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¿Un «camino tortuoso hasta Auschwitz»?

El Holocausto

«La plaga de los judíos debe ser erradicada de

forma absoluta. Nada debe quedar de ellos».

Joseph Goebbels.

El 22 de mayo de 1945 a las afueras de la localidad alemana de Barnstedt, un pequeño grupo de harapientos soldados alemanes fueron detenidos por una patrulla inglesa. Uno de los alemanes, bajo y delgado, se presentó como el soldado «Heinrich Hitzinger» mostrando un documento de identidad falso. En realidad, aquel pálido soldado no era otro que el otrora todopoderoso Reichsführer de las SS, Heinrich Himmler. Se había afeitado su característico bigote y tenía un ojo cubierto por un parche. Ignorando la terrorífica reputación de todas las organizaciones asociadas con su nombre, se había intentado escabullir con el uniforme de sargento de la Policía Militar Secreta, una subdivisión de la Gestapo. No se percató de que aquel uniforme le convertía automáticamente en un sospechoso para los aliados.

Nadie conocía la verdadera identidad de aquel hombre vestido con el uniforme de un simple sargento ni la de sus acompañantes, que se presentaban como antiguos miembros de la policía alemana. El tratamiento que le dispensaron posteriormente los británicos le pareció tan indigno al soldado «Hitzinger», que reclamó hablar con el comandante del campo de prisioneros. Durante la conversación se quitó el parche, se puso las gafas y reveló su verdadera identidad. Los británicos le pidieron que se desvistiese para evitar que se suicidase con alguna cápsula escondida entre sus ropas. Sin embargo, Himmler escondía una cápsula de veneno en su boca. Cuando un doctor intentó revisarle la boca este mordió la cápsula de cianuro. Todos los intentos de los doctores aliados por mantenerle con vida fueron inútiles. El que había sido el poderoso jefe de las temidas SS fue enterrado en una tumba anónima en un lugar desconocido a las afueras de Lüneburg. Al menos de esa forma Heinrich Himmler comparte para siempre el destino al que condenó sin remedio a millones de sus víctimas y todo para, en palabras de Hitler, «mantener la pureza de la sangre alemana[1]».

El antisemitismo en la historia

El Holocausto debe ser analizado en el contexto del antisemitismo europeo, generalizado en Europa durante siglos, que alimentó el monstruoso racismo que asociamos hoy con el Tercer Reich. El primer factor a tener en cuenta, pues, es que el antisemitismo no fue un fenómeno puramente alemán[2].

La trágica historia del pueblo judío se encuentra relacionada con dos acontecimientos históricos decisivos: la crucifixión de Cristo y el fracaso del levantamiento contra el Imperio romano entre los años 69 a 79 a. C. El primer acontecimiento significó que tuvieran que asumir la responsabilidad histórica de haber asesinado a Cristo, algo que siempre rechazaron ya que en el judaísmo el Mesías es considerado «el Elegido» enviado por Dios para salvar al pueblo judío. El segundo acontecimiento tuvo como consecuencia la venganza de Roma, lo que motivó a gran parte de la población judía a dispersarse (la Diáspora). Esto supuso que el pueblo judío no contase con una país propio hasta 1948 con la fundación del Estado de Israel. A partir de la Diáspora, la historia del pueblo judío se caracterizó por los abusos que recibieron en todos los lugares en los que sus miembros se asentaron. En España fueron expulsados por los Reyes Católicos. La observancia religiosa también originó otro prejuicio contra ellos al acusarles de usura ya que la Iglesia católica consideraba el prestar dinero con intereses como un pecado. El teólogo de la Reforma, Lutero, fue un ferviente antisemita durante su juventud. Como consecuencia, los protestantes, aunque eran enemigos de los católicos, tampoco simpatizaron con la población judía.

Hacia el siglo XIX, con el reforzamiento del nacionalismo, los judíos fueron considerados elementos extraños y enemigos de la nación, convirtiéndose en los chivos expiatorios de muchos problemas nacionales. Se les veía como un peligro para la «pureza ideológica» de la nación. En Rusia se dieron numerosos casos de brutales pogromos, o atrocidades contra los judíos. El peor estallido antisemita se produjo en la localidad de Kishinev en 1903, donde durante dos días a la población local se le permitió atacar a los judíos. Como resultado de aquellas jornadas brutales, cincuenta judíos fueron asesinados sin que intervinieran las fuerzas del orden.

El antisemitismo europeo general afloró en los años 1890 a raíz del polémico caso Dreyfus en Francia. Alfred Dreyfus, un oficial judío, acusado de espiar para Alemania fue condenado y enviado a prisión en la Guyana. Años después fue declarado inocente, sin embargo, el caso dividió a Francia en dos. La derecha política (el ejército y la Iglesia católica) estuvieron a favor de condenar a Dreyfus, en parte por su origen judío, considerando que no era un francés auténtico. Al final se demostró que el auténtico espía no era judío. Al menos Dreyfus consiguió que se hiciera justicia, algo que no sucedería con la mayor parte de los judíos en el siglo XX.

El antisemitismo en Alemania

A pesar de que el antisemitismo era común en Europa, resulta muy difícil comprender por qué el alemán fue tan violento y brutal durante el período nazi. Alemania había reaccionado históricamente contra la Revolución francesa, cuyos preceptos incluían la igualdad de los judíos. El filósofo Fichte consideraba que los judíos minaban a la sociedad alemana. Al final del siglo XIX, el historiador Heinrich von Treitschke declaraba públicamente que «los judíos son nuestro infortunio». El compositor Richard Wagner ensalzaba en sus óperas la mitología y la raza alemana y representaba a menudo a los judíos como caracteres malvados[3]. El yerno de Wagner era el inglés Houston Chamberlain, quien escribió el influyente trabajo antisemita Los fundamentos del siglo XIX. Otro pensador que tuvo una gran influencia en el antisemitismo alemán fue el francés Arthur de Gobineau, que escribió la obra Sobre la desigualdad de las razas humanas, en la que manifestaba que la raza era el factor fundamental en el auge y la decadencia de las naciones. El antisemitismo también había obtenido el apoyo de sectores académicos. Von Treitschke y De Lagarde habían obtenido un gran prestigio académico por sus teorías de que los judíos constituían «una nación dentro de una nación».

Durante la Primera Guerra Mundial, 12 000 judíos dieron su vida por Alemania, algo que nadie reconoció. La gran mentira antisemita propagada tras el fin del conflicto y que caló especialmente fuerte en la derecha alemana fue la de la «puñalada por la espalda». Según la misma, los judíos habían traicionado a Alemania fomentando la revolución en el interior cuando el ejército alemán estaba a punto de obtener la victoria. Se les culpó de la Revolución de 1918, cuando en realidad la mayor parte de sus líderes no eran judíos. Los comandantes alemanes sabían perfectamente que Alemania había sido derrotada en el campo de batalla, sin embargo, se negaban a reconocerlo. Otro efecto destacado de la Primera Guerra Mundial fue que produjo una generación de soldados desilusionados que rechazaban la democracia alemana y que estaban dispuestos a aceptar las teorías racistas de los numerosos grupos radicales del momento. En esa época, el libro antisemita ruso Los protocolos de los ancianos de Sión, que describía una falsa conspiración judía para dominar el mundo, se convirtió en un gran éxito de ventas en Alemania[4]. La propaganda antisemita exageraba sistemáticamente el control de las profesiones por los judíos.

A pesar de todo, que Alemania donde los judíos habían recibido, en general, un trato moderado se convirtiese en el marco para el asesinato a sangre fría de los judíos europeos ha sido una cuestión que ha causado la perplejidad de los historiadores. La explicación más coherente es que en el Sur de Alemania y en Austria convergieron de forma virulenta dos corrientes extremas de antisemitismo: una católica, que hundía sus raíces en la historia, y otra antimodernista, que odiaba a los judíos por considerarlos capitalistas, antipatriotas y cosmopolitas que ponían en riesgo la sociedad tradicional y sus valores. Para los antisemitas, las supuestas «conspiraciones» judías iban al mismo tiempo, y paradójicamente, dirigidas a ayudar al capitalismo mundial y a la revolución socialista internacional. Otro de los motivos para el auge del antisemitismo fue que un número creciente de judíos se estaba secularizando y ya no se mantenía al margen de la sociedad, lo que era considerado por muchos alemanes y austriacos como un riesgo para sus sociedades. El judaísmo secularizado que proyectaba parte de la energía y de las prácticas religiosas y sociales del judaísmo hacia un campo más amplio, tuvo un papel de primer orden en el desarrollo de algunas características económicas, intelectuales y políticas del mundo moderno. Los judíos eran excelentes empresarios capitalistas y no es necesario recordar aquí su destacado papel en el desarrollo de la ciencia, la psicología y el movimiento modernista en el arte.

En cuanto al pensamiento político y su práctica, si bien existían judíos liberales y conservadores, también destacaron en los movimientos socialistas. En ese sentido, la revolución bolchevique de 1917 creó un peligroso vínculo en la mente de la derecha radical alemana entre el judaísmo y el comunismo debido a que algunos líderes bolcheviques como Trotsky y Zinoviev eran judíos. La generación de desilusionados antiguos combatientes en la Primera Guerra Mundial consideraba a la República de Weimar como corrupta y fueron fácilmente captados por los grupos de extrema derecha que identificaban a los judíos como un «cáncer» en el cuerpo político alemán. Tan sólo cuando fueran extirpados los judíos y sus aliados comunistas podría ser vengada la humillación y la derrota de 1918.

Para el historiador S. Friedlander, los miembros de la élite alemana del ejército, las universidades y la administración fueron particularmente culpables, pues permitieron que su obsesión de que los judíos gozaban de demasiada influencia en la sociedad alemana fuese utilizada por los nazis para sus propósitos genocidas[5].

El antisemitismo sirvió a los nazis como un modelo de explicación para todas las desgracias nacionales, económicas y sociales que habían sufrido los alemanes desde la derrota en la Primera Guerra Mundial. A pesar de todo, es preciso matizar que la retórica antisemita no fue la causa del éxito del partido nazi. La mayoría de los alemanes que apoyaron con sus votos a los nazis estaba motivada por el desempleo, el colapso de los precios agrícolas y el temor al comunismo. De hecho, en una encuesta que se realizó en 1934 sobre los motivos por los que habían apoyado a los nazis, el 60 por 100 de los encuestados ni siquiera mencionaba a los judíos. ¿Por qué sucedió entonces en Alemania y no en otros Estados? La historia nos enseña hoy que el genocidio, lamentablemente, no ha sucedido únicamente en Alemania. Millones fallecieron en los campos del Gulag de Stalin, en China y en Camboya. Sin embargo, lo que hizo al Holocausto único fue la eficiencia industrial con la que se ejecutó.

Existen tres cuestiones principales para analizar el Holocausto judío durante el Tercer Reich: ¿fue el resultado de un plan a largo plazo de Hitler para acabar con los judíos? Los historiadores que aceptan esta versión («intencionalistas») estiman que este puede encontrarse en la obra de Hitler, Mein Kampf. ¿Fue, por el contrario, la urgencia de la guerra la que causó el Holocausto? Los historiadores que asumen esta versión («estructuralistas» o «funcionalistas») sostienen que Hitler no contaba con un plan para asesinar a los judíos en masa y, por lo tanto, no tuvo un papel destacado en el mismo. ¿En que momento se tomó la decisión de la «Solución final»? Esta cuestión es muy relevante ya que pudo estar ligada a la decisión de Hitler de invadir la Unión Soviética en 1941.

El antisemitismo de Hitler

Los historiadores han buscado en vano algún motivo concluyente para el antisemitismo en la juventud de Hitler. Una tesis interesante, aunque débil, fue propuesta por Kimberley Cornish en su obra El judío de Linz. Sugiere que el «niño judío» del que habla Hitler en Mein Kampf era el filósofo Ludwig Wittgenstein. Hijo de una familia adinerada es posible que despertase la envidia de Hitler[6]. La idea es original sin embargo, la búsqueda de motivos para su antisemitismo no explican su posterior virulencia. La realidad es que «permanecemos en la oscuridad respecto a por qué Hitler se convirtió en un maníaco antisemita[7]». No se conocen las causas del odio patológico de Hitler hacia un pueblo que no le había hecho ningún mal a él o a su familia. Según Joachim Fest, «en lo que respecta a su más íntimo secreto, en particular su odio a los judíos, Hitler ha logrado zafarse del mundo». Existen teorías poco convincentes sobre la posibilidad de que una prostituta judía le hubiese transmitido la sífilis y de que los profesores que no le admitieron en la Academia de Viena eran judíos[8]. Nada de eso ha podido ser probado. Según el historiador Schramm, «en el fondo, todos los intentos de explicar la intensidad inconmensurable y sin precedentes del antisemitismo de Hitler acaban por hundirse en lo inexplicable[9]». Existe, sin embargo, un pasaje revelador en Mein Kampf en el que señala su protesta porque no se hubiera sometido a «unos doce mil o quince mil de estos hebreos corruptores de pueblos a la acción de los gases venenosos» como sucedió con miles de soldados alemanes en el frente occidental durante la Primera Guerra Mundial[10]. Al llegar a Viena, Hitler manifestó:

«Adonde yo fuese, sólo veía judíos, y cuantos más veía tanto más se diferenciaban ante mis ojos de las otras personas (…). ¿Existía alguna inmundicia, alguna desvergüenza en cualquiera de sus formas, sobre todo en la vida cultural, en la que por lo menos no hubiese participado un judío? Conforme iba cortando y penetrando, con precaución, en uno de esos muros, encontraba a un pueblo judío como si fuera un gusano en el cuerpo que se pudre, a veces cegado por la repentina luz (…). Empecé, paulatinamente, a odiarlos[11]».

La idea de que el antisemitismo de Hitler proviene de sus años en Viena ha sido también puesta en entredicho recientemente. Algunos historiadores consideran que su antisemitismo se originó después de la Primera Guerra Mundial. Brigitte Hamman, en su obra La Viena de Hitler, afirma que Hitler acudía a fiestas con judíos. Antes de 1919 es preciso destacar también hechos como la amistad con un judío en Viena en el albergue en el que se alojaba. También vendió varias de sus acuarelas a través de marchantes judíos a los que consideraba más honrados y gran parte de las pinturas de la etapa de Viena se las compraron judíos[12]. La condecoración que recibió durante la guerra se la concedió un oficial judío. Otra teoría apunta a que Hitler odiaba al médico judío que había tratado a su adorada madre. Hitler habría reprimido su odio que posteriormente irrumpió en 1918 cuando Alemania ocupó el lugar de su madre en su vida. Esta tesis resulta muy dudosa debido al hecho de que Hitler visitó al doctor Bloch cuando entró victorioso en Viena y siempre se preocupó de que fuera dejado en paz por las fuerzas de seguridad alemanas.

