Capítulo 10

El perdón

Al oír la poderosa voz de Athabaska todos obedecieron asombrados y se contuvo la aglomeración.

—¡Es el águila de la profecía…! ¡Ha volado tres veces alrededor de la Montaña de los Secretos…! ¡Trae las medicinas…! —repetían todos.

Tatellah-Satah bajó del púlpito en que estaba y se acercó al audaz aviador, a tiempo que yo hacía lo mismo.

—¡Vuelas sin consultarme! —le dijo con acento de reproche. Pero al decir estas palabras en su hermoso rostro brillaba una orgullosa alegría.

—No he volado para ti ni para mí —respondió el «Aguilucho» en tono de disculpa—, sino para Old Shatterhand.

—¿Y adónde has ido?

—Al Valle de la Caverna.

—¿Qué hay por allí?

—Los guardianes de los caballos están todos prisioneros. Hoy mismo los traerán a unos y otros aquí. La entrada de la caverna está obstruida de tal modo con rocas, que es imposible llegar por allí en auxilio de los sepultados. Me he convencido de ello por mis propios ojos. Sólo hay posibilidad de socorrerlos desde aquí arriba. ¿Cuándo quieres, Tatellah-Satah, que vuele tres veces alrededor de la montaña y busque la clave para subir al Monte de las Tumbas de los Reyes?

—Hoy —respondió el interpelado.

—¡Gracias! Lo haré exactamente al mediodía, cuando el sol esté sobre nuestras cabezas. Pero no puedo ir solo; tiene que venir alguien conmigo, para que no se me escape el águila mientras yo busco la clave.

Diciendo esto, miró en derredor, y viendo a Wakon que estaba cerca de él con otros jefes, se dirigió a él con las siguientes palabras:

—Volar conmigo es una temeridad que no puedo pedir a nadie que no se ofrezca voluntariamente a ello. Achta, tu hija, me ha pedido que la lleve. ¿Lo permitirás?

Wakon fijó en él una mirada seria y escrutadora y respondió:

—Tú eres atrevido. ¿Sabes lo que exiges de mí?

—Sí —respondió el «Aguilucho» con igual seriedad.

—¿Sabes las consecuencias que tendrá para ti y para ella el hecho de que te acompañe en tu vuelo?

—Las sé: que Achta tendrá que ser mi esposa.

—¿Y sabes lo que vale ella? ¿Te das cuenta de la importancia que tiene lo que me pides?

Al oír esto el «Aguilucho» frunció ligeramente las cejas y respondió:

—¿Te lo pediría si no supiese estimar su valor? Pero ¿es que yo valgo menos que ella?

Wakon sonrió al escuchar estas palabras, y dijo en voz sonora que todos pudieron percibir:

—Tú eres el primer winnetou y enseñarás a volar a tu pueblo. Tú serás un jefe grande y famoso. Te permito que acompañes a mi hija hacia el cielo.

Una aclamación general atronó el espacio. El «Aguilucho» manejó los alambres de su aparato, las alas batieron, el águila se remontó y el aviador gritó desde lo alto:

—Ella y yo te damos las gracias. Voy a buscarla para el vuelo; pero antes tengo que hablar con los jefes que tenemos prisioneros.

Ascendió aún más; dio, con gran asombro de todos, tres vueltas alrededor de la plaza y bajó de nuevo en hélice para ir a tomar tierra exactamente al lado del púlpito en que estaban Kiktahan Shonka y sus aliados. Llevaba colgadas del pecho las medicinas que yo le había dado. Los jefes las vieron al momento y To-Kei-Chun exclamó:

—¡Nuestras medicinas! ¡Vengan al momento! ¡El que las retenga es un ladrón!

—Sí, son vuestras medicinas —replicó el «Aguilucho»—. Pero no las hemos robado; no hemos hecho más que guardarlas. Se os va a someter al juicio de un tribunal, que decidirá de qué modo se os va a matar y se van a destruir las medicinas. Old Shatterhand, que fue el que os las quitó, me ha autorizado para devolvéroslas; pero en vista de que no sois más que unos impostores, ladrones y asesinos, me las llevo otra vez.

—¡Uf, uf! ¡Uf, uf! —exclamaron todos asustados y extendiendo las manos hacia él.

