibía visitas de acuerdo con sus caprichos personales. La comida en el Berghof tenía lugar a las dos de la tarde y continuaba, usualmente con ministros y miembros del partido, hasta las cuatro. Se pasaba varias horas en el almuerzo y la sobremesa hablando desordenadamente de temas variopintos. Hitler entonces se daba un corto paseo en compañía de «Blondi», su perro favorito. Al regresar, tras tomar café se dormía una siesta o leía un libro (casi siempre de historia o de astrología). Sus pasatiempos favoritos eran la ópera, el cine y la arquitectura. Hacia las nueve se servía la cena con otro grupo de acólitos. Tras la cena veía una película alemana o norteamericana. Una de sus películas favoritas era Tres Lanceros Bengalíes, según manifestó, «porque trata de un puñado de británicos que mantienen esclavo a un continente. Así es como debe comportarse una raza superior». Tras la proyección le seguía otro interminable monólogo, normalmente de los «viejos tiempos» en Múnich. Luego se dedicaba a hablar de todo un poco: catástrofes de la edad del hielo, arte moderno, la mejor forma de acabar con un posible motín en Alemania, etc[17].
La mujer de Goebbels señaló que, «en cierto modo, Hitler, sencillamente, no es humano, es inalcanzable, intocable». Incluso hallándose en la cima del poder y siendo el punto central de unos intereses que afectaban a millones de personas, «persistían en él algunos rasgos de aquel joven perdido de los años vieneses o de Múnich, y cuyas formas de vida ignoraban incluso sus más allegados familiares[18]».
Hitler casi nunca se iba a la cama antes de las tres de la mañana y como sufría de insomnio crónico, normalmente tomaba pastillas para dormir. Aunque hablaba a menudo de los beneficios del ejercicio físico, su estilo de vida fue muy poco saludable. No fumaba ni bebía y era un estricto vegetariano pero no estaba sano. Sufría numerosos trastornos físicos, como problemas estomacales, biliares y úlceras. Posteriormente, sometido al estrés de la guerra, Hitler comenzó a tomar cantidades crecientes de medicinas para estimular su energía. Desde 1936 se hacía examinar por el doctor Morell, un curandero que había sido antes de la guerra un especialista en enfermedades venéreas. Morell se había ganado la confianza del Führer curándole un eczema en la pierna. Según el historiador Trevor-Roper, Morell era «un hombre gordo, de espantosa educación, con dificultades para expresarse, y los hábitos higiénicos de un cerdo». Hitler amenazaba constantemente a Morell con destituirlo y nunca se fio del todo de él. La lista de fármacos que Morell admitió haber utilizado con Hitler contenía los nombres de veintiocho mezclas de drogas. Nunca consiguió deshacerse de esa dependencia. El profesor Karl Brandt, que también trató a Hitler, señaló que, con los tratamientos de Morell, Hitler «no envejecía de año en año, sino en cuatro o cinco[19]». Según Albert Kreps, líder del partido en Hamburgo, a Hitler le horrorizaba el paso del tiempo y, como consecuencia, «quiso comprimir un siglo en dos decenios[20]». En una ocasión señaló que sus padres habían muerto jóvenes y que a él tampoco le quedaba mucho tiempo de vida. Uno de sus temores persistentes era caer víctima de un cáncer (enfermedad que había acabado con su madre) y morir antes de ver concluidos sus grandiosos planes para Alemania. Era preciso, por tanto, resolver los problemas que había que resolver (el espacio vital) lo más pronto posible, para que eso pudiera tener lugar durante su período de vida. Las generaciones posteriores ya no serían capaces de conseguirlo. Sólo él se hallaba en condiciones de poder hacerlo[21].
La vida de Hitler transcurrió entre domicilios austeros que contrastaban con los ambiciosos planes que tenía para Berlín. Unas treinta y cinco personas acompañaban a Hitler normalmente. Esta cifra incluía secretarías, cocineros, radio-operadores y guardaespaldas. A este grupo se sumaban los invitados que le acompañaban a menudo en sus residencias. Hitler prefería dejar el trabajo a los ministros que nombraba. Esto les daba un poder considerable y provocaba una gran rivalidad entre ellos. Lo más importante para un ministro era conservar la confianza del Führer. Aquellos de los que se fiaba podían acercarse a él y pedirle apoyo para sus propuestas, como canciller cualquier instrucción con su firma tenía prioridad absoluta sobre el resto.
Hitler fue un hombre solitario. Goebbels comentaba que su perra Blondi era su única amiga. Sólo utilizaba la forma familiar Du («tú») con un grupo reducido de personas. Utilizó el tratamiento Sie («usted») hasta cuando volvió a ver a su amigo de la juventud August Kubizek tras la unión de Austria con Alemania. Su arquitecto Albert Speer se preguntaba: «¿Por qué no puedo considerar a Hitler mi amigo? ¿Qué falta?». Llegó a la conclusión de que «faltaba todo. Nunca en mi vida había conocido a alguien que revelase tan poco sus sentimientos, y si lo hacía, de inmediato los volvía a ocultar[22]». El mismo Hitler señaló que su auténtico amigo era el pueblo alemán. Sin embargo, a menudo sentía desprecio hacia ellos. En Mein Kampf escribió lo estúpidos y lo fácilmente dominables que eran los alemanes. Al final, más que pedir perdón por los desastres que había ocasionado al pueblo alemán, le culpó de todo.
Hitler siempre fue un hombre de poco mundo. Apenas viajó fuera de Alemania. Las excepciones fueron su forzada temporada en el frente occidental durante la Primera Guerra Mundial y el breve período que permaneció en Italia como huésped de Mussolini. Incluso su visita triunfal a París se completó en tan sólo un día. Viajar en su juventud le hubiese dado la oportunidad de conocer cómo era el mundo no alemán y el enorme potencial económico de sus enemigos lo que, tal vez, hubiese podido evitar algunos de sus errores estratégicos más graves como la declaración de guerra a Estados Unidos.
El «mito de Hitler»
Los éxitos de Hitler en política exterior y económica eran brillantemente utilizados por el Ministerio de Propaganda de Goebbels. Durante los años treinta la función de Goebbels era promover el consenso y afianzar la unidad del pueblo alemán alentando a la nación a seguir el proyecto nazi y la voluntad del Führer.
Hitler recibía constantemente una voluminosa correspondencia de admiradoras femeninas, muchas de ellas casadas, que le suplicaban que apadrinara a sus hijos. Se decía que las mujeres embarazadas gritaban su nombre como analgésico para aliviar los dolores del parto. Los hombres también le consideraban un modelo. No existía ningún grupo importante de la sociedad que no se identificara con él de alguna forma. Los campesinos le percibían como un miembro más de una familia campesina, los trabajadores le consideraban un miembro de su clase. Por su parte, los soldados le veían como un militar, mitad cabo y mitad comandante en jefe. Los profesionales le consideraban un autodidacta que había pasado por encima de la rutina académica y que se había graduado, cum laude, en la escuela de la vida. Sus fotografías eran omnipresentes y a cada nuevo matrimonio se le regalaba una copia de Mein Kampf para que la llevasen a su luna de miel. Existía, asimismo, la obligación legal para todos los ciudadanos de saludar levantando el brazo y diciendo: «Heil Hitler». Algunos intentaban tocar a Hitler como si se tratara de un ser con poderes milagrosos. Otros erigieron verdaderos templos caseros en su nombre. Las viudas le enviaban pequeños regalos. Un miembro del partido que sufría de tuberculosis miraba su retrato para ganar «fuerza». El general Von Blomberg señaló que un apretón de manos de Hitler le curaba un resfriado y Goering afirmaba sobre el poder de persuasión del Führer: «Si Hitler te decía que eras una mujer, salías del edificio pensando que eras una mujer». Se ha demostrado que el culto creado en torno a Hitler constituyó una auténtica fuerza integradora que fue fundamental para el desarrollo del Tercer Reich. La adulación de Hitler por parte de millones de alemanes que, de lo contrario, no se hubieran comprometido con el nazismo más que de forma marginal, implicó que el Führer se convirtiese en el núcleo de un consenso básico. Sin la popularidad de Hitler, hubiese sido impensable el nivel de apoyo plebiscitario con el que el régimen pudo contar en innumerables ocasiones. Ese apoyo aportaba legitimidad a todas sus actuaciones en el interior y el exterior, debilitaba a la oposición y sostenía el ímpetu del dominio nazi. Por otra parte, el inmenso apoyo a Hitler le convirtió en alguien inexpugnable y sentó las bases para el proceso de radicalización del Tercer Reich cuando las obsesiones ideológicas del Führer se tradujeron en realidades palpables[23].
