Asalto al poder. 1918-1933
«Debo cumplir con mi misión histórica y la cumpliré
porque la Divina Providencia me ha elegido para ello».
Adolf Hitler, 1938.
La fría noche del 30 de enero de 1933 un concurrido desfile de portadores de antorchas enfervorizados recorría las calles de Berlín ante la mirada sorprendida de sus habitantes. Se trataba de la manifestación de alegría de los simpatizantes de Hitler que celebraban su nombramiento para la Cancillería del Reich alemán. Era la confirmación del vertiginoso ascenso de Hitler y de su partido y la muerte definitiva de la democracia de Weimar. Aquellos que creían que el régimen se moderaría con el tiempo estaban equivocados. En pocos meses Hitler acabaría con la democracia en Alemania, instaurando un nuevo y terrible orden de trágicas consecuencias para el país y para el equilibrio internacional. Resulta imposible explicar con la ideología la toma del poder por los nazis. Esta nunca se produjo como consecuencia de un enorme apoyo electoral, ya que el nivel más alto que obtuvo el NSDAP antes de 1933 fue del 37,4 por 100 en julio de 1932. Hitler asumió el poder integrándose en un Gobierno de coalición designado por el presidente Hindenburg. El ascenso fulgurante del partido nazi se debió a las peculiares circunstancias de la República de Weimar, al colapso de la economía alemana debido a la gran depresión iniciada en 1929 y al rápido aumentó del apoyo al partido[1].
La vulnerabilidad de la democracia de Weimar
El sistema democrático en Alemania no contaba con un gran apoyo popular. La República de Weimar (así llamada por el lugar donde se acordó su constitución) se encontró con la losa de la humillación de la derrota en la Primera Guerra Mundial. En sus primeros años la República sobrevivió únicamente porque contaba con la lealtad de la policía y del ejército. Existían numerosos grupos de la izquierda y la derecha que no aceptaban su legitimidad. La Constitución adolecía de grandes fallos. El sistema electoral proporcional llevaba a la formación de Gobiernos de coalición y permitía que los partidos extremistas estuviesen representados en el Reichstag[2].
Para complicar aún más las cosas, el artículo 48 de la Constitución otorgaba al presidente el poder de ignorar la voluntad del Reichstag y, utilizando los poderes de emergencia, elegir a un Gobierno sin mayoría democrática. El primer presidente de la República, Ebert, tan sólo recurrió a ese sistema de forma esporádica para mantener la democracia. Sin embargo, Paul von Hindenburg lo utilizó tan a menudo que acabó socavando la legitimidad de la democracia y el papel del Reichstag. Desde marzo de 1930 a enero de 1933, todos los cancilleres alemanes fueron elegidos por Hindenburg al amparo del artículo 48 de la Constitución. Daba la impresión de que Alemania se encontraba permanentemente en crisis política. En marzo de 1930 Hindenburg nombró canciller a Heinrich Brüning. Este introdujo una serie de medidas contra la inflación que incluían recortes del gasto público y un aumento de los impuestos. El resultado fue devastador, ya que sólo contribuyó a agravar la depresión y a aumentar el desempleo. La República parecía condenada irremediablemente al fracaso. El escritor inglés Stephen Spender se mostró sorprendido por «la sensación de fatalidad» que sintió en las calles durante el período que denominó «Weimardämmerung[3]».
Al desafortunado Brüning le reemplazó Franz von Papen, líder del Partido Católico de Centro, estrechamente relacionado con la aristocracia y el ejército aunque sin apoyo en el Reichstag. Von Papen declaró el estado de emergencia. Su gabinete finalizó cuando el Reichstag le retiró el apoyo en noviembre de 1932. Para entonces el Gobierno parlamentario había llegado prácticamente a su fin. Hindenburg recurrió al general Von Schleicher como canciller aunque sólo duró cincuenta y siete días[4].
El papel de los factores económicos
La recuperación económica de los años veinte, que había proporcionado una cierta estabilidad política, estaba, sin embargo, basada en la débil estructura de los créditos norteamericanos que dejaron de suministrarse a Alemania tras el colapso del mercado de valores de Wall Street en octubre de 1929. La gran depresión provocó tal impacto social en Alemania que creó un ambiente propicio de descontento que sería fácilmente explotado por la propaganda nazi. El desempleo se propagó como una plaga por toda Alemania afectando a millones de familias entre 1928 y 1932. Los Gobiernos del período, traumatizados por el antecedente de la «gran inflación» estaban tan decididos a proteger la moneda y equilibrar sus balanzas que resistieron la tentación de salir de la crisis mediante el gasto público. De esa forma, la depresión se hizo inevitable.
