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Biografía de un inadaptado. Hitler, 1889-1933

«Para mí y para todos nosotros, los contratiempos no han sido

otra cosa que latigazos que nos han empujado hacia delante».

Adolf Hitler.

Hay personajes que, a pesar de su repercusión en la historia, hoy son prácticamente desconocidos. Es el caso del psiquiatra Edmund Forster. En 1918, último año de la Primera Guerra Mundial, Forster servía en el hospital militar de Pasewalk en el norte de Alemania. Forster consideraba que la mayor parte de sus soldados heridos eran unos mentirosos que lo único que deseaban era no volver más al horror del frente de batalla. Sin embargo, encontró a un cabo que deseaba fervientemente regresar cuanto antes a las trincheras. Afectado por el gas mostaza, los médicos le habían dicho que no volvería a ver. Forster, por el contrario, consideraba que no tenía absolutamente nada en los ojos, por lo que decidió utilizar un engaño. «Cabo», le dijo, «tengo que informarle de que el gas ha hecho que sus ojos no puedan recuperarse». El cabo parecía desecho al oír la noticia. «Siéntese», le dijo el médico, «muestre lo que un soldado que ha ganado la cruz de hierro es capaz de hacer». «El problema es que ha desarrollado cataratas (…) no volverá a ver». Momentos después le dijo: «por supuesto existen milagros. La voluntad puede producir hechos insólitos y superar la debilidad del cuerpo (…). ¿Es usted uno de esos hombres? (…). Los hombres corrientes permanecen ciegos, sin embargo, los hombres extraordinarios se fuerzan a ver de nuevo. ¿Tiene usted la fortaleza de conseguir lo imposible?».

El engaño funcionó. Inspirado por aquellas palabras del doctor, aquel cabo se esforzó tanto que a través de la fuerza de voluntad consiguió superar su condición física. Forster, al apelar a la fuerza de voluntad y al sentimiento del deber, había curado el ataque de ansiedad que había causado la ceguera. El soldado que había curado tenía veintiocho años y toda una vida por delante, su nombre era Adolf Hitler. Años después todavía se referiría a aquel episodio como el más importante de su vida. Señalaba que fue entonces cuando descubrió que su misión era salvar a Alemania y restaurar su grandeza. Por una extraña ironía de la historia, la recuperación de Hitler coincidió con el momento de la humillación para Alemania. Tras cuatro años de sangriento conflicto, Hitler tenía que aceptar el fracaso. En la primavera de 1944, al aproximarse la derrota, Hitler le manifestó a su arquitecto favorito, Albert Speer, que sentía pánico de quedarse ciego otra vez, como le había ocurrido al finalizar al Primera Guerra Mundial[1].

Resulta hoy casi imposible acercarse a la historia de Alemania y, de hecho, a la del siglo XX sin estudiar la asombrosa vida de Adolf Hitler. Su imagen es muy conocida, su característico bigote, su corte de pelo con el enorme flequillo y sus ojos de color azul intenso. Sin embargo, es muy difícil comprender cómo un individuo con esa apariencia tan común pudo tener un efecto tan devastador en la historia. Es posible, como señala Joachim Fest, que, al final exista una «impotencia de la razón para aproximarse a un personaje como Hitler[2]».

Según su seguidor Hanfstaengel, Hitler parecía «un peluquero de los suburbios en su día de permiso» o «un camarero de fonda de una estación de tren[3]». Sus ojos azules eran parte destacada de su carisma. Ligeramente saltones y con escasas pestañas tenían un curioso efecto hipnótico o al menos así lo aseguraba la propaganda nazi. Era capaz de desplegar un enorme encanto cuando la situación lo requería y ejercía un enorme magnetismo cuando se estaba dirigiendo a enormes audiencias.

Más allá de su brillante oratoria, se trataba de una personalidad carente de nobleza. Su vida privada carecía de sensibilidad. En sus relaciones con las mujeres, a parte del frustrado intento de alcanzar una relación seria con su sobrina, Geli Raubal, parecía disfrutar únicamente de la adulación de las personas que le acompañaban. No contaba con amigos de verdad, tan sólo seguidores y aliados. Sólo una persona, Eva Braun, consiguió penetrar en el corazón de su aislamiento y todo lo que encontró fue la autodestrucción final con veneno y gasolina[4].

A pesar de las ya numerosísimas biografías sobre Hitler, en realidad se conoce bien poco sobre sus primeros años. La mayor parte de la información se basa en especulaciones o distorsiones de la realidad realizadas tras la guerra, con la ventaja de la perspectiva histórica, por personas que le trataron y con las emociones que inevitablemente producía y sigue produciendo su figura. Incluso aquellos que le conocieron en esa época han dejado testimonios desvirtuados al conocer el terrible final. Sin embargo, existe un consenso sobre ciertos datos que permiten situar históricamente su vida.

Orígenes

Como Napoleón (nacido en Córcega), Hitler tampoco nació en el país que llegaría posteriormente a dominar, sino en Austria, a las seis treinta de la tarde del 20 de abril de 1889, en la posada Gasthof zum Pommer de la localidad de Braunau, en la orilla austriaca del río Inn, que separa a Austria de Baviera[5]. Las tres repúblicas que destruiría una vez en el poder: Austria, Polonia y Checoslovaquia, no existían todavía cuando él nació. Cuatro grandes imperios dominaban por entonces la Europa central y oriental: el austro-húngaro, el ruso, el otomano y el alemán. El año que nació Hitler, Lenin era todavía un estudiante de diecinueve años con problemas con las autoridades rusas, atentas a cualquier movimiento revolucionario; Stalin era el maltratado hijo de un zapatero humilde y brutal de Georgia, y Mussolini el hijo de seis años de un herrero de la empobrecida región italiana de Romaña. Hitler, como Mussolini, provenía de la pequeña burguesía católico-provinciana.