El historiador R. Binion intentó buscar las causas en el fracaso del doctor Bloch en salvar a la madre de Hitler. De esa forma, la inútil operación quirúrgica llevada a cabo contra el cáncer de su madre (representaría el programa de expulsión), su muerte como homicidio compasivo (sería el programa de eutanasia) y posteriormente la venganza de Hitler contra Bloch estaría representada en la «Solución final». También pensaba que mientras se recuperaba del ataque con gases en la Primera Guerra Mundial, Hitler habría unido la muerte de su madre con la derrota de Alemania, culpabilizando a los judíos de ambos traumas. Hitler habría sobrevivido «con la resolución de entrar en la política para matar a los judíos». Existiría así una línea política que uniría Pasewalk a Auschwitz[13].

Sin embargo, el neuropsicólogo norteamericano S. L. Chorover ha criticado las tesis especulativas de corte psicológico:

«A pesar de su seductor atractivo, la especulación psicológica explica muy poco, y el empeño en invocar los “motivos inconscientes” de Hitler (“cuando era un muchacho, su madre fue tratada de cáncer de mama sin éxito, por un médico judío”), o la inestabilidad psicológica de sus lugartenientes (“Goering era un toxicómano; Goebbels, un paranoico confirmado”) convirtiéndolos en la clave para entender la violencia masiva, es equiparable a un ejercicio de justificación política. En el genocidio nazi no faltaron las dimensiones psicológicas, pero los intentos por explicar el genocidio en términos psicológicos carecen de poder explicativo real. Hitler y su camarilla no fueron un grupo de demonios psicóticos responsables de la movilización de ciegas fuerzas sociales[14]».

Es probable, también, que Hitler en realidad no odiara a los judíos, que tan sólo fuera un elemento más de su política personal para canalizar las frustraciones y el odio de la sociedad alemana. En Mein Kampf señalaba que a la masa era preciso mostrarle un solo enemigo, porque el conocimiento de varios sólo despertaba la duda. Es muy posible que nunca conozcamos los verdaderos motivos[15].

En su controvertida novela filosófica, The Portage to San Cristóbal of A. H., George Steiner permitía que Hitler se explicara atribuyendo su odio a los judíos a lo que él consideraba eran las «invenciones mentales judías» atribuidas a tres judíos en particular: Moisés, Jesús y Marx. El Hitler de Steiner consideraba que el apoyo que había recibido de la comunidad mundial para aniquilar a los judíos provenía del odio universal hacia la «invención de la conciencia» judía debido al tormento que habían infligido las exigencias éticas de Moisés, Jesús y Marx, culpables del «chantaje de la trascendencia». Este chantaje se concretaba, según Hitler, en los Diez Mandamientos de Moisés, el Sermón de la Montaña de Jesús y las peticiones de mayor justicia social de Marx, tres pensamientos que atormentaban al hombre con las exigencias de conciencia, amor y justicia. «¿Qué son nuestros campos comparados con eso?». Hitler se autoexculpa en la novela comparando el genocidio judío con la aniquilación de los habitantes del Congo por los belgas, la guerra de los Bóers donde se inventaron los campos de concentración y, finalmente, con Stalin, «nuestro terror fue una feria de carnaval comparado con el suyo[16]».

Los años de gradualismo, 1933-1939

La actuación de los nazis en el antisemitismo fue gradualista. Las primeras medidas no hacían sospechar el trágico final. De hecho, para algunos alemanes las medidas de discriminación legal eran bien merecidas por los judíos. Para los más liberales, una vez que se estableció el sistema represivo, era inútil oponerse a esas medidas. Mostrar simpatía o proteger a los judíos era poner en riesgo su libertad y hasta su vida.

La discriminación legal

Los nazis no deseaban tomar medidas inmediatas contra los judíos, pues temían que se descontrolasen. El 1 de abril de 1933 se organizó un boicot nacional a las tiendas y a los comercios judíos. Los hombres de las SA permanecieron en la entrada de los establecimientos convenciendo a las personas de que no entraran. Sin embargo, el boicot no fue seguido por todos los alemanes y causó una impresión muy negativa fuera de Alemania. Según informaba el 3 de abril el periódico oficial del partido nazi, algunos clientes habían incluso intentado forzar la entrada en los comercios a pesar de la oposición de las SA. Resultaba evidente que el lavado de cerebro a los ciudadanos alemanes para que adoptaran el antisemitismo no había hecho efecto todavía. Sin embargo, el imperio de la ley había dejado de existir en Alemania a partir del 30 de enero de 1933 y los judíos ya no contarían con ninguna protección legal efectiva. Al presidente Hindenburg tan sólo le preocupó que se discriminara a los veteranos de guerra judíos[17].

La represión contra los judíos se concretaría con una serie de medidas legales conocidas como las Leyes de Núremberg. Las mismas hicieron obligatoria la «pureza racial» en la vida diaria alemana y prohibieron los matrimonios entre «arios» y «no arios». Los judíos ya no podían votar en las elecciones alemanas y una ley de ciudadanía del Reich les privaba de la ciudadanía alemana. De esa manera, judíos alemanes que habían vivido en Alemania durante siglos se convertían de la noche a la mañana en gente sin patria en su propio país. Los judíos pasaron de ser «ciudadanos» a «sujetos» del Tercer Reich. Los judíos no podían contratar a mujeres alemanas de menos de cuarenta y cinco años, por el temor de que estas fuesen seducidas por ellos y pudiesen quedar embarazadas. A los judíos se les obligó a escribir en hebreo, algo totalmente absurdo ya que la mayoría sólo sabía escribir en alemán.

Por otra parte, las leyes de Núremberg definían quién era o no judío. Se establecieron tres categorías: judío; Mischling (en parte judío) de primer grado y Mischling de segundo grado. Un judío era alguien con tres abuelos judíos o con dos abuelos judíos que perteneciese a una comunidad religiosa judía. Aquellos que tenían dos abuelos judíos que no estaban casados con judíos y no eran miembros de una comunidad judía eran Mischling de primer grado. Los que sólo contaban con un abuelo judío eran de segundo grado. Cualquier diferencia a la hora de categorizar a una persona significaba la diferencia entre la vida y la muerte. El resto de las minorías fueron discriminadas en base a la Ley para la Protección de la Sangre Alemana y el Honor Alemán, que formaba parte de las leyes de Núremberg. Según la misma, los alemanes no podían contraer matrimonio o tener relaciones sexuales con personas de «sangre extranjera». El ministro del Interior se encargó de especificar quiénes eran: «gitanos, negros y sus bastardos».

La gran ironía de la legislación racial alemana era que, ni Hitler ni la gran mayoría de los jerarcas nazis, eran «verdaderos alemanes», pues no habían sido criados en Alemania. Hitler era austriaco, así como Adolf Eichmann. Rudolf Hess fue criado en Egipto. Alfred Rosenberg, considerado como el ideólogo del nazismo, provenía de Estonia. El ministro de Agricultura, Walther Darré, había sido educado en Inglaterra. El líder de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Schirach, podía haber sido ciudadano norteamericano pues su madre era estadounidense. Por otra parte, no se trataba ni mucho menos de físicos «perfectos». Hitler era de corta estatura y siempre hubo algo ridículo en su físico, como fue puesto en evidencia en la película de Chaplin, El Gran Dictador. El Führer ni siquiera cumplía los requisitos mínimos exigidos para ingresar en su guardia de élite. Goebbels era menudo y cojo. Goering era un hombre obeso y adicto a la morfina. Himmler era un miope sin ningún vigor físico[18]. Albert Forster, gobernador del Reich durante la guerra de la zona de Danzig-Prusia Oriental, había dicho de Himmler: «Si yo tuviera su cara no hablaría para nada de raza[19]». Hess estaba claramente desequilibrado. Estos eran los hombres que, a pesar de su origen variopinto y sus físicos deficientes, tenían como misión en la vida la uniformización racial de Alemania y acabar con los «inferiores raciales».

La «noche de los cristales rotos»

Hasta 1938 los actos de violencia contra los judíos habían sido limitados y fueron llevados a cabo, en general, por miembros de las SA cuyos críticos denominaban «la basura parda». Todo esto cambió radicalmente la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, la Kristallnacht («noche de los cristales rotos», debido a la cantidad de escaparates y ventanas propiedad de judíos que se rompieron durante la misma). Comenzó como un acto de venganza por la muerte de un diplomático alemán en París, asesinado por Hirschel Grynszpan, un judío de diecisiete años. (Curiosamente el diplomático alemán, Ernst vom Rath, estaba siendo investigado por la Gestapo, que consideraba que estaba envuelto en una conspiración contra Hitler).

Aunque se intentó representar la «noche de los cristales rotos» como una reacción popular y espontánea, nada de eso sucedió. En la Kristallnacht ardieron 191 sinagogas y 36 judíos fueron asesinados tan sólo en Berlín. En toda Alemania fueron asesinados 91 judíos y 7500 comercios fueron destruidos. En Leipzig, a los judíos se les metió en el zoológico y se invitaba a los espectadores a arrojarles basura y escupirles. En muchas ciudades los cementerios fueron profanados y se rompieron las lápidas. Para agravar el insulto a los judíos, se les obligó a pagar los cristales rotos en las tiendas. Se trató de un momento clave en la política nazi contra los judíos. Las medidas antisemitas de la «noche de los cristales rotos» fueron suspendidas el 3 de abril por razones económicas y por la indiferente reacción del pueblo alemán. Un ejemplo de la respuesta popular fue la forma como se desarrolló el boicot en la localidad de Wesel. Allí el dueño de una tienda, Erich Leyens, portando sus medallas, distribuyó panfletos a los viandantes preguntándoles si esa era la gratitud de la patria hacia los 12 000 soldados judíos que habían fallecido en la guerra. Con su acción se ganó el apoyo de los residentes, los cuales forzaron la retirada de las SA[20].

Ciudadanos alemanes observan un negocio judío atacado.

Hermann Goering, como encargado del plan cuatrienal de la economía alemana, señaló: «No dañan a los judíos sino a mí, que soy la autoridad responsable de la coordinación de la economía alemana». Sin embargo, y al mismo tiempo, Goering estaba tomando medidas para acelerar el plan de eliminar «a los judíos de la economía alemana[21]». Hacia finales de 1938 los judíos habían sido apartados de forma efectiva de la vida diaria en la Alemania nazi.

Tras la unión con Austria los atropellos contra los judíos en ese país aumentaron de forma notable. Los austriacos, que según Alfred Polgar no resultaban buenos nazis pero eran unos excelentes antisemitas, dieron rienda suelta a su odio. La ferocidad de los ataques llegó a avergonzar a la misma Gestapo. Las tiendas judías fueron saqueadas a voluntad. A algunos se les robaban el dinero y las joyas en las calles, a la vista de todos. Muchos fueron sacados a la fuerza de las tiendas y de sus hogares, y se les forzaba a fregar las calles mientras la multitud gritaba: «al fin trabajan los judíos». Les daban patadas y les sometían a todo tipo de humillaciones, como obligarles a comer césped o hacerles lavar las calles con cepillos de dientes. El escritor alemán Carl Zuckmayer escribió: «La ciudad se convirtió en una pesadilla de un cuadro de El Bosco (…) se desató la envidia, la maldad, el resentimiento y la ciega sed de venganza[22]». Cientos de judíos se suicidaron en actos de desesperación. La situación se descontroló tanto que el mismo Heydrich tuvo que recriminar el asalto indiscriminado contra los 200 000 judíos que vivían en Austria. El antisemitismo general en Europa se hizo evidente cuando se les negó la posibilidad de emigrar a otros países. Algunos consiguieron escapar a países que luego serían invadidos por los alemanes iniciando otra vez su persecución. La incorporación de 200 000 judíos austriacos al Tercer Reich equilibraba el número de judíos que los nazis habían expulsado de Alemania hasta marzo de 1938.

Tras la guerra, los austriacos prefirieron presentarse como víctimas del Tercer Reich, algo que es preciso matizar. Hitler era austriaco, así como Eichmann. La ferocidad del antisemitismo austriaco tenía sus orígenes en propagandistas como Karl Lueger y August von Schönerer antes de la Primera Guerra Mundial. La histérica bienvenida a Hitler cuando ingresó en Austria en 1938 demuestra que la política antisemita era muy popular entre los austriacos. Tras la guerra los austriacos hablaban de «la violación de Austria por Alemania» pero, como señaló un observador, «si eso fue una violación, nunca he visto a una víctima más dispuesta[23]». Tras la unión con Alemania, en Austria se estableció el campo de Mauthausen, donde los prisioneros extrajeron piedra para las fabulosas construcciones de Albert Speer.

La emigración forzosa

Desde la toma del poder por los nazis, muchos judíos decidieron abandonar voluntariamente Alemania. Muchos judíos con medios suficientes emigraron, en especial a Palestina, Gran Bretaña y Estados Unidos. Entre los más destacados emigrados se encontraban Albert Einstein y el compositor Kurt Weill. Desde 1938 se puso en práctica una nueva modalidad de antisemitismo: la emigración forzosa. Las propiedades judías fueron confiscadas para financiar la emigración de los judíos sin medios. En seis meses Eichmann había forzado la emigración de 45 000 personas, una cantidad que llevó a la creación en 1939 de la Oficina Central para la Emigración Judía controlada por Heydrich y Adolf Eichmann.

Debido a la persecución que sufrían en Alemania, la mitad de los judíos decidió abandonar el país antes del inicio de la guerra. Técnicamente los judíos habían abandonado voluntariamente el país, sin embargo, se les obligó a abandonar todas sus posesiones. Dadas las circunstancias, muchos decidieron permanecer en Alemania antes que verse privados de todas sus posesiones. Otros consideraron que el nazismo se iría moderando y que un sistema tan radical no podía sobrevivir en un país supuestamente tan civilizado como Alemania. La gran ironía de la persecución de los judíos en Alemania era que estos se encontraban mucho más integrados en la sociedad que aquellos que vivían en Francia y en Gran Bretaña.

En suma, a pesar de las medidas antisemitas de 1933 a 1939 es difícil afirmar que los nazis estuviesen llevando a cabo una política clara respecto al llamado «problema judío». El año 1938 supuso una radicalización evidente del antisemitismo nazi. Las medidas legales, la violencia de la «noche de los cuchillos largos» y la emigración forzada parecen demostrar que el régimen estaba dispuesto a radicalizar sus medidas contra los judíos.