¿Hubiese alcanzado Hitler el poder de no haber sido por la crisis económica? Es posible que la respuesta a tal interrogante sea negativa, aunque es muy improbable, también, que Alemania hubiese seguido siendo una democracia dado el ambiente fuertemente antidemocrático que se vivía en el país[5]. Es cierto que otros grupos extremistas como los nazis intentaban explotar el descontento. Sin embargo, fue la forma de comunicación del mensaje nazi la que llevó a su éxito. Los nazis utilizaron hábilmente métodos propagandísticos modernos en los que supieron explotar a chivos expiatorios como los judíos y los comunistas. Según escribió un comentarista en 1930, «si volviese a brillar el sol una vez más sobre la economía alemana, los votos de Hitler se fundirían como la nieve[6]».
Hitler, en un discurso como canciller del Reich, en mayo de 1933, en la tribuna del Reichstag, repudia las armas para resolver las diferencias internacionales.
La gran depresión convirtió al partido nazi en un movimiento nacional de protesta. Las consecuencias del hundimiento de Wall Street se sintieron pronto en Alemania, cuya economía dependía enormemente de los créditos a corto plazo norteamericanos. Hacia enero de 1930 ya había tres millones de desempleados, cifra que se dobló en 1932[7]. Los campesinos se hundieron en deudas y los beneficios de los grandes y pequeños empresarios declinaron de forma alarmante. El miedo a la quiebra y al desempleo afectó a todas las clases sociales[8]. Un historiador ha descrito la inflación como «una influencia revolucionaria más poderosa que la guerra misma[9]».
El crecimiento electoral del partido nazi
Uno de los elementos clave en el crecimiento electoral del partido nazi fue una estructura de propaganda muy efectiva. En Mein Kampf, Hitler ya le había dedicado dos capítulos al tema. La maquinaria propagandística diseñada por Joseph Goebbels funcionó extraordinariamente bien. Al atacar a sus oponentes, los nazis se convirtieron en claros exponentes de la hoy denominada «campaña negativa». Culpaban a la democracia de Weimar de la gran depresión y del alto nivel de desempleo. Los marxistas eran representados como enemigos acérrimos del pueblo alemán. Por encima de todo, la propaganda nazi proyectaba a Hitler como el salvador carismático del pueblo alemán. Tal era la proyección de Hitler que la mayoría de los periódicos alemanes y sus oponentes describían al partido como «el movimiento de Hitler». En las concentraciones del poder nazi se empleaban todo tipo de efectos teatrales como música militar, enormes banderas, masas uniformadas y, sobre todo, una iluminación teatral con potentes focos y procesiones de antorchas. El arquitecto Albert Speer confesó que lo que le había llevado a unirse al partido nazi en 1931 fue «la visión de disciplina en un período de caos, la impresión de energía en un ambiente de desesperanza universal[10]». Para el historiador Karl-Dietrich Bracher, «la esencia del fenómeno de Hitler fue una minusvaloración fundamental del atractivo del nacionalismo[11]».
Además, el partido contaba con una estructura bien organizada y unos miembros muy motivados. Hitler pasó de ser un impulsivo luchador callejero, a un político flexible y astuto con un gran dominio de la oratoria. El denominador común entre los votantes nazis era su falta de fe y de identificación con el sistema de Weimar. Creían firmemente que su papel tradicional y su estatus en la sociedad se encontraba en peligro. Para muchos miembros de la clase media la crisis de 1929-1933 no era más que otra crisis en una serie ininterrumpida de desastres desde 1918. Por lo tanto, Hitler fue capaz de utilizar la llamada «política de la ansiedad». La decisión de Hitler de buscar más el apoyo de las clases medias y rurales después de 1928 permitió al partido convertirse en un movimiento más «respetable» y pudo contar así con el enorme y profundo descontento que sentían esos grupos sociales durante la depresión. El aumento electoral del partido nazi fue, en realidad, un matrimonio de conveniencia. El partido precisaba una base de masas para obtener el poder; por su parte, los habitantes de los pueblos y las ciudades alemanas ansiaban un movimiento que otorgase voz política a sus inquietudes sociales y a su deseo de que se restaurase el orden. En 1937 Hitler afirmó: «Este es el milagro de nuestro tiempo, que me hayáis encontrado, que me hayáis encontrado entre tantos millones. Y que yo os haya encontrado a vosotros. Esa es la suerte de Alemania[12]».