El «Aguilucho», sin hacerles caso, voló de nuevo, dio otras tres vueltas sobre la plaza y desapareció detrás del Monte de las Medicinas para ir a su torre.

Exactamente al mediodía apareció de nuevo, trayendo sentada con él a Achta, su prometida. Todos los corazones latían apresuradamente al ver la osadía de la joven pareja, y todas las miradas se concentraban en el aparato. El aviador dio primeramente las tres vueltas anunciadas alrededor del monte, en un vuelo majestuoso, y después subió y subió hasta ir a posarse junto a la aguja de rocas. Llegado allí, se quedó en el aparato y Achta bajó. Todos pudimos verlo, a pesar de la altura a que estaban. La joven india desapareció y al cabo de un rato volvió, subió de nuevo al pájaro gigante y éste regresó matemáticamente al sitio de donde se había elevado después de dar otras tres vueltas sobre nuestras cabezas. Todos corrimos hacia él, poseídos de la mayor curiosidad.

—¿La habéis encontrado? —preguntó Tatellah-Satah.

—Sí —respondió el «Aguilucho»—. Hemos encontrado la piedra y bajo ella estos dos platos.

Eran dos platos de arcilla, pequeños, antiquísimos, unidos por los bordes con fuertes ligaduras, que entregó al anciano. Este los rompió para ver lo que contenían y que resultó ser un trozo de tela doblado, de color blanco grisáceo. Una vez desdoblado, vimos que era un mapa en que había representado un camino, con tinta indeleble. Apenas lo hubo visto Tatellah-Satah, cuando exclamó con muestras de la mayor alegría:

—¡Esta es! ¡Esta es la clave! Aquí está señalado el camino desde el Monte de las Medicinas hasta la cumbre del Monte de las Tumbas de los Reyes. Hemos vencido y esta victoria sobre las sombras que oscurecían la historia de la raza roja, es de extraordinaria importancia. Ahora todo será luz y claridad a nuestro alrededor. Mañana o pasado haremos una expedición a las tumbas de los reyes. Desde hoy, debe reinar entre nosotros la alegría. Alegría, esperanza y fe en el porvenir: esto es lo que necesitan todos los que experimenten la necesidad de elevarse hasta las alturas de la humanidad.

Desde aquel momento, y a pesar de la seria situación de los sepultados, fue general la nota de alegría en el Monte Winnetou. Este mismo estado de ánimo fue el que nos impulsó a Tatellah-Satah y a mí a subir al castillo para comparar la clave tan felizmente hallada con otros mapas que se conservaban en la biblioteca y estudiar la practicabilidad del camino. Entretanto, «Corazoncito» estuvo entretenida con el ingeniero y sus aparatos fotográficos, hasta que, al anochecer, vino a reunirse conmigo y me dijo que ya estaba todo arreglado.

—¿Qué es lo que está arreglado? —pregunté.

—¡Nuestro Winnetou! —respondió—. No puedes imaginarte lo hermoso que hará ver proyectada su imagen sobre la catarata entre los retratos característicos de Marah Durimeh y Tatellah-Satah. Pero no se hará esa proyección en público hasta que estemos tranquilos sobre la suerte de los sepultados. Nuestro glorioso Winnetou no debe ir unido a nada que sea angustia y preocupación, sino a lo que signifique salvación y felicidad. ¿Te parece bien?

—Todo lo que tú haces en tu campo de acción favorito me parece bien. Vamos ahora a cenar y después bajaremos. Quiero ir a la caverna para ver por qué no se ha conseguido aún el éxito en los trabajos.