En la cúspide del poderío nazi Goebbels afirmó que la creación del mito del Führer había sido, sin duda, su mayor logro propagandístico. Sin embargo, también es preciso señalar que la imagen «heroica» de Hitler había sido «una imagen creada por las masas pero también impuesta a ellas[24]». Por supuesto, no todos los alemanes caían bajo su hechizo. El periodista Egon Larsen, tras presenciar una de sus conferencias, consideró que todo el acto «era primitivo y ridículo». El ciudadano conservador Friedrich Reck Malleczewen en Baviera escribía que no podía soportar el «lerdo e imbécil grito de “Heil” a las mujeres histéricas, a los adolescentes en trance, a un pueblo entero en el estado espiritual de los derviches». «Verdaderamente no se puede caer más bajo. Esta chusma, con la que estoy relacionado por una misma nacionalidad, no sólo no es consciente de su propia degradación, sino que está siempre presta a exigir de sus semejantes el mismo rugido… la misma degradación[25]».
La ideología nazi tenía un gran parecido con un culto religioso, sobre todo en la deificación de la figura mesiánica. Sin duda, la proyección de la imagen de Hitler como un semi-Dios hizo efecto. Hitler se fue tragando él mismo el anzuelo del mito. Era el que con más fervor creía en su propia infalibilidad, algo que no era una buena perspectiva para tomar decisiones de modo racional. Hitler evitaba todas las situaciones que le hicieran pasar por alguien falible. Rara vez demostraba emociones y se mantenía apartado de cualquier circunstancia que le exigiera la manifestación de sentimientos humanos.
Durante los años cuarenta, mientras se deterioraban las condiciones económicas y sociales como consecuencia de la guerra, el énfasis se puso en mantener la moral de la población y en manipular las emociones, en especial sus temores, para evitar que colapsase el régimen nazi. La guerra añadió una nueva dimensión a la adoración por Hitler. Se decía que la voz de Hitler en la radio levantaba más la moral de los soldados que las cartas de sus familias. Entre la población sometida a los brutales bombardeos se creía que cuando una bomba demolía una casa dejaba en pie la pared donde estaba el retrato de Hitler. Los insistentes rumores tras la guerra de que Hitler había sobrevivido dan idea de la intensidad y la persistencia de la asociación de su imagen con la del ave fénix que renacía de sus cenizas.
Goebbels obtuvo un gran éxito en mantener el «mito de Hitler», ya que, a pesar de las continuas derrotas a partir de 1942, existieron pocas posibilidades de una rebelión generalizada contra el régimen. El «mito de Hitler» permaneció, en gran medida, intacto hasta su suicidio el 30 de abril de 1945, aunque había comenzado a erosionarse paulatinamente debido a las catastróficas derrotas militares. En ese sentido, el mito de Hitler y el terror fueron dos caras de una misma moneda. El mito conseguía al mismo tiempo el control político y la movilización a favor del régimen. De esa forma no resulta extraño que, en la fase final del régimen nazi, la represión terrorista aumentara conforme la fuerza aglutinante de la popularidad y del mito de Hitler se iba resquebrajando[26].
Curiosamente, parte del mito de Hitler sobrevivió, incluso, a la guerra. Así, una encuesta realizada a finales de los años cincuenta entre una muestra de población revelaba la presencia de significativos restos del mito. Según la opinión mayoritaria, Hitler había obtenido grandes logros, como acabar con el desempleo, la construcción de autopistas, castigar a los delincuentes y rehabilitar a Alemania en el sistema internacional. La mayoría consideraba que Hitler había sido en sus inicios un idealista y que sólo más tarde se había convertido en alguien malvado y en un asesino de masas[27].
¿Un Estado caótico?
El Estado nazi ha sido definido como una caótica competencia por el poder entre los grupos principales, las SS, el partido nazi, el ejército, las élites conservadoras o los principales grupos industriales. Durante muchos años los historiadores han descrito el sistema como una jungla institucional en el que esos grupos luchaban denodadamente por obtener el poder. Sin embargo, esa visión es incompleta, ya que no da cuenta de la coherencia interna que existía tras el aparente caos. Todos los grupos de poder intentaban formular unas políticas en el nombre de Hitler de acuerdo con lo que estimaban era su voluntad.
A pesar del halo de eficiencia que tanto impresionó a la mayoría de los observadores de la época, con la perspectiva histórica resulta evidente que el Tercer Reich fue un Estado de jerarquías rivales, una competencia entre centros de poder y con una cadena de mando ambigua. Existían tres centros de poder diferentes: el partido nazi, la maquinaria gubernamental central y el absolutismo personal de Hitler. El partido nazi nunca fue capaz de controlar Alemania como lo hizo el partido bolchevique en Rusia, aunque contaba con un poder considerable que no debe ser desdeñado. La administración civil y los ministerios mantuvieron gran parte de su influencia y las consecuentes rivalidades creadas por el dualismo ambiguo del partido y el Estado, sólo podían ser resueltas por Hitler[28].
Hitler mantuvo la apariencia de un gobierno tradicional con ministerios y ministros encargados de parcelas de gobierno. Hasta finales de 1930 tres ministerios fundamentales permanecieron bajo el control de miembros no nazis del partido (Von Blomberg, Defensa; Von Neurath, Asuntos Exteriores, y Schacht, Economía). A partir de febrero de 1938 cada ministerio estaba bajo el control de un miembro de la élite nazi. El gabinete no coordinaba la política ni discutía asuntos importantes. Hitler no tenía el más mínimo interés en reunirse con el mismo y prefería hacerlo con cada ministro por separado. En 1933 se convocaron 72 reuniones de gabinete, en 1936 tan sólo dos. El sistema llegó al paroxismo cuando, durante la guerra, Hitler llegó incluso a prohibir que sus ministros se reuniesen esporádicamente a tomar una cerveza[29]. Al no existir reuniones de gabinete para coordinar la acción de gobierno y determinar las prioridades, la legislación surgía independientemente de cada ministerio a través de un proceso del todo inadecuado en el cual los proyectos y los borradores circulaban repetidamente entre ministerios hasta que se llegaba a un acuerdo. Era en ese momento cuando Hitler podía firmar el proyecto. Normalmente lo hacía sobre una versión reducida y, en general, lo firmaba sin apenas leérselo. Posteriormente se convertía en ley. Se trató de un caso extraordinario de un Estado muy moderno y avanzado que no contaba con un organismo coordinador y con un jefe de Gobierno en gran parte desvinculado de la maquinaria de gobierno. En un sistema que carecía de representación democrática escribir directamente al Führer se asemejaba a realizar una petición al rey en la Edad Media. Era la única forma por la que un individuo podía intentar influir en su destino. Controlar la correspondencia fue el objetivo prioritario de sus colaboradores más cercanos, ya que, a través de ella, podían influir en la política general y ganarse el favor de Hitler.
Para que una ley fuese aprobada tan sólo se requería la firma de Hitler. La Cancillería del Reich hacía las veces de oficina administrativa y legislativa del Führer. Estaba dirigida por Hans Heinrich Lammers, hombre de confianza de Hitler. Le asesoraba legalmente y servía de unión entre Hitler y la burocracia. Algunos ministerios deseaban que Hitler proclamase leyes de forma inmediata, incluso sin consultar con otros ministerios. De esa forma, se estableció un sistema de «edictos del Führer» en los que un ministro obtenía la aprobación de una ley sin consultar a otros ministros. Cuando Lammers consideraba que Hitler se encontraba demasiado ocupado (o simplemente no le interesaba que una propuesta llegase a buen puerto), la legislación que se había estado preparando durante meses era simplemente ignorada o pospuesta indefinidamente. Wilhelm Frick, en el Ministerio de Interior, intentó que, al menos, la nueva legislación fuese publicada en órganos reconocidos. Sin embargo, todos sus intentos fracasaron debido a las luchas interdepartamentales en otoño de 1936[30].
En 1941 se creó la Cancillería del Partido a las órdenes de Bormann, que actuó como rival de la Cancillería del Reich. Para agravar la confusión, Hitler ignoraba a los ministerios gubernamentales y creaba instituciones rivales y agencias especializadas. Se estima que existieron 42 de esas agencias con poder para desarrollar políticas en el seno de la maquinaria gubernamental nazi. Por citar tan sólo un ejemplo, el puesto de Fritz Todt como inspector general de las carreteras alemanas, se encontraba fuera de la jurisdicción de los ministerios, en una especie de tierra de nadie administrativa[31].