Una de las cuestiones más controvertidas es si Hitler concitó el apoyo de las clases trabajadoras. En julio de 1932 el partido nazi consiguió el 25 por 100 del voto de los trabajadores. El mayor apoyo al partido nazi provenía de los trabajadores rurales y de los pequeños comerciantes que no pertenecían a los sindicatos. El partido nazi fracasó en intentar ganarse a los sindicatos y a los trabajadores industriales, que siguieron siendo leales al partido comunista. Lo más sorprendente resulta comprobar que tampoco consiguió un gran apoyo de los desempleados. En áreas donde el desempleo era masivo, el partido comunista obtuvo el 60 por 100 de los votos. A pesar de esto, se acepta de forma general que el partido nazi atrajo el apoyo de un amplio espectro de votantes de todas las clases sociales. En la primavera de 1932 Hitler decidió desafiar a Hindenburg en la lucha por la presidencia. Hindenburg ganó con el 52,9 por 100 de los votos, contra el 36,6 por 100 de Hitler[13]. Cuando los miembros del partido nazi ingresaron en el Reichstag, Toni Sender, un miembro del partido socialista, describió lo que vio aquel día: «Observé cuidadosamente sus rostros. Cuanto más los estudiaba, más horrorizado estaba por lo que veía, la mayoría tenían cara de criminales y degenerados. Era degradante sentarse en el mismo lugar con aquella gentuza[14]».
Resulta innegable el poderoso impacto del mismo Hitler como líder carismático. En esos años, Hitler demostró una extraordinaria habilidad política y una falta de escrúpulos cuando se trataba de la lucha política. Sin embargo, la astucia de Hitler y la buena organización del partido nazi no fueron suficientes para otorgar a Hitler el poder. Fue el reconocimiento por parte de Hitler y de las élites de que se necesitaban mutuamente, lo que motivó el nombramiento de Hitler como canciller[15].
El 30 de enero de 1933, Hindenburg, influenciado por grandes empresarios y por oficiales del ejército, decidió invitar a Hitler a formar un Gobierno de coalición. Hindenburg había rechazado durante mucho tiempo la idea señalando: «¿Ese hombre como canciller? Le nombraré jefe de correos y podrá lamer los sellos con mi retrato[16]». Pero las circunstancias habían cambiado y en ese momento deseaba que estableciera una dictadura estable de derechas para defender los objetivos del ejército, de los grandes terratenientes y de los grandes empresarios. Consideraban que podrían controlar a Hitler para servir a los intereses de las fuerzas tradicionales. Esa noche Hitler se dirigió radiofónicamente a la nación en términos muy moderados. Hitler se había ganado pacientemente la confianza de los grandes industriales y del ejército. Los radicales nazis en el partido se mostraron indignados por el «abandono» de Hitler de los principios socialistas. Gregor Strasser, líder del ala revolucionaria del partido, renunció al partido. Esto convenció a las fuerzas tradicionales de Alemania de que Hitler había abandonado las posiciones más radicales. La élite política tradicional consideró que sería capaz de dominar a Hitler. Deseaban que promulgase una «Ley de Habilitación» para que todas las leyes tuviesen que pasar por el gabinete. Sin embargo, Hitler deseaba destruir la democracia de Weimar en sus propios términos y no estaba dispuesto a ser controlado por nadie[17].
El incendio del Reichstag
El temor, ampliamente percibido, de la amenaza comunista es uno de los factores cruciales para explicar cómo los nazis fueron capaces de destruir la constitución de la República de Weimar. La fuerza del partido comunista lo convertía en una amenaza real para las aspiraciones nazis. En las dos elecciones que tuvieron lugar en 1932, el Partido Comunista (KPD) había aumentado en número de votos del 14,3 por 100 en julio, al 16,9 en noviembre. En las calles alemanas la «Liga de Luchadores del Frente Rojo» rivalizaba con las SA en número y en métodos violentos. En las elecciones de 1932 el Partido Socialista (SPD) recibió el 20,4 por 100 de los votos. Como consecuencia de estos hechos, el 10 de febrero de 1933, Hitler declaró su intención de destruir «la amenaza marxista» tanto del comunismo como del socialismo. Por su parte, los comunistas cometieron varios errores. El más grave de ellos fue considerar que el Gobierno de Hitler no duraría. Creían que el nombramiento de Hitler como canciller supondría una crisis en el sistema capitalista que llevaría inevitablemente al colapso económico y a la victoria del comunismo. La táctica de la espera fue aprovechada por los nazis. El 24 de febrero la policía asaltaba y destruía las oficinas centrales del KPD. Goering señaló que habían encontrado evidencias de una conspiración comunista para tomar el poder por la fuerza. Los nazis habían creado lo que se ha descrito como «una histeria anticomunista[18]».