En el certificado de nacimiento, Hitler fue inscrito como Adolfus, aunque siempre sería conocido como Adolf. Se ha especulado mucho sobre quién fue el verdadero abuelo de Hitler. Él mismo evitó siempre hablar del tema por el temor a que tuviese sangre judía. El supuesto abuelo del futuro dictador alemán fue Johann Georg Hiedler (a menudo escrito como «Hitler» o «Huttler» en la zona), un molinero que contrajo matrimonio en 1842 con Maria Anna Schicklgruber, una empleada doméstica, cinco años después de que Maria hubiese dado luz a un hijo llamado Alois. Al parecer, aunque no ha podido ser probado, Anna contrajo matrimonio con Johann Georg Hiedler porque era el verdadero padre de Alois. En la ficha de nacimiento de este el nombre del padre fue dejado en blanco. Así, Alois, el padre de Adolf Hitler, llevó el nombre Schicklgruber hasta que tuvo cuarenta años. Durante su infancia vivió con un tío llamado Johan Nepomuk Hiedler[6].

Existe un rumor, que el mismo Hitler investigaría secretamente una vez en el poder, de que el abuelo de Hitler habría sido un judío llamado Frankenberger, en cuya casa Anna habría trabajado como cocinera. Aunque no hay pruebas de ello, y no existen documentos sobre la presencia de una familia Frankenberger ni de judíos en la zona durante la época, de ser cierto, la «Solución Final» del «problema judío» habría sido ordenada por alguien que tenía sangre judía. En cualquier caso, en 1877 Alois inscribió en el registro a Johan Georg Hiedler como su padre, sin embargo, el nombre fue escrito como Hitler. Esta decisión hizo que el futuro dictador de Alemania no llevase el nombre de Adolf Schicklgruber. Sin duda, la exclamación «¡Heil Schicklgruber!» no hubiese tenido el mismo impacto[7].

Alois era un hombre mujeriego y gran bebedor de alcohol. Sufrió la muerte de dos de sus mujeres: Anna Glassl, que falleció sin hijos, y Franziska Matzelberger, con la que tuvo un hijo llamado Alois y una hija llamada Angela. Tras el fallecimiento de su segunda mujer se casó con Klara Pölzl, de veinticuatro años, pariente suya ya que era la bisnieta de Johan Nepomuk Hiedler. Klara tuvo seis hijos, de los que únicamente sobrevivieron Adolf y Paula, algo que no debe extrañar ya que la supervivencia de dos de seis hijos no era algo anormal en la época. Angela, su hermanastra, fue la persona de la familia con la que mantuvo más contacto en su vida. Con la hija de esta, Geli Raubal, mantuvo una relación incestuosa que finalizó traumáticamente cuando se suicidó en 1931.

Su infancia y adolescencia

A pesar de los numerosos intentos por realizar superficiales estudios psicoanalíticos sobre su niñez, Hitler tuvo una infancia estable y común. Definir a Hitler como un loco, aunque resulte bastante reconfortante, es una distorsión de lo que realmente fue[8]. Además, la calificación de Hitler como enfermo mental le eximiría de toda responsabilidad. El padre de Hitler era riguroso y es posible que le pegase con frecuencia, algo relativamente habitual en la estricta educación de la época. En Mein Kampf, Hitler describió la relación con su padre como «una competencia de voluntades». Según Hitler siempre «respetó a su padre pero quería a su madre[9]». Hitler relató su infancia como un período de penurias económicas debido a que su padre era un modesto empleado de aduanas. Nada parece indicar que eso fuera verdad. Alois Hitler era un empleado de aduanas que vivía sin ningún problema económico. Hitler, en su autobiografía, convirtió a su padre en «oficial de correos» y a sus antepasados en «pobres y pequeños braceros». Aunque se mudaron frecuentemente, Adolf Hitler creció en un hogar cómodo. Se trataba de un niño de clase media, aseado y bien vestido. En Braunau, desde 1889 hasta 1892, la familia vivió en una enorme casa en un precioso lugar.

En Mein Kampf, Hitler no es muy explícito sobre sus años escolares, algo que no debe llamar la atención ya que nunca destacó en los estudios. Uno de los rasgos fundamentales de su vida consistió en ocultar todo lo que pudo su personalidad y, al mismo tiempo, en glorificarla[10]. August Kubizek, amigo de la infancia y autor de la obra El joven Hitler, señalaba que Hitler era perezoso e inestable por naturaleza. En el colegio tan sólo se interesó de verdad por la historia. Su gran pasión eran las novelas del oeste de Karl May, (durante la guerra les aconsejaría a sus generales su lectura, pues les acusaba de falta de imaginación). Le gustaba jugar en los recreos a indios y vaqueros, y siempre se ponía en el lado de los «pieles rojas» por encontrarse superados en número. También le gustaba reproducir las guerras bóers, en las que interpretaba el papel de bóer frente a los odiados ingleses[11]. Entre las pertenencias privadas de Hitler que se encontraron tras la guerra había un ejemplar de la canción «Soy el capitán de mi bañera[12]».

A los once años Adolf Hitler comenzó la escuela secundaria en Linz. La transición de primaria a secundaria fue una dura prueba que le dejó amargos recuerdos. En la escuela en la pequeña localidad de Leonding a las afueras de Linz donde vivía la familia, Adolf Hitler era el hijo de un respetado funcionario local. Sin embargo, en Linz, una ciudad de 60 000 habitantes, sus compañeros eran hijos de importantes hombres de negocios, abogados, médicos y gente con prestigio, que miraban al joven Hitler con cierto desprecio social. Este hecho puede explicar que no tuviera amigos en la escuela y que sus notas fueran, en general, mediocres. Sus profesores le consideraban un chico con cierto talento pero más bien vago y obstinado. En Mein Kampf, Hitler escribió que las únicas materias que le interesaban eran la historia, la geografía y el arte. Su profesor, Leonard Pötsch, estimulaba su imaginación con historias sobre el nacionalismo alemán. Posteriormente, Hitler señalaría que su patriotismo surgió en la escuela secundaria. Sus héroes eran el rey-soldado Federico el Grande y el canciller Otto von Bismarck.

Su padre deseaba que el joven Hitler se convirtiese en funcionario, algo que él nunca se planteó. Cuando visitó el edificio donde trabajaba su padre señaló que era una «jaula del Estado», en la que «los viejos señores se sentaban apelmazados como si fuesen monos[13]».