Hitler a menudo otorgaba prácticamente la misma responsabilidad a diversas personas, lo que inevitablemente producía tensiones entre los responsables, algo que aumentaba su poder como figura a la que era necesario acudir para conseguir superar las dificultades. Un ejemplo claro de esta política eran los cuatro órganos que se encargaban de la administración diaria de los temas de gobierno en estrecho contacto con Hitler. Existía la Oficina Presidencial dirigida por Meissner, la Cancillería del Reich por Heinrich Lammers, la Cancillería del Partido por Martin Bormann y la Secretaría Personal del Führer dirigida por Philipp Bouhler. Los cinco consideraban que representaban a Hitler y gran parte de su tiempo lo dedicaban a luchar los unos con los otros. «Me imagino como un jardinero», señaló Hitler en una ocasión, «que mira por encima de la verja y observa cómo las plantas luchan por obtener luz[32]». El diplomático alemán Günter Lohse afirmó tras la guerra que al menos 20 por 100 de su tiempo lo dedicaba a luchar por competencias con otros departamentos. Otro funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores llegó a señalar que 60 por 100 de su tiempo lo dedicaba a esos problemas de jurisdicción[33].
La tendencia de Hitler a alentar la discordia entre sus discípulos, combinada con su desprecio hacia la burocracia, transformó radicalmente el tejido administrativo ordenado de Alemania, en una esquizofrénica urdimbre de organismos conflictivos y jurisdicciones superpuestas. Al no haber órganos de coordinación, cada interés sectorial del Tercer Reich sólo podía prosperar disponiendo de la legitimidad que otorgaba el apoyo de Hitler. Así que, inevitablemente, todos trabajaban «en la dirección del Führer» con el fin de conseguir o mantener ese respaldo, garantizando con ello que el poder de Hitler aumentara aún más y que se promovieran sus obsesiones ideológicas personales[34].
Los ministros y los funcionarios de los ministerios alemanes se encontraban enfrentados con agentes investidos de poderes especiales dirigidos por «plenipotenciarios» nombrados por Hitler y que eran asistidos por grupos de funcionarios, miembros ambiciosos del partido y consejeros. Las agencias fuera de la administración aumentaban a medida que la administración civil perdía el contacto con el día a día. No se trataba de que el partido usurpase las funciones del Estado o de la administración civil, pues no había suficientes miembros competentes del partido nazi para poder llevar a cabo esas tareas.
Lo que parecía un simple conflicto entre el partido y el Estado era, en realidad, mucho más complejo. Los conflictos se originaban en las confusas estructuras del Gobierno «policrático» de la Alemania nazi, es decir, un Estado caracterizado por la existencia de múltiples centros de poder y el opuesto a la autocracia. En una frase muy reveladora, el historiador J. Noakes señaló: «Tal vez la característica más extraordinaria del sistema político del Tercer Reich fue su falta de estructura formal». Las agencias, oficinas y departamentos se multiplicaban y se institucionalizaban y el conflicto se hizo endémico[35]. Así, la esfera de competencias del Ministerio de Propaganda se solapaba con varios ministerios como el de Educación. El ministro de Educación, Bernhard Rust, tenía que defender sus competencias contra las incesantes injerencias de Goebbels, de Baldur von Schirach de las Juventudes Hitlerianas y de Alfred Rosenberg, quien dirigía la organización cultural del partido. A su vez, Rosenberg consideraba que el ministro de Propaganda invadía sus competencias. Asimismo, existían fuertes tensiones en el campo del ocio y de la cultura popular con el Frente del Trabajo de Robert Ley, cuya organización «Al Vigor por la Alegría», aspiraba a controlar ese tipo de actividades[36].
En el campo económico existía la misma rivalidad y confusión. El Plan Cuatrienal de Goering se enfrentaba al ministro de Economía Schacht y al Reichsbank. Goering se veía desafiado por Himmler en una lucha por controlar la policía y las fuerzas de seguridad. Poderosas figuras construyeron imperios personales a través de la adquisición (a menudo al azar) de una serie de competencias y sectores gubernamentales muy diversos. Un ejemplo significativo fue Goering, quien, en un primer momento, ejercía competencias sobre Prusia y sobre temas de aviación, pero que pronto intentó hacerse con el control de la policía, antes de construirse una enorme base de poder en el sector económico tras el establecimiento del Plan Cuatrienal en 1936[37]. De manera progresiva el poder político se basaba más en la persona que ejercía el poder que en las funciones que desempeñaba. La eficiencia no fue, desde luego, la característica del sistema de gobierno nazi.
La proliferación de oficinas y organizaciones, todas luchando entre sí para ganarse el favor del Führer, provocó inevitablemente lo que Hans Mommsen denominó «radicalización acumulativa» de la política en el Tercer Reich[38]. Los individuos y las organizaciones luchaban despiadadamente por vencer a los rivales y mejorar su situación en el sistema. Para ello intentaban poner en práctica políticas más agresivas y radicales especialmente en la lucha por obtener expansión territorial y pureza racial. Todo esto ocasionó que se pusiesen en práctica medidas aún más radicales profundizando el caos.
El colapso del sistema de gobierno nazi se aceleró por la ruptura de las hostilidades y la expansión en el Este de Europa, donde se obtuvieron nuevos territorios que se encontraban casi totalmente fuera de la jurisdicción legal del Estado. Las SS y los miembros del partido designados en esas zonas estaban fuera de cualquier control constitucional. Todos los intentos para que Hitler pusiera fin a ese estado de cosas chocaron con su negativa. Con la guerra se exacerbó el dualismo partido-Estado, las esferas de competencias imprecisas o sin resolver, la proliferación de «autoridades especiales» improvisadas y con poder para controlar áreas específicas de la política alemana y la anarquía administrativa. Hitler se alejó aún más de Berlín concentrándose casi exclusivamente en el desarrollo de los acontecimientos militares. No podía seguir la marcha de la administración del Reich y al no haber ningún órgano de gobierno colectivo que sustituyese al gabinete ni delegación de poderes (algo a lo que Hitler se oponía con vehemencia pues consideraba que minaría su autoridad) se aceleró la desintegración de cualquier semblanza de un sistema coherente de gobierno.
Al mismo tiempo, en el caos se recrudeció la lucha de todos contra todos que caracterizaba a la cúpula nazi y como consecuencia se aceleró la radicalización inherente al proceso de «trabajar en la dirección del Führer». El deslizamiento hacia el caos no supuso, sin embargo, una disminución de la autoridad de Hitler, sino que el carácter mismo de esa autoridad había introducido la erosión de las formas habituales de gobierno[39]. Los ministros poderosos tampoco hicieron nada por intentar resolver ese estado de cosas. Si encontraban algún problema para trabajar; siempre podían acudir al Führer y conseguir la autorización que deseaban. El mismo carácter impreciso de las funciones de los colaboradores de Hitler y el amplio espacio que tenían para construir y ampliar sus imperios personales garantizaban, en todo momento, la lucha constante y la anarquía institucional. El desorden administrativo y la «radicalización acumulativa» iban de la mano. Sin duda, el fracaso nazi en establecer una política coordinada y racionalizar los recursos fue un factor determinante de la derrota final. Según Otto Dietrich, secretario de prensa del Führer, «Hitler creó en el liderazgo político de Alemania la mayor confusión que haya existido jamás en un Estado civilizado[40]».
El diplomático Ernst von Weizsäcker recordaba tras la guerra que «durante meses e incluso durante años los ministros no tenían oportunidad de hablar con Hitler… La habilidad ministerial consistía en sacar el máximo partido a la hora o al minuto en el que Hitler tomaba una decisión, que a menudo tomaba la forma de un comentario al azar que se convertía posteriormente en “una orden del Führer[41]”».
Goebbels y Speer intentaron a partir de 1943 poner orden en ese estado de cosas. Poco pudieron hacer, pues se trataba de una ilusión, la de que el régimen era reformable, pero que Hitler no deseaba reformarlo. No se daban cuenta de que el sistema de gobierno que había surgido era «al mismo tiempo producto inexorable del mando personalizado de Hitler y la garantía de su poder…». Hitler no podía reformar su Reich; no podía tener, además, interés en hacerlo. Continuó interviniendo como siempre, de forma caprichosa y arbitraria, en una amplia gama de asuntos, temas triviales con mucha frecuencia, «socavando al hacerlo toda apariencia de orden de gobierno o de racionalidad[42]».
Todas las disfunciones y las rivalidades del régimen nazi fueron exportadas a las zonas ocupadas durante la guerra. Por poner un ejemplo, en Francia la administración militar alemana era la responsable de dirigir la ocupación. Sin embargo, se produjo un complejo conflicto de competencias entre el ejército, la Comisión del Armisticio que se había formado para encargarse de los temas económicos, y la Delegación del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. También se produjo una tensión considerable entre las SS y las autoridades militares cuando, a inicios de 1942, un alto oficial de las SS fue enviado para supervisar las fuerzas policiales francesas y alemanas que operaban en la zona ocupada.