Por otra parte, la división entre comunistas y socialistas debilitó a la izquierda alemana. Aunque muchos abogaban por la creación de un «frente de unidad», no se llegó a ningún acuerdo sobre cómo se realizaría el mismo. De hecho, el odio que sentían los comunistas por los socialistas era equiparable con el que sentían hacia los fascistas. Hitler, por su parte, se creía su propia propaganda de que los comunistas intentaban tomar el poder por la fuerza.
En esas circunstancias, el 27 de febrero de 1933 un joven holandés llamado Marinus van der Lubbe puso fuego al Reichstag, al parecer en protesta por la represión que sufrían las clases trabajadoras en Alemania. La policía acudió al lugar pero no se llamó a los bomberos hasta pasada media hora. Van der Lubbe no tenía ninguna conexión con los comunistas alemanes y, de hecho, parece que estuvo en contacto con miembros de las SA en los días anteriores al incendio[19]. Goering señalaría posteriormente que él mismo estaba detrás del incendio, aunque esto bien pudo ser una de sus bravatas. Hitler y los jerarcas nazis ignoraron la evidencia de que Van der Lubbe había actuado solo y concluyeron que se trataba del primer acto de la toma del poder por los comunistas. Fue la oportunidad que necesitaban los nazis para acabar con la oposición comunista y suspender parte de la Constitución de Weimar. Un Hitler rojo de furia afirmaba: «Este fuego es una señal divina. Esto es obra de los rojos. Debemos acabar con esta peste con un puño de hierro[20]».
El Reichstag en llamas.
El incendio proporcionó a los nazis la coartada para utilizar medios legales para iniciar la toma del poder. Hindenburg, a instancias de los nazis, firmó el «Decreto para la Protección del Pueblo y del Estado» conocido popularmente como el «Decreto del fuego del Reichstag». Suponía la suspensión de las libertades políticas y el fortalecimiento del poder central. El decreto creaba un estado de emergencia mediante el cual se suspendían todas las garantías constitucionales y se facultaba al Gobierno Central para asumir el control de cualquier Gobierno provincial que no estuviera en condiciones de restablecer el orden público. En la primera sección del decreto se autorizaba al Gobierno «a tomar todas las medidas necesarias para restablecer el orden y la seguridad pública». Se establecían severas limitaciones personales, al derecho a la libre expresión, a la libertad de prensa, a la libertad de manifestación; facultaba a las autoridades para intervenir las comunicaciones privadas; permitía allanar los hogares y detener a las personas sin mandato judicial y sin necesidad de formular cargos[21]. Hitler afirmaba, «ahora ya no debe haber compasión; el que se nos cruce en el camino será aniquilado. El pueblo alemán no se mostrará comprensivo ni tendrá piedad[22]».
Las elecciones de 1933
En este clima de terror e incertidumbre, los alemanes fueron convocados a las urnas el 5 de marzo de 1933. El grado de participación fue muy alto (88 por 100), lo que sugiere que hubo un cierto grado de intimidación por parte de las SA y por medio del control de la radio. La campaña resultó de gran violencia, con 50 antinazis y 18 nazis muertos en luchas callejeras. El resultado fue muy decepcionante para los nazis, que tan sólo aumentaron su voto del 33,1 al 43,9 por 100. Obtenían así 288 escaños. El Partido Católico de Centro incrementó su número de votos de 4,2 millones a 4,4 millones. Los socialdemócratas habían perdido 70 000 votos pero eran todavía la segunda fuerza política. El partido comunista perdió un millón de votos, consiguiendo 4,8 millones, un resultado muy considerable teniendo en cuenta que todos los líderes comunistas se encontraban en la cárcel. Para Hitler se trataba de un golpe político devastador, ya que para modificar la Constitución eran precisos dos tercios del Reichstag y el partido nazi tan sólo podía obtener una mayoría en el mismo con el apoyo de los nacionalistas[23].
La revolución legal
A pesar de este contratiempo, Hitler propuso al nuevo Reichstag una Ley de Habilitación que acabase de forma efectiva con el procedimiento parlamentario y la legislación, transfiriendo el poder al canciller y a su Gobierno durante cuatro años. De esa forma, la dictadura se basaba en cierta legalidad. De todas maneras, la Ley de Habilitación precisaba del apoyo o de la abstención de algunos de los grandes partidos para obtener la mayoría de dos tercios. Por otra parte, en diversas zonas de Alemania los miembros regionales del partido nazi estaban siendo difíciles de controlar. Muchos miembros se estaban tomando la justicia por su mano, lo que daba la impresión de una revolución «desde abajo». Esto podía destruir la imagen de legalidad que estaba construyendo Hitler.