Octubre de 1938, Expulsión de judíos polacos de Alemania.

El discurso de Hitler de 30 de enero de 1939

El 30 de enero de 1939 Hitler pronunció un discurso cuya relevancia es discutida por los historiadores. En el mismo señaló que «si las finanzas judías consiguen una vez más sumir al mundo en la guerra, eso supondrá la destrucción de la raza judía en Europa». Algunos historiadores sostienen que se trató de una verdadera declaración de guerra al pueblo judío. Otros argumentan que no siempre se podían tomar los discursos de Hitler en serio. Apuntan al caso de Checoslovaquia en 1938, en un primer momento Hitler señaló que sería destruida, si bien dos meses después aceptó una solución que la debilitaba, pero no la destruía. Sin embargo, en el caso de los judíos la amenaza de Hitler de enero de 1939, de que si era derrotado en una guerra mundial se llevaría con él a los judíos en una orgía de destrucción, se hizo tristemente realidad.

La guerra y el genocidio

La invasión alemana de Polonia significó que los nazis obtuvieran la responsabilidad sobre tres millones de judíos. Además, el inicio del conflicto dificultó en gran medida la emigración de los judíos a países independientes. Los planes para asentar a los judíos en otros lugares pusieron tal presión sobre los suministros y el sistema de transporte que, a corto plazo, los líderes nazis en Polonia se vieron obligados a crear guetos para judíos como sucedió en Varsovia, Cracovia y Lublin en los que los judíos estaban obligados a portar la estrella de David. En realidad, los guetos se convirtieron en enormes campos de concentración, gigantescas salas de espera para la «Solución final», controlados por los consejos judíos o judenrat, cuyas actividades estaban a su vez supervisadas por los nazis[24]. Tras la invasión de Polonia, las SS y la SD obtuvieron el control absoluto para poner en práctica la política racial en los territorios ocupados. En septiembre de 1939 se unieron a la Gestapo y a la policía criminal para formar la Oficina de Seguridad Central del Reich (Reichssicherheitshauptamt o RSHA).

La fracasada opción migratoria

—Los acuerdos de Haavara—

En 1933 la Agencia Judía para Palestina que promovía la emigración a la región concluyó una serie de acuerdos con el ministro alemán de Economía. Bajo estos acuerdos, llamados de «Haavara», si los judíos alemanes se dirigían a Palestina pagarían dinero a una compañía judía. Una vez en Palestina, los emigrantes recibirían la mitad del dinero en moneda palestina, la otra mitad sería utilizada por la Agencia para comprar bienes alemanes beneficiando así a la economía alemana. Normalmente, los judíos que salían de Alemania no podían llevarse sus bienes con ellos, pero los nazis estaban dispuestos a hacer una excepción con tal de deshacerse de ellos. Hitler incluso señaló que mientras Gran Bretaña ponía dificultades para la emigración de judíos a Palestina, él estaba ayudando a que emigrasen. Sin embargo, estos acuerdos no llegaron a aplicarse ya que tras la anexión de Austria y de Checoslovaquia, también había judíos no alemanes bajo control del Gobierno nazi[25].

—El «Plan Madagascar»—

Otra alternativa que barajaron los nazis para deshacerse de los judíos alemanes fue el «Plan Madagascar», que fue seriamente valorado entre 1938 y 1940. La idea era crear una especie de «reserva» judía en la isla colonial francesa de Madagascar. Himmler hablaba de una «Solución final territorial» para el «problema judío». Himmler se mostró muy favorable al proyecto escribiendo incluso a Hitler en mayo de 1940 para apoyarlo. Eichmann y sus colaboradores se pusieron a diseñar el proyecto que aspiraba a desplazar a cuatro millones de judíos, un millón por año durante cuatro años, a la inhóspita isla del océano Índico. ¿Significó el «Plan Madagascar» que Hitler no tenía la intención final de exterminar a los judíos? En realidad, el «Plan Madagascar» nunca supuso una alternativa al exterminio. Las autoridades nazis sabían que la mayoría de los judíos fallecerían como consecuencia del transporte y de las enfermedades en la isla, con lo que el exterminio se camuflaría como «proceso natural[26]». Una vez en Madagascar, los judíos no serían independientes, pues la isla se convertiría en un inmenso gueto dirigido por las SS. Por supuesto, a nadie de la cúpula nazi le importaba el destino final de los judíos en la isla. Madagascar no sería un paraíso tropical para los judíos. Se trataba de abandonarlos a su suerte para que, de ser posible, muriesen en la isla. Sin duda se trataba también de una política genocida. Asimismo, es preciso señalar que el transporte lo organizaría Philip Bouhler (que iba a ser nombrado primer gobernador de Madagascar), quien ya se había encargado del plan de la eutanasia.

Durante el verano de 1940 la cúpula nazi se tomó la cuestión de Madagascar muy en serio. El problema de la opción de Madagascar fue su situación geográfica. El dominio absoluto de Gran Bretaña sobre las rutas marítimas hacía muy difícil la viabilidad del plan. Por otro lado, en el momento que fue concebido, Alemania no había derrotado todavía a los franceses y Madagascar era todavía una isla colonial francesa[27].

—Polonia—

Polonia se convirtió en el centro de atención como posible zona para establecer una «reserva» judía. En octubre de 1939, Eichmann recibió órdenes para deportar a judíos del antiguo territorio de Checoslovaquia. Un posible lugar para la instalación de los judíos era cerca de la ciudad polaca de Lublin. Cuando los judíos se dirigían a la zona, una contraorden de Berlín les obligó a regresar a sus lugares de origen. Al parecer la contraorden se produjo como consecuencia de la llegada a varias zonas de Polonia de alemanes del territorio controlado por la Unión Soviética tras el reparto de Polonia con Alemania tal y como se acordó en el pacto germano-soviético de agosto de 1939. Hitler consideraba prioritario el bienestar de los alemanes que se iban a instalar en las zonas previstas para el asentamiento de los judíos.

Para la jerarquía nazi, la cuestión de qué hacer con los judíos «no deseados» se hizo más apremiante tras las victorias sobre Polonia y la primera parte de la campaña contra Rusia. Goering llegó a sugerir que los judíos norteamericanos y canadienses ricos debían comprar terrenos en América del Norte para acoger a los judíos europeos.

En suma, entre noviembre de 1938 y finales del verano de 1941, la emigración (en realidad, la expulsión) de los judíos parece que se convirtió en la opción preferida de Hitler y la cúpula de las SS[28].

La invasión alemana de Rusia

La invasión alemana de Rusia en junio de 1941 supuso un acontecimiento decisivo en el proceso de genocidio y sentenció a los judíos[29]. En ese momento se consideró como una guerra racial librada por los grupos de las SS que se movían tras las tropas que avanzaban. Los cuatro grupos (Einsatzgruppen A-D) que seguían al ejército, o «grupos de acción», estaban encargados de localizar a todos los judíos y asesinarlos en fusilamientos masivos. Los miembros de los grupos, bajo el control de Heydrich, consistían en miembros de las Waffen SS, la Gestapo, la policía criminal (Sipo) y la policía del orden civil (Ordnungspolizei). Los oficiales provenían de la policía uniformada (Schutzpolizei) y la policía rural (Gendarmerie). Hoy se conoce que también participaron muchos soldados alemanes del ejército. Durante el invierno de 1941-1942 se estima que los Einsatzgruppen habían asesinado brutalmente a 700 000 judíos en Rusia occidental[30].

En los territorios capturados entre junio y noviembre de 1941, las fuerzas alemanas habían atrapado a cuatro millones de judíos, lo que hizo virtualmente imposible su transporte a los guetos. Los guetos que ya existían estaban abarrotados y sus comandantes reclamaban políticas alternativas por parte de las autoridades. El fracaso en vencer a Rusia en una rápida campaña hizo que las soluciones territoriales de reasentamiento más allá de los Urales fueran ya impracticables. El sangriento proceso de aniquilar a los judíos, y el impacto que causaba en los hombres encargados de su ejecución, suscitó la cuestión entre los jerarcas nazis de encontrar una «Solución final» al «problema judío».

El horror de la actividad de los Einsatzgruppen queda reflejado en el sobrecogedor testimonio de un testigo:

«Las personas que habían descendido de los camiones, hombres, mujeres, niños, todas ellas de varias edades, debían desnudarse inmediatamente, siguiendo las instrucciones de un hombre de las SS que mantenía empuñado un látigo de montar o para perros (…). Sin gritos y sin lloros, toda aquella gente se desnudaba, permanecía reunida por familias, se besaban y despedían entre ellos y esperaban la señal de otro hombre de las SS (…). Durante el cuarto de hora que estuve cerca de la fosa, no oí ni quejas ni ruegos de compasión (…). Observé a una familia compuesta de ocho personas (…). Una mujer ya vieja (…) tenía entre sus brazos a un niño de un año de edad, cantándole y haciéndole cosquillas (…). El matrimonio los miraba, con los ojos arrasados de lágrimas. El padre daba la mano a un chico de unos diez años y se hablaba en voz muy baja. El chico luchaba con las lágrimas. El padre, con un dedo, señaló hacía el cielo, le acarició la cabeza y parecía explicarle algo (…). Entonces el hombre de las SS gritó algo a su camarada en la fosa (…). Di la vuelta al montón de tierra y me encontré ante la gigantesca tumba. Los cadáveres se hallaban apelotonados de tal forma que sólo podía verse sus cabezas (…). Aquellas gentes completamente desnudas descendían por unos escalones (…) y resbalaban sobre las cabezas de los que allí yacían hasta alcanzar el lugar que el hombre de las SS les señalaba. Se echaban al suelo ante aquellas personas muertas o heridas y algunos acariciaban todavía a los que aún mostraban señales de vida, hablándoles en voz baja. Entonces oí una serie de tiros. Miré la fosa y vi que los cuerpos se convulsionaban o bien se habían derrumbado sobre los cuerpos de los que yacían debajo de ellos[31]».

La decisión del genocidio

Debido a la imposibilidad de alcanzar un acuerdo con Gran Bretaña respecto al «Plan Madagascar», y dado que los nazis rechazaban la opción permanente de los guetos, los líderes nazis tuvieron que considerar otras alternativas para acabar con el denominado «problema judío». A las máximas autoridades nazis no les inquietaban en absoluto las atroces condiciones de vida en los guetos judíos, sin embargo, los Gauleiter comenzaron a preocuparse por las espeluznantes condiciones de vida en los guetos y por la cantidad enorme de personas que engrosaban sus filas cada semana, lo que podía iniciar epidemias descontroladas. En algún momento de 1941 las «ventajas» de un programa de exterminio fueron mejor consideradas que la expulsión masiva de los judíos de Europa. Himmler supo que ya existía la tecnología para llevar a cabo el exterminio en forma de gas, pues ese sistema ya había sido probado en el programa de eutanasia[32].

¿En que momento se decidió el exterminio de los judíos? Esta es otra de tantas cuestiones polémicas sobre el nazismo. Para la historiadora Dawidowicz, la decisión tuvo que tomarse entre diciembre de 1940 y marzo de 1941. Considera que la inestabilidad causada por el inicio de la guerra mundial y posteriormente la invasión alemana de Rusia proporcionaron a Hitler una cobertura para su misión de asesinato masivo. La guerra y el exterminio de los judíos fueron interdependientes[33]. Existen, sin embargo, dos aspectos controvertidos en la visión de Dawidowicz. En primer lugar, las preparaciones para el asesinato sistemático de los judíos no comenzaron hasta el otoño de 1941, tres meses después del comienzo de la «Operación Barbarroja». En segundo lugar, la aniquilación de los judíos con gas no comenzó hasta principios de marzo de 1942, dos años después de iniciada la guerra. ¿Por qué tardaron los nazis dos años en llevar a cabo el exterminio en masa de los judíos cuando Dawidowicz considera que la guerra era la tapadera perfecta para su aniquilación?

Durante los primeros compases de la guerra con Rusia, los alemanes habían favorecido los fusilamientos en masa de judíos, comisarios rusos y gitanos. Eberhard Jäckel sostiene que la decisión principal se pudo tomar tan pronto como en el verano de 1940. Helmut Krausnick apunta a marzo de 1941, mientras que A. Hillgruber considera más convincente la fecha de mayo de 1941, momento en el que cree haber localizado una orden verbal de Hitler a Himmler para preparar los Einsatzgruppen para la exterminación de los judíos rusos. Haciendo un balance de las diversas teorías, es posible que las decisiones sobre el destino final de los judíos se tomaran entre marzo de 1941, cuando se decidió eliminar a los judíos soviéticos, y septiembre de 1941, cuando se decidió acabar con todos los judíos europeos[34]. Sin embargo, otras teorías afirman que la confusión sobre la decisión del genocidio continuó hasta meses más tarde. Así, en noviembre, 5000 judíos alemanes fueron ejecutados en Lituania mientras que en la localidad de Lodz, los alemanes se preocupaban por el deterioro de las condiciones sanitarias en el gueto. Otras tesis apuntan a una fecha tan lejana como diciembre de 1941, en la que en una reunión de Hitler con Himmler se pudo decidir la «Solución final».

Con todo, el debate de envergadura gira en torno a lo que realmente sucedió y el por qué sucedió. Existe cierto consenso sobre algunas características básicas del genocidio judío. Una de ellas fue la orden del ejército alemán de usar «medidas enérgicas y brutales» contra los judíos una vez que comenzase la invasión de Rusia. A esta directiva emitida por el Alto Mando alemán el 6 de junio de 1941, le siguió la instrucción de Goering a Heydrich de julio de 1941 en la que le ordenaba solucionar la «cuestión judía[35]».

Tras el avance de las tropas alemanas, los comandos de las SS consideraban que los métodos de fusilamientos masivos eran insatisfactorios y producían casos de derrumbe psicológico entre los hombres que tenían que llevarlos a cabo. Desde septiembre de 1941 el Einsatzgruppen C utilizaba camiones con gases para acabar con sus víctimas. Esta tecnología comenzó a reemplazar los fusilamientos masivos de judíos. Con la nueva tecnología disponible tan sólo restaba decidir dónde se emplazarían los campos de exterminio para gasear a los judíos. El primer campo de exterminio fue construido en Chelmno, en Polonia, donde se realizaron los primeros actos de exterminio con gas hacia el 8 de diciembre de 1941.

