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Una advertencia de la historia. Conclusión

«Hace falta un siglo para que crezca un bosque.

Arde en tan sólo una noche».

Georges Sorel.

La derrota y la rendición incondicional de Alemania en mayo de 1945 también fue la derrota definitiva del nazismo. Aunque había existido poca resistencia al nazismo en Alemania, también hubo muy poca resistencia efectiva a la ocupación aliada posterior. En 1945 los aliados tomaron el control de Alemania de forma mucho más completa que en 1918 dividiendo a Alemania en cuatro sectores de ocupación, modelo que se repitió en Berlín. Se tomaron también medidas sobre Austria, que fue separada de Alemania y establecida como un Estado independiente. Todos los territorios ocupados durante la guerra fueron restaurados a sus antiguos dueños y las pérdidas totales territoriales de Alemania fueron mayores que las sufridas al final de la Primera Guerra Mundial.

Resulta casi imposible destacar aspectos positivos del Tercer Reich y su legado. Es por ello, tal vez, por lo que este período continúa fascinando a historiadores y público en general. Considerar el Tercer Reich como un episodio de locura reaccionaria resulta equivocado. Fue algo más que tan sólo un episodio. Incluso hoy, cuando prácticamente ha desaparecido el atractivo del comunismo en gran parte del planeta, existen todavía simpatizantes, no sólo en Alemania, de la idea nacionalsocialista, personas que ven en el nazismo una alternativa al comunismo o al capitalismo. No debemos subestimar su potencial.

El historiador John Lukacs opina que Hitler fue «el mayor revolucionario del siglo XX» por su capacidad para concitar y dirigir una política basada en el descontento de las masas. Su temor es que si la civilización occidental se debilita y amenaza con desaparecer, las generaciones futuras se enfrenten a un grave peligro. «Si se produce una nueva oleada de barbarie, la reputación de Hitler podría mejorar a ojos del ciudadano corriente, que podría verlo como una especie de Diocleciano, el último y tenaz arquitecto de un orden imperial muy deseable[1]». La Guerra Fría, los genocidios más recientes, el trauma que aquellos terribles años provocan aún, todo ello remite a Hitler. La lección más importante que se deriva del estudio de su figura es que la democracia «no es un regalo, sino una adquisición que carece de garantía, que es frágil, mortal. Olvidarlo supone condenar a muerte a la democracia, como ocurrió con la República de Weimar en los años veinte[2]». Y a pesar de que la recaída en nuevas formas de fascismo es improbable en cualquier democracia occidental, la generalizada extensión del poder que tiene el Estado moderno sobre sus ciudadanos es en sí misma causa más que suficiente para desarrollar «el más elevado nivel posible de escepticismo informado y de conciencia crítica como única protección frente a las imágenes comercializadas de los presentes y futuros aspirantes al “liderazgo” político[3]».

El nazismo parece, incluso hoy, estar dotado de un fuerte atractivo negativo para muchos individuos. Este atractivo proviene de una estética del poder absoluto en la que la grandiosidad de la visión del mal induce, por sí misma, a una macabra fascinación. La sensación de poder perfectamente orquestado (que no se correspondía con la realidad del caos gubernamental nazi), que transmitían por ejemplo las SS marchando, resulta ciertamente atemorizante, pero la imagen de aquellos hombres que creían erróneamente formar parte de «una raza superior» también resulta tremendamente intrigante. Y es que la fascinación y la repulsión no son conceptos que se encuentren demasiado alejados entre sí.

El nazismo fue al mismo tiempo una fuerza brutal y modernizadora. Por un lado, responsable de algunos de los peores crímenes cometidos en la historia de la humanidad y, por otro, creadora de una maquinaria de guerra tecnológicamente sofisticada. Esta versión dual del nazismo está encarnada por la imagen de los cohetes V-1 y V-2 construidos con mano de obra esclava en condiciones brutales.

A partir de los años sesenta del siglo XX, dos proyectos psicológicos denominados «Milgram» y «Asch» ayudaron a extraer conclusiones muy reveladoras, a la vez que negativas, sobre la naturaleza humana y, por ende, sobre el nazismo. En el proyecto del doctor Stanley Milgram se pedía a un grupo de voluntarios que aplicara electrodos a otro voluntario atado a una silla. Al hombre se le pidió que memorizase un texto y si cometía algún error los voluntarios debían aplicarle la electricidad. La intensidad de las descargas aumentaba con los errores. Por supuesto el hombre tan sólo fingía el dolor pero esto los voluntarios no lo sabían. El 65 por 100 de los voluntarios obedeció fríamente las instrucciones administrando cargas de hasta 450 voltios, una intensidad letal para un hombre. A pesar de los gritos de dolor (fingido) del hombre, los voluntarios siguieron con el experimento. El experimento demostró que personas amables y decentes podían convertirse en auténticos monstruos si les presentaba la oportunidad.

En el experimento Asch a tres personas se les mostraba tres líneas sobre una pantalla y les pedían que señalaran la más larga. El voluntario no sabía que sus dos acompañantes eran en realidad parte del experimento. La línea más larga era a todas luces evidente incluso para alguien con mala vista. Tras un período de tiempo los dos acompañantes comenzaban a dejar de elegir la más larga y elegían la más corta. Al principio el voluntario mantenía la elección por la línea más larga pero, ante el gran asombro de los científicos, no pasaba mucho tiempo antes de que se sumara a la opción de los otros dos.