Las luchas bizantinas en el seno de la administración nazi y la proliferación de oficinas y agencias continuaron hasta los últimos días del Tercer Reich. Incluso en las ruinas de Berlín durante la primavera de 1945, siguió la lucha interna por el poder. Cuando Goering quiso suceder a Hitler, fue Bormann quien le denunció por traición y fue desposeído de todos sus poderes por un líder que no controlaba ya nada más que las estrechas paredes de su búnker en el que se encontraba aislado de la realidad. La autoridad de Hitler ya no era obedecida por muchos de sus subordinados. Cuando mandó a llamar al general Karl Koller, el jefe de Estado Mayor de la Luftwaffe, este se negó a acudir a Berlín. Koller alegó problemas de salud mientras señalaba a sus colaboradores que el viaje ya no tenía sentido por ser demasiado peligroso. Las órdenes de Hitler comenzaron a ser desobedecidas abiertamente incluso en la zona más próxima de Berlín. El general de las SS, Felix Steiner, por ejemplo, fue cesado tras no haber llevado a cabo ningún ataque contra el Ejército Rojo tal y como se le había ordenado. Sin embargo, Steiner, en contra de las órdenes de Hitler, convenció a su sustituto para permanecer al mando[43]. En numerosos lugares los oficiales intentaban ya salvar a sus tropas en una lucha que ya no tenía sentido.
La lucha por el botín de la derrota continuó hasta el último momento. Himmler estaba convencido de que podía ser el sucesor de Hitler y de que podía seguir con su brutal «cruzada antibolchevique» tras firmar una paz separada con los aliados occidentales. Al final, el almirante Dönitz fue el elegido para tomar el control del gobierno, algo que hizo aunque ya sólo pudiera firmar la rendición incondicional de Alemania.
Ley y Orden
Las reformas que llevaron a cabo los nazis en el terreno de la seguridad y la justicia hacían casi imposible la oposición al régimen. Las libertades individuales que habían gozado los alemanes durante la República de Weimar desaparecieron. Los jueces tenían que defender los intereses del partido nazi. Los abogados estaban obligados a formar parte de la «Asociación Nazi de Abogados[44]». La naturaleza represiva del régimen nazi quedó de manifiesto en el recurso frecuente a la pena de muerte. Así, en 1932 tan sólo tres delitos preveían la pena de muerte. Desde 1933 a 1945, 46 delitos eran castigados con la muerte. El uso de la tortura se generalizó. El mismo Hitler ordenó personalmente torturar al asesino de un niño tras leer sobre el caso en los periódicos. Los delitos en Alemania disminuyeron drásticamente ante las duras sentencias que se imponían. Todos los mendigos fueron sacados de las calles y enviados a campos de concentración. Sin embargo, los juicios por abortos ilegales y violación aumentaron un 50 por 100 y los de homosexualidad (dada la intransigencia nazi con esa comunidad) aumentaron exponencialmente[45].
A partir de 1941 el sistema se hizo más represivo a raíz del decreto Nacht und Nebel (Noche y Niebla) que otorgaba al sistema policial de las SS el derecho a detener sin explicación a cualquier persona considerada peligrosa. De esa forma, aunque el papel tradicional del poder judicial en el Estado se mantenía, su función fue drásticamente alterada. En abril de 1934 se instauró la Corte del Pueblo como un tribunal especial. Dos años más tarde, en abril de 1934, fue transformado en una Corte ordinaria con jurisdicción sobre los casos de traición. Posteriormente, se encargó también de enjuiciar los casos de destrucción de material del ejército, de colaboración con el enemigo, espionaje o desmoralización de las tropas. En realidad, la Corte del Pueblo, bajo la batuta del fanático juez Roland Freisler (conocido como «juez sediento de sangre») se convirtió en un instrumento de terror[46]. El tribunal impuso la mayoría de sus 5200 penas de muerte a partir de 1942.
Instrumentos del poder
¿Cuáles fueron los nuevos instrumentos que utilizó el régimen nazi para dominar a la sociedad alemana e imponer su visión de pureza racial aria[47]?.
«La Gestapo ¿Una policía totalitaria omnipresente?»
La Gestapo se convirtió en la institución más temida del nazismo. Su nombre inspiraba terror y era asociado con las tenebrosas gabardinas de cuero negras, con los frenazos de vehículos antes del amanecer, las violentas llamadas a la puerta, las detenciones entre los lamentos de las familias, los estremecedores gritos de las personas torturadas y los camiones que los transportaban a los campos de concentración.
Según el historiador Jacques Delarue, la Gestapo era omnipresente y todopoderosa. En su obra sobre la historia de la institución Delarue señalaba, que nunca antes había conseguido una organización una penetración tan absoluta de la sociedad[48]. Fue una visión cultivada por la misma Gestapo para conseguir un dominio mayor de la sociedad alemana. Los aliados también contribuirían a mantener esa visión que pasaría posteriormente al cine y la literatura.
Sin embargo, esta visión tradicional, un tanto simple, sería revisada por estudios posteriores realizados por los historiadores alemanes Mallmann y Paul, y el norteamericano Gellately, que han llamado la atención sobre las limitaciones de la Gestapo[49]. Esta nunca fue lo suficientemente fuerte para controlar el país en su totalidad. Para ello tuvo que valerse del apoyo de miles de anónimos ciudadanos que delataban a sus colegas en el trabajo y a sus vecinos. El número de integrantes de la Gestapo era muy limitado, ya que no contó nunca con más de 40 000 agentes para toda Alemania. Esto significaba, en la práctica, que grandes ciudades como Frankfurt o Hamburgo estaban controladas por tan sólo 40 a 50 agentes. La denuncia fue sumamente útil para el régimen, pues creaba desconfianza mutua, paralizaba la oposición y «estrechaba los lazos» de la comunidad: por humilde que fuese su posición social, todo hombre gozaba de igualdad de oportunidades a la hora de pasar información a sus superiores. Se ponían así al servicio del Estado importantes reservas de resentimientos y rencores personales. El sistema llegó a ser tan delirante que, en un caso, una madre del Sur de Alemania fue informada por una vecina de que su hijo, a quien se daba por desaparecido, había sido citado en una lista de prisioneros de guerra de los rusos. La mujer denunció a su vecina por escuchar Radio Moscú[50].
Las investigaciones más recientes señalan que la mayor parte de la información de la Gestapo no provenía de sus investigaciones, sino de ciudadanos alemanes. Así, en la ciudad de Württemberg, el 70 por 100 de los arrestos fueron realizados en base a información suministrada por la población. La idea de una policía tiránica impuesta a una población indefensa debe analizarse con cuidado ya que a menudo se trató de unos ciudadanos que colaboraron para entregar a sus amigos, vecinos y colegas. En total, tan sólo un 10 por 100 de los crímenes políticos cometidos entre 1933 y 1945 fueron descubiertos por la Gestapo, alrededor de otro 10 por 100 fueron descubiertos por la policía o el partido. En la práctica eso supone que el 80 por 100 de todos los crímenes políticos fueron descubiertos por ciudadanos comunes que pasaron la información a la Gestapo.
El historiador norteamericano Eric Johnson ha intentado realizar un análisis revisionista de la Gestapo en un estudio sobre la zona del Rin durante el Tercer Reich. Acepta en su estudio las limitaciones de la Gestapo y trata de demostrar que esta institución nunca impuso un ambiente de terror entre los ciudadanos alemanes. De hecho, se concentró en la vigilancia y la represión de enemigos específicos como la izquierda política, los judíos y hasta cierto punto los grupos religiosos. Según Johnson, los nazis y la población alemana habrían concluido una especie de pacto tácito: la población hacía la vista gorda a la persecución política y racial de la Gestapo y, a cambio, los nazis pasaban por alto pequeñas violaciones de la ley de los ciudadanos alemanes. De hecho, durante la guerra la Gestapo dedicó la mayor parte de su tiempo a perseguir a «enemigos» políticos no alemanes[51].