Cuando el Reichstag se reunió en la Opera Kroll para considerar la Ley de Habilitación, los nazis mostraron su verdadero rostro. A los comunistas (aquellos que todavía no estaban en la cárcel) se les prohibió el ingreso, mientras que el resto de los diputados fueron intimidados por los miembros de las SA que rodeaban el edificio. A pesar de todo, Hitler necesitaba dos tercios de los votos, asumiendo que los socialdemócratas no votarían a favor, por lo que necesitaban el apoyo del Partido del Centro. Hitler, para ganarse su respaldo, prometió, en un discurso el 23 de marzo, respetar los derechos de la Iglesia católica y mantener los valores morales y religiosos. Eran promesas que no se proponía cumplir, pero que surtieron efecto. Al final, tan sólo los socialdemócratas votaron en contra y la Ley de Habilitación fue aprobada por 444 votos a favor y 94 en contra.
Alemania había sucumbido a lo que el historiador Karl Bracher denominó «la revolución legal». El camino estaba totalmente abierto para que Hitler implantara su dictadura personal. La Constitución de Weimar había pasado a la historia aunque, en realidad, estuvo paradójicamente vigente hasta 1945. La Ley de Habilitación fue la piedra fundacional del Tercer Reich. La violencia que habían ejercido los nazis para tomar el poder se iba a utilizar a partir de entonces para consolidarlo. El 14 de julio de 1933 se promulgó una ley contra la formación de nuevos partidos. En su artículo primero señalaba: «En Alemania existe como único partido político el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores».
Por otra parte, el partido nazi había reclutado a 850 000 miembros de una población de 66 millones. Hacia 1939 había alcanzando ya los ocho millones, es decir, uno de cada cuatro adultos alemanes. Como en todas las instituciones nazis existía una jerarquía. Los miembros más destacados del partido se afiliaron antes de septiembre de 1930. Eran aquellos cuyos números de ingreso en el partido eran menores a 100 000 y llevaban una insignia dorada del partido. Los considerados oportunistas (Märzgefallen o «bajas de marzo») ingresaron de forma masiva en marzo de 1933[24].
La coordinación o igualación
La degeneración de la democracia de Weimar en el Estado nazi ha sido llamada generalmente Gleichschaltung (que puede ser traducido como coordinación o igualación). Consistía en la nazificación de todos los sectores de la sociedad alemana y su adecuación a los patrones autoritarios del nazismo. Uno de los mayores rivales potenciales de Hitler eran los sindicatos. En 1920 habían conseguido derrotar el golpe de Kapp. Sin embargo, tras largos años de depresión económica, sus miembros no se encontraban en condiciones de oponerse a la inevitable revolución nazi. Los líderes de los sindicatos socialistas esperaban que Hitler respetase su parcela de poder para proteger el bienestar de sus miembros a cambio de no intervenir en temas políticos. Sin embargo, Hitler no estaba dispuesto a pactar con ellos. En mayo de 1933 fueron prohibidos los sindicatos, sus líderes fueron arrestados y sus fondos y sus propiedades fueron confiscados. Los trabajadores sindicados y no sindicados pasaron a formar parte del Frente Alemán del Trabajo (DAF).
Posteriormente, fue el turno de los partidos políticos. Los comunistas ya habían sido ilegalizados durante la campaña electoral y los socialdemócratas se disolvieron voluntariamente en junio de 1933. Le siguieron el resto de los partidos políticos. Hacia julio de 1933 el partido nazi era el único que permanecía. Hitler se había convertido en líder de un Estado unipartidista y todos los miembros del Reichstag eran nazis.
La autonomía de los Länder fue atacada con una serie de leyes que culminaron con la Ley de Unificación del Reich, que acabó con las libertades regionales tradicionales y puso en manos de gobernadores del Reich (Reischssdthalter) el gobierno de los antiguos Estados. En la práctica, se trató, a menudo, de los líderes regionales del partido nazi o Gauleiters con plenos poderes. Esa decisión fue formalizada en una enmienda constitucional del 30 de enero de 1934, mediante la cual se disolvieron definitivamente los Parlamentos regionales y, desde entonces, las atribuciones que estos tenían pasaron al Gobierno central. La supervisión de todos los Estados estaría de ahí en adelante coordinada y sometida a la autoridad del Ministerio del Interior. Mediante esa enmienda se había eliminado el Estado federal que existía desde 1867.