La conferencia de Wannsee, 1942

El 20 de enero de 1942 Reinhard Heydrich convocó una conferencia en Wannsee, el elegante suburbio de Berlín donde se encontraba el cuartel general de la RSHA (Grosser Wannsee 56/58). Heydrich fue el único alto dignatario nazi presente, aunque también acudieron representantes de los Ministerios de Justicia, Interior y Asuntos Exteriores, así como aquellos que administraban territorios en el Este. A diferencia del mito persistente sobre los criminales nazis como un grupo de asesinos ignorantes, la realidad es que en Wannsee, de los quince participantes, ocho tenían doctorados académicos. Heydrich consideraba que no debía quedar ningún judío con vida por el temor a que surgiese una «raza de vengadores[36]».

Algunos historiadores han considerado que la conferencia fue la última fase de un proceso de toma de decisiones que llevó a la «Solución final», aunque los asesinatos con gas se estaban produciendo ya antes. Gran parte de la misma se dedicó al estado legal de los matrimonios mixtos con judíos, aunque todo apunta a que el objetivo básico de la conferencia fue coordinar a las diferentes administraciones nazis en la aniquilación de los judíos. Sin embargo, una parte de la historiografía considera que la conferencia no fue más que la ratificación de una decisión que ya se había adoptado en octubre de 1941 entre Himmler y sus hombres. Algunos historiadores consideran que en la conferencia de Wannsee tan sólo se trató la logística del asesinato en masa[37].

Los campos de exterminio

El comandante del campo de Treblinka, Franz Stangl, describió que existían una gran cantidad de engaños para hacer creer que los campos eran tan sólo de prisioneros. En su campo había dispuesto una línea falsa de tren con carteles que indicaban lugares como «A Varsovia», para hacerles pensar que serían enviados a otros lugares. El comandante de Auschwitz, Hoess, intentaba que los asesinatos se produjeran en el «ambiente más tranquilo posible». Hoess confesaría: «Por supuesto que, a menudo, se daban cuenta de nuestras intenciones y, de vez en cuando, teníamos motines y dificultades. Muy frecuentemente las mujeres escondían a los niños bajo su ropa pero, obviamente, cuando los encontrábamos los enviábamos a ser exterminados[38]». Hoess llegaría posteriormente a quejarse de su «enorme trabajo» en Auschwitz teniendo que aniquilar a 9000 judíos diariamente. Aunque se construyeron campos por toda Polonia, en Chelmno, Belzec, Sobibor, Treblinka y Majdanek, Auschwitz ha pasado a simbolizar todo el horror del Holocausto. Auschwitz se ha convertido en el sinónimo del colapso de la civilización.

Para añadir aún más sufrimiento a los campos, el método de transporte de los judíos a los mismos era también brutal. Introducidos a la fuerza en vagones de transporte de mercancías donde apenas podían moverse, permanecían en los mismos durante días sin comida ni bebida. Cuando llegaban a sus destinos muchos habían fallecido. Al llegar tenían que esperar de pie durante horas mientras se les dividía en dos grupos: aquellos que podían trabajar y aquellos que, por edad o debilidad, eran inmediatamente enviados a las cámaras de gas[39]. A los elegidos para trabajar se les registraba y se les tatuaba un número en el antebrazo, posteriormente los desnudaban y les afeitaban la cabeza. A continuación se repartían los característicos uniformes con las rayas de color gris y eran conducidos a los barracones donde se les asignaba una litera y una manta que serían sus únicas posesiones[40].

La vida diaria en los campos era espeluznante. Los campos se encontraban plagados de ratas y piojos que vivían de los raquíticos cuerpos de los prisioneros. Las ratas devoraban a los muertos y a los gravemente enfermos. Bernd Naumann, un superviviente del campo de Birkenau, señalaría posteriormente que el hambre y la necesidad extrema convertían a los «prisioneros en animales[41]». Según un testigo, la «normalidad» de la muerte en los campos hacía que esta perdiese su carácter terrorífico. La supervivencia sólo era posible a través del egoísmo. Robar comida a los otros prisioneros o conseguir trabajos más ligeros cooperando con los guardias acusando a aquellos que rompían las normas del campo era parte del proceso de deshumanización que los nazis buscaban en los campos de concentración[42].

Judíos en un campo de concentración.

El proceso desde que llegaban los prisioneros hasta que sus cuerpos eran destruidos tomaba menos de dos horas. Las cámaras de gas estaban disimuladas aparentando ser unas duchas. El temor de que fueran algo peor era negado por miembros de las SS presentes mientras los prisioneros se desnudaban. Las brigadas especiales integradas por prisioneros (Sonderkommandos) se encargaban de que los otros presos se confiasen y sobornados aceptaban la tarea de la exterminación, de lo contrario eran ellos mismos gaseados. Los prisioneros desnudos eran conducidos desde la sala en que se habían desnudado a la cámara de gas donde, según creían, serían duchados. Una vez en el interior de las salas los guardianes se retiraban y los prisioneros quedaban encerrados. Mientras tanto remolques marcados con la Cruz Roja llevaban el suministro del Zyklon B del cual se extraía el gas que se inyectaba a través de unos respiraderos en el techo de la cámara de gas[43]. Por una horrible coincidencia el gas Zyklon B había sido utilizado ampliamente por los exterminadores de plagas en las casas y pisos de Europa central.

Tras esperar unos veinte minutos, un comando de prisioneros entraba en el interior llevando mascaras antigás. El espectáculo en el interior sobrecogía hasta los corazones más duros. La gran montaña de cuerpos reflejaba en sus posturas la última y desesperada lucha por respirar a medida que los cuerpos escalaban sobre los cadáveres y los moribundos mientras el aire poco a poco se iba agotando. Posteriormente los cuerpos sufrían la última profanación: los dientes de oro eran arrancados y a las mujeres se les cortaba el pelo que podía ser posteriormente utilizado. Nada era desperdiciado para el esfuerzo de guerra nazi. Los cuerpos eran finalmente arrojados a los crematorios. Según el comandante del campo, el olor era tan nauseabundo que los habitantes de la zona sabían que allí se estaba llevando a cabo un exterminio[44]. El aspecto más espeluznante de los campos de exterminio fue que, a diferencia de las otras etapas de la persecución e incluso asesinatos, la planificación, la administración y la puesta en práctica de las ejecuciones se llevó a cabo como «un montaje en cadena[45]». Unas 800 000 personas fueron exterminadas en Treblinka en trece meses, entre julio de 1942 y agosto de 1943. Sólo fueron necesarios 50 alemanes, 150 ucranianos y 1000 judíos obligados a trabajar con ellos, para llevar a cabo esa gigantesca matanza[46].

Himmler afirmó que el exterminio de los judíos era «una gloriosa página de la historia que nunca había sido escrita y que nunca lo sería[47]». Les exigió a sus hombres que se llevaran el secreto del genocidio a sus tumbas. El 2 de noviembre de 1944 Himmler ordenó que cesase el exterminio en las cámaras de gas. El 26 de noviembre ordenó que todas las cámaras de gas fuesen desmanteladas y que fuese destruida toda evidencia al respecto. La guerra estaba perdida y era preciso destruir toda evidencia que pudiese servir posteriormente para enjuiciar a los verdugos. Al final, entre seis y siete millones de judíos murieron en el Holocausto, eufemísticamente denominado por los nazis «la Solución final» del «problema judío».

Los experimentos médicos

En algunos campos, en especial en Auschwitz, las SS ofrecieron la posibilidad a algunos doctores para que, olvidando su juramento hipocrático de salvar vidas, llevaran a cabo experimentos médicos con los prisioneros que, a menudo, producían su muerte. Uno de los más tristemente célebres fue el doctor Josef Mengele, médico jefe del campo de Auschwitz. Su interés principal era la herencia genética. Experimentó sobre todo con gemelos y los sometió a todo tipo de aberraciones médicas. A los prisioneros se les inyectaban sustancias experimentales, normalmente letales, para comprobar su efecto. Su laboratorio estaba lleno de restos de humanos que habían sido asesinados en Auschwitz. Su impecable bata blanca le hizo ganarse el apodo del «ángel de la muerte». Mengele consiguió escapar a Sudamérica al final de la guerra. A pesar de los enormes esfuerzos por localizarle, Mengele falleció en libertad en Brasil en 1979[48].

Hitler había afirmado en mayo de 1942 que «los experimentos humanos son aceptables en principio si el estado de la salud pública está en juego[49]». Ese mismo mes se produjo una crisis de moral de algunas unidades del ejército que se quejaban de tratamientos médicos deficientes. Como respuesta, al doctor Paul Gebhardt, que trabajaba para la Waffen SS, se le dio la oportunidad de llevar a cabo experimentos en el campo de concentración de Ravensbrück hacia principios de julio de 1942. Para estudiar los efectos de las sulfonamidas, se provocaron infecciones en algunos detenidos de ese campo. Los resultados fueron presentados por médicos de las SS en reuniones con la Wehrmacht. También se realizaron experimentos de transplante de huesos y con gas mostaza para analizar sus efectos. El profesor August Hirt mantenía una «colección de huesos judíos» de víctimas que había seleccionado personalmente en el campo de Nartzweiler.

El ginecólogo Carl Clauberg experimentó para lograr un método de esterilización sin anestesia. Inyectaba sustancias cáusticas en las mujeres judías y gitanas que causaban un dolor inhumano y lesiones permanentes, incluso la muerte. El doctor Claus Schilling instauró un centro experimental sobre la malaria que no produjo ningún avance científico, causó un dolor infinito y se debió más a su obsesión por la materia que a motivos de necesidad pública.

Otros experimentos en Auschwitz y Dachau se llevaron a cabo a petición de la fuerza aérea. El doctor Sigmund Rascher, protegido de Himmler, obtuvo permiso para llevar a cabo experimentos médicos en Dachau. Se sumergía a prisioneros en agua helada para extraer datos que fueran útiles para los pilotos alemanes que caían al mar. A otros se les introducía en cámaras de presión para comprobar la resistencia humana a la presión atmosférica. Himmler se interesó personalmente por tales experimentos sin ninguna validez científica. Al final prefirió prescindir de un amigo tan comprometedor y, unos días antes de que Dachau fuera liberado, fue fusilado por orden personal de Himmler y todos sus documentos fueron destruidos. Al final, los experimentos no aportaron nada a la ciencia y causaron un daño irreparable a sus víctimas[50]. Tampoco consiguieron ningún avance positivo en la investigación sobre los efectos de la aviación o de los viajes espaciales sobre el cuerpo humano como en ocasiones se ha sugerido[51].

«Operación Reinhardt», 1942-1943

La «Operación Reinhardt» («Aktion Reinhardt») pretendía que tres campos: Belzec, Treblinka y Sobibor, se encargasen de la destrucción de tres millones de judíos polacos. Dirigida por Odilo Globocnik, la operación tenía tres objetivos: organizar el gigantesco traslado de tres millones de judíos a los campos, exterminarlos y tomar posesión de sus objetos para enviarlos a Alemania. Trabajando estrechamente con 450 miembros especialmente elegidos de las SS, el equipo de Globocnik gaseó a 1500 personas al día. Fueron ayudados por voluntarios entre los prisioneros soviéticos, muchos de ellos ucranianos. La operación fue considerada un «éxito». Si se incluye a Auschwitz, que no era parte de la operación, hacia finales de 1943 más de dos millones de judíos habían sido aniquilados y sus posesiones saqueadas. Parte de los 180 millones de Reichsmarks que fueron robados a las víctimas engrosaron el patrimonio de Globocnik lo que llevó a su cese. En mayo de 1945 se suicidaría para no caer en manos de los aliados[52].

La resistencia de los judíos

Uno de los hechos más controvertidos del Holocausto es la cuestión de por qué no existió una mayor resistencia judía al mismo. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que sí existieron levantamientos contra el régimen nazi por parte de los judíos, entre los cuales destaca el ocurrido en Varsovia en 1943. Asimismo, existieron levantamientos judíos en los campos de Treblinka en 1943 y Chelmno en 1945. Por otro lado, los alemanes controlaron los Judenrat (Consejos judíos) para dominar a los judíos y decidir las personas que iban a engrosar los campos de concentración. Los ancianos judíos de los consejos consideraron que la resistencia a los nazis hubiese agravado la situación en los guetos o hubiese supuesto la muerte inmediata para los miembros de los consejos[53].

El hecho más dramático de la resistencia judía al régimen nazi tuvo lugar en Varsovia en 1943. El levantamiento fue la consecuencia de la decisión de Himmler de acabar con el gueto de Varsovia[54]. Duró del 19 de abril al 15 de mayo. Durante el mismo, los desesperados resistentes judíos se refugiaron en las alcantarillas de la ciudad luchando angustiosamente contra las brutales fuerzas de las SS. Algunos consiguieron escapar y se unieron a la resistencia polaca. Fue una cooperación que no estuvo exenta de tensiones debido a que el antisemitismo en Polonia estaba muy extendido, por lo que los resistentes judíos no siempre eran bien aceptados por los polacos. Una parte de los polacos estaba incluso dispuesta a colaborar con los nazis en la persecución de los judíos (como sucedió en gran parte de los países europeos ocupados por los alemanes[55]). Otros polacos arriesgaron sus vidas para salvar a judíos. Tal vez, uno de los casos más célebres fue el del director de cine Roman Polanski, que fue escondido por dos campesinos polacos y consiguió sobrevivir a la guerra.

Una de las más extraordinarias características de la experiencia de los judíos bajo el nazismo fue la preservación de su cultura y su lenguaje en los guetos. Los judíos establecieron escuelas especiales en los mismos donde se enseñaba Yiddish (la lengua vernácula judía) además de historia hebrea. El gueto de Varsovia llegó a tener 4000 estudiantes entre 1940 y 1941. Esas escuelas proporcionaban, en palabras de Lucy Dawidowicz, «refugio, calor humano, atención sanitaria y médica, comida y seguridad emocional[56]».

Miembros de la resistencia judía.