Un dato muy revelador son las cifras de la cooperación del pueblo alemán con la Gestapo en la ciudad de Dusseldorf:
Motivos por los que se iniciaba una investigación
Informes de la población
Información de otros organismos
Investigación de los agentes
Información de otras autoridades estatales o locales
Información de interrogatorios
Información de comercios y negocios
Información de organizaciones nazis
Sin información
Total
«Himmler y las SS»
Las SS (Schutzstaffel o escuadrón de protección) comenzaron como una guardia personal de Hitler en Múnich en 1924. Posteriormente se ampliaron para proteger a líderes nazis en otras ciudades alemanas. En 1929 Heinrich Himmler tomó el control de las mismas. Burócrata gris y sin carisma, había nacido en el seno de una familia católica en 1900 y sirvió en el ejército durante la Primera Guerra Mundial. Su participación en el fracasado putsch de 1923 cambió su vida. En 1925 se convirtió en el líder de la propaganda nazi y en 1929 fue nombrado jefe de las SS. Himmler era un hombre acomplejado por su aspecto y su masculinidad, lo que le hacía exagerar su dureza ante sus hombres. Veía en las SS el medio para desarrollar un sistema de control poderoso dentro del Estado nazi y, posteriormente, en toda Alemania, pero debía esperar a la desaparición de las SA. En vísperas de la toma del poder por Hitler en enero de 1933 ya contaban con 50 000 miembros y a finales de ese año sumaban 200 000 efectivos. Con la eliminación de las SA en la «noche de los cuchillos largos», Himmler aprovechó la oportunidad para aumentar su poder y constituir a las SS como instrumento para hacer cumplir la ley, algo irónico ya que operaban fuera de la misma, dado que era una fuerza del partido y no del Estado. Respondía tan sólo frente a Hitler. Aunque posteriormente crearon una fuerza militar (la Waffen SS) las SS eran básicamente una fuerza policial civil que funcionaba con medios militares. Las SS se convirtieron, en palabras de E. Kogon, en un «Estado dentro del Estado[52]». El ascenso de las SS para convertirse en un «Estado dentro del Estado» ha sido atribuido a la capacidad de la organización para aprovechar las oportunidades que se presentaron en los momentos de crisis[53].
Himmler con un grupo de oficiales de las SS.
Himmler estaba obsesionado por la idea de una raza maestra que él estimaba podía ser perfeccionada por la selección racial y la eliminación de todos los grupos considerados inferiores. Esas ideas le ganaron un puesto cerca de Hitler. Los dos compartían una obsesión con la raza, Hitler proporcionaría el poder político y el contexto para que esas ideas fructificasen y Himmler aportaría los medios, convirtiendo a las SS en «las guardianas de la pureza racial» y en un instrumento para destruir las «subrazas». Instauró en las SS las ideas del conflicto racial y defendió la política de exterminación de los judíos. Fue un caso evidente de «trabajar en la dirección del Führer».
Una de las primeras misiones de las SS fue controlar los campos de concentración. Theodor Eicke se convirtió en el inspector nacional de los mismos. Descrito por un compañero de las SS como un «lunático peligroso», Eicke había sido cesado de las SS para luego ser readmitido tras pasar un período en un hospital psiquiátrico. Fue la persona encargada de disparar a Röhm cuando este se negó a suicidarse. Eicke centralizó el sistema de campos de concentración e impuso un sistema brutal de acuerdo con su principio de que «la tolerancia es debilidad».
«Las Waffen SS»
Himmler ordenó la formación de unidades militarizadas poco después de la subida de Hitler al poder como un medio de contrarrestar a las SA. Se convertirían en la guardia imperial del régimen librando una guerra ideológica sin piedad. Las SS Verfügungstruppe se formaron en diciembre de 1934, estableciéndose escuelas para cadetes de las SS en las que se les instruía en la obediencia, la disciplina y en temas militares. Paul Hausser, un fanático nazi, fue nombrado comandante del todavía pequeño ejército SS. La mentalidad revolucionaria de las SS suponía un desafío para el conservador ejército alemán. La desconfianza del ejército hizo que Hitler paralizara la ampliación de las unidades militares de las SS hasta 1938. En agosto de ese año la Verfügungstruppe fue establecida como una fuerza permanente.
Aunque inicialmente las Verfügungstruppe estaban destinadas a la Wehrmacht, durante la campaña de Polonia de 1939, las tensiones y la desconfianza eran mutuas lo que llevó a Himmler a establecer la independencia de sus unidades con la formación de un nuevo ejército: las Waffen SS. Eran las tropas que reflejaban de forma más fiel la visión del mundo de Hitler librando una guerra sin piedad ideológica y racial. En 1941 las tres divisiones de las Waffen SS, la Leibstandarte, la Das Reich y la Totenkopf, fueron equipadas como divisiones panzer controladas por Gottlob Berger. Debido a la competencia de la Wehrmacht para reclutar hombres en Alemania, las Waffen SS comenzaron a reclutar a ciudadanos de otras nacionalidades que fuesen considerados racialmente superiores. Al final, se reclutaron cosacos, bálticos, ucranianos y musulmanes de los Balcanes. Hacia 1944 el ejército de Himmler alcanzaba ya los 900 000 hombres[54].
Durante la guerra las Waffen SS se granjearon una reputación merecida de fanatismo, brutalidad y valor. Libraron una campaña con gran éxito en Francia y Holanda en 1940 y en los Balcanes en 1941. Estaban dispuestas a aceptar una gran cantidad de bajas para obtener la victoria. Con el inicio de la campaña contra Rusia y las primeras derrotas, las tropas de las SS se ganaron la fama de ser las más duras en batallas como la de Járkov en 1943. Sin embargo, su valor fue empañado por su brutalidad en el campo de batalla. En mayo de 1940 la división Totenkopf fusiló a cien prisioneros de guerra británicos. La invasión de Rusia les proporcionó la oportunidad de desatar toda su barbarie. Las Waffen SS proporcionaron 1500 hombres para los llamados «grupos de Acción» encargados de aniquilar a los comisarios políticos y a los judíos[55].
Las Waffen SS infligieron grandes pérdidas a los aliados durante la batalla de Normandía en el verano de 1944 y destrozaron el intento de Montgomery de terminar la guerra más rápido durante la operación aerotransportada contra Arnhem en 1944. En junio de ese año, las tropas de las SS en Francia habían destruido la población de Oradour sur Glain y ejecutado a toda su población, poco después, 64 prisioneros de guerra aliados fueron ejecutados[56].
Hacia el final del conflicto las enormes bajas que habían sufrido llevaron a reclutar a hombres sin preparación y sin el mismo fanatismo. Como consecuencia de esto, la moral se vino abajo y la opinión pública en Alemania se volvió hostil. La indisciplina y la falta de entusiasmo era especialmente evidente en las unidades no alemanas, que comenzaron a mostrar su rechazo por la instrucción y las ideas prusianas. Incluso los generales de las SS se revelaron en ocasiones contra Hitler, como el general Hausser, que decidió evacuar Járkov en febrero de 1943 en contra de las órdenes de Hitler. En una ocasión en que Hitler mostró desprecio por la bravura de la división Leibstandarte, los oficiales le devolvieron las condecoraciones en un orinal[57].
«El declive de las SS»
Las SS simbolizaron el terror del Estado nazi. Durante el conflicto su poder llegó a su punto más alto. El control y la administración de los campos de concentración otorgaron a las SS una gran cantidad de mano de obra que podía utilizar para sus fines industriales. Hacia 1944 el imperio económico de las SS abarcaba a 150 empresas organizadas en un gran consorcio, el Deutsche Wirtschaftsbetriebe GMBH. Sin embargo, la imagen monolítica de las SS era un mito mantenido por la propaganda nazi. Su enorme crecimiento debilitó su coherencia interna. El reclutamiento masivo exigió un relajamiento de la pureza racial e ideológica sobre la que se basaban las SS. Hacia 1939 ya incluía a delincuentes y tres años más tarde se aceptaban reclutas no alemanes y con deficiencias físicas.
El genocidio y las derrotas militares llevaron al cinismo y a la desilusión a un número creciente de miembros de las SS sobre su misión en la guerra. Existen pruebas de que miembros de las SS rechazaron su juramento al Führer y los expedientes disciplinarios revelan una deslealtad creciente hacia la política y la ideología de las SS. Entre sus miembros la figura de Himmler era, a menudo, despreciada. Hombre sin carisma ni autoridad, sus subordinados y los miembros del partido ignoraron progresivamente sus ideas sin sentido sobre el nuevo orden de las SS. Paradójicamente, mientras aumentaba el tamaño de las SS, la influencia de Himmler sobre Hitler disminuía progresivamente como consecuencia de la labor de Bormann. Este llevaba años realizando una paciente y sigilosa labor para socavar la antigua influencia de Himmler[58].
En diciembre de 1944 Bormann consiguió que Hitler apartase a Himmler nombrándole comandante en jefe del Alto Rin. Al final sus principales oficiales le abandonaron, en especial Hermann Fegelein, representante de Himmler en el cuartel general de Hitler, y Ernst Kaltenbrunner, jefe de la oficina de Seguridad[59]. El aparato del partido y la Wehrmacht habían reemplazado a las SS en el núcleo del Estado nazi. El eclipse de Himmler fue asegurado con su nombramiento como jefe del débil Grupo de Ejército del Vístula, que contenía a los restos de las tropas en el frente oriental. Enseguida comprendió que enfrentarse al Ejército Rojo era mucho más complejo que perseguir a «inferiores raciales». Enfermo y exhausto, a Himmler se le culpó del colapso militar y fue cesado en marzo de 1945. Ofreciéndose como sustituto moderado de Hitler, buscó un compromiso con los aliados. Las SS habían caído en desgracia. Hitler ya no toleró a ningún oficial de las SS en su presencia y en su testamento expulsaba a Himmler del partido[60].