Cuando después bajé a la caverna, vi que se trabajaba con extraordinaria actividad; pero había que remover tal cantidad de piedra y de tierra, que aún no se podía predecir cuándo se acabaría aquella tarea. Pasaron varias horas. Llegaron entretanto los caballos de los sepultados; pero no se prestó atención a este hecho, porque todos estaban pendientes de los trabajos de salvamento. Por fin recibimos el aviso de que se había llegado tan cerca de los encerrados que se oían sus golpes a lo lejos. Se calculaba que aún faltaba por lo menos una hora de trabajo para llegar hasta ellos y yo aproveché este tiempo para reunir a todos los jefes amigos bajo la presidencia de Tatellah-Satah, con objeto de decidir la suerte de nuestros prisioneros. Esta deliberación se hizo en nuestro púlpito, pues queríamos que nos oyesen aquellos sobre cuyo destino íbamos a resolver. Yo indiqué que se debían tomar los acuerdos más severos, y así resultó que la sesión tuvo un aspecto verdaderamente grave. La sentencia que se dictó fue la siguiente: Simón Bell y Eduardo Summer quedaban separados del comité; Guillermo Evening y Antonio Paper eran desterrados; Kiktahan Shonka, Tusahga Sarich, Tangua y To-Kei-Chun habían de morir en el poste de los tormentos y sus medicinas serían quemadas; los jefes que estaban a sus órdenes serían fusilados, y los cuatro mil guerreros perderían las armas, el caballo y las medicinas, y luego quedarían en libertad.

Esta sentencia tenía un aspecto terrible; pero su severidad no era más que aparente: ninguno de los que la dictamos deseaba su ejecución. Todos los personajes que quedan enumerados oyeron en el mayor silencio nuestra deliberación; pero al enterarse de la sentencia se produjo en ellos una agitación y un griterío que demostraba a las claras cuán en serio tomaban nuestra resolución. Sólo Tangua permanecía ajeno a aquel movimiento y seguía lanzando su lamento: «¡Pida, hijo mío!». Debía de quererlo de modo extraordinario. Para mí era el más digno de consideración entre los condenados y hasta comenzaba a sentir simpatía por él. Naturalmente, nosotros hicimos como si no oyéramos nada de lo que pasaba en el púlpito de enfrente.

En aquel momento nos llegó de la caverna el aviso de que se había logrado abrir camino hasta los bloqueados, y que su jefe Pida deseaba hablar con Old Shatterhand. Di la orden de que me lo trajesen, pero a él solo. Al poco rato llegó, desarmado ya por los nuestros. Yo le alargué la mano y le dije:

—Pida es mi prisionero; pero es también mi amigo. ¿No se nos escapará?

—No —respondió él orgullosamente.

—Que vaya adonde está su padre para hablar con él y que vuelva luego aquí. Cuanto antes vuelva, antes saldrán de la caverna los infelices guerreros.

Lo envié acompañado de un guardián y cuando llegó a reunirse con su padre, oímos todo lo que decían. Al poco rato volvió. Yo hice como si no nos hubiéramos enterado de nada y le pregunté:

—¿Qué tiene Pida que decirme?

—Los jefes desean tratar contigo.

—¿Sobre qué?

—Sobre su destino.

—¿Lo conocen ya?

—Sí.

—¿Quién se lo ha comunicado?

—Nadie. Ellos han oído todo lo que habéis hablado. Aquí en el Monte Winnetou ocurren milagros.

—Sí que ocurren milagros —asentí— y el mayor de todos es que hemos decidido perdonar, pero sólo a los guerreros que están en la caverna. Les vamos a dejar sus medicinas, en cambio tendrán que depositar sus armas en la caverna. Deberán venir aquí uno a uno. Se dará de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos; se curará a los heridos. Si Pida nos da su palabra de que todos esos guerreros se conducirán con gratitud y se mostrarán pacíficos, hasta es posible que nos apiademos de los jefes.

—Te doy mi palabra. Pero tengo que ir a la caverna para decir a mi gente cómo se ha de portar.

—Ve y regresa pronto.

Iba ya a alejarse cuando se detuvo y dijo en tono más afectuoso:

—Tangua, mi padre, ha sabido por mí que tú aún ahora me consideras como amigo y me ha encargado que te dé las gracias en su nombre. Me quiere mucho y su angustia por mi suerte era muy grande.

Dicho esto se fue.

«Corazoncito» estaba mientras tanto con sus amigas, que habían acudido con todo el grupo de las mujeres a esperar la salida de los salvados, para socorrerlos con alimentos y curar sus heridas. Al despedirse Pida de mí, vino ella a preguntarme cuándo llegaría el primer salvado.

—Aquí ha estado ya —respondí—. Era Pida, que ha vuelto a la caverna; pero pronto estará aquí otra vez, con todos sus guerreros, que vendrán uno a uno.