A los trece años su autoritario padre falleció. Aunque fue un hecho traumático, el fallecimiento de su padre le resultó, en gran medida, un alivio. Su madre era mucho más proclive a ceder ante los caprichos de su hijo, lo que llevó a un abandono progresivo de los estudios. A los dieciséis convenció a su madre de que le dejase abandonar definitivamente el colegio. En menos de dos años se había escapado de la tiranía del colegio embarcándose en una vida que fue una sucesión de evasiones de la autoridad y de la disciplina. Su fracaso escolar le imprimió un desprecio y un recelo permanentes hacia el mundo académico y hacia los intelectuales.

Durante dos años Hitler se convirtió en un holgazán. Se mudó con su madre a un apartamento en las afueras de Linz donde se dedicaba a leer hasta altas horas de la noche. Durante el día visitaba galerías de arte, cafés y bibliotecas. Por las noches acudía, siempre que podía, a la ópera (especialmente a representaciones de Wagner, su compositor favorito). En aquel período parecía un diletante bohemio de pelo largo y portaba siempre un sombrero negro y un bastón. Sin duda, el hecho más traumático de sus primeros años fue el fallecimiento de su madre. Según el médico de su madre, Eduard Bloch: «¡En mis casi cuarenta años de profesión nunca había visto a un joven tan herido y apenado como el joven Hitler[14]!». A pesar de las teorías de que Hitler odiaba a los judíos porque el doctor Bloch era uno de ellos, lo cierto es que le dijo: «le estaré agradecido para siempre». Y cumplió su palabra, ya que el médico nunca fue arrestado cuando los nazis tomaron el poder. Con la muerte de su madre Hitler perdió a la única persona por la que sintió un verdadero afecto.

Antes de su fallecimiento, Hitler le había pedido retirar su herencia para ir a Viena e intentar ingresar en la Academia de Bellas Artes. Para un estudiante errático que había abandonado el colegio se trataba, a todas luces, de un proyecto demasiado ambicioso. Viena, en 1909, era la bulliciosa y sobrepoblada capital de un decadente imperio de cincuenta millones de personas. Sin duda, no era una ciudad para aquellos que no tenían trabajo ni dinero.

Hitler de niño. Primera fotografía que se conserva y que se utilizó para el anuncio de su nacimiento.

Hitler alquiló una pequeña habitación en Viena y se examinó para ingresar en la prestigiosa academia, fracasando en el intento. Resulta realmente curioso analizar cómo la historia puede cambiar por los hechos más triviales. De haber ingresado en la academia, la vida de Hitler y la historia de Europa habrían seguido, sin duda, unos derroteros bien diferentes. A pesar de la rabia que sintió Hitler, sus examinadores tenían razón al considerar que no era un buen artista. Sus pinturas demuestran que tenía cierta capacidad para copiar los trabajos de otros artistas, pero carecía de la habilidad para crear trabajos originales. Su mayor dificultad eran los retratos. Los expertos que han examinado sus obras consideran que le faltaba originalidad. Su inclinación a pintar edificios en vez de personas ha sido apreciado por los psicólogos que han estudiado su obra como un rasgo de su personalidad introvertida, pero no de alguien que sufriese desequilibrios mentales. Al pedir explicaciones por su suspenso al director de la Academia, este le aconsejó que estudiase arquitectura. En ese momento se le planteó el problema de haber abandonado antes de tiempo la escuela superior, que era un requisito obligatorio para poder estudiar arquitectura. Volver a matricularse era un esfuerzo que el joven Hitler no estaba dispuesto a realizar. El fallecimiento de su madre y la imposibilidad de ingresar en la Academia supusieron un enorme golpe para Hitler. Fueron dos experiencias que tardaría mucho en olvidar. A los dieciocho años Hitler no tenía padres ni seguridad económica o emocional.

Pasó cinco años en Viena, donde le acompañó su amigo Kubizek, quien había ingresado en la prestigiosa Academia de Música. Durante ese período Hitler escribía poesía e intentó incluso escribir una ópera. Acudía a menudo a representaciones de ópera de Wagner. Sin haberse preparado mejor, Hitler intentó por segunda vez ingresar en la Academia en 1908 y fracasó nuevamente. En esa ocasión no le aceptaron siquiera para realizar una prueba ya que sus trabajos no reunían las exigencias mínimas requeridas. El golpe fue tan enorme que decidió romper todo vínculo con el pasado. Kubizek ya no le vio más, muy probablemente porque Hitler se negó a decirle a su amigo que había fracasado[15].

Hitler se sumió en el mundo de los asilos para desahuciados y desempleados. Kubizek sólo le volvería a ver treinta años después, cuando aquel entró triunfalmente en Viena. La visión distorsionada de Hitler que transmitieron sus coetáneos queda de manifiesto en la obra de Kubizek sobre su amistad con él cuando señalaba de forma sorprendente: «La grandeza del Führer que todos consideramos increíble ya era evidente en su juventud». Resulta muy difícil creer que Kubizek pensara alguna vez que aquel amigo desorientado y casi indigente llegase a destacar en algo[16].

Hitler comenzó en Viena una vida que él describió «como los años más tristes de su vida[17]». En 1909 su situación económica se deterioró. Comenzó a mal vivir llegando incluso a dormir en los bancos de los parques de Viena. Uno de los hechos más dramáticos de la historia contemporánea es la metamorfosis de Hitler de un don nadie a líder de Alemania. En su autobiografía Hitler afirmó que había trabajado y vendido pinturas. No existe constancia de que trabajara pero sí de que vendiese pinturas. Las personas que le trataron en aquel período señalaron que se trataba de alguien introvertido, lleno de ideas brillantes, prejuicios y grandes planes, pero sin la fuerza de voluntad necesaria para llevarlos a cabo.

Posteriormente, Hitler conoció a Reinhold Hanisch, un empleado doméstico que le convenció para vender postales pintadas por él. Se mudó a una casa de huéspedes en la que Hitler pintaba y Hanisch vendía las postales. La relación acabó mal cuando Hitler acusó a su amigo de engañarle. El vengativo Hitler nunca olvidó la supuesta ofensa y en 1936 la Gestapo le detuvo por contar «mentiras sobre Hitler». Falleció en prisión en febrero de 1937, supuestamente de un ataque al corazón, pero lo más probable es que fuera asesinado por una orden personal de Hitler. La prodigiosa memoria de Hitler nunca olvidaba una afrenta. Hitler tampoco perdonaría sus malos recuerdos en la ciudad de Viena. Una vez en el poder sus grandiosos planes para reformar una ciudad en Austria fueron para Linz despreciando siempre la capital austriaca. Durante la guerra en 1944 rechazó una solicitud para emplazar unidades antiaéreas suplementarias para defender la capital austriaca señalando que Viena debía conocer lo que significaban los bombardeos[18].