Hubo personas que supieron situarse por encima del horror del Holocausto para mostrar al mundo que la civilización y los valores humanos sobrevivirían a los crímenes nazis. Un ejemplo demostrativo fue el caso de la judía holandesa Anna Frank, que se escondió junto con su familia en su casa de Ámsterdam durante meses hasta que fue traicionada y entregada a los nazis. Anna Frank fue enviada a un campo pero antes tuvo tiempo de escribir un diario en el que señalaba que «la paz y la tranquilidad regresarán[57]». Raoul Wallenberg, diplomático sueco, ayudó a cientos de judíos húngaros otorgándoles pasaportes suecos en Budapest. Su final fue trágico, pues se cree que Wallenberg falleció en una prisión soviética por órdenes de Stalin. Otra historia conocida fue la de Oskar Schindler en la que se basó la novela de Thomas Keneally, La lista de Schindler, llevada al cine con gran éxito. Schindler se benefició al principio de la guerra de los negocios con los nazis, pero se arrepintió posteriormente. Gracias a su habilidad, pudo proteger a los judíos de su fábrica y salvarlos de morir en los campos de exterminio. A finales de la guerra había salvado a unos 1200 judíos polacos, quedando casi en la bancarrota[58].

En este grupo de personas es preciso recordar también al diplomático español Ángel Sanz Briz, encargado de negocios de España en Budapest entre 1943 y 1944. Sanz Briz utilizó toda su influencia y sus contactos, así como su dinero (con el que sobornó al Gauleiter alemán), para evitar que miles de personas fueran conducidas a las cámaras de gas. Trabajando sin pausa, provisto de una gran determinación y coraje, Sanz Briz emitió miles de cartas de protección que garantizaban inmunidad a sus portadores. Cuando era interpelado por las autoridades pronazis o por Adolf Eichmann, quien supervisaba los planes de exterminio de la comunidad judía de Hungría, Sanz Briz afirmaba que se trataba de documentos para ser entregados sólo a judíos sefarditas, a quienes el Gobierno de Franco les reconocía su derecho a la nacionalidad española. En realidad, sólo una minoría de los aproximadamente 5200 judíos que salvó Sanz Briz era de origen español[59].

La reacción internacional al Holocausto

La Kristallnacht

Existieron importantes diferencias entre la actitud británica y la norteamericana hacia lo que sucedía en Alemania en relación con los judíos. La reacción del presidente norteamericano F. D. Roosevelt a los hechos de la «noche de los cristales rotos» en 1938 fue la retirada del embajador en Berlín en señal de protesta (aunque no se rompieron relaciones). La reacción británica no fue tan rotunda, aunque líderes británicos, como Halifax, manifestaron estar impresionados por la quema de sinagogas. Sin embargo, Gran Bretaña aceptó a 40 000 judíos alemanes tras la Kristallnacht, mientras que Estados Unidos no realizó ningún gesto parecido. Según una encuesta que se realizó en aquellos días, tres cuartas partes de los norteamericanos estaban en contra de aceptar a más judíos alemanes en su país.

Las acciones del presidente Roosevelt han sido duramente criticadas. La cuota anual de 30 000 judíos inmigrantes a Estados Unidos no fue alterada, muy probablemente porque Roosevelt no deseaba enfrentarse a los aislacionistas que consideraban que una mayor simpatía hacia los judíos anunciaba la participación de Estados Unidos en una guerra contra Alemania. Los aislacionistas defendían posiciones de extrema derecha y antisemitas. Roosevelt, que buscaba desesperadamente su reelección como presidente en 1940, no deseaba oponerse frontalmente a ellos. El presidente norteamericano no era antisemita, pero se veía obligado a mantener un frágil equilibrio político. En una fecha tan tardía como 1940, la opinión pública norteamericana era todavía aislacionista y esto superaba la influencia que podía tener la comunidad judía norteamericana. Por otro lado, en Estados Unidos la organización «Unión Alemana-Americana», la Sociedad John Birch y el Ku-Klux-Klan eran organizaciones con discursos antisemitas.

El escándalo Hore-Belisha

En Gran Bretaña existía cierto antisemitismo entre los miembros de la clase alta en lo que ha sido descrito como «antisemitismo de club de golf» porque los judíos eran excluidos de organizaciones sociales y deportivas como los clubes de tenis y de golf. El ministro de Asuntos Exteriores desde 1938 a 1940, Lord Halifax, reconoció ser «algo antisemita», mientras que su predecesor en el cargo, Anthony Eden, era fervientemente proárabe y contrario a los judíos[60].

La demostración de que el antisemitismo existía también en países como Gran Bretaña quedó de manifiesto cuando el ministro de la Guerra, el judío Leslie Hore-Belisha, fue cesado por Neville Chamberlain en enero de 1940. Hore-Belisha, a pesar de haber desempeñado un buen trabajo, no era muy apreciado por los generales británicos que iniciaron una campaña contra él que culminó en su cese. El caso demostraba claramente que existía cierto antisemitismo en los círculos gubernamentales británicos. Por supuesto, no se podía comparar con el racismo violento y radical de los nazis pero, en cualquier caso, hizo que muchos líderes británicos (con notables excepciones como la Winston Churchill que era fervientemente prosionista) no fueran tan partidarios de la causa judía[61].

El antisemitismo en Francia

El lema de la derecha política francesa durante los años treinta era «Mejor Hitler que Blum», que hacía referencia a Léon Blum, primer ministro socialista judío de 1936 a 1937 y de nuevo en 1938. El partido Action Française tenía un programa antisemita. El antisemitismo francés quedó de manifiesto cuando el régimen de Vichy, liderado por el mariscal Pétain, llegó al poder en junio de 1940 tras la firma del armisticio con Alemania. El régimen del mariscal Pétain cooperó activamente con los nazis y promulgó su propia legislación antisemita. Los judíos fueron excluidos del cuerpo de oficiales del ejército, de la carrera judicial, de la enseñanza y de todos los cargos electos. Se les privó de la nacionalidad francesa aunque Pétain excluyó de la medida a algunos antiguos combatientes de la Primera Guerra Mundial. La policía del régimen de Vichy (la Milice) demostró ser una de las fuerzas más antisemitas de Europa y participó muy activamente en la búsqueda y captura de los judíos franceses. Muchos judíos se unieron a la Resistencia francesa en su lucha contra la ocupación alemana[62].

En la zona ocupada por los alemanes también existió una cooperación de la policía francesa en localizar y detener a judíos que eran, posteriormente, enviados al tristemente célebre centro de detención de Drancy. Desde allí eran traslados a los campos de exterminio alemanes. Se estima que 76 000 judíos, una cuarta parte de la población judía francesa, fallecieron en los campos nazis[63].

Dinamarca e Italia

El deseo de varios de los países ocupados de colaborar con la política de exterminio nazi tuvo dos grandes excepciones. En Dinamarca la casi totalidad de los 8000 judíos que vivían en Copenhague fueron transportados por mar a la neutral Suecia, evitando así que fueran enviados a los campos de concentración. El rey de Dinamarca, Christian X, llevaba puesta una estrella de David como forma de oposición a la persecución judía por parte de los nazis. Tan sólo 400 judíos daneses fallecieron en los campos[64].

En Italia, a pesar de su alianza con la Alemania de Hitler, la mayor parte de la población nunca estuvo dispuesta a cooperar con los nazis en la puesta en práctica de la «Solución final» a pesar de que Mussolini había introducido algunas medidas legislativas antisemitas en 1938. En general, las tropas italianas que ocuparon países europeos (Grecia, parte de Francia, Albania o Yugoslavia) protegieron a los judíos. Los alemanes no intentaron obligar a los italianos a que entregaran a los judíos, aunque se desconoce si se debió a la amistad de Hitler con Mussolini o al reducido número de judíos que existían en su territorio. Mussolini no era un racista convencido como Hitler, pero eso no impidió que no realizara ningún esfuerzo por evitar la deportación de judíos a los campos de exterminio[65]. Asimismo, es preciso recordar que las tropas italianas habían cometido actos brutales y racistas en su guerra en Abisinia entre 1935 y 1936[66]. Por otra parte, los judíos en Dinamarca e Italia no eran muy numerosos y estaban plenamente integrados en la sociedad, por lo que la población no les consideraba una amenaza interna como en los Estados de Europa del Este que contaban con poblaciones judías mucho más numerosas.

Europa central y oriental

El antisemitismo se hizo sentir también en Europa central y oriental. Croacia fue la primera zona de Europa declarada como Judenfrei (libre de judíos) y Eslovaquia proporcionó las primeras víctimas de Auschwitz. Algunos Gobiernos se opusieron a las medidas antisemitas. Ese fue el caso de Bulgaria, donde los judíos sobrevivieron gracias a las protestas del rey Boris III y de la Iglesia ortodoxa. En Rumanía su organización fascista, la Guardia de Hierro, participó en actos antisemitas, especialmente en la región de Besarabia, donde se acusó a los judíos de colaborar con los soviéticos. En Hungría, el Gobierno del dictador Miklós Horthy había promulgado algunas normas contra los judíos, pero no se aplicaban de forma estricta. La situación cambiaría con la ocupación alemana del país en 1944. Las fuerzas rumanas y las húngaras participaron en la invasión alemana de Rusia, donde cometieron asesinatos de judíos. En particular, los soldados rumanos fueron responsables de la masacre de 26 000 judíos en la localidad de Odessa en 1941.

Cuándo lo supieron los aliados

Según documentos recientemente desclasificados, los británicos habrían tenido conocimiento del exterminio de los judíos de la Unión Soviética en 1941, gracias al desciframiento de los códigos alemanes en el centro británico de inteligencia de Bletchley Park. La falta de reacción británica ha sido defendida por algunos historiadores señalando que, de otra forma, los alemanes hubiesen tenido conocimiento de su éxito en el descifrado de los mensajes alemanes y hubiese puesto en grave riesgo la estrategia aliada para vencer en la guerra. Otros creen que tales informaciones hubiesen sido consideradas como propaganda tal y como lo fueron las atrocidades alemanas durante la Primera Guerra Mundial.

Los aliados contaban con otros métodos para informarse del exterminio judío. En mayo de 1942, por ejemplo, Jan Karski, representante de la red de resistencia en Varsovia, se trasladó a Londres con un informe que indicaba claramente al Gobierno británico la forma en la que los judíos estaban siendo sistemáticamente liquidados. Esta información fue emitida por la BBC el 2 de junio de 1942. Sin embargo, el Gobierno no hizo ningún gesto de reaccionar a las noticias que llegaban provenientes de Polonia o de la Unión Soviética. Para el historiador Martin Gilbert tan sólo a mediados de 1944, tras la fuga de cuatro judíos de Auschwitz, se supo la triste realidad de los campos. Sin embargo, ya existía hacia 1942 suficiente información sobre las atrocidades nazis como para hacer que los políticos que eran defensores de la causa judía, como Churchill, hubiesen tomado acciones más enérgicas. Lamentablemente, siempre estuvieron en minoría[67].

El telegrama Riegner

En agosto de 1942 el Ministerio de Asuntos Exteriores británico recibió un telegrama del consulado británico en Ginebra. Contenía un mensaje de Gerhart Riegner, secretario del Congreso Mundial Judío, que fue transmitido al laborista judío Sydney Silverman. El mismo señalaba que se iba a realizar una campaña de exterminio de los judíos en el Este. Según sabemos hoy, el proceso de aniquilación de los judíos había comenzado al menos un año antes y las cámaras de gas en Treblinka y Auschwitz habían funcionado durante meses antes de la llegada del telegrama de Riegner. En realidad, Riegner estaba informando sobre el resultado de la Conferencia de Wannsee de enero de 1942. El ministro de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, no consideró necesario realizar un debate sobre el tema a pesar de la insistencia de Silverman. A este se le prohibió informar a Stephen Wise, del Congreso Nacional Judío norteamericano, acerca del telegrama de Riegner. Tan sólo en agosto de 1942 la información del telegrama llegó a Estados Unidos e incluso entonces el Departamento de Estado norteamericano insistió a Wise para que no publicase la información hasta que los planes nazis pudiesen ser confirmados. En noviembre de 1942 la opinión pública norteamericana tuvo conocimiento del contenido del telegrama, pero para entonces millones de judíos habían sido ya asesinados[68]. El telegrama Riegner no describía lo que estaba sucediendo ya en Europa pero, sin duda, debió encender todas las alarmas[69].

Los «Protocolos de Auschwitz»

Los aliados tuvieron conocimiento detallado del campo de concentración de Auschwitz gracias a la información proporcionada por judíos que se habían escapado del campo en 1944. En abril de ese año dos judíos eslovacos, Rudolf Vrba y Alfred Wetzler, se escaparon del campo de exterminio y consiguieron llegar a Eslovaquia, donde redactaron un informe de lo que sucedía en Auschwitz incluyendo detalles sobre el funcionamiento del campo, el número de judíos que ya habían sido asesinados y los planes nazis para deportar y exterminar a 800 000 judíos húngaros y a 3000 judíos checos que habían sido transferidos a Auschwitz seis meses antes. El informe, denominado los «Protocolos de Auschwitz» (también conocido como «Informe Vrba-Wetzler»), llegó al Departamento de Estado norteamericano en junio de 1944. A pesar de los reiterados intentos por conseguir que se bombardeasen las líneas férreas que llevaban a Auschwitz, estos fueron rechazados señalando que era una dispersión de recursos militares muy necesarios en ese momento debido al desembarco aliado en Normandía. En agosto de ese año la fuerza aérea norteamericana finalmente bombardeó el complejo industrial de I. G. Farben en Monowitz, que se encontraba a corta distancia del campo de Birkenau. Durante el bombardeo los aviones pudieron fotografiar claramente las instalaciones crematorias de Auschwitz-Birkenau. La posibilidad de que un bombardeo aliado de las cámaras de gas y de los hornos crematorios de esos campos hubiese conllevado el fin efectivo de su capacidad asesina, es una cuestión que ha originado un gran debate sin una respuesta definitiva[70].

El Vaticano

La Iglesia católica era una de las organizaciones más influyentes de Europa. Contaba con información privilegiada acerca de las atrocidades nazis en la Polonia ocupada. Sin embargo, Pío XII permaneció en silencio sin condenar abiertamente la persecución de los judíos. Sin duda, era un reflejo de la antigua tensión entre el judaísmo y el catolicismo, pero en gran parte se debió a la actitud personal de Pío XII[71]. Se negó a realizar una condena de la política antisemita nazi por temor a que agravase la situación de los judíos. La mayor parte de los historiadores se ha preguntado en qué medida podía haber empeorado aún más su situación.

Tres factores parecen haber influido en la decisión del Papa. En primer lugar, había sido nuncio (embajador del Vaticano) en Alemania por varios años antes de convertirse en Papa en 1939, por lo que era, en principio, reacio a condenar a Alemania. En segundo lugar, como muchos miembros de la jerarquía de la Iglesia católica, consideraba al comunismo como un peligro mayor que el nazismo. El tercer factor que influyó en el Papa fueron los hechos acaecidos en la Holanda ocupada por los alemanes desde 1940, cuando figuras destacadas de la jerarquía católica habían condenado públicamente la persecución nazi de los judíos convertidos al catolicismo. La respuesta nazi fue enviar a decenas de ellos a campos de concentración. El deseo del Papa de evitar una situación similar pudo inducirle a no realizar condenas enérgicas de Alemania. La postura del Papa contrastó, por ejemplo, con la del obispo alemán de Münster, August von Galen, quien atacó abiertamente a los nazis por su programa de eutanasia en 1941 y no fue arrestado debido a su enorme popularidad[72].

La dimensión amplia del genocidio nazi

Los campos de exterminio para judíos han sido el objeto prioritario de la atención histórica. Asimismo, es preciso recordar que aproximadamente siete millones que no eran judíos fueron sistemáticamente asesinados por el régimen nazi. Nunca se sabrá la cifra total, lo que si se sabe es que existieron cientos de campos en Polonia que abarcaban desde los campos de trabajos forzados, los guetos, los campos de exterminio y los campos para prisioneros de guerra. En todos los campos el denominador común era el hambre, la muerte arbitraria y la exterminación masiva utilizando todo tipo de métodos[73].

Por otro lado, la Alemania nazi se vio obligada a utilizar mano de obra esclava para mantener la economía de guerra. Los trabajadores esclavos fallecían a millares debido a las horripilantes condiciones de trabajo. Muchos de ellos morirían, por ironía del destino, bajo los bombardeos aéreos aliados, ya que las fábricas donde eran forzosamente destinados se convirtieron en el objetivo prioritario de la guerra aérea[74].

El destino de los prisioneros de guerra soviéticos fue brutal. Entre 1941 y 1942, tres millones de prisioneros fueron abandonados en campos de concentración sin comida ni instalaciones apropiadas. Se les dejó morir de inanición en condiciones horribles. Muchos fueron objetos de torturas, muerte por gas y sádicos experimentos médicos. Una voz disidente del régimen con lo que estaba sucediendo fue la de Otto Brautigam, segundo en el Departamento Político del Ministerio del Este Ocupado. Elaboró un documento en el que denunciaba el tratamiento brutal de las poblaciones ocupadas y señalaba que tales actos habían destruido la posibilidad de ganar adeptos para la causa del Tercer Reich en su lucha contra Stalin.

Los gitanos

Además de los judíos, polacos, eslavos y homosexuales, otro grupo que sufrió la persecución nazi fueron los gitanos. Este pueblo había sido considerado «ajeno» a lo largo de la historia por diversos motivos. Se trataba de un pueblo no cristiano, con su propio dialecto y costumbres. Formaban grandes familias que pertenecían a diversas tribus (los Romaníes, los Sinti, los Lalleri). No eran considerados blancos debido a que procedían originariamente de la India en la baja Edad Media. Aunque los románticos del siglo XIX los habían considerados depositarios de ciencias ocultas, como la capacidad de adivinar la fortuna, su forma de vida nómada era mal vista por la sociedad europea en general. Su rechazo hacia las normas ciudadanas de los Estados modernos, como pagar impuestos o contar con un domicilio fijo, les acarreó un hostigamiento creciente por parte de la policía. Con el surgimiento de la biología racial fueron considerados «inferiores». Incluso antes de la llegada de los nazis, en 1929 se había establecido «la Oficina Central para la Lucha contra los Gitanos». En 1933 se calculaba que había unos 30 000 gitanos en Alemania. Los nazis los equiparaban con los judíos de acuerdo con las Leyes de Núremberg de 1935. Himmler instruyó en 1938 una directiva «La Lucha contra la Plaga Gitana» («solución final de la cuestión gitana») que ordenaba el registro racial de los gitanos. Una vez que se inició la guerra, los gitanos de Alemania fueron deportados a Polonia y en 1940 comenzó su asesinato con gas. Gran parte de la población gitana fue exterminada. Las cifras oscilan entre los 225 000 y los 500 000[75].

Los juicios de Núremberg

En noviembre de 1943, en la llamada Declaración de Moscú, los aliados habían anunciado su intención de juzgar a todos los criminales del Eje en un tribunal internacional. Se constituyó una corte con jueces de Gran Bretaña, Estados Unidos, la Unión Soviética y Francia, que tenía que juzgar sobre crímenes contra la paz, contra la humanidad y crímenes de guerra. El cargo «contra la paz» era nuevo, y muchos acusaron al tribunal de aplicar leyes sobre delitos que no estaban tipificados cuando se cometieron, violando el principio de irretroactividad de las leyes[76].

El tribunal inició su trabajo el 20 de noviembre de 1945 y emitió su veredicto el 1 de octubre de 1946. Fueron acusadas 24 personas de las cuales tan sólo 21 serían juzgadas. Robert Ley se había suicidado, Bormann fue juzgado en ausencia (había fallecido al intentar huir del búnker de Hitler) y Gustav Krupp no estaba en condiciones de soportar un juicio. El jerarca nazi más importante era Goering, que se convirtió en el protagonista del juicio. Hess fue llevado desde Inglaterra. También estaban: Ribbentrop; el general Keitel; Kaltenbrunner; Rosenberg; Streicher; Funk, ministro de Economía; los almirantes Raeder y Dönitz; Von Schirach; Sauckel, encargado de la movilización de la mano de obra; Frick, del Ministerio del Interior; Speer; Alfred Jodl; los gobernadores de los territorios ocupados: Frank (Polonia), Seyss-Inquart (Holanda), Von Neurath (Bohemia Moravia); Fritzsche, del Ministerio de Propaganda; Von Papen; y Hjalmar Schacht. Ante la sorpresa de los observadores, estos tres últimos fueron absueltos. Hess fue condenado a cadena perpetua, Schirach y Speer a veinte años, Dönitz a diez y Neurath a quince años (fue perdonado tras ocho años). Funk, que fue condenado a cadena perpetua, fue liberado en 1958. El resto fueron condenados a muerte y ahorcados la madrugada del 16 de octubre de 1946. Goering eludió la justicia aliada ya que se suicidó antes de ser ejecutado ingiriendo veneno en su celda[77]. Speer se convertiría en un autor de grandes éxitos de ventas y en especialista del Tercer Reich con un tardío complejo de culpa. Hess se suicidaría en 1987 en la prisión de Spandau donde cumplía aún su sentencia de cadena perpetua.

En el juicio los acusados se culpaban unos a otros, la responsabilidad pasaba de un departamento a otro y, finalmente, recaía, según ellos, en el gran ausente, Hitler. Los jueces no se dejaron engañar por la defensa del Alto Mando de la Wehrmacht, representado por Keitel y Jodl, de que estaban cumpliendo su deber como soldados, ni por la excusa general de los defendidos de que el genocidio era responsabilidad única de Hitler y que ellos no sabían nada del mismo[78]. Muy pocos demostraron sentimientos de pesar y menos aún de culpa. Se produjo una especie de bloqueo psicológico que les impedía asumir su responsabilidad por lo sucedido. Se habían mostrado satisfechos con que su poder y sus carreras dependiesen exclusivamente de Hitler. Era lógico, aunque se tratase de una lógica perversa, que atribuyesen su propia desgracia exclusivamente a lo que consideraban la locura criminal de Hitler. «De ser el caudillo reverenciado a cuya visión utópica se habían sumado diligentemente, Hitler pasó a ser el chivo expiatorio que había traicionado su confianza y les había seducido con la brillantez de su retórica haciéndoles convertirse en desvalidos cómplices de sus bárbaros planes[79]».

Juicio de Nuremberg (1945-1946). Los nazis en el banquillo.

¿Se hizo justicia en Núremberg? Probablemente no, ya que muchos criminales nazis escaparon (como Eichmann o Mengele a América del Sur[80]). Sin embargo, la labor de los aliados era muy compleja. Ocho millones de alemanes se habían afiliado al partido nazi y, ante tales cifras, los aliados se vieron obligados a renunciar por completo al concepto de «responsabilidad colectiva» en el Holocausto. Los juicios de Núremberg se hicieron contra los jerarcas nazis, aunque la selección fue imperfecta, ya que algunas figuras de poca relevancia no debían haber estado en el mismo. Otros nazis, como Eichmann, fueron capturados con posterioridad. Fue juzgado y ejecutado en Israel en un juicio que resucitó en Alemania el fantasma del nazismo. Otros nazis que habían participado en crímenes contra la humanidad, como Heinrich Lohse, comisario del Reich en el Báltico, fueron puestos en libertad, en ese caso en 1951 por motivos de salud tras cumplir sólo tres años de una condena de diez. Wilhem Koppe responsable de las SS del campo de exterminio de Chelmno, donde murieron 150 000 judíos, consiguió prosperar como empresario hasta que fue descubierto. Su estado físico le impidió comparecer en juicio. Muchos otros nazis que «trabajando en la dirección del Führer» habían cometido terribles atrocidades consiguieron evitar en todo o en parte el castigo que merecían. En algunos casos consiguieron prosperar en la posguerra[81]. La guerra fría con la Unión Soviética puso fin, en parte, al deseo aliado de continuar con la persecución de los nazis en un momento en el que la amenaza soviética era mayor que un posible resurgir del nazismo[82].

El veredicto de los historiadores

«Dios me debe respuestas a muchos interrogantes».

Un superviviente del Holocausto, 1985[83].

¿Por qué sucedió el Holocausto y de quién fue la responsabilidad?

Explicar el Holocausto supone una prueba casi insuperable para el historiador que intenta proporcionar explicaciones racionales a los procesos históricos. Descifrar por qué un Estado moderno y una sociedad de elevado nivel cultural llevó a cabo el asesinato sistemático de todo un pueblo por la exclusiva razón de que eran judíos es un desafío casi inaccesible para la comprensión histórica por la magnitud de la irracionalidad. Como bien señala el historiador A. Fernández: «Si en algún argumento el historiador debe moverse con la prudencia del cirujano es precisamente en el del Holocausto, un fenómeno terrible y sombrío en el que surge la tentación de extender la culpa[84]».

Hasta los años sesenta tan sólo un reducido grupo de historiadores había abordado seriamente el tema del Holocausto. Esto era debido, en parte, al conocimiento incompleto acerca de lo sucedido en la política racial nazi entre 1941 y 1945. Documentos importantes permanecían todavía en poder de los soviéticos, y en Europa la reconstrucción parecía más importante que abrir las heridas del pasado en un tema tan sensible. Un acontecimiento muy destacado para el cambio en la actitud de los historiadores fue el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén. Una nueva generación de historiadores consideró que era su deber «integrar la historia del Holocausto en la corriente general de la conciencia histórica[85]».

Esta increíble deficiencia historiográfica comenzó a remediarse a finales de los setenta y principios de la década de los ochenta. Desde entonces, los historiadores han realizado grandes avances en la investigación de la política de exterminio y de las comunidades judías que desaparecieron entonces. El punto de partida para una mayor conciencia de la catástrofe judía no fue, curiosamente, la obra de los historiadores especializados, sino que se debió a una nueva forma de enfocar el asunto en los medios de comunicación. Un docudrama de la televisión, realizado a mediados de la década de los setenta y titulado Holocausto, retrataba el destino de unos vecinos alemanes y judíos. La serie no era de muy buena calidad y, sin embargo, dio lugar a que se despertara una nueva conciencia pública en relación con el asesinato de los judíos. A esta serie le siguieron una enorme cantidad de trabajos de todas clases.

En el debate sobre el Holocausto, la denominada visión «intencionalista» es defendida, entre otros, por la historiadora Lucy Dawidowicz[86]. Hitler, según esta autora, había convertido el asesinato en masa en su misión principal, su prioridad desde 1918 cuando, convaleciente durante la Primera Guerra Mundial en un hospital del ejército, había escuchado «voces» que le impulsaron a vengar la «puñalada por la espalda» que él consideraba había sido la causa de la derrota de Alemania. Hitler se habría jurado vengar aquella puñalada exterminando a los judíos que eran los auténticos responsables. De esta forma, Hitler aparece como el motor de la política antisemita, manifestando en sus opiniones una línea de pensamiento coherente. Hitler era, asimismo, el único estratega con suficiente autoridad y determinación para llevar a cabo la realización de la «Solución final». «Hitler había formulado planes a largo plazo para realizar sus objetivos ideológicos, y la destrucción de los judíos era su núcleo fundamental[87]». Para John Fox, el principal objetivo de la guerra de Hitler en Europa era destruir a los judíos rusos y posteriormente a los europeos[88].

Esta versión ortodoxa de un plan preciso para la exterminación de los judíos ya no es aceptada por la mayoría de la historiografía reciente. Los historiadores «estructuralistas» insisten más sobre la evolución de los objetivos nazis al compás de los azarosos acontecimientos de la política alemana[89]. Uno de los principales historiadores de esta corriente es Karl Schleunes, que sugiere que existió «un camino tortuoso» y no directo hasta Auschwitz[90]. Este autor defiende que la política nazi contra los judíos fue gradual. Schleunes se hace una pregunta pertinente: si Hitler deseaba exterminar a todos los judíos de Europa, ¿por qué dejó que tantos salieran de Alemania antes de 1939? La respuesta para Schleunes era que no existió ningún plan claro para la exterminación de los judíos antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. El proceso de eliminación de los judíos habría sido un proceso acumulativo, en gran parte influenciado por el caos causado por la expansión en Rusia desde el lanzamiento de la «Operación Barbarroja» en 1941.

Los historiadores «estructuralistas» afirman que hasta diciembre de 1941 Hitler consideraba que la guerra se ganaría en cuestión de meses y que los judíos serían enviados a Madagascar o, en su caso, a Siberia. Según esta tesis, el inesperado éxito del Ejército Rojo en detener a las tropas alemanas en diciembre de 1941 fue el factor decisivo en el Holocausto. La continuación de la guerra hacía ya imposible poner en práctica políticas como la de Siberia. Por otro lado, la necesidad de abastecer al ejército alemán en Rusia creó enormes problemas logísticos en Polonia y en la Rusia ocupada que se agravaron por la deportación de judíos a esas zonas. Para Broszat, el programa de liquidación de los judíos fue considerado por los nazis como una «vía de salida» del callejón en el que se habían metido por la invasión de Rusia[91]. La «Solución final», según Schleunes, se habría puesto en práctica como consecuencia de la naturaleza caótica del Gobierno nazi. Como resultado, varias instituciones e individuos improvisaron una política brutal para lidiar con la situación humana y militar imperante en Europa del este hacia finales de 1941. Fue un ejemplo claro de lo que el historiador Mommsen denominó la «radicalización acumulativa[92]».

La decisión de exterminar en masa a los judíos, que se produce según estos historiadores en el otoño de 1941, sería el resultado de una conjunción de factores: el fanatismo ideológico extremo, las divergencias de los aparatos burocráticos, las pujanzas radicales resultantes y la anarquía de una situación que los nazis no controlaban, a pesar de que ellos mismos la habían creado. De esa forma, la visión estructuralista considera que la responsabilidad moral de la «Solución final» se extiende más allá de las intenciones de Hitler al aparato del régimen. Sin embargo, casi todos los historiadores «estructuralistas» afirman que esto en ningún modo reduce la culpabilidad de Hitler, quien estaba totalmente de acuerdo con esa política. Mommsen concluye su análisis señalando: «No se puede probar, por ejemplo, que Hitler diese la orden para la Solución Final, aunque esto no significa que no aprobase tal política». La visión estructuralista ha sido duramente criticada por historiadores como Karl Dietrich Bracher, quien ha señalado que, al restar importancia al tema de la responsabilidad, «han caído en el riesgo de subestimar y trivializar el Nacionalsocialismo[93]». Los «intencionalistas» se oponen también con firmeza a la idea de que el Holocausto fuese una consecuencia accidental de la situación militar en Europa oriental.

Hoy podemos concluir, salvo que aparezcan nuevos documentos, que la decisión inicial de llevar a cabo la «Solución final» fue improvisada. Hitler y los jerarcas nazis no contaban con un programa claro para solucionar la «cuestión judía» hasta 1941. No existía ningún plan concreto para el Holocausto antes de 1941, el régimen nazi era demasiado caótico. No se ha encontrado ninguna orden escrita de Hitler sobre la liquidación de los judíos, aunque en enero de 1944 Himmler afirmó públicamente que Hitler le había ordenado otorgar prioridad a «la solución total de la cuestión judía». Resulta muy probable que en otoño de 1941 los jerarcas nazis decidiesen lanzar una política de exterminio, algo que se concretaría, en sus aspectos más prácticos, en la conferencia de Wannsee de 1942. Incluso expertos judíos en el Holocausto como Yehuda Bauer han señalado que la política nazi hacia los judíos se desarrolló en etapas, aunque eso no significa que no hubiese en muchos momentos otras opciones que los nazis consideraron seriamente, lo que sí existía era la unanimidad de que, al final, no había lugar para los judíos en Alemania[94].

En cuanto al papel del Führer en el Holocausto, a pesar de su violenta retórica propagandística, Hitler nunca habló en términos concretos sobre la «Solución final», ni siquiera con su círculo más íntimo, lo que ha provocado un intenso debate sobre su papel en el mismo. Ian Kershaw considera que el papel de Hitler era más de autorización que de dirección, pero en cualquier caso era «decisivo e indispensable». La «intención» de Hitler fue un factor fundamental en el proceso que llevó al Holocausto. Sin embargo, fue la naturaleza del «poder carismático» la que resulta clave para comprender la radicalización progresiva del régimen alrededor de objetivos raciales mientras se fragmentaba la estructura de gobierno. Este era el marco en el cual las ideas raciales de Hitler podían convertirse en decisiones políticas concretas[95].

Philippe Burrin, se hacía una pregunta clave: «Si Hitler hubiera muerto en el verano de 1942, ¿habría tenido lugar la Solución final?». Según Burrin, lo más probable es que no, los judíos hubieran seguido sufriendo pero no se habría producido el asesinato industrial de los judíos. «Para que se produjese una escalada hasta el Holocausto era necesario el ímpetu de Hitler, un ímpetu con raíces muy profundas[96]».

Para Schleunes, «en ocasiones la mano de Hitler aparecía en momentos cruciales, pero por lo general era una mano vacilante e indecisa. No delegó la responsabilidad de la actuación respecto a los judíos, ni tampoco mantuvo un estrecho control sobre ella». Schleunes definió el papel de Hitler como: «en la sombra». Por su parte, Mommsen considera que el genocidio judío no puede atribuirse únicamente a Hitler. Lo que parece hoy más plausible es que Hitler habría aprobado la «Solución final», pero que dejó las grandes decisiones en torno a su ejecución a Himmler y a Heydrich. Según Jäckel, «puede descartarse que se diera una única orden para el asesinato. El exterminio se dividió en varias fases y abarcaba una amplia variedad de métodos y víctimas. Debemos asumir, por tanto, la correspondiente variedad de órdenes que se diversificarían y extenderían en un período de varios meses[97]». En cualquier caso, sus colaboradores debieron de tener muy claro que Hitler favorecía la política de exterminio. Esto habría sido suficiente para garantizar que competirían los unos con los otros en «trabajar en la dirección del Führer» y asegurarse de que se pusiera en marcha esa política.

Otros autores niegan que los judíos fueran los objetivos principales de la política nazi. Esa es la opinión de Arno Mayer, quien ha sugerido que los principales destinatarios de los campos de exterminio no eran los judíos, sino el pueblo soviético. Para Mayer, el proceso de obtener «espacio vital» en el Este y la «aniquilación del régimen soviético» habrían iniciado el proceso del genocidio nazi. Lo que subyace en el estudio de Mayer es la necesidad, según este autor, de situar el exterminio judío en un contexto más amplio[98]. El pueblo ruso se habría convertido para los dirigentes nazis en una conglomeración de tres de los más odiados grupos «raciales»: los bolcheviques, los eslavos y los judíos. Esto explicaría el brutal comportamiento de las tropas alemanas en Rusia y el trato dado a los prisioneros de guerra soviéticos. Otro colectivo que sufrió una fortuna parecida fueron los gitanos y un gran número de polacos. Sin intentar disminuir el brutal genocidio judío, resulta evidente que este debe ser insertado en una visión más amplia de «higiene racial» nazi y los planes para crear una Europa «racialmente pura».

En su diario de 1941, Goebbels describía que en el Este se estaba llevando a cabo «un método bastante brutal». Él había sido una pieza importante en el proceso de radicalización del régimen. En la práctica, la «Solución final» contó con una gran complicidad de diferentes actores, desde el ejército hasta los funcionarios que estaban dispuestos a «trabajar en la dirección del Führer». Parte de la presión para una solución surgió de los sectores inferiores. Por ejemplo, Hans Frank, el Gauleiter de una de las tres zonas en las que quedó dividida Polonia, estaba preocupado de manera creciente porque su área de ocupación estaba siendo utilizada por Heydrich como una zona de desplazamientos de judíos. La «Solución final» fue el peor ejemplo de cómo miles de personas se vieron atrapadas en la dinámica de «trabajar en la dirección del Führer».

¿Una nación de «verdugos voluntarios»? La controversia Goldhagen

El papel de los alemanes corrientes en el Holocausto ha sido objeto siempre de una gran polémica. La interpretación tradicional, defendida por historiadores como Hans Mommsen, era que los alemanes desconocían la existencia de los planes para la «Solución final». Esa visión tradicional fue cuestionada posteriormente por historiadores como D. Bankier y J. Hiden.

El silencio de la mayoría de los alemanes no sugiere que existiese complicidad. Resulta probado que la opinión pública, durante la década de los treinta era hostil a las medidas violentas y radicales contra los judíos. Una gran parte de los ciudadanos alemanes intentó romper el boicot de las tiendas judías en abril de 1933. La «noche de los cristales rotos» fue condenada por una gran parte de la sociedad alemana aún a riesgo de su propia libertad. El Holocausto fue, en gran parte, el «terrible secreto de Hitler». Las decisiones fueron tomadas en el más estricto secreto. El lenguaje que hacía referencia al exterminio era alterado y los campos se construyeron fuera de Alemania y funcionaban, en gran parte, con extranjeros. Las historias que llegaban a Alemania durante la guerra eran fácilmente atribuibles a la propaganda comunista y a los enemigos de Alemania. Las películas que se grabaron engañaron incluso a la Cruz Roja, haciendo creer que los judíos estaban siendo trasladados a nuevos territorios. Incluso los judíos fueron, en muchas ocasiones, engañados por la propaganda nazi, lo que hizo que muchos colaboraran con su traslado. Ni los refugiados provenientes de Alemania, ni los contactos de la BBC en Europa central realizaron acusaciones de genocidio hasta 1944.

Sin embargo, no se puede mantener que toda Alemania ignoraba lo que sucedía. La escala del programa de exterminio, que involucraba a miles de policías, funcionarios, conductores de tren, entre otros, no podía ser fácilmente escondida. Los soldados en el frente ruso informaban regularmente de atrocidades cometidas por el ejército y las SS a sus familias y amigos y algunos líderes de la Iglesia manifestaron su preocupación por tales actos. La apatía y el miedo, sin embargo, hicieron que la mayoría de los alemanes permaneciesen en silencio sobre lo que sabían. Un estudio de los miembros del partido realizado tras la guerra mostraba que un 5 por 100 aprobaba el asesinato de los judíos, mientras que un 69 por 100 se mostraba indiferente. Hacia 1941, ocho años de propaganda incesante, de control estatal y de intimidación habían provocado un sentimiento de desesperanza entre la población alemana. La oposición durante el conflicto era considerada antipatriótica y los contactos con personas fuera de los círculos habituales eran cada vez más difíciles en una sociedad atomizada y temerosa. En definitiva, se puede concluir de forma general que la cuestión no era tanto que los alemanes desconociesen lo que sucedía, como el hecho de que preferían no creer las historias que circulaban.

En los últimos años se ha generado una gran polémica con la aparición de la controvertida obra de Daniel Jonah Goldhagen (tesis doctoral de la Universidad de Harvard en su origen): Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto[99]. Para Goldhagen existió un «camino directo» hasta Auschwitz, que era el resultado inevitable de un antiguo deseo de Hitler y de la mayor parte de la población alemana de «eliminar» a los judíos de Alemania. Según Goldhagen, el antisemitismo estaba tan integrado en la cultura, sociedad e historia alemanas, que Hitler y el Holocausto no fueron más que su inevitable consecuencia[100]. Para S. T. Katz, la «Solución final» también era la inevitable consecuencia del odio ancestral de los alemanes hacia los judíos[101].

La tesis de Goldhagen suponía un auténtico veredicto de culpabilidad para todo el pueblo alemán en un momento en el que el público se encontraba especialmente sensibilizado sobre el tema por el éxito de la superproducción cinematográfica La Lista de Schindler. La atención de los medios de comunicación sobre el libro de Goldhagen y sobre el consiguiente debate ha sido enorme, creándose una auténtica «industria Goldhagen» de artículos, libros y debates. Las opiniones contrarias, lejos de aplacar el debate, tan sólo han suscitado mayor interés sobre la cuestión, lo que ha llevado a hablar de un «fenómeno Goldhagen[102]».

Una de las bazas principales de la obra de Goldhagen es su estilo directo (en ocasiones brutal) de acercarse al tema, muy alejado del tratamiento academicista de otros historiadores. Resulta muy difícil no sentirse conmovido por las terribles historias personales que se narran en la obra sobre la crueldad gratuita de los asesinos y el agónico dolor de las víctimas. El siguiente párrafo resulta elocuente de la dureza de las descripciones:

«La matanza en sí era atroz. Tras el paseo por el bosque, cada alemán tenía que apuntar con su arma a la nuca de la persona que ahora estaba de bruces en el suelo, aquella persona junto a la que había caminado, apretar el gatillo y contemplar cómo la víctima, a veces una chiquilla, se retorcía y luego dejaba de moverse. Los alemanes tenían que permanecer insensibles ante los gritos de las víctimas, los lloros de las mujeres, los gemidos de los niños. La distancia era tan corta que en ocasiones la sangre salpicaba a los verdugos. Como dijo uno de los hombres “el tiro complementario golpeaba el cráneo con tanta fuerza que arrancaba toda la parte posterior y la sangre, las esquirlas de hueso y la masa encefálica manchaba a los tiradores” (…). “Los verdugos quedaban horriblemente manchados de sangre, sesos y esquirlas de hueso que se les pegaban a la ropa”. Aunque esto es con toda evidencia visceralmente perturbador, capaz de trastornar incluso a los verdugos más endurecidos, aquellos alemanes iniciados volvían en busca de nuevas víctimas, nuevas chiquillas, y emprendían el trayecto de regreso al bosque, donde buscaban lugares no utilizados para cada nueva hornada de judíos[103]».

La obra está construida sobre un argumento circular que responde a todas las cuestiones planteadas por el Holocausto con una misma respuesta. Por ejemplo, al cuestionarse por qué no existió una oposición alemana al genocidio, Goldhagen argumenta que fue debido a que todos los alemanes eran antisemitas que deseaban el exterminio de los judíos. En realidad, existe ya una gran cantidad de obras, incluso de autores e historiadores judíos, que demuestran que existían actitudes muy variadas hacia los judíos antes y durante el Tercer Reich[104].

La tesis de Goldhagen (a diferencia de la mayor parte de los complejos estudios sobre el tema) contenía un mensaje muy fácilmente comprensible que llegaba a todos los lectores. Su obra respondía de forma sencilla a la pregunta: ¿por qué sucedió el Holocausto? Según Goldhagen, los alemanes que participaron en el Holocausto eran los «verdugos voluntarios» de Hitler, ciudadanos dedicados y devotos del nazismo, muy alejados de lo que Hannah Arendt describió como «burócratas indiferentes». Para Goldhagen, «las creencias que ya eran propiedad común del pueblo alemán cuando Hitler asumió el poder y que les condujeron a asentir y colaborar con las medidas eliminadoras de los años treinta, eran las creencias que prepararon no sólo a los alemanes que, por las circunstancias, el azar o la elección terminaron como perpetradores, sino también a la gran mayoría del pueblo a comprender, asentir y, cuando fuese posible, colaborar en el fomento del exterminio total del pueblo judío. La verdad ineludible es que, con respecto a los judíos, la cultura política alemana había evolucionado hasta el extremo de que un número enorme de alemanes corrientes, representativos, se convirtieron (y la mayor parte de sus compatriotas estaban capacitados para serlo) en los verdugos voluntarios de Hitler[105]». Hoy sabemos que unas 100 000 personas estuvieron directamente ligadas al Holocausto y otras muchas apoyaron la medida. Sin embargo, acusar a todos los alemanes de ser antisemitas puede ser analizado como una forma de racismo antialemán. El análisis debería centrarse en la peculiaridad de las sociedades totalitarias. Porque «¿sería razonable acusar de las matanzas de Stalin a doscientos millones de “verdugos voluntarios?”[106]». Christopher Browning opina que la demonización del pueblo alemán no ayuda a la comprensión del Holocausto. Lo mismo afirma Norman Finkelstein, para quien la obra de Goldhagen no «aporta nada a nuestra comprensión del Holocausto[107]».