—Entonces tengo que darme prisa en ir a ver al ingeniero. En cuanto estén aquí los salvados tiene que hacer su aparición nuestro Winnetou.

Dichas estas palabras se fue apresuradamente. Hasta entonces sólo lucían algunas lámparas eléctricas, de modo que la gran plaza, hormigueante de gente, tenía un alumbrado muy escaso. En esto volvió Pida, y precisamente cuando estaba hablando conmigo, abrió el ingeniero el aparato de proyección y sobre la superficie de la grandiosa catarata apareció la figura de Winnetou dirigiéndose al cielo con el cabello flotante y las plumas de jefe cayendo hacia la tierra. A consecuencia del movimiento del agua hacia abajo, parecía que la figura se movía hacia arriba, con lo cual se producía un efecto imposible de describir.

—¡Ese es Winnetou! ¡Mi Winnetou! ¡Nuestro Winnetou! —exclamó Tatellah-Satah, en medio del profundo silencio que reinaba.

Después se oyó la fuerte voz de Wakon, que sonó como un clarín:

—¡Sí, ese es Winnetou! ¡Esa es su alma!

Entonces la sorpresa y el asombro generales se resolvieron en miles de gritos de alegría y entusiasmo, hasta que la poderosa voz del gigantesco Inchu-Inta gritó:

—¡Tatellah-Satah! ¡Nuestro Tatellah-Satah!

Acababa de aparecer la cabeza del anciano a la derecha de Winnetou.

—¡Tatellah-Satah! ¡Nuestro Tatellah-Satah! —repitió con júbilo la multitud.

—La otra cabeza es de Marimeh, la reina de la leyenda, la amiga de nuestros antepasados.

Estas palabras fueron pronunciadas por el «Aguilucho».

—¡Marimeh! ¡La reina! ¡La amiga! —fueron diciendo todos.

La catarata ofrecía el aspecto de un espejo mágico sin igual, para los ojos y para el corazón. Nadie se acordaba ya de la estatua hundida el día anterior; nadie hacía caso del hondo abismo en que habían desaparecido todos los proyectos y las esperanzas de nuestros contrarios. Todos los ojos y todos los pensamientos estaban encadenados por aquellas imágenes que tenían apariencia de vida. Cuando comenzaron a salir de la caverna los primeros libertados se quedaron suspensos, como fascinados por aquel resplandor que se les ofrecía a la vista, después de tanto tiempo de estar en la oscuridad. Pero no tenían tiempo para detenerse en la contemplación de aquel espectáculo, porque se los obligaba a seguir adelante para dejar paso a los que venían detrás. Nuestros winnetous formaban un cordón que señalaba a los salvados de la muerte el camino que debían seguir hasta llegar a una parte del valle, reservada para ellos, donde se les procuraba alimento y cuidados. Varias horas duró aquel desfile. Comenzó a media noche y terminó cuando empezaba a clarear el día.

Entretanto, no había permanecido ocioso Pida: iba y venía sin cesar desde Tangua, que representaba a los condenados, y yo, que llevaba la representación de los nuestros, para tratar de obtener atenuación en la sentencia de aquéllos. Nosotros veíamos la negociación con mucho gusto; pero fingíamos ante ella la mayor indiferencia. Siguiendo esta norma, lo primero que hice fue dar a conocer nuestra resolución acerca de los guerreros que habían estado encerrados en la caverna, y que quedaron en libertad, después de dejar en nuestro poder las armas y los caballos, con la alegría que es de suponer. Su situación había cambiado en forma tan favorable, que hacía algunas horas ni siquiera habrían podido sospechar lo que iba a ser de ellos. A pesar de la magnitud de la catástrofe, no habían tenido ningún muerto, y las heridas que sufrían algunos de ellos eran dolorosas, pero no de gravedad. Estos últimos fueron curados por las mujeres y se sentían muy satisfechos de ser objeto de tantas atenciones. Encontraron muy agradable verse tratados como amigos por aquellos mismos a quienes el día anterior querían aniquilar. Cuando vieron las estrellas que llevaban los hombres y las mujeres que tan buena acogida les prestaban, preguntaron lo que significaban. Se les explicó lo que querían decir, y señalando a la hermosa imagen de Winnetou, proyectada en la catarata, se les hizo ver que aquella institución no era la representación sin vida de una estatua de piedra, sino una creación del espíritu de Winnetou; se les dio a conocer lo que constituía el «clan Winnetou», extendido por toda América y hasta fuera de ella y formado por personas que no aspiraban a más que a ser nobles de corazón y que no tenían sino amor para sus semejantes, porque sólo el amor es el que hace nobles a los hombres. Pronto se oyó entre ellos la voz persuasiva del «Aguilucho», que, como el primero de los winnetous, les explicó cuál era la conducta que más les convenía adoptar dada su actual situación. A su voz se unieron pronto las de otros winnetous, que, para servirme de una expresión bíblica, iban como él a cazar hombres.