En la capital austriaca, según Hitler, descubrió las amenazas paralelas del marxismo y los judíos. La población judía de Viena era mayor que la de las grandes ciudades alemanes del período (175 300 personas). El antisemitismo era parte del discurso político diario en Austria y Hitler se impregnó de las ideas racistas del alcalde de Viena, Karl Lueger. «En Viena dejé de ser cosmopolita y me convertí en antisemita» señalaría posteriormente[19]. «Me era repugnante el conglomerado de razas que mostraba la capital del reino, repugnante toda esa mezcla de pueblos checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etc.; pero en medio de todos ellos, como eterna piedra de la discordia humana, judíos y otra vez judíos. Aquella ciudad grandiosa encarnaba el incesto[20]…».

En Viena, Hitler se retrajo sobre sí mismo y culpó a los vieneses de no apreciarle como era debido. Hitler temía deslizarse en la escala social por lo que, a pesar de no tener empleo, se negaba sistemáticamente a desempeñar trabajos manuales relacionados con la clase proletaria debido a lo cual su situación económica se deterioró progresivamente. Finalmente, la herencia que había recibido se terminó y Hitler se convirtió en una especie de vagabundo aceptando, algo humillante para él, trabajos como llevar maletas y quitar nieve. Su experiencia de aquellos años fortaleció su carácter y le convenció de que la vida era una lucha continua en la que sólo aquellos que poseían una gran fuerza de voluntad podían sobrevivir[21].

En 1913 Hitler se escapó a Múnich para huir del servicio militar en el ejército austriaco. Con veinticuatro años era un joven melancólico que sufría una mezcla de nostalgia y amargura y que se encontraba en un mundo incomprensible para él. La trágica relación de Hitler con Alemania y con su pueblo había comenzado. No se trataba de un acto de cobardía ya que en cuanto estalló la guerra se alistó rápidamente en el ejército bávaro. Lo que no deseaba era servir para el Estado donde había nacido, posiblemente por su desprecio al carácter multirracial del mismo. Las autoridades austriacas le localizaron finalmente en Múnich y fue obligado a acudir a Austria para explicar sus acciones. En febrero de 1914 el ejército austriaco consideró que el futuro paladín de la «raza maestra» no era físicamente «apto para el servicio» debido a un pequeña molestia en el pecho. Su ficha personal indicaba: «Demasiado débil para el manejo de las armas[22]».

Hitler, posteriormente, regresó a Múnich por un período de tiempo que describió como «de los más felices de mi vida». Permaneció allí con la familia Popp, a la que pagaba una modesta cantidad de dinero por una habitación. Los miembros de esa familia describirían posteriormente a Hitler como una persona solitaria, que leía libros, pintaba y permanecía casi todo el tiempo en su habitación. Durante el día frecuentaba los cafés, leyendo libros que tomaba prestados en la biblioteca local. Durante ese período parece que Hitler se ganaba la vida de forma modesta pintando paisajes y planificaba continuar sus estudios para convertirse en arquitecto, algo totalmente alejado de la realidad.

La guerra

Hitler fue rescatado de su existencia como un bohemio y un marginado social por el estallido de la Primera Guerra Mundial. La Gran Guerra encajaría el destino individual de Hitler en la historia alemana y en la europea. Él siempre había odiado al Estado de los Habsburgo, posiblemente porque lo identificaba de manera inconsciente con la autoridad estricta de su padre que servía a ese Estado. Se ha conservado una fotografía que le muestra el día de la declaración de guerra «con la boca entreabierta y los ojos ardientes». «Sobrecogido por aquel tormentoso entusiasmo, caí de rodillas y, con todo mi corazón, di gracias al cielo», señaló Hitler[23]. Fue reclutado en el Regimiento de Infantería Bávaro de Reserva número 16. Para Hitler comenzó lo que él denominaría «la época más inolvidable y grande de mi vida terrenal[24]».

La guerra le entusiasmó. Hitler fue un buen soldado. Su frialdad bajo el fuego le granjeó entre sus compañeros una reputación de «invulnerabilidad». «Si Hitler está con nosotros nada sucederá», decían sus compañeros. En diciembre de 1914 escribió a su casera en Múnich: «He arriesgado mi vida todos los días, mirando directamente a los ojos de la muerte». Aquel mismo mes le concedieron la Cruz de Hierro de Segunda Clase. «Fue», escribió, «el día más feliz de mi vida[25]». En 1918 recibió la Cruz de Hierro de Primera Clase, una medalla de mucho prestigio. Nunca se ha sabido el motivo por el que se le condecoró. Algunos rumores señalaban que había capturado a quince prisioneros británicos. Hitler nunca habló de ello, muy probablemente para evitar tener que reconocer que le debía la condecoración a un ayudante del regimiento, un judío apellidado Gutmann. La concesión de la Cruz de Hierro fue posteriormente muy importante para la carrera política de Hitler como nacionalista alemán. Era la prueba que demostraba su valor. Debido a su entrega al deber, resulta extraño que nunca ascendiese más allá de cabo. Un oficial del regimiento declararía posteriormente en Núremberg que el ascenso de Hitler se planteó en diversas ocasiones pero que fue siempre rechazado pues, curiosamente, «no hallábamos en él las propiedades necesarias para ser un jefe[26]».