Ambos experimentos demostraban de forma contundente con cuánta facilidad se puede inducir a las personas a que actúen con crueldad y, lo más preocupante tal vez, a que nieguen la evidencia que tienen ante sus propios ojos. Sin duda se trató de dos experimentos que son muy útiles a la hora de analizar el nazismo. Conseguir que personas normales cometieran horribles atrocidades durante la Segunda Guerra Mundial y que luego negaran la evidencia no fue una labor tan complicada como puede parecer.

¿Cómo pudo un pueblo civilizado verse implicado en la brutalidad del régimen nazi? La respuesta puede encontrarse en el sistema de terror que se instauró con el Tercer Reich y en parte, en la retirada de los individuos de la esfera pública provocada por la destrucción de los mecanismos de protesta pública y de solidaridad colectiva. Sin embargo, lo más escalofriante fue que el nazismo se nutrió de prejuicios mundanos y comunes, lo que Detlev Peukert denominó la «patología del mundo moderno[4]»: El rechazo hacia los «extraños», hacia todos aquellos que se consideraba que «no pertenecían»: gitanos, homosexuales, judíos, comunistas, etc. El fascismo, como afirmó Michael Mann, no era un elemento secundario, sino una parte esencial y profundamente indeseable de la modernidad[5]. En la Alemania nazi se produjo una yuxtaposición de la «normalidad y la modernidad» con la «barbarie fascista» que plantea cuestiones complejas acerca de las patologías y las fracturas sísmicas de la modernidad y sobre las tendencias implícitas de autodestrucción de la sociedad de clases industrializada[6]. Para el historiador Omer Bartov, «lo que no tenía, ni tiene precedentes en el Holocausto fue (…) el asesinato de millones de seres humanos en fábricas de la muerte, ordenada por un Estado moderno, organizado por una burocracia consciente y apoyado por una sociedad patriótica, respetuosa con la ley y “civilizada[7]”». La investigación sobre las raíces del nazismo ha profundizado la inquietante reflexión de que «muchas características de la sociedad contemporánea “civilizada” fomentan el recurso fácil a holocaustos genocidas[8]». Sin duda, la «Solución final» puso en tela de juicio la tradicional idea del progreso moral.

El nazismo se basó, en gran medida, en la voluntaria denuncia de los vecinos por parte de muchos alemanes, aunque muchas de esas denuncias no se basaron en convicciones políticas. Aunque el régimen nazi no fue capaz de realizar un lavado de cerebro a todos los alemanes, sí fue capaz de obtener el apoyo de muchos alemanes en varias de sus políticas fundamentales, especialmente en aquellas que apelaban a sentimientos enraizados como el nacionalismo, el anticomunismo y los valores sociales tradicionales. El régimen nazi demostró concluyentemente en su orgía de destrucción la bancarrota de las ambiciones de poder mundial ultra nacionalista y racista y, por lo tanto, de las estructuras sociales y políticas que las apoyaban, que habían dominado en Alemania a lo largo de medio siglo y que habían llevado dos veces al mundo a una devastadora contienda[9].

En la alocución inaugural de los juicios de Núremberg, el juez norteamericano Robert H. Jackson señaló que el propósito moral de los juicios era nada menos que dejar constancia para que observase todo el mundo el contraste entre la «civilización en peligro» y la causa maligna a la que había combatido. «Contra sus adversarios (…) los nazis dirigieron una campaña de arrogancia, brutalidad y aniquilamiento como el mundo no había visto desde la era precristiana…». Si los comportamientos históricos deben valorarse siempre en el contexto de cada época, la «Solución final» debe ser analizada bajo el prisma de la avanzada y sofisticada cultura europea de mediados del siglo XX. En esas condiciones «la Solución final» aparece aún más aterradora como uno de los actos más brutales de la historia. Se trata, sin duda, de algo que sigue ahí, horrible e inerte, a la espera de ser redescubierto por cada nueva generación. Una advertencia para nosotros y para todas las generaciones venideras[10].

Los líderes nazis encarnaban la negación de todo lo que es digno y bueno en el ser humano. Sus seguidores se rebajaron y se deshonraron para siempre. Winston Churchill se dio perfectamente cuenta, desde el inicio de la guerra, de que no debía pactar nunca con aquel régimen inmoral. Sus palabras tienen todavía una validez universal:

«La única guía de un hombre es su conciencia; el único escudo de su recuerdo está en la rectitud y honradez de sus acciones. Es una gran imprudencia avanzar por la vida sin ese escudo, porque a veces el fracaso de nuestras esperanzas y el desacierto de nuestros cálculos se burlan de nosotros; con ese escudo, sin embargo, sea cual sea el juego del destino, siempre marcharemos con las tropas del honor[11]».

Todas las imágenes del Holocausto, todas sus lecciones y sus informes no han sido capaces de evitar tragedias como la de Camboya, Yugoslavia o Ruanda. Aquellos que nacieron después de la guerra no pueden ser considerados responsables del Holocausto ni de las barbaridades cometidas por el régimen nazi. Sin embargo, todos somos responsables de preservar la memoria de lo ocurrido evitando que la llama de su recuerdo se apague. Como apuntó el escritor Milan Kundera, «la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido[12]». Nunca debemos olvidar el sufrimiento de sus víctimas y nunca debemos dejar de discutir las razones por las que todo aquello sucedió. En ese sentido, la historia de la Alemania nazi seguirá siendo «un pasado que no quiere pasar».