Cuando Pida vio aquello, se alegró mucho y me dijo:

—Es una semilla maravillosa la que Old Shatterhand puso en el corazón de su hermano Winnetou. Esa semilla ha dado preciosos frutos. Se propaga de un modo creciente y el aroma de sus flores se esparce cada vez más. No pasarán horas, ni minutos quizá, antes que todos estos enemigos vuestros pidan ser admitidos en el «clan Winnetou». Si así lo hicieren, ¿serán bien acogidos?

—De buen grado —respondí.

—¿Y yo lo sería?

—También tú.

—¿Y aquellos?

Y señalaba a los jefes que estaban en el púlpito de enfrente.

Yo respondí sonriendo:

—Mi hermano Pida es un mediador muy inteligente. Si te digo, como es cierto, que también los jefes prisioneros pueden entrar en el «clan Winnetou», tengo que concederles la libertad y perdonarlos a todos.

—Es que si no lo hicieses, no serías un winnetou. ¿Me permites que vaya a ver a mi padre?

—Vete —le dije, después de meditarlo un momento—. Pero vuelve pronto, porque va a ser de día dentro, de poco.

Se fue, y cuando llegó a reunirse con los suyos, no perdimos una palabra de lo que les dijo. También allí demostró ser un admirable mediador. El terror de las horas pasadas en la caverna, la cariñosa acogida hecha a los salvados, la inolvidable impresión de las proyecciones; todo ello vino en ayuda del joven jefe de los kiowas y le favoreció para el logro de su objeto. Volvió pronto adonde yo estaba y me dijo:

—Tangua, mi padre, el jefe de los kiowas, querría venir a verte; pero no puede hacerlo por estar prisionero. Desea pedirte perdón y reconciliarse contigo.

—Yo iré a verlo —contesté alegremente—. Llévame adonde está.

Antes de marcharme, dije a los jefes que se quedaran allí para oír lo que hablásemos y para responderme, caso de que yo les hiciera alguna pregunta desde el otro púlpito. Cuando íbamos a echar a andar apareció el «Aguilucho» para hacerme alguna consulta; pero yo no lo dejé hablar y le dije:

—Hay que devolver inmediatamente sus medicinas a los jefes. ¿Cuánto tiempo tardarás en traerlas?

—¿Con mi pájaro? —preguntó.

—Si es posible, sí.

—Media hora.

—Perfectamente. Cuando estés aquí comenzará a ser de día: ese es el tiempo oportuno. Ve en seguida.

Cuando llegué con Pida al pie del otro púlpito, encontré allí a su mujer y su hermana. Subimos los dos y Pida se sentó entre los jefes. Yo me quedé en pie. Tangua tomó la palabra y dijo que de buena gana se levantaría para hablar conmigo; pero que, desgraciadamente, no se lo permitían sus fuerzas. No le dejé proseguir y le dije que si había alguien que estaba obligado a pedir perdón no era el indio, sino el rostro pálido, es decir, yo. A continuación les referí cómo el rostro pálido había atravesado el mar, para robar a su hermano rojo todas sus medicinas, y les conté toda la historia, sin exagerar ni atenuar nada. No les dije más que la verdad desnuda y sin adornos. Les hablé de los defectos de la raza india, de sus virtudes, de sus sufrimientos y sobre todo de su carencia de porvenir. Les dije que los rostros pálidos eran los causantes de todas sus desgracias; pero que ya abrigaban ideas mejores que antes; que deseaban que sus hermanos viviesen y volviesen a ser el gran pueblo de otros tiempos; que los rostros pálidos estaban dispuestos a confesar todos sus errores y a repararlos, comenzando por purificar su corazón y su conciencia, y que yo, en nombre de todos, pedía perdón a mis hermanos rojos.