Los historiadores «estructuralistas» se han distanciado de las visiones de Goldhagen considerando que no se puede generalizar contra los alemanes de esa forma. N. G. Finkelstein y R. Birn han señalado que el antisemitismo en Alemania no era diferente del que se podía encontrar en otros países durante el período. Para Birn, el libro «proporciona respuestas para aquellos que buscan respuestas simples a cuestiones complejas y para los que buscan la seguridad de los prejuicios[108]». Según Peter Pulzer, el antisemitismo no contaba con apenas adeptos entre la clase trabajadora alemana. Para Richard Evans y Ian Kershaw, el antisemitismo no era un tema electoral en la Alemania de Weimar[109]. D. Bankier ha analizado que, en realidad, hubo muy pocos ataques del pueblo contra los judíos y que la mayoría de los alemanes condenaban los ataques antisemitas[110]. Para Robert Gellately, «debemos mantener celosamente el cuidado de no subestimar el número de ciudadanos que de una u otra manera ofrecieron ayuda y refugio a los judíos[111]».

La realidad es que la mayoría de los jóvenes de los escuadrones de aniquilación estaban motivados no tanto por el antisemitismo como por factores mucho más mundanos. En su obra sobre el batallón 101 de policías y el Holocausto, Christopher Browning ha detallado la forma en la que una de esas unidades llevó a cabo su tarea. Lo que emerge de la terrible descripción es que los asesinos estaban más influenciados por la presión, la cobardía, la ambición y el alcohol, que por el antisemitismo o el fervor por la ideología nazi. Muchos de ellos preferían fusilar a judíos que tener que servir en el frente por la simple razón de que los judíos eran civiles indefensos que no podían defenderse. Browning concluye que no ha de buscarse el motivo del genocidio en un modelo cognitivo único sino en la combinación de factores ideológicos y emocionales. Goldhagen considera que los judíos fueron peor tratados que otras víctimas nazis, pero Browning, analizando una represalia masiva por la muerte de un alemán en la aldea polaca de Niezdow, se pregunta: «¿Se puede estar, entonces, tan seguro como Goldhagen de que estos hombres no habrían matado igual de sistemáticamente a hombres, mujeres y niños polacos si esta hubiera sido la política del régimen[112]?». Al mismo tiempo, señala, la tesis de Goldhagen ignora que una gran parte de las tropas que vigilaban los campos de concentración pertenecían a otras nacionalidades y no eran alemanes[113].

Browning se ha convertido en el opositor más firme de la tesis de Goldhagen. Acepta que los judíos fueron tratados más brutalmente en los campos de concentración que otras víctimas no judías, sin embargo, se niega a aceptar que existiese una forma letal de antisemitismo en la sociedad alemana que hizo que la «Solución final» fuese inevitable. Asimismo, considera que no explica por qué los llamados «verdugos voluntarios» de Hitler estaban tan dispuestos a matar también a prisioneros de guerra soviéticos, gitanos o polacos, entre otros[114]. Browning opina que el Holocausto no tuvo nada específicamente alemán, excepto tal vez el gran respeto de los perpetradores por la autoridad y su buena disposición a obedecer órdenes. También considera que sólo un pequeño grupo de fanáticos nazis aprobaba lo que sucedía «allá en el Este». En realidad, la inmensa mayoría de los alemanes se mostró indiferente y prefería no conocer los detalles. Para Browning, la tesis de Goldhagen de una crueldad especial de los alemanes contra los judíos debilita sus argumentos, pues si se hubiese adoptado una perspectiva comparativa del genocidio, esta habría revelado que la crueldad y la habilidad de cometer asesinatos en masa no eran la prerrogativa única de los «alemanes corrientes[115]». Su estudio, además, no explica cómo ese supuesto antisemitismo enraizado en la mentalidad alemana durante siglos cambió tan dramáticamente, como señala Goldhagen, tras la guerra para hacer de los alemanes personas «normales».

Goldhagen se defendería posteriormente de sus críticos señalando que no le parecía necesario realizar un análisis de historia comparada porque sólo en Alemania se produjo el Holocausto debido al cruce de tres factores fundamentales: la llegada al poder de un grupo antisemita radical, un territorio social en el que se compartía ampliamente el punto de vista de la minoría antisemita y una nación, Alemania, que se encontraba en la posición geopolítica de intentar una política de exterminio a gran escala. Si hubiese faltado algún factor el Holocausto no hubiera tenido lugar. Sobre la culpabilidad colectiva, Goldhagen sostiene que «la culpa colectiva es un concepto insostenible que rechazo categóricamente y que es ajeno a mi libro», argumentando que «la responsabilidad individual estaba mucho más extendida» de lo que se ha admitido hasta ahora[116]. A pesar de todo, el historiador Mommsen reconoce a Goldhagen el mérito de haber probado que en la puesta en marcha del Holocausto intervino un número de personas «aterradoramente amplio» y que «es casi imposible negar que la mayor parte de la población no conocía en absoluto o no conocía suficientemente estos crímenes[117]».

En 1996 se realizó una gran encuesta en Alemania sobre el Holocausto. En la misma el 30 por 100 estimaba que los alemanes de la época sabían sobre el asesinato de los judíos mientras que el 62 por 100 pensaba lo contrario. Un 1 por 100 señalaba que el genocidio fue apoyado por la mayoría de los alemanes. Alrededor de un 22 por 100 afirmaba que existió una tendencia a «tolerarlo» y tan sólo un 6 por 100 sostenía que el asesinato de los judíos «tendió a ser condenado por la mayoría de los alemanes». Preguntados sobre quién fue responsable directo del Holocausto, el 70 por 100 respondió que Hitler, el 37 por 100 señaló que la culpa era de sus colaboradores, un 32 por 100 de las SS y un 20 por 100 de «todos los alemanes[118]».

A pesar de las claras deficiencias metodológicas de la obra de Goldhagen, es indudable que su libro planteaba cuestiones fundamentales que, tal y como han demostrado las apasionadas reacciones, todavía se encuentran en espera de respuestas[119].

Los negadores del Holocausto

A la vista de la documentación y las terribles imágenes de archivo sobre el Holocausto, resulta increíble que todavía existan escritores y seudohistoriadores que afirman que el Holocausto fue una gran mentira judía. Y, sin embargo, no han faltado personas que, o bien niegan su existencia, o relativizan su importancia en cuanto al número de personas que fallecieron en el mismo. Otros autores consideran que el Holocausto tiene que comparase con las atrocidades aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, como el bombardeo de las ciudades alemanas. Resulta necesario, al menos, conocer sus nombres y sus ideas para resaltar las teorías sin sentido que defienden.

Uno de los más influyentes ha sido el francés Paul Rassiner, quien durante los años sesenta fue el primero en negar la existencia de las cámaras de gas[120]. Rassiner tuvo una gran influencia sobre Helmer Barnes, considerado como el padre de los negadores del Holocausto en Estados Unidos. Este comenzó señalando que las cifras del Holocausto habían sido exageradas y posteriormente afirmó que las cámaras de gas nunca existieron. «Es alarmantemente fácil», señalaba Barnes, «demostrar que las atrocidades de los aliados en ese mismo período fueron mucho más numerosas y fueron llevadas a cabo con métodos mucho más brutales y dolorosos que el supuesto exterminio en cámaras de gas[121]». Barnes, al hablar de «supuesto exterminio», intentaba relativizar el Holocausto comparándolo con las atrocidades cometidas por los aliados como la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Consideraba que eran los aliados los culpables de la Segunda Guerra Mundial. La historiadora Deborah Lipstadt, que ha estudiado el negacionismo, señaló que «las raíces de la visión de Barnes sobre el Holocausto, se basaban en su antisemitismo[122]». Barnes se defendió afirmando que era acusado de antisemita porque nadie podía refutar su teoría sobre el período.

Otro negacionista destacado del Holocausto fue Arthur R. Butz, quien negó la existencia de las cámaras de gas, ya que nunca hubo un intento de acabar con lo judíos. Según Butz, los campos de concentración eran simplemente campos de tránsito o guetos, a los que los judíos eran enviados por su propia seguridad ante el avance imparable del Ejército Rojo. Butz era apoyado por el llamado «Liberty Lobby», una de las organizaciones antisemitas más poderosas de Estados Unidos[123]. La historiadora Dawidowicz describe la obra de Butz como «el producto de una mente desequilibrada[124]».

James Madole consideraba que en Alemania había únicamente 600 000 judíos negando que existiese un Holocausto en el resto de Europa. En 1959, Benjamin H. Freedman señalaba que como los judíos norteamericanos se negaban a confesar su filiación religiosa, se podía afirmar que los seis millones de judíos «desaparecidos» estaban sanos y salvos en Estados Unidos. Por su parte, William Grimstad afirmaba que los judíos habían sido los responsables de desencadenar las dos guerras mundiales.

En Gran Bretaña, el negacionista más conocido ha sido David Irving. A diferencia de la gran mayoría de los negadores del Holocausto, Irving era un reconocido historiador profesional. Trabajó intensamente en todos los archivos alemanes y había entrevistado a muchos supervivientes de la guerra. Su obra La Guerra de Hitler ha sido denominada, «la autobiografía que Hitler no escribió[125]». Irving, ha insistido reiteradamente en que Hitler nunca supo nada del Holocausto. Su tesis se basa en la inexistencia de documentos que liguen directamente a Hitler con el Holocausto. Sin embargo, es preciso recordar la forma errática de Gobierno de Hitler en la que muchas de las decisiones eran orales.

Para Irving, Himmler habría organizado el Holocausto a espaldas de Hitler y no le habría informado acerca del mismo hasta 1943[126]. Se desconocen los motivos por los que Irving desea trasladar la culpa de Hitler a Himmler, aunque probablemente se deba a su intención de preservar a Hitler como un icono del neofascismo. Eichmann señaló en su juicio en Jerusalén que Heydrich le había dicho que Hitler ordenó la liquidación de los judíos. Para Irving, «este tipo de pruebas, por supuesto, no serían suficientes en un tribunal inglés para condenar a un vagabundo del robo de una bicicleta; menos aún para asignar la responsabilidad del asesinato en masa de seis millones de judíos…». Según Irving, «Hitler nunca indicó en su libro (Mein Kampf) intención alguna de liquidar a esos enemigos suyos (…) ni tampoco hace referencia a esa intención en las diversas transcripciones de la Conferencia de Wannsee (…). Hitler ni convocó ni asistió a la conferencia y no creo que supiera de ella[127]». Irving basa su estudio de Hitler en papeles inéditos y diarios de los empleados de Hitler como secretarias y ayudantes. Sin embargo, como bien señala Jost Dülffer: «¿Qué importancia puede tener el preguntar al ayuda de cámara de Hitler o a otras personas similares?»[128]. Irving actuó, a menudo, en base a lo que el historiador español Altamira denominó «la idolatría del documento». Un único documento o un fragmento le han servido siempre para construir tesis muy cuestionables.

Por su parte Robert Faurisson afirmaba que el diario de Anna Frank era falso y que las cámaras de gas eran una «gigantesca mentira[129]». El diario de Anna Frank ha sido el objetivo prioritario de los negacionistas, que dudan de su veracidad alegando insistentemente que fue escrito tras el final de la Segunda Guerra Mundial para mantener vivo el recuerdo del Holocausto.

El «Informe Leuchter»

Un documento destacado del negacionismo fue el denominado «Informe Leuchter». Se trató de una investigación fraudulenta realizada en la década de los ochenta por el norteamericano Frederick A. Leuchter, quien se presentaba como experto en el diseño de equipos para ejecución de las cárceles de Estados Unidos. El informe seudocientífico fue preparado para la defensa judicial del canadiense de origen alemán Ernst Zündel, procesado por negación del Holocausto y autor de una obra titulada: Did Six Million Really Die? (¿Murieron, realmente seis millones?), que desafiaba el punto de vista predominante de que seis millones de judíos fueron asesinados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial[130]. Zündel contrató a Leuchter y este se desplazó a Polonia para recoger muestras obtenidas de forma subrepticia. Estas fueron llevadas a Estados Unidos y entregadas a un laboratorio. El informe del laboratorio determinó que las muestras extraídas de las cámaras de exterminio contenían una dosis mínima de cianuro (el Zyklon B, al entrar en contacto con el aire, producía cianuro de hidrógeno gaseoso), algo que Zündel y Leuchter presentaron como la prueba material de la inexistencia de las cámaras de gas.

Posteriormente, Leuchter escribió un informe concluyendo que no existieron cámaras de gas para ejecuciones en ninguno de los tres campos, que las cámaras de gas de los campos de concentración nazis no podrían haber funcionado nunca para realizar ejecuciones y que su única misión era la fumigación de parásitos.

Aunque el testimonio oral de Leuchter fue aceptado en el juicio de Zündel, el informe fue rechazado por el tribunal por su ausencia de acreditación profesional. Un tribunal norteamericano procesó a Leuchter por ejercer como ingeniero sin tener licencia. Admitió no tener ninguna formación, ni experiencia en toxicología, biología o química. A pesar de todo, el «Informe Leuchter» ha sido un argumento recurrente del negacionismo para respaldar la opinión de que en los campos de Auschwitz no existieron cámaras de gas destinadas a la ejecución en masa. Sus críticos afirmaron la imposibilidad de detectar cianuro cincuenta años después con ese método sobre muestras supuestamente obtenidas de cámaras que habían sido derruidas por los nazis y parcialmente reconstruidas después[131].

Resulta evidente que los historiadores deben poner en duda la veracidad de cualquier hecho histórico, sin embargo, los negacionistas del Holocausto lo hacen de forma superficial y ofensiva. Han ignorado la evidencia de los juicios de Núremberg y sus acciones han sido, en ocasiones, calculadamente insultantes y falaces. Así, en 1980, The Journal of Historical Review, ofrecía 80 000 dólares a quien pudiese demostrar que un judío había sido gaseado por los nazis y 25 000 dólares a quien presentase una barra de jabón hecha con la grasa corporal de algún judío fallecido en el Holocausto[132].

Como afirmó un superviviente del Holocausto, Primo Levi: «Si el mundo llegara a convencerse de que Auschwitz nunca ha existido, sería mucho más fácil edificar un segundo Auschwitz. Y no hay garantías de que esta vez devorase sólo a los judíos[133]».