El control nazi de la educación, la prensa y la vida cultural se llevó a cabo sin grandes dificultades. Hacia la primavera de 1933 Goebbels, como ministro de Propaganda, controlaba las emisiones de radio e impuso un sistema regulado de cobertura de noticias en la prensa así como una vigilancia de la línea editorial de los principales periódicos. En septiembre de 1933 todos los «trabajadores intelectuales» fueron forzados a unirse a la Cámara de Cultura del Reich, que fiscalizaba muy de cerca sus actividades. El ministro de Interior obligó a las regiones alemanas a introducir nuevos programas educativos en los colegios. En las universidades, grupos de estudiantes nazis aterrorizaban a los profesores de izquierda o independientes y les obligaban a renunciar[25].
En 1934 la mayoría de las organizaciones juveniles, desde los boys scouts hasta las asociaciones deportivas, habían sido incorporadas de golpe a las Juventudes Hitlerianas. El joven Helmut Schmidt, que llegaría a ser canciller de Alemania, se convirtió automáticamente en miembro de las Juventudes Hitlerianas cuando su club de remo fue absorbido en la organización nazi[26]. No había ya vida social; no podías pertenecer siquiera a un club de bolos que no estuviese coordinado, recordaba un habitante de la Baja Sajonia[27].
El desafío de la segunda revolución: los radicales nazis
A pesar de las medidas nazis, los grandes empresarios, el presidente, el ejército y la antigua aristocracia conservaban su tradicional poder. Dentro del partido nazi había voces que reclamaban una segunda revolución anticapitalista. Ernst Röhm, líder de las SA, acariciaba el sueño de fundir a las SA con el ejército para constituir un «Ejército del Pueblo» bajo su mando. Algunos miembros nazis del ala izquierda del nazismo deseaban también la puesta en práctica de medidas sociales radicales como la nacionalización de la tierra. Semejantes posiciones alarmaban enormemente a los grandes empresarios y al ejército. El mismo Hitler siempre había desconfiado del ala más anticapitalista del partido nazi. Consideraba también que las SA eran un grupo de luchadores callejeros y que no era posible convertirlos en un ejército profesional. Hitler tranquilizó personalmente a los empresarios y al ejército señalando que el «ejército sería el único que portaría armas en el Estado». Sus declaraciones provocaron la desilusión de los elementos más radicales del régimen. La respuesta de Hitler llegaría de forma contundente, era necesario acabar con las SA[28].
Las SA y la «noche de los cuchillos largos»
Durante los turbulentos años veinte, los grupos extremistas luchaban cuerpo a cuerpo en las calles de Alemania, por lo que resultaba esencial contar con un instrumento de ataque y de protección física. Con ese propósito Hitler creó en 1921 las SA, que provenían en gran parte de la masa de desempleados que existía en Alemania. La gente los llamaba con humor los «roastbeefs» porque se decía que eran marrones por fuera (el color de su uniforme) pero rojos por dentro. Sus uniformes marrones les conferían un sentimiento de hermandad y de pertenencia. El gusto por la violencia fue hábilmente utilizado por los líderes de las SA, y en particular por su líder Ernst Röhm, que convirtió a las SA en un instrumento efectivo de apoyo al nazismo[29]. Conocido homosexual, reclutaba a sus colaboradores por su atractivo y llevaba a cabo orgías que escandalizaban incluso a los libertinos berlineses. En poco tiempo su número aumentó espectacularmente. Con métodos intimidatorios, las SA lograban silenciar a los opositores. Sus marchas, sus cánticos y sus procesiones con antorchas daban publicidad al nazismo. Sin duda, jugaron un papel fundamental en el ascenso de Hitler al poder[30].
Röhm anhelaba una sociedad dirigida por los trabajadores y los soldados. Nunca pensó que Hitler, habiendo alcanzado el poder por vía legal, desease consolidar el nuevo Estado nazi atrayéndose a la clase tradicional alemana. Las SA se hacían progresivamente cada vez más difíciles de controlar. Por aquel momento, Hitler consideraba ya que la revolución tenía que detenerse y que Alemania debía consolidarse. Pensaba que los miembros de las SA estaban demasiado interesados en el elemento «socialista» del nacionalsocialismo. Röhm se impacientaba con Hitler considerando que había olvidado que el poder nazi provenía de las calles. Las SA se habían convertido en un nazismo que disgustaba a Hitler. Con cuatro millones de miembros en 1934, era una cantidad excesiva y suponía un serio peligro para sus planes. El mismo Röhm comenzó a hablar de las SA como un «ejército del pueblo», un concepto que atemorizaba a los generales y a los hombres de negocios cuyo apoyo Hitler necesitaba urgentemente. Las intenciones políticas de Röhm habían llegado demasiado lejos. Por su parte, Goering y Himmler odiaban a Röhm y deseaban subordinar las SA a las SS (Schutzstaffel o escuadrón de protección[31]).