Al terminar de decir esto, me acerqué a ellos y les alargué la mano. Permanecieron inmóviles unos segundos; pero después todas las manos vinieron a estrechar las mías y los jefes dijeron que ellos también habían pecado y que necesitaban tanto el perdón como yo.

—Perdonémonos mutuamente —exclamó Tangua—. Y luego, a ayudarnos unos a otros. Yo te he odiado; pero desde ahora te amaré. Quiero que al morir haya paz sobre mi tumba. ¿Somos aún vuestros prisioneros?

—¡No! —respondió la voz de Tatellah-Satah desde el otro púlpito, antes que yo pudiera pronunciar una palabra.

—¡Uf! —exclamó Kiktahan Shonka—. ¿Quién ha hablado?

—El Guardián de la Gran Medicina —contesté.

—¿Desde dónde?

—Desde el otro Púlpito del Diablo.

—Pero ¿es que estamos en un Púlpito del Diablo?

—Sí. Yo os oí días atrás en el Púlpito del Diablo situado al Norte y que se llama Cha Manitou, el Oído de Dios. Allí oye el hombre bueno lo que dicen los hombres malvados y puede salvarse gracias a ello. Ahora, en este Púlpito del Diablo, que se llama Cha Kehtike, el Oído del Diablo, oyen los hombres malvados lo que dicen los buenos y se salvan también. El jefe Tangua ha preguntado si siguen siendo prisioneros. Que hagan otras preguntas si quiere.

El jefe no se lo hizo repetir y continuó preguntando en esta forma:

—¿Iremos al poste de los tormentos?

—No —respondió Tatellah-Satah desde su sitio.

—¿Entonces no moriremos?

—No.

—¿Conservaremos nuestras armas y nuestros caballos?

—Sí.

—¿Podremos quedarnos aquí y hacernos winnetous?

—Sí.

—¿Están conformes con eso todos los jefes amigos tuyos?

—¡Sí, sí, todos! —dijeron desde el púlpito los que estaban con Tatellah-Satah.

—¿Y qué será de nuestras medicinas?

—Mira al cielo. ¿Qué ves?

Había ya tanta claridad del día, que el ingeniero apagó el aparato de proyección. Winnetou desapareció de la Catarata del Velo; pero en cambio se vio llegar volando a gran altura al «Aguilucho», que, poco a poco, comenzó a descender, dio tres vueltas sobre nuestras cabezas y tomó tierra delante del púlpito en que nos hallábamos. Bajó del aparato, se adelantó y habló así:

—¡Old Shatterhand os devuelve por mi mano vuestras medicinas! ¡Estáis libres!

¡Con qué avidez se lanzaron sobre ellas y se las colgaron al cuello! Empezaron a dar gritos de júbilo, que fueron difundiéndose cada vez más, y en medio de las muestras de alegría se oyó la voz de Tatellah-Satah que decía:

—Sois nuestros amigos. Mañana se formará un nuevo comité que deliberará sobre el «clan Winnetou», y pasado mañana todos los jefes de primera y segunda categoría irán a caballo al Monte de las Tumbas de los Reyes para recoger la historia de nuestro pasado Howgh!

Esto redobló el contento de todos. El «Aguilucho» voló de nuevo a su torre. Yo decidí dar con «Corazoncito» una vuelta por el valle y recorrer todos los grupos que había allí formados. Después subimos hasta la cantina, en cuyas proximidades yacían aún los cadáveres de los dos hermanos Enters, respetuosamente cubiertos y velados por dos comanches. Nadie había tenido tiempo hasta entonces de cuidarse de ellos; era deber nuestro procurarles una sepultura decorosa. Cumpliendo su última voluntad leímos los nombres que habían escrito en sus estrellas de winnetou: Hariman había puesto el mío y Sebulon el de mi mujer. Así, aquellos dos hombres que primeramente habían proyectado quitarnos la vida, llegaron, por una evolución de sentimientos, a hacerse nuestros defensores y morir por nosotros.