La Primera Guerra Mundial hizo a Hitler posible. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y la revolución, este inadaptado social y artista fracasado no habría descubierto qué hacer con su vida. Años después Hitler escribiría: «la estupenda impresión que me produjo la guerra, la más grande de todas las experiencias». Sus compañeros, que le llamaban «Adi», señalaron: «Para el cabo Hitler, el regimiento List era su patria». No trabó ninguna amistad con los otros soldados, quienes le consideraban «excéntrico», tampoco les habló nunca de su infancia ni participaba en los comentarios y chistes sobre mujeres, tan habituales entre los soldados. No se quejaba del barro ni de la falta de comida en el frente. Nunca pidió permisos ni recibió cartas de su hogar, ni siquiera en Navidad. Le molestó profundamente la tregua espontánea que se produjo durante las Navidades de 1914, en la que los soldados llegaron a jugar un memorable partido de fútbol con sus enemigos en tierra de nadie. En las fotos durante la guerra Hitler aparece con gesto serio y alejado del resto de sus compañeros. Aparentaba también muchos más años de los que tenía entonces. Que sobreviviese cuatro años cuando veía morir a miles de sus compañeros fue simplemente buena suerte. Pasado el entusiasmo inicial, Hitler confesó que su miedo iba en aumento, a pesar de lo cual no dejó de cumplir con su deber. Posteriormente, en 1916, diría: «mi voluntad ya era dueña indiscutida (…) el destino podía someterme ahora a las pruebas definitivas, sin que mis nervios resultasen destrozados ni flaqueara la razón[27]».

En octubre de 1916 Hitler fue herido ligeramente en la pierna izquierda durante la batalla del Somme, por lo que fue enviado a Berlín para recuperarse. Allí percibió una atmósfera de descontento y derrotismo. Su furia se volcó hacia los políticos, periodistas, judíos y radicales de izquierda que hablaban constantemente de derrota. Hitler regresó al frente con la convicción de que el esfuerzo de guerra estaba siendo socavado por «judíos y marxistas» en Alemania. Hitler tomó parte en la ofensiva final del ejército alemán en 1918. En octubre de ese año, al sur de Ypres, perdió la vista temporalmente en un ataque de gas mostaza y fue trasladado a un hospital en Pasewalk en Pomerania[28]. Allí se enteró de que una revolución había estallado en Alemania, el káiser había abdicado, se había declarado la república y se había perdido la guerra. Al escuchar las noticias Hitler se puso a llorar: «Mientras que en mis ojos se hacía cada vez más negro, tanteando y tambaleando me dirigí al dormitorio, y allí escondí la cabeza entre la manta y la almohada. Desde el día en que estuve ante la tumba de mi madre no había llorado (…). Pero entonces no pude evitarlo[29]». Aquel acontecimiento inesperado constituyó una nueva desilusión tan incomprensible como cuando al solicitar el ingreso fue rechazado por la Academia de Bellas Artes.

Hitler durante la Primera Guerra Mundial.

Hitler tuvo su «experiencia suprema» en las trincheras. Atormentado por el destino de sus compañeros muertos y mutilados y por el brutal sacrificio alemán que sólo llevó a la derrota, se comprometió a vengar sus muertes, a humillar a los enemigos de Alemania y a convertir a los alemanes, de nuevo, en un pueblo orgulloso, superior, rencoroso y despiadado. «Todo había sido en vano. En vano todos los muertos y las privaciones, en vano el hambre y la sed de muchos meses interminables, en vano las horas en que nosotros, como sujetos por las garras de la muerte, seguíamos cumpliendo con nuestro deber, y en vano la muerte de dos millones de hombres[30]». Por segunda vez desde la muerte de su madre, Hitler lloró desconsoladamente al conocer la noticia de la derrota de Alemania. Su deseo de venganza llegó al alma de muchos corazones alemanes. A partir de ese momento defendió la idea de que Alemania no había sido derrotada en el campo de batalla, sino que había sido «apuñalada por la espalda». En lo personal, el final de la guerra significó para Hitler tener que hacer frente de nuevo a la dura realidad de una vida sin trabajo, sin hogar y sin amigos[31].

Los comienzos del partido nazi

Al abandonar el hospital Hitler regresó a Múnich, que experimentaba fuertes convulsiones políticas en 1918 y 1919. La región de Baviera se había ido convirtiendo en un nido de grupos nacionalistas de extrema derecha, un «Arca de Noé» de los radicales de derecha[32]. Hitler estaba en el lugar apropiado en el momento apropiado. No se sabe a ciencia cierta cuál fue la relación de Hitler con el ejército durante ese período, aunque lo más probable es que se dedicase a vigilar a los numerosos grupos extremistas que existían entonces en la ciudad de Múnich. Pronto tomó contacto con uno de los numerosos partidos nacionalistas y racistas, el minúsculo Deutsche Arbeiterpartei, el Partido de los Trabajadores Alemanes (DAP), que había sido fundado por Anton Drexler, un discreto cerrajero que trabajaba para una compañía de ferrocarril, y por el periodista de derechas Karl Harrer. El partido había surgido al final de la Primera Guerra Mundial como la «Sociedad Política de los Trabajadores». El nombre del partido parecía indicar que adoptaría un programa de extrema izquierda, sin embargo, se trataba, en realidad, de un grupo de extrema derecha. Cuando Hitler trabó contacto con el DAP, contaba únicamente con cuarenta miembros.

El 12 de septiembre de 1919 el dirigente del partido Gottfried Feder pronunciaba un discurso sobre «Cómo y por qué medios puede ser eliminado el capitalismo». Posteriormente tomó la palabra Baumann, un profesor que reclamó la independencia de Baviera. Hitler no se resistió a intervenir para rechazar con vehemencia la idea de Baumann. Su apasionado discurso llamó la atención de Drexler. Pronto ingresó en aquel partido destacando por su brillante y cautivadora oratoria. «Fue la decisión más importante de mi vida», señalaría en Mein Kampf. Aunque siempre manifestó que había dudado en ingresar en el partido, la realidad, una vez más, fue muy diferente. Su jefe en el ejército señalaría tras la guerra que había ordenado a Hitler que se uniese al partido, pues consideraba que podía ser utilizado como vehículo de propaganda para el ejército. Posteriormente se utilizó dinero del ejército para alquilar locales y contratar anuncios en los periódicos. Todo parece indicar que el ejército «situó» a Hitler en el DAP para aumentar su prestigio y como medio de lucha contra la propaganda antisocialista. En definitiva, la entrada de Hitler en política habría sido consecuencia de una orden del ejército como un instrumento de las fuerzas antidemocráticas existentes en la cúpula del ejército de Múnich.

Los discursos de Hitler aumentaron poco a poco la adhesión al partido. En realidad, lo que importaba no era lo que decía Hitler, pues existían numerosos grupúsculos de extrema derecha que defendían las mismas teorías (tampoco los símbolos nazis eran originales, la esvástica había sido utilizada también por otros grupos de extrema derecha, la calavera y las tibias cruzadas habían sido usadas por la caballería alemana y el saludo romano fue tomado del fascismo italiano). La originalidad de Hitler radicaba en la impactante forma como expresaba los mensajes. Hitler había estudiado a fondo las técnicas interpretativas de un popular cómico alemán, Weiss Ferdl, y las aplicaba a la perfección. Recurría al viejo truco del mundo del espectáculo de hacer esperar al público a fin de acrecentar su interés. Se quedaba mirando a sus asistentes durante unos minutos. Luego comenzaba a hablar en tono tranquilo hasta que al final empezaba a alzar la voz en un estado de excitación febril[33]. «El poder que siempre han puesto en marcha las religiones y las avalanchas políticas más grandes de la historia», escribió Hitler, «ha sido desde tiempo inmemorial el poder mágico de la palabra hablada[34]». Hitler tenía la habilidad de que sus audiencias compartiesen su amargura, sus miedos y sus frustraciones. Al mismo tiempo conseguía que apoyasen su programa para «rescatar» a Alemania de los «cobardes y los traidores» que habían «traicionado a la Patria». Hitler otorgaba a los que le escuchaban el sueño de que «el futuro les pertenecía». Culpaba de la derrota a los políticos que habían «apuñalado a Alemania por la espalda». Todos los antiguos combatientes, deprimidos por la derrota de Alemania, se podían identificar con los estallidos de odio de Hitler contra los «criminales de noviembre». Casi todos los discursos de Hitler acababan con la frase: «No hay más que resistencia y odio, odio y más odio».

Hitler pronto reemplazó a Drexler en la jefatura del partido. Meses más tarde el partido cambiaba de nombre y adoptaba el de Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP[35]). Como su nombre dejaba claro, el partido aspiraba a atraer los votos de los nacionalistas y de los socialistas a la vez. Su programa exigía la revisión del Tratado de Versalles, el retorno de los territorios perdidos como resultado del tratado de paz y la reunificación de todos los alemanes étnicos en un mismo Reich. Los judíos serían excluidos de la ciudadanía y aquellos que hubiesen llegado a Alemania después de 1914 serían deportados, a pesar del hecho de que muchos judíos habían luchado con honor por Alemania durante la Gran Guerra[36].

Hitler se encargó de elegir personalmente la esvástica como símbolo del partido. La bandera la diseñó en gran parte roja (como la popular bandera comunista) y en su centro situó un círculo blanco para representar la herencia aria donde se situaba la esvástica. En diciembre de 1920 el desconocido partido adquiría un periódico semanal, el Münchener Beobachter, cambiando su nombre a Völkischer Beobachter (El observador del pueblo). La adquisición de ese periódico fue fundamental para el control del partido por parte de Hitler, pues utilizó el mismo como vehículo de propaganda y para transmitir órdenes y directivas a los activistas locales del partido.

Hitler reunió en Múnich a un grupo de fieles ayudantes. Entre ellos destacaba Alfred Rosenberg, filósofo del partido que aportó ideas raciales y estableció el tono antisemita[37]; Max Amann, quien se convirtió en el administrador del partido; Ernst Röhm, un hombre duro y brutal que se encargó de reclutar a miles de antiguos soldados para crear las SA o Sturmabteilung, un ejército privado que se convirtió en una letal fuerza de lucha callejera[38]; y Hermann Goering, un condecorado piloto de caza[39]. Otro destacado miembro fue Rudolf Hess, quien había estado en la guerra en el mismo regimiento que Hitler. Tal era la cantidad de antiguos combatientes que se podía definir al partido durante ese período como un grupo ultra nacionalista apoyado por una fuerza paramilitar con la voluntad de derribar al Gobierno.

Incluso en esos primeros años Hitler desarrolló unos inconfundibles «aires mesiánicos[40]». Sus costumbres eran bohemias, era errático e impuntual. Hitler en reposo aparecía anodino, torpe en el trato social, incapaz de hablar de nada que no fuese trivial, nervioso; pero cuando se ponía en marcha, con los ojos llameantes, desplegaba una elocuencia incontenible, creía ser un moderno Sigfrido[41]. En 1920 acudió a una cena que fue muy reveladora de su personalidad. Durante un largo tiempo se sentó en silencio. Al final aprovechó una excusa para lanzarse a un monólogo político con un estilo que mantendría ya toda su vida. «Sin que nadie le interrumpiera, Hitler empezó a gritar en vez de predicar. Los criados entraron corriendo para proteger a su amo. Después de que se fuera, según consta, permanecieron sentados como los pasajeros de un tren que de pronto se hubieran dado cuenta de que “en el compartimento había un psicópata[42]”». Uno de sus seguidores durante el período, «Putzi» Hanfstaengel, describió los discursos de Hitler como «un orgasmo de palabras[43]».

La ideología inicial de Hitler y sus objetivos

El nacionalsocialismo surgió en las trincheras y se moldeó en las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. El principio básico del nazismo sobre la guerra era que Alemania había sido la víctima. El rechazo del Tratado de Versalles era una idea muy popular entre los alemanes que se consideraban humillados por el tratado. En febrero de 1920 los 25 puntos del programa del NSDAP fueron elaborados por Gottfried Feder. Los mismos consistían en ideas de extrema derecha, nacionalistas y antisemíticas con algunas tímidas medidas anticapitalistas. Se trataba de llevar a cabo una revisión profunda del Tratado de Versalles, la unión de todos los germanos parlantes en un gran Reich, el control estatal de la prensa, la exclusión de los judíos de la vida pública y la creación de un Estado totalitario dirigido por un poderoso dictador.

Las medidas socialistas incluían confiscar los beneficios que había conseguido la industria durante la guerra, abolir las rentas sobre la tierra y crear un ejército del pueblo basado en las SA. En realidad pocas de sus medidas socialistas fueron llevadas a cabo por Hitler cuando tomó el poder. Se trató, sin duda, de medidas electoralistas para atraerse el apoyo de los trabajadores. Para el historiador Bracher, el nacionalsocialismo era «un conglomerado de ideas y preceptos, esperanzas y emociones, unidos por un movimiento político radical en un momento de crisis». Para Michael Burleigh, el nazismo era una «religión política» para «salvar» a Alemania de la crisis política y económica. Richard J. Evans ha definido su ideología como una «mezcla venenosa única[44]». Hitler dirigió y configuró la política estratégica del partido nazi a través del Führer Prinzip, la idea de que el Führer o líder (Hitler) contaba con un poder incuestionable en el mismo. La originalidad de las ideas de Hitler no residía tanto en su pensamiento como en la forma en la que expresaba y captaba el odio y el profundo resentimiento de la clase media alemana sobre lo que sucedía en su país[45].

El fracasado golpe de la cervecería

Sin duda, el momento más destacado de la historia del partido nazi durante los primeros años fue el llamado golpe o putsch de la cervecería que tuvo lugar en noviembre de 1923, cuando Hitler, acompañado de 600 miembros de las SA, intentó tomar el poder en Múnich apoyado por militares como el general Ludendorff. El 8 de noviembre de 1923, el líder del Gobierno bávaro Gustav Von Kahr se estaba dirigiendo a un grupo de hombres de negocios y funcionarios en la Bürgerbräukeller, una cervecería del centro de Múnich. Hitler sospechaba erróneamente que Kahr se disponía a realizar su propia «marcha sobre Berlín». Hitler irrumpió en el lugar y, subiéndose a una mesa, disparó con un revolver al techo gritando: «La revolución Nacional ha comenzado» y que se había formado un nuevo «Gobierno provisional». En realidad, todo lo que Hitler dominaba en ese momento era una gran cervecería. Advirtió de forma melodramática: «Tengo cuatro balas en mi pistola. Tres son para mis colaboradores si me abandonan. ¡La última es para mí! ¡Si no tengo éxito antes de mañana por la tarde, moriré[46]!». Sin embargo, los grupos que habían ofrecido su colaboración a Hitler para marchar sobre Berlín y derribar al Gobierno: el ejército, la policía y el Gobierno bávaro, se negaron a cooperar[47].

Hitler no pareció desanimarse y al día siguiente intentó marchar con sus acólitos al centro de Múnich para tomar el Ministerio de la Guerra. La policía puso violentamente fin a la marcha y 16 miembros de las SA fallecieron en el intento. Hitler se dislocó un hombro al caer empujado por Erwin Scheubner-Richter, uno de los conspiradores que murieron ese día[48]. Hitler abandonó rápidamente el lugar de los hechos, afirmando posteriormente, de forma muy poco convincente, que había llevado a un niño herido a una ambulancia. Se refugió en casa de Hanfstaengel donde fue arrestado por la policía. El mal planeado golpe había llegado a su fin.

Hitler en el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP).

Hitler fue juzgado y condenado por alta traición. El juez simpatizaba con la causa y le dejó hablar casi sin restricciones durante el juicio. Fue condenado a tres años de prisión, de los cuales sólo cumplió trece meses en la prisión de Landsberg. En realidad, tenía que haber sido deportado al ser ciudadano austriaco. Durante su encarcelamiento decidió convertir el partido nazi en un partido nacional llevando a cabo una revolución legal una vez en el poder. La publicidad que recibió el fracasado golpe convirtió a Hitler en una figura nacional. En prisión Hitler se dedicó a escribir un libro en el que se plasmaron sus ideas para el partido y para Alemania, un libro que debía ser una especie de Biblia para sus seguidores.

Mein Kampf (Mi lucha) y la ideología de Hitler

El libro que escribió en prisión lo tituló Mein Kampf (su editor le aconsejó que cambiase el poco comercial título que Hitler había elegido en primer lugar: Cuatro años y medio de lucha contra mentiras, estupidez y cobardía). Es un libro enorme, escrito en un tono pretencioso y con palabras que Hitler, un hombre que había abandonado la educación secundaria, parecía no dominar por entonces. De todas formas se trata de una obra fundamental para acercarse al nazismo. En él, Hitler diseñaba la visión de Alemania bajo su liderazgo, sus principales objetivos de política exterior y su ideología[49].

El primer objetivo era tomar el poder por medios pragmáticos y flexibles. El uso de la propaganda era crucial para ganarse el apoyo de las masas. Hitler consideraba que las masas creerían cualquier mensaje que fuese repetido de forma sistemática. «Los votantes se creerían una gran mentira antes que una pequeña», señaló.

Uno de los aspectos básicos del libro era la cuestión de la raza, con ideas elementales extraídas del llamado darwinismo social. Hitler consideraba que la vida era una lucha incesante entre las razas fuertes y las débiles en la cual sólo las más puras y fuertes sobrevivían. En la visión de Hitler existían tres grupos raciales: los arios, creadores de cultura; los «portadores de cultura», razas que no creaban cultura pero que podían copiar a los arios, y los «pueblos inferiores», que tan sólo eran capaces de destruir la cultura. El objetivo prioritario era crear una raza alemana de arios puros que sería «la más alta especie de la humanidad[50]».

El darwinismo social, la aplicación brutal de las ideas de Darwin sobre la evolución y la selección natural a la sociedad humana, se convirtió en una tesis muy popular en Europa en el siglo XIX. Los darwinistas sociales interpretaban las relaciones internacionales como una lucha por la supervivencia de los más fuertes y eran muy receptivos a las ideas de desigualdad racial del francés Joseph Gobineau y de Houston Stewart Chamberlain. Gobineau había proclamado en sus estudios la superioridad racial de la raza blanca o «aria» y la importancia crucial de la pureza racial para la vida de una nación. Hitler consideraba que los eslavos eran un «pueblo conejil» que tan sólo era bueno para reproducirse pero incapaz de organizarse de forma efectiva[51].

Hitler deseaba crear en Alemania una comunidad popular (Volksgemeinschaft), idea ampliamente compartida por todas las secciones de la derecha nacionalista. Se trataba de regresar a una forma primitiva y rural de sociedad basada en «la sangre y el suelo», al mismo tiempo que interpretaba de forma romántica el pasado medieval alemán. Según la peculiar visión de la historia de Hitler, la armonía rural entre los caballeros medievales y los campesinos había sido destruida por el ascenso de la burguesía, la gran industria y el marxismo. La sociedad alemana no se basaría en la igualdad de clases, sino en la igualdad de oportunidades. La sociedad nazi no tendría clases y, en la misma, los individuos llegarían a desarrollar todo su potencial a través del trabajo duro.

Los principales enemigos eran los judíos y los marxistas. Hitler pensaba que todos los marxistas estaban controlados por judíos o eran directamente judíos, comenzando por su fundador, Karl Marx. Sus ideas antimarxistas se mezclaban con su antisemitismo. Hitler consideraba que los judíos no eran un grupo religioso, sino una raza unida. Los judíos estaban tramando una conspiración para dominar el mundo. Hitler acusaba a los judíos de «no ser humanos», de ser «parásitos» y «gérmenes». Su deseo era «erradicarlos» de la sociedad alemana. El antisemitismo servía para unir a la sociedad alemana y para convertir a los judíos en chivos expiatorios de todo lo que no funcionaba en la misma. El vincular a los judíos con el comunismo tuvo un «efecto político explosivo[52]».

Hitler también consideraba a la democracia como un producto del pueblo judío, por eso estimaba que era una forma de gobierno muy débil basada en el compromiso. Si se dejaba que la democracia funcionase en Alemania, esta impediría a la nación alcanzar su destino. La forma de gobierno que planificaba para Alemania era autoritaria, sin ninguna base democrática. El Führer o líder daría órdenes que tendrían que ser obedecidas sin discusión.

Gran parte de Mein Kampf está dedicado a la política exterior, verdadera obsesión de Hitler. Deseaba, por encima de todo, abolir el Tratado de Versalles. Que Alemania tan sólo recuperase las fronteras de 1914 le parecía «un absurdo». Hitler deseaba extender el territorio alemán para incluir a todos los ciudadanos austriacos y los germano parlantes de los Sudetes, una región de Checoslovaquia, y crear así un Gran Reich Alemán. Hitler era consciente de que la guerra con Francia era inevitable, ya que esta se opondría a la expansión alemana. En cuanto a Gran Bretaña, deseaba que abandonase su política de equilibrio de poder y le dejase las manos libres para actuar en el continente. Uno de los objetivos de su política exterior era obtener espacio vital (Lebensraum) en Europa del Este, lo que implicaba una guerra contra la Unión Soviética. Ese espacio vital sería necesario para poder mantener a una población alemana que él creía llegaría a los 250 millones de alemanes. Se trataría de un territorio autosuficiente que contaría con todas las materias primas necesarias.

La gran controversia sobre Mein Kampf es si se trataba de un plan preciso que esperaba cumplir o si simplemente era un sueño de juventud. Debemos considerar la obra como algo más que un mero sueño. Si en algún momento Hitler cesó en esas ideas fue por motivos tácticos, sin abandonar nunca sus objetivos principales.

A pesar de la importancia de escribir una obra como Mein Kampf, hacia finales de 1924 el futuro parecía muy poco favorable para el partido nazi. Hitler, su figura más conocida, se encontraba en la cárcel, y las SA y el partido fueron prohibidos, dividiéndose este en dos facciones rivales. Durante su estancia en la cárcel de Landsberg, Hitler se convenció de que el partido nazi sólo podría llegar al poder por medios legales a través de una victoria electoral y realizar posteriormente una «revolución legal» para establecer una dictadura. Sin embargo, el camino no era fácil por tres razones principalmente. En primer lugar, el movimiento de derechas se había escindido en pequeñas facciones sin un rumbo ni un liderazgo claro.

En segundo lugar, la profunda crisis económica (llamada «la gran inflación») había llegado por entonces a su fin y el período que le siguió hasta 1929 fue de una relativa prosperidad económica. El economista Hjalmar Schacht había introducido el «Rentenmark», que pasaría posteriormente a ser el Reichsmark. La economía seguía siendo frágil debido, en parte, a que la inflación había reducido los fondos para la inversión. Sin embargo, los altos tipos de interés habían atraído al capital extranjero y, bajo el denominado Plan Dawes, las inversiones norteamericanas habían estabilizado la economía de la República. Un diplomático británico señaló, «el mayor enemigo de Hitler es el Rentenmark[53]».

Finalmente, en política exterior la República, dirigida hábilmente por Gustav Stresemann, había obtenido también importantes éxitos consiguiendo salir del ostracismo al que la derrota la había arrojado. Tras el sorprendente acuerdo con la Rusia soviética firmado en Rapallo en 1922, Alemania se integraba en la política europea. Alemania reconoció al Estado soviético (fue el primer país que lo hizo), y ambos países acordaron mutuamente cancelar todas las deudas prebélicas y renunciar a sus reclamaciones de guerra. Alemania salió especialmente beneficiada por los acuerdos comerciales. Asimismo, el tratado estableció, en cláusulas secretas, la posibilidad de que Alemania produjera y perfeccionara en la Unión Soviética armas prohibidas en el Tratado de Versalles. La colaboración se mantuvo en secreto, los oficiales alemanes que viajaban para realizar cursos en la Unión Soviética lo hacían vestidos de civil y con pasaportes falsos. Aquellos que fallecían como consecuencia de accidentes en el entrenamiento eran puestos en cajas con el rotulo de «piezas aeronáuticas[54]». La entrada de Alemania en la Sociedad de Naciones en 1926 supuso el fin definitivo del aislamiento internacional.

El movimiento nazi se desarrolló en claro contrapunto con la suerte de la República de Weimar, los períodos de crisis fueron momentos de impulso del movimiento, mientras que las fases de estabilización coincidieron con reflujos de la organización. Hitler tenía que cambiar sus tácticas y esperaba llegar al poder sobre las ruinas de otro desastre económico.

Por último, el ejército había perdido interés en derribar al Gobierno o en colaborar con los grupos de derecha extra parlamentarios. Parecía que la carrera de Hitler y el ascenso del partido habían llegado a su fin. El partido nazi parecía destinado «al montón de basura de la historia[55].