Ante la falta de fuentes primarias sobre el tema, resulta difícil determinar lo que sucedió en junio de 1934. Es muy probable que, en una reunión en abril de ese año, Hitler y sus dos principales generales, Blomberg y Fritsch, llegaran a un acuerdo contra Röhm y las SA. Posiblemente Hitler no se decidió a actuar hasta que el vicecanciller Von Papen pronunció un discurso en el que pedía que se pusiese fin a los excesos de las SA. Hitler consideró que tenía que dar satisfacción a las fuerzas conservadoras[32].
El 30 de junio de 1934, durante la llamada «noche de los cuchillos largos», Hitler eliminó a las SA como fuerza política y militar. Röhm y los principales líderes de las SA fueron fusilados por miembros de las SS (las armas fueron voluntariamente suministradas por el ejército). A Hitler le costó ordenar la muerte de su antiguo camarada. «Una vez estuvo conmigo en el tribunal popular», le dijo a Hess[33]. No hubo ninguna resistencia. También se ajustaron viejas cuentas con elementos poco afines a las nuevas teorías de Hitler. Schleicher, antiguo canciller, y Strasser, líder del ala socialista radical del partido nazi, fueron asesinados. En total se estima que 200 personas fueron ejecutadas. Fue lo que el historiador Bracher denominó «la legalización del terror». Muchos miembros de las SA, ignorantes de lo que sucedía, morían gritando: «Heil Hitler[34]».
El significado de la «noche de los cuchillos largos» fue muy importante. En una acción violenta Hitler había acabado con la izquierda radical de su partido y con la oposición de la derecha tradicional alemana. Hacia 1934 sus efectos se dejaban sentir en Alemania. El ejército alemán apoyaba claramente al régimen nazi. Los generales alemanes habían temido a las SA pero no reconocieron el peligro de las SS como la institución del terror nazi. Por encima de todo, Hitler se había asegurado su supremacía política personal. El ejército agradeció el asesinato como necesario para la «defensa del Estado» y el mismo Hindenburg felicitó a Hitler por su «intervención valiente y decidida». Sus decisiones y sus acciones fueron aceptadas, lo que en la práctica significaba haber legalizado el asesinato. A partir de aquel momento, el régimen nazi ya no era una forma tradicional de poder, se trataba de una dictadura personal con un poder atemorizante. Tras la «noche de los cuchillos largos» siguió un período en el que Alemania consiguió una gran estabilidad política, aunque fuera ilusoria. Los últimos años de la década de los treinta e incluso los dos primeros años de la guerra fueron percibidos por la mayoría de la sociedad alemana como años positivos[35]. Margaret Fischer, una profesora, recordaba en los años ochenta: «En general todo el mundo se sentía bien (…). En los años treinta todo iba mejorando. Había orden y había trabajo. Ya no había esas horribles colas de desempleados (…) eran buenos años. Años maravillosos[36]».
La muerte de Hindenburg
El 2 de agosto de 1934 el respetado presidente y gran militar Hindenburg fallecía. Hitler aprovechó la ocasión para convertirse en presidente y para obligar al ejército a realizar un juramento personal de lealtad al Führer como comandante supremo del ejército y líder del Estado nazi. El 19 de agosto de 1934 el 90 por 100 de los votantes alemanes dieron su aprobación a la conversión de Hitler en dictador absoluto. Hitler pudo afirmar confiado ante la enorme multitud congregada en Núremberg: «¡Ya no habrá más revoluciones en Alemania durante 1000 años!»[37].
El veredicto de los historiadores. ¿Por qué llegó Hitler al poder?
Historiadores «estructuralistas» como Richard Bessel consideran que la República de Weimar era estructuralmente débil y, por lo tanto, estaba condenada al fracaso. K. Borchardt ha considerado que la causa de su debilidad era el estado de la economía. «Intencionalistas» como E. J. Feuchtwanger consideran que, aunque existía una debilidad evidente en la democracia de Weimar, esta no estaba predestinada al fracaso. Según el historiador K. D. Bracher, el fracaso de Weimar se debió, en gran parte, a las maniobras políticas del presidente Hindenburg más que a la debilidad de la democracia[38].