El auge y la caída de las SS resulta un caso excelente para entender cómo funcionaba el Estado nazi. La lealtad se encontraba siempre en relación directa con Hitler. Cuando esa lealtad era cuestionada, la influencia decaía inevitablemente. Como las SS se vieron progresivamente incapaces de cumplir la voluntad de Hitler, su posición en el núcleo del poder nazi decayó.
«La SD»
Hacia 1939 las SS contaban con su propio servicio de inteligencia, la SD (Sicherheitsdienst, servicio de seguridad), que era independiente de la inteligencia del ejército (la Abwehr) aunque funcionaba de forma parecida. Se dedicó principalmente a perseguir a enemigos del Estado y del régimen. En ocasiones, sus funciones se solapaban con las de la Gestapo, pero las tensiones eran rápidamente resueltas por miedo a poner en peligro la seguridad estatal. La figura clave fue Reinhard Heydrich, temido incluso entre los propios nazis. Para muchos era considerado el nazi perfecto. Planeó el falso ataque contra instalaciones alemanas que sirvió de excusa para la invasión de Polonia. En 1939 fue nombrado jefe de la Oficina Principal de Seguridad del Reich que unía a la Gestapo y al servicio de seguridad. Como ardiente antisemita (a pesar de los persistentes rumores sobre sus orígenes judíos) fue uno de los instigadores de la «noche de los cristales rotos». Autorizó a Adolf Eichmann (quien estaba encargado de la sección judía de la SD) a organizar la emigración forzosa de los judíos desde 1938. Al iniciarse el conflicto ordenó la concentración de los judíos en guetos, las deportaciones masivas y la eliminación sistemática por los grupos de acción. Organizó la conferencia de Wannsee en enero de 1942 para coordinar el transporte y la liquidación de los judíos. Posteriormente, fue ascendido a protector de Bohemia y Moravia, donde adoptó una astuta política de palo y zanahoria para apaciguar a los checos. Fue asesinado por agentes checos entrenados en Inglaterra en junio de 1942 («Operación Antropoide»). Tras la muerte de Heydrich y como represalia por el atentado, un escuadrón de SS arrasó la localidad de Lídice y ejecutó a 1331 de los habitantes mayores de dieciséis años incluidas 200 mujeres[61].
«Bormann y el ascenso del partido nazi»
El partido nazi se había establecido como un importante instrumento de poder hacia 1939. Durante la guerra, el partido se convirtió en indispensable para el funcionamiento del régimen. La experiencia de organización y control de todos los aspectos sociales y económicos fueron fundamentales cuando, conforme progresaba la guerra, la moral y la fidelidad eran menos importantes que la coacción y la represión[62]. La supremacía del partido nazi estuvo vinculada al ascenso de su jefe, Martin Bormann, un burócrata eficiente, trabajador y cruel. Según Speer, «aun entre tantos hombres despiadados, Bormann destacaba por su brutalidad y ordinariez[63]».
Tras la desaparición de Hess, con su extraño vuelo a Inglaterra, Bormann se convirtió en la persona más influyente del entorno de Hitler. El puesto de segundo del Führer fue abolido pero Bormann tomó las riendas del partido como cabeza de una recién creada Cancillería del Partido. Bormann se convirtió en un maestro de la intriga y la manipulación, socavando la influencia de sus rivales y protegiendo celosamente al partido del ejército y las SS. Controlaba todos los nombramientos y, lo que era más importante, decidía quién veía a Hitler. Ningún asunto era demasiado pequeño para Bormann, quien llevaba las finanzas personales de Hitler, seleccionaba sus lecturas y le entretenía con chistes sobre los otros jerarcas nazis[64]. Bormann traducía las enmarañadas directrices verbales de Hitler en órdenes coherentes y se encargaba de su inmediato cumplimiento. Se ganó la gratitud de Hitler al proporcionarle resúmenes concisos de los asuntos que requerían su atención. «Las propuestas de Bormann están elaboradas con tanta precisión que sólo tengo que decir que sí o que no», manifestó Hitler.
Bormann utilizó al partido para aumentar su poder y su influencia. Paradójicamente cuando el régimen nazi se venía abajo, el poder de Bormann aumentó, ya que el partido ofrecía a Hitler la incuestionable lealtad que demandaba en esos momentos. Hacia 1943, este burócrata bajo y gordo, cuyo rostro y nombre apenas conocía el pueblo alemán, se había convertido en el hombre más poderoso del Reich y en uno de los más temidos[65]. Goebbels llegó a hablar de una «crisis de Caudillo». Goebbels señaló que Hitler había perdido el control sobre la política interna, que Bormann controlaba ya de forma absoluta[66].
Tras el fallido intento de acabar con la vida de Hitler en julio de 1944, el poder de Bormann se incrementó. Se intensificó el adoctrinamiento de los comisarios políticos y todos los líderes podían ser cesados arbitrariamente. Fue el momento del máximo poder de Bormann. Sus rivales había quedado apartados, el ministro del Interior, Frick, carecía de ambición y de energía; Robert Ley, del Frente Alemán del Trabajo, era un borracho incompetente; Goering se encontraba desprestigiado y marginado por su incapacidad para hacer frente a los devastadores bombardeos sobre Alemania; y Albert Speer contaba con el apoyo y la confianza de Hitler, pero carecía de una base de poder propia. Tan sólo Goebbels siguió siendo un rival serio, aunque compartía la misma ideología fanática por lo que colaboró con Bormann contra las SS y el ejército.
Sin embargo, la verdadera fuerza de Bormann provenía de su acceso directo a Hitler. Mientras el régimen nazi se derrumbaba y los líderes nazis se enfrentaban unos con otros, Bormann ofrecía una imagen de estabilidad y de orden. Fue debidamente recompensado. En los últimos días del régimen fue puesto a la cabeza del Volkssturm, el ejército de personas mayores, jóvenes y discapacitados. Libró hasta el final una dura lucha para acabar con sus rivales, como en el caso de Goering y Himmler. Bormann firmó el testamento de Hitler y fue testigo de su boda con Eva Braun, organizando la quema de los cuerpos tras el suicidio de ambos. Al parecer falleció al intentar escapar del búnker[67].
El partido adquirió con Bormann una enorme fuerza en Alemania y su influencia se dejó sentir hasta el final. Sin embargo, es preciso tener presente que los burócratas del partido tuvieron que luchar continuamente para obtener influencia en las instituciones establecidas del Estado que, aunque vieron mermado su poder, nunca fueron destruidas completamente. Por otra parte, las divisiones internas y las rivalidades en el seno del partido nunca fueron del todo superadas. La independencia de los Gauleiters fue uno de los principales obstáculos para su control de la administración alemana.
«El ejército alemán»
La tradición militar alemana estaba muy consolidada, y se basaba en el conocido militarismo prusiano que había llevado a Mirabeau a comentar en el siglo XVIII: «Prusia no es un Estado con un ejército sino un ejército con un Estado». Fue el poder militar el que permitió a Bismarck llevar a cabo la unificación alemana. A partir de ese momento, el ejército se situó en el centro de la vida política alemana. La élite militar gozaba de un gran estatus social y sus principales generales ejercieron un poder considerable en la Alemania imperial durante el período 1871-1918. Posteriormente, aunque el ejército no era partidario de la creación de una Alemania democrática, mantuvo su influencia de forma efectiva. El ejército aceptó la toma del poder por los nazis con una gran desconfianza que disminuyó tras la «noche de los cuchillos largos» y la desaparición de las SA como fuerza política. El ejército contaba con una fuerza significativa en el nuevo régimen.
Los generales creyeron de forma errónea que controlarían a Hitler al haberse visto obligado a destruir a las SA. Consideraron que los elementos radicales del nazismo habían sido erradicados y que podrían trabajar de acuerdo con sus intereses y sus necesidades. El ejército tan sólo mantuvo su influencia a corto plazo a través de un compromiso que demostraría ser fatal, y que se selló en el nuevo juramento que se instauró, por el que los soldados prometían defender al Führer, lo que, a partir de ese momento, hacía que cualquier acto contra Hitler fuese equivalente a un acto de traición. Ese juramento señaló el momento en el que el ejército se encadenó ya de forma definitiva a Hitler. El período 1934-1937 estuvo marcado por una relación cordial entre Hitler y el ejército, que se vio favorecida por lanzar el programa de rearme desde 1935 y la promesa de la expansión del ejército hasta los 500 000 hombres, la reintroducción del servicio militar obligatorio y los éxitos diplomáticos sobre la zona del Sarre y la Renania[68].
Sin embargo, la relación del ejército con el régimen se transformó paulatinamente con el ascenso imparable de las SS, socavando el principio de que sólo el ejército podía estar armado. Hitler despreciaba a los conservadores oficiales alemanes a los que no consideraba auténticos nazis. Por otra parte, los oficiales alemanes desconfiaban cada vez más de la osadía de Hitler en política exterior, al caer en la cuenta de que el objetivo no era ya revisar el Tratado de Versalles, sino una expansión ilimitada en el Este, lo que provocaría una guerra generalizada antes de que el ejército estuviese preparado.
Hitler con dos de sus más fieles colaboradores. Ribbentrop (a la izquierda) y Bormann en el cuartel general de Führer en Prusia Oriental, 1943.
«La crisis Blomberg-Fritsch, 1937-1938»
El equilibrio entre el ejército y Hitler cambió radicalmente en el invierno de 1937-1938 tras la llamada Conferencia Hossbach, en la que Hitler les indicó a los generales cuáles iban a ser las grandes líneas de su agresiva política exterior[69]. Werner von Blomberg, ministro de la Guerra, y Fritsch, jefe del ejército, estaban preocupados por el creciente lenguaje bélico de Hitler, teniendo en cuenta la evidente falta de preparación militar alemana. Von Fritsch afirmó: «Este hombre, Hitler, es, para bien o para mal, el destino de Alemania. Si se lanza al abismo, nos arrastrará con él. No hay nada que podamos hacer[70]». Sus reticencias convencieron a Hitler de que tenía que deshacerse de la cúpula militar alemana, lo que se consiguió con escabrosas revelaciones sobre sus vidas privadas. Blomberg se había casado en segundas nupcias con una mujer sencilla que, antes de contraer matrimonio, se había registrado una vez en la policía como prostituta y había ganado dinero posando desnuda para publicaciones pornográficas. Cuando Blomberg le contó la verdad a Goering, este le animó a seguir adelante con su relación mientras la Gestapo preparaba un expediente sobre su mujer. Hitler fue finalmente testigo de la boda. Cuando se le informó de quién era la mujer de Blomberg, Hitler tuvo un ataque de furia y ordenó que fuera desterrado con su esposa. Por su parte, Fritsch fue injustamente acusado de ser homosexual, un rumor inventado por Himmler, quien, junto a Goering, había planeado cuidadosamente su caída. Goering deseaba el puesto de Blomberg y Himmler deseaba aumentar el poder de las SS sobre el ejército[71].
Estos dos sórdidos episodios fueron la excusa perfecta que necesitaba Hitler para subordinar al ejército. Abolió el puesto de ministro de Defensa y él mismo se otorgó el título de comandante en jefe y ministro de la Guerra. La dirección del ejército se puso en manos del Alto Mando de la Wehrmacht (OKW) bajo el dócil mando del general Keitel. El nuevo comandante en jefe del ejército era el general Brauchitsch, otro defensor del régimen. Además de estos cambios, otros 16 generales fueron jubilados y 44 transferidos. Los días de la independencia del ejército habían llegado a su fin. Los generales ya no podían pretender mantenerse al margen de la política alemana. Se había dado un paso significativo en la politización de todos los sectores de la sociedad alemana.
Blomberg nunca se recuperó de aquel acontecimiento. Pasó la guerra en la retaguardia y falleció en una prisión aliada en marzo de 1946. Por su parte, Fritsch perdió su vida en 1939 durante la campaña polaca. Posiblemente para expiar su humillación, se encaminó hacia un puesto de ametralladoras polacas y fue destrozado por las balas[72]. La versión oficial que se dio de aquellos hechos fue que Blomberg y Fritsch se habían retirado por motivos de salud.
«En la victoria y la derrota»
A partir de 1938 la capacidad del ejército alemán para influir en la política alemana se había reducido drásticamente. En los primeros años del régimen, Hitler había reconocido la necesidad de trabajar en coordinación con el ejército. Hacia 1938 Hitler ya contaba con la fuerza suficiente para moldear al ejército según sus necesidades. Por supuesto, el ejército mantuvo parte de su poder, pero Hitler lo controlaba ya de forma efectiva. Era, de todas maneras, la única institución que podía suponer una amenaza para el régimen. En el verano de 1938 se supo que el general Beck había elaborado un plan para arrestar a Hitler en caso de que estallara una guerra general con motivo de la crisis checoslovaca. El plan nunca se llevó a cabo[73].
Desde 1938 a 1942 la política militar y diplomática nazi cosechó tales triunfos que aplacó el disentimiento por parte del ejército. Además, cuando Alemania se encontró en guerra en 1939, la resistencia por parte del ejército se habría interpretado como falta de patriotismo y traición a la patria. Hacia 1943 la situación de la guerra se había modificado sustancialmente. Las derrotas en Rusia y en el Norte de África hicieron ver a los generales que la guerra estaba perdida. Con el fracaso del atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, el ejército fue puesto bajo el control firme de las SS y los últimos amagos de la independencia del ejército fueron destruidos por el régimen. Como consecuencia del atentado, el saludo nazi se hizo obligatorio en el ejército y se nombraron oficiales políticos para vigilar el adoctrinamiento. El mismo día del atentado, Hitler designó a Himmler jefe supremo del ejército de reserva en lo que pretendió ser un acto de humillación para el cuerpo de oficiales.
En general, la historiografía ha sido muy crítica con el papel que jugó el ejército alemán durante el período nazi. Resulta evidente que el ejército se mostró ingenuo e inepto. Condicionado por sus tradiciones de obediencia, lealtad y patriotismo, y motivado por el autoritarismo del Tercer Reich, el ejército se convirtió en un pilar necesario para el régimen durante los primeros años. Incluso cuando se redujo su papel en 1938 y se desveló la esencia del régimen nazi, los comandantes del ejército no pudieron escapar de su dilema moral y político. El atentado del 20 de julio de 1944 fue, sin duda, un gesto valiente, pero la indecisión de aquel día fue un símbolo de la posición comprometida en la que el ejército se encontró durante el período nazi[74].
El veredicto de los historiadores. Hitler, ¿un «dictador débil»?
«Los “intencionalistas”»
El progresivo deterioro durante el régimen nazi de cualquier tipo de maquinaria gubernamental centralizada en el Tercer Reich, unido al estilo absolutamente antiburocrático del gobierno de Hitler, dejó un enorme vacío en la documentación de la toma de decisiones del Gobierno central. La gran cantidad de documentos que dejó tras de sí el Tercer Reich no llegaban, por lo tanto, hasta Hitler. Resulta muy complejo saber con exactitud qué documentos llegaban hasta él, y, más aún, si este los leía. Como dictador, Hitler permanece así, en gran parte, inaccesible para el historiador, parapetado tras el silencio de las fuentes. Por este motivo resulta imposible eludir los conflictos de interpretación sobre el papel de Hitler en el sistema nazi, conflictos que en base a la evidencia disponible son irresolubles.
Actualmente los historiadores del período coinciden en que el gobierno nazi fue bastante caótico pero discrepan sobre el liderazgo de Hitler en Alemania debido al hecho de que cualquier análisis sobre la política interior del nazismo debe comenzar estudiando la figura del Führer. Los estudios que siguen este esquema de análisis son llamados «Hitlercéntricos» o más comúnmente, «intencionalistas». Estos estudios consideran a Hitler como el supremo dictador de Alemania que seguía de forma coherente e intencional las líneas programadas en su obra Mi Lucha. El gran riesgo de esta corriente, así como de todas las biografías en general, es el de personalizar en exceso procesos históricos complejos, haciendo demasiado hincapié en el papel de los individuos en la historia y despreciando el contexto social y político en el que vivieron. Es el caso del estudio de S. Haffner que aborda el nazismo exclusivamente en términos de «errores» y «éxitos» de Hitler[75]. Milan Hauner, en un estudio de la política exterior alemana del período, consideró necesario «advertir al lector de que en este estudio el nombre “Hitler” será utilizado frecuentemente en lugar de “Alemania[76]”». En todo caso, localizar exactamente el papel y la función de Hitler en el sistema nazi es menos sencillo de lo que se ha considerado tradicionalmente[77].
El apogeo de los estudios «Hitlercéntricos» se alcanzó durante los años setenta, cuando se intentó explicar con un planteamiento psico-histórico la guerra y el exterminio a través del estudio de la personalidad psicótica de Hitler (complejo de Edipo, problemas en la adolescencia, traumas o monorquismo). Sin embargo, estos estudios fracasaban al intentar explicar cómo una persona con esos defectos pudo llegar a ser el líder de Alemania y de qué forma su paranoia ideológica le permitía poner en práctica políticas de gobierno en un sistema burocrático moderno de funcionarios no paranoicos. H. U. Wehler, uno de los pocos historiadores que han estudiado a fondo la posible aplicación del psicoanálisis en la historia, reconoció sus limitaciones en una inteligente ironía: «¿Es que nuestra comprensión de las políticas del Nacionalsocialismo realmente dependen de que Hitler tuviera tan sólo un testículo? (…). A lo mejor el Führer tenía tres, lo que le hacía la vida aún más difícil ¿Quién sabe? (…). Incluso si Hitler puede ser declarado categóricamente como masoquista. ¿Qué interés científico puede tener eso? (…). ¿Acaso la “Solución Final” del pueblo judío es más fácilmente comprensible o el “camino tortuoso hasta Auschwitz” se convierte en un camino recto de un solo carril de un psicópata en el poder?»[78].
La tesis intencionalista tradicional considera que Hitler tuvo un papel esencial en el desarrollo del Tercer Reich. En una frase contundente, el historiador N. Rich señaló: «Hitler fue el amo y señor del Tercer Reich». Los «intencionalistas» consideran que la división y la confusión del régimen de Hitler fue el resultado de una política deliberada de «divide y vencerás» por parte de Hitler. La figura de Hitler como «dictador débil» no es aceptada por historiadores como Karl Dietrich Bracher, quien considera que el caos administrativo de la visión funcionalista era, al final, un plan elaborado por Hitler para una política de «divide y vencerás». Según Bracher, se trataba de un plan para sembrar un caos controlado donde Hitler pudiese reinar sin restricciones[79]. Esta tesis se ampara en que Hitler tomó personalmente las decisiones importantes que afectaron a la Alemania nazi, en particular las de política exterior. Además, aunque existían otras fuentes de poder en el seno del partido, Hitler mantuvo su autoridad al situar en puestos claves a figuras prominentes del nazismo que le eran leales personalmente, como por ejemplo Himmler o Bormann. Al mismo tiempo, se deshizo de aquellas figuras destacadas que no le eran útiles o que se oponían a sus políticas agresivas. Por ejemplo, el economista Schacht dispuso de una considerable libertad de maniobra durante un período pero fue cesado cuando se negó a adaptarse a las políticas de Hitler.
«Los “estructuralistas”»
La tesis «intencionalista» ha sido rebatida por los historiadores llamados «estructuralistas» o «funcionalistas». Estos historiadores han tratado de demostrar que el régimen nazi evolucionó por la presión de las circunstancias y no por el papel dominante de Hitler. Enfatizando los rasgos bohemios de actuar de Hitler y su rechazo al trabajo ordenado y metódico, consideran a Hitler como una persona incapaz de tomar decisiones efectivas y, que como resultado de ello, al gobierno le faltó dirección y coordinación. Nunca fue capaz de que el Estado controlase las tensiones existentes en la economía. Además, afirman que Hitler nunca dominó la administración civil o el ejército. Según esta tesis, los principales nazis ejercieron su propia influencia en pos de sus objetivos personales y, a menudo, Hitler no intervino.
Ya en 1942 F. Neumann afirmó que las políticas de Hitler eran dictadas por los cuatro bloques de poder en el Tercer Reich: el ejército, el partido, la burocracia y los grandes empresarios. Neumann consideraba que el Tercer Reich era un monstruo: «Un no Estado, un caos, una situación sin ley, el desorden y la anarquía[80]». Para Robert Koehl, el régimen nazi era más un Estado neofeudal que totalitario[81].
Hans Mommsen considera que Hitler no deseaba tomar decisiones, se encontraba a menudo inseguro y exclusivamente preocupado por su prestigio y su imagen personal, era «un dictador débil». El historiador Broszat ha definido también a Hitler como «un dictador débil» cuya falta de experiencia en materias de gobierno impidió que existiese en Alemania un gobierno eficiente. El polémico historiador David Irving llegó a señalar de forma bastante provocadora que Hitler fue el líder alemán más débil del siglo XX[82]. Hitler era, según Broszat, una especie de árbitro entre las facciones que luchaban por el poder en el caos administrativo alemán. Esta tesis se basa, en parte, en que los nazis nunca sustituyeron la antigua administración, sino que crearon una paralela, lo que sólo aumento el caos. Consideran que la Alemania nazi era un laberinto administrativo caótico con luchas soterradas por el poder entre los sátrapas nazis[83]. Para Broszat, la rivalidad darwiniana inmanente al sistema y los mal coordinados intentos del fracturado gobierno nazi para interpretar la «voluntad» de Hitler, para burocratizar su autoridad carismática y canalizar los vagos proyectos ideológicos en un sistema legal y codificado, condujo inexorablemente a un acelerado proceso de declive hacia políticas de agresión, hacia el desgobierno y la brutalidad criminal.
Lejos de ser un sistema rígido y cerrado, el Estado nazi aparece, así, como un sistema relativamente abierto, a veces anárquico, en evolución permanente y una de sus características fue la existencia de fuertes rivalidades entre las diversas fuentes de poder. La función de Hitler, lejos de ser el dictador todopoderoso tantas veces descrito, era la de garantizar la cohesión del sistema. Su voluntad personal era un factor menos determinante de lo que hacía creer el «mito del Führer», elaborado por una propaganda eficaz y omnipresente. Este mito tenía como objetivo movilizar las energías, integrar a los diferentes estratos sociales y legitimar un régimen cuyos mecanismos internos escapaban en parte a sus dirigentes. Esta visión choca frontalmente con la imagen ideada por la propaganda nazi en la que se describía a Hitler como un dictador poderoso que controlaba cada rincón de la sociedad alemana.
En realidad, «intención» y «estructura» son elementos indispensables para explicar el Tercer Reich que deben ser sintetizados y no enfrentados. Las intenciones de Hitler fueron fundamentales para establecer el ambiente en el que se desarrollaron posteriormente las políticas del régimen. El Tercer Reich fue un clásico ejemplo de la frase de Marx: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado».
«La “autoridad carismática” de I. Kershaw»
Ian Kershaw, en su magna biografía de Hitler, ha realizado un esfuerzo por llegar a un consenso entre «estructuralistas» e «intencionalistas». Basándose en las ideas del sociólogo alemán Max Weber, definió el poder de Hitler como «autoridad carismática», lo que sugiere que la figura de Hitler era crucial por ser responsable del sueño nazi[84]. Por otro lado, no existía ninguna oposición efectiva a sus objetivos. Aunque la estructura de gobierno era caótica, Hitler no se dedicó a los pequeños asuntos del gobierno. Generaba un ambiente en el que sus seguidores ejecutaban lo que consideraban eran sus intenciones. De esa forma, asumían la responsabilidad de «trabajar en la dirección del Führer». La forma del poder incitaba a que se presentasen iniciativas desde abajo y las apoyaba siempre que se encontrasen de acuerdo con sus objetivos generales. De esa manera, la personalidad y la ideología de Hitler llevaron a la radicalización de políticas como la creación de un Estado de partido único, la reorientación de la sociedad aplicando leyes raciales que posteriormente degeneraron en el genocidio y, finalmente, en política exterior, la búsqueda de una hegemonía mundial aria. Según Kershaw, resulta muy complicado analizar estas cuestiones sin Hitler como fuerza motora[85].
La tesis de Kershaw de un modelo de Estado en el que todos «trabajaban hacia el Führer» ha sido bastante bien aceptada por la mayoría de los historiadores del período. Hitler tenía un papel supremo porque todos por debajo suyo en la estructura de poder estaban intentando interpretar su visión del mundo. Se trataba de llevar a cabo tareas que, según todos los indicios, le complacerían, aunque no las hubiera autorizado personalmente, es decir, la adaptación de los alemanes a la ideología propuesta por el dictador. Las estructuras de poder eran caóticas, sin embargo, la posición del Führer y su visión del mundo como último recurso de autoridad, permanecieron inalteradas[86].
En suma, si Hitler hubiese deseado un gobierno diferente pero no lo hubiese conseguido, o si hubiese deseado tomar más decisiones pero no hubiese podido hacerlo, entonces habría existido un conflicto entre «intención» y «estructura» y Hitler podía haber sido considerado un dictador «débil». Sin embargo, la documentación existente apunta a que Hitler estaba satisfecho con el estilo de gobierno impuesto en Alemania y que deseaba mantenerse alejado de las tensiones y las luchas entre sus colaboradores. Asimismo, tenía muy poco interés en participar en el proceso legislativo excepto en aquellos casos en los que su propia autoridad se encontraba en juego.
Podemos concluir que Hitler no fue un «dictador débil». Por un lado, controlaba Alemania al haber acabado con los tradicionales centros de poder y con la oposición efectiva al régimen. Por otro lado, en las áreas que le interesaban particularmente, como la política exterior y el rearme, fue muy capaz, al menos a corto plazo, de llevar a cabo en toda su extensión sus políticas personales. Su debilidad se derivaba más de la inestabilidad del régimen que él mismo había creado.