Según Bracher, la llegada de Hitler al poder fue propiciada por cuatro grandes causas. En primer lugar, la radicalización autoritaria de la derecha alemana. En segundo lugar la crisis económica iniciada en Estados Unidos que se transmite con rapidez a Europa, especialmente a Alemania y Austria que se encontraban ligadas al capital norteamericano. En tercer lugar, la crisis del sistema parlamentario alemán que, desde la muerte de Stresemann en octubre de 1929, sobrevive con soluciones de gobierno extraparlamentarias posibilitadas por el artículo 48 de la Constitución. Por último las virtudes de la táctica política y propagandística nazi[39]. Para algunos historiadores, la destrucción de la democracia de Weimar se debió a la derecha autoritaria que había llevado a Hitler al poder con la esperanza de que podría luego controlarlo y utilizarlo para sus propios fines también autoritarios aunque menos extremistas. Para Alan Bullock, Hitler fue aupado al poder durante un período en el que la popularidad del partido estaba decreciendo. Según este historiador, Hitler alcanzó el poder porque la estructura de la democracia en Weimar se apoyaba en fuerzas reaccionarias y estas decidieron en un momento dado destruir la democracia «contratando» a Hitler y al partido nazi para que hicieran el trabajo sucio[40].
Otros historiadores han considerado a Hitler como un agente de la burguesía industrial alemana, elegido para realizar la misma misión que Napoleón había realizado para la burguesía francesa un siglo antes. Para Georgi Dimitroff, el nazismo fue «la dictadura terrorista de los capitalistas más reaccionarios, chovinistas e imperialistas».
Considerar a Hitler como una marioneta en manos de las clases tradicionales o de los grandes negocios conlleva el problema de subestimar el papel de la personalidad de Hitler y su habilidad política en un período histórico complejo. El deseo de analizar la toma del poder de los nazis como una conspiración de la clase alta es útil para concentrar la culpa debido a la brutalidad del régimen nazi. Sin embargo, esa tesis ignora que al tiempo que la democracia se derrumbaba en Alemania, el partido nazi estaba creciendo a un nivel espectacular con el apoyo de la pequeña burguesía y de amplias capas de la sociedad. En 1932 Hitler era el político más dinámico y popular. El nazismo contaba con el apoyo de doce millones de alemanes con derecho a voto. Resulta evidente que el nazismo recibía el apoyo de clases sociales muy diversas no solamente por su oposición al tratado de Versalles o por su antisemitismo, sino por su atractiva visión. Esto ayuda a explicar cómo Hitler fue capaz de atraer a tantos votantes de un sistema democrático hacia un partido que estaba dedicado a destruir esa misma democracia[41].
Otro factor que no hay que desdeñar fue la amenaza de una revolución de izquierdas. El partido comunista se encontraba tan decidido a acabar con la democracia en Alemania como los nazis. Hitler jugó con la «amenaza roja» y presentó al partido nazi como el mejor antídoto contra esa revolución.
Por encima de todo, Hitler ofrecía la promesa de un fuerte liderazgo basado en principios autoritarios, especialmente relevante en un momento de crisis política y de depresión económica. Hitler era un orador que podía suscitar pasión en su audiencia que muchos calificaron de religiosa. Negar esta capacidad de seducción de Hitler impide comprender el ambiente reinante en Alemania durante los años treinta. La realidad fue que Hitler demostró ser capaz de inspirar a millones de personas que sintiesen su odio y que compartiesen su sueño, por muy repulsivo que ese sueño pueda hoy parecer con la perspectiva histórica y con el conocimiento de lo que sucedió después.
La única alternativa a la toma del poder por Hitler era una dictadura presidencial, una revolución comunista o continuar con políticos impopulares que gobernarían con el apoyo de Hindenburg. De estas opciones Hindenburg eligió continuar con un régimen autoritario a través de un político que pudiese controlar. Los comunistas no contaban con el apoyo popular suficiente para enfrentarse al ejército y establecer un Gobierno estable.
Al final Hindenburg optó por llevar a Hitler al poder e intentar manipularlo para los fines de las clases tradicionales. Se trató de uno de los mayores errores políticos del siglo XX. El mismo Hitler había declarado su determinación de acabar con la democracia y establecer una dictadura personal. En cualquier caso, resulta muy difícil creer que la fuerza de Adolf Hitler y de su partido hubiesen desaparecido de no haber sido nombrado por Hindenburg. Lo más probable es que Hitler hubiese abandonado el «cauce legal» y hubiese regresado a las calles fortalecido con el convencimiento de que el ejército le apoyaría, para acabar con la «amenaza roja». El único líder viable y popular para establecer un régimen autoritario que deseaban algunos políticos, la burguesía industrial y los militares, era Adolf Hitler y teniendo en cuenta la situación política alemana en 1933 hubiese sido un milagro que no alcanzase el poder[42].
El general Ludendorff escribió a Hindenburg: «Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito arrojará nuestro Reich al abismo y llevará nuestra nación a una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho».