La catástrofe
Cuando llegamos al lugar de la fiesta estaba ya alumbrado, aunque escasamente y sólo con luz eléctrica. Todos nos abrieron paso para dejarnos llegar al púlpito número 1, que era donde terminaba la entrada secreta a la caverna. Allí fuimos recibidos amablemente por los jefes amigos nuestros que habían llegado antes que nosotros. Todos estaban allí, hasta Avaht-Niah, el anciano de ciento veinte años. Les había yo encargado que no subiesen al púlpito, sino que se instalasen al pie del mismo, y así lo hicieron sin conocer el motivo que tenía para decirles aquello. En cuanto me reuní con ellos, se lo descubrí y se quedaron sorprendidos al saber que se trataba de la revelación del antiguo y fabuloso secreto. Les dije que subieran al púlpito; pero que no hablasen más que en voz baja y con la mano puesta delante de la boca; que yo me iba a hablar con mis contrarios y que ellos oirían todo lo que dijéramos.
Pasé, en efecto, al otro lado del camino, y vi al viejo Kiktahan Shonka con sus aliados en lo alto del púlpito número 3. Este se hallaba rodeado de un grupo de winnetous armados, cumpliendo órdenes mías. Les dije que considerasen a todos los que estaban en el púlpito como prisioneros, y que no dejasen marchar a ninguno de ellos sin mi permiso especial. Después subí a lo alto.
—¡Old Shatterhand! —exclamó el viejo Tangua, que fue el primero en verme.
—¡Sí, yo soy! —dije con voz firme—. He venido para deciros una cosa muy importante, con objeto de que no esperéis en vano. ¿Sabéis que vuestro aliado el «Negro» ha huido?
—Lo sabemos —respondió To-Kei-Chun—. Pero no es nuestro aliado.
—Lo es —afirmé yo—. Ayer me hallaba yo junto a la ventana del cuarto de la cantina cuando estabais trazando el plan para esta noche con él y con los hermanos Enters.
—¡Uf, uf! —exclamaron asustados.
Yo continué:
—Los Enters han muerto y él también: lo han matado Old Surehand y Apanachka.
—¡Uf, uf! —volvió a oírse.
—Y Pida, que ha ido al Valle de la Caverna para guiar al través de ésta a los cuatro mil guerreros siux, utahs, kiowas y comanches, y atacarnos a la salida de la Catarata del Velo, no podrá hacerlo, porque le hemos cerrado el camino y lo vamos a coger prisionero con todos los suyos.
—¡Uf, uf!
—Y vuestro comité ha quedado disuelto. Los hermanos Enters me han dado el documento firmado por vosotros. Todas vuestras traiciones y vuestros planes para atentar contra mi vida están descubiertos. Ahora viene vuestro castigo. Estáis aquí prisioneros. Este lugar está cercado por nuestros winnetous, que tienen orden de matar a tiros al que quiera escapar.
Al oír esto, nadie dijo: «¡Uf, uf!». Estaban aterrorizados. Los cuatro señores del comité, que se hallaban con ellos, participaban de su espanto. Ninguno se atrevía a decir palabra. De pronto, pareció que la tierra vacilaba bajo nuestros pies, y al mismo tiempo oí debajo de mí un breve, pero fuerte crujido. Tenía que apresurarme a dejar aquel sitio.
—¿Lo habéis oído? —dije—. Es la voz de la cueva en que se encuentran vuestros desgraciados guerreros, que están perdidos.
Después de estas palabras bajé rápidamente del púlpito y me apresuré a reunirme con mi gente. Todos estaban en el más profundo silencio, asustados por haber sentido la conmoción del suelo. Entonces se oyó la sonora voz de Old Surehand dando orden de comenzar la iluminación. El ingeniero obedeció y encendió el aparato de proyección. La estatua de Winnetou apareció envuelta en vivísima luz y a cada uno de sus lados se proyectaron en la Catarata del Velo los retratos, en tamaño muy aumentado, de Young Surehand y Young Apanachka. Si Old Surehand esperaba oír aplausos se equivocó, porque todos los espectadores permanecieron silenciosos. La figura de piedra sin cabeza no hacía la menor impresión, y los retratos de los jóvenes artistas tenían tan poco de característico y de expresivo que dejaron a todos en la mayor indiferencia. Esto ocurría en el momento en que yo llegaba a nuestro púlpito. Hice seña a los presentes para que hablasen en voz baja y pregunté en el mismo tono:
—¿Lo habéis oído todo?
Ellos asintieron con la cabeza.
—¿También el temblor de la tierra?
—También —susurró «Corazoncito» poniéndose la mano delante de la boca, para impedir que las ondas sonoras llegasen al púlpito de enfrente.
—La catástrofe parece que no quiere esperar —proseguí—. Creo que ya está aquí.
De nuevo se oyó un sordo estallido en la tierra, como si se rompiese algo. Por segunda vez dio una orden Old Surehand. El ingeniero apagó el aparato de proyección y dio a una palanca. Desaparecieron los retratos, y en el mismo instante se encendieron todas las luces, desde las más pequeñas lámparas hasta los enormes globos colocados en altos mástiles. Pero tampoco aquello hizo impresión alguna. La luz era fría y la estatua no ganó nada con la iluminación. Los que la habían visto a la luz del día no encontraron en ella cambio alguno.
Pero, sí… Yo vi que cambiaba, que se inclinaba poco a poco, hasta que su inclinación llegó a ser tan grande que «Corazoncito», aterrada, me cogió la mano y murmuró a mi oído:
—¡Dios mío! ¡Se cae, se cae la estatua!
Apenas lo había dicho, sentimos agitarse la tierra, con crujidos y detonaciones; la figura se inclinó primero hacia la izquierda, luego hacia adelante y por último hacia la derecha; se oyó un trueno por debajo de nosotros… luego un estallido como si la tierra fuera a deshacerse…
—¡Huyamos! ¡Salvémonos! —gritaban los trabajadores alejándose de la estatua a todo correr.
Apenas se habían puesto en salvo, cuando se oyó un estruendo indescriptible y se abrió la tierra al pie mismo del monumento, dejando ver un horroroso abismo. La estatua giró lentamente sobre sí misma con su enorme pedestal y desapareció de golpe, con ensordecedor estrépito, en lo profundo. Con ella se hundió cuanto estaba a su lado: vigas, postes, tablados, mástiles, luces; todo, en una palabra. En aquel mismo instante se hizo la más absoluta oscuridad. Miles de voces se unieron para lanzar un alarido de terror. Después hubo unos segundos de completo silencio, en medio del cual se oyó la voz desesperada del viejo Tangua que gritaba:
—¡Pida, Pida! ¡Hijo mío! ¡Está perdido!
Pasada la breve pausa, todas las voces se elevaron de nuevo, lanzando lamentos, imprecaciones y rugidos, como si toda aquella enorme multitud se hubiera vuelto loca. Nadie quería quedarse en el lugar en que estaba. Todos se empujaban hacia la salida del valle, por temor a que la catástrofe se repitiera y se extendiese su acción. También los jefes que estaban con nosotros se apresuraron a bajar del púlpito y se pusieron a deliberar sobre lo que habría de hacerse. Sólo quedamos en lo alto Tatellah-Satah, mi mujer y yo.
Tatellah-Satah me dijo:
—Que no vuelva a subir ninguno de esos. Así no oirá nadie más que nosotros tres lo que se hable en el otro púlpito.
—Seréis vosotros dos los que lo oigáis —respondí—, porque yo no puedo perder un minuto. A ver si llego todavía a tiempo de salvar algunas vidas.
Envié a Inchu-Inta y a Pappermann al castillo para que trajesen antorchas, y mientras tanto me reuní con Old Surehand y con el ingeniero para preguntarles si habría medio de volver a dar pronto alumbrado eléctrico. Me respondieron afirmativamente y me prometieron que lo harían, porque tenían a su disposición cables y lámparas suficientes. Después encargué a seis de los doce jefes apaches que marchasen al momento con su gente al Valle de la Caverna para ver qué había pasado allí.
Apenas había dado esta orden cuando se presentó un nuevo peligro: el agua de la catarata ya no desaparecía por completo en la profundidad de la montaña como antes. La masa de tierra y piedras había cegado en parte la salida del agua y ésta iba creciendo de nivel en el gigantesco embudo por donde vertía. De seguir en aquella proporción la crecida pronto inundaría el valle y entonces no sería posible salvar a los que se encontrasen en la caverna. Por fortuna, no llegó a tal extremo la magnitud de la catástrofe. La fuerza del agua logró buscarse una nueva salida; pronto se formó un enorme remolino que acabó por desaparecer y la catarata volvió a tener un desagüe interior como antes.
Cuando Inchu-Inta y Pappermann trajeron las antorchas, elegí unos cuantos winnetous de confianza y con aquéllos y éstos penetré, sin que nadie nos viera, en la galería de la caverna que iba a dar a nuestro púlpito. Encendimos las antorchas cuando ya estábamos dentro, y a su resplandor pudimos ver que la conmoción de la tierra había dejado sentir también allí sus efectos. La galería estaba llena de piedras desprendidas del techo y de las paredes, y su número y tamaño aumentaban conforme íbamos avanzando, hasta el punto de que en varias ocasiones tuvimos que detenernos a apartarlas para poder seguir adelante. Esto nos hacía avanzar con mucha lentitud. Al llegar al punto en que nuestra galería se juntaba con la que iba a salir a la capilla de las pasionarias, nos encontramos tal cúmulo de trozos de roca amontonados entre las estalagmitas puestas por nosotros, que tardamos más de una hora en abrirnos paso. Desde allí nos dirigimos a la galería ancha, y cuando llegamos al lugar en que yo había observado la grieta en el techo, encontramos la galería totalmente derrumbada y no pudimos acercarnos al sitio donde yo había estado sentado. Cerca de allí nos encontramos a dos hombres medio hundidos en la tierra y enteramente inmóviles; junto a ellos había una antorcha apagada: eran los dos hombres de la medicina que habían guiado por dentro de la caverna a los cuatro mil guerreros. Al acercarnos, vimos que estaban vivos, y que sólo el terror los tenía como petrificados. Nos miraron con expresión de indecible angustia, y sólo con grandes esfuerzos conseguimos hacerles hablar. Por sus entrecortadas e incoherentes respuestas a nuestras preguntas pudimos comprender lo ocurrido. Habían dejado los caballos en el valle, y habían entrado en la caverna, avanzando lentamente, ya que tenían tiempo sobrado. Cuando sobrevino la tremenda conmoción de la tierra, se encontraban al final de la galería ancha; pero por fortuna no estaban en el centro del hundimiento, sino en la periferia de su campo de acción. Se produjo una violenta agitación del aire que les apagó las antorchas, y las paredes, el suelo y el techo de la caverna comenzaron a temblar. Muchos de los guerreros resultaron heridos por los trozos de roca proyectados. Surgió un terrible pánico y todos quisieron huir. Pero ¿adónde? Unos iban hacia adelante, otros hacia atrás, gritando y empujándose y hasta pisoteándose. De pronto notaron que desaparecía el río; pero a poco reapareció con tal violencia que inundó por completo la caverna, arrastrando en sus aguas piedras y tierra que fueron depositándose en la boca de salida al valle, hasta cegarla enteramente y hacer imposible la salvación por aquel lado de los encerrados en la caverna. Apenas quedaba espacio entre las piedras para dejar paso al agua. Los que habían ido hacia allí para escapar de la catástrofe, volvieron otra vez hacia arriba; pero también por aquel lado estaba cerrada la salida. Las pesadas masas de piedra acumuladas en la galería sólo dejaban un estrecho paso, que era preciso explorar para ver adónde llevaba. Los dos hombres de la medicina se encargaron de ello. Con mil trabajos, por habérseles mojado todo lo que llevaban, lograron encender una antorcha. Pudieron pasar por el estrecho espacio; pero apenas lo habían hecho cuando se oyó un nuevo y tremendo crujido; la tierra tembló otra vez y pareció que iba a hundirse toda la caverna. Los dos, en alocado terror, siguieron adelante en busca, de la salvación. Llegó un momento en que cayeron rendidos al suelo y así quedaron hasta que los encontramos.
De suerte, pues, que para salvar a los que quedaban encerrados en la caverna, no había que pensar en utilizar la boca que daba al valle, sino las de arriba. Como era de la mayor urgencia ir en busca de obreros y herramientas para el salvamento, hicimos levantarse a los dos hombres de la medicina, que no querían moverse del sitio, y los llevamos con nosotros por la galería estrecha hasta llegar al Púlpito del Diablo. Al salir al exterior vimos que el ingeniero y su gente habían conseguido instalar un alumbrado eléctrico suficiente, aunque no muy intenso. Cogí a cada uno de los hombres de la medicina de un brazo y los llevé al púlpito donde estaban cautivos Tangua y sus compañeros.
Cuando Tangua reconoció a los hombres de la medicina exclamó:
—¡Salvados! ¡Salvados! Esos son los guías. Si ellos han logrado escapar con vida de la caverna, tampoco ha muerto Pida mi hijo.
Sin responderle, dejé con ellos a los dos hombres y me alejé para preparar los trabajos de salvamento en unión de Old Surehand, que era el que tenía a los obreros a su disposición. Estos ya no pensaban en rebelarse, y se mostraron dispuestos a penetrar en la caverna y abrir un camino entre los montones de rocas. En aquella ocasión fue de gran utilidad la luz eléctrica: con unos cables llevamos a la caverna algunas lámparas, y nos evitamos así los inconvenientes de las antorchas. Se dio comienzo a los trabajos de desescombro, difíciles y no exentos de peligro. Había que retirar enormes masas de piedra, y no se podía calcular cuánto tiempo se tardaría en hacerlo. Tatellah-Satah bajó una vez a la caverna, para ver cómo iban los trabajos y todo el resto del tiempo se quedó instalado en el púlpito desde donde podía observarlo e inspeccionarlo. Por otra parte, le interesaba sobremanera oír todo lo que decían los prisioneros del otro púlpito: así se enteró no sólo de todos los secretos de aquellos jefes, sino también del efecto que había producido en cada uno de ellos la catástrofe; conocimiento muy útil para que él estableciera su línea de conducta ulterior con respecto a ellos.
«Corazoncito» trabajaba con gran ahínco; en unión de Kolma Puchi, Achta y otras indias amigas se dedicó a prepararlo todo para cuando llegasen los salvados de la caverna, entre los cuales había heridos, tal vez muertos. Por otra parte, había que aplacar el hambre de los supervivientes. No pasó mucho tiempo sin que todas las mujeres del Monte Winnetou se hallasen en plena actividad. Nosotros los hombres tampoco estábamos mano sobre mano. No nos era posible apresurar el salvamento de los encerrados en la caverna, porque era limitado el número de los que podían trabajar en él; pero teníamos que resolver acerca del destino de los cuatro mil hombres, tomar medidas para su sostenimiento y procurar convertirlos de enemigos en amigos nuestros. Esta transformación ya estaba en marcha entre los jefes, como pude observar aquella misma noche, en una conversación que tuve con Old Surehand, Apanachka y sus hijos, que formaban un grupo. Al acercarme a ellos, se quedaron al principio confusos; pero Old Surehand se dominó pronto y me dijo:
—Me alegro de que haya usted venido en este momento, Mr. Shatterhand, porque ahora podremos hablar sin que nos interrumpa nadie. Estábamos discutiendo si debemos o no ir a dar una satisfacción a usted y al anciano y bondadoso Tatellah-Satah, a quien hemos dado tantos disgustos. Yo opino que sí. Estamos arrepentidos de todo lo que hemos hecho. Ruego a usted que se lo diga así.
—Sí, hágalo usted —asintió Apanachka—. Estamos dispuestos a reparar todo el mal que hemos hecho. La idea del monumento gigantesco no ha sido muy feliz. Las lecturas de usted nos han producido un profundo efecto y lo poco que quedaba en nosotros de aquel necio proyecto se ha hundido en la tierra con nuestra pretendida obra de arte. Hemos recibido una terrible bofetada y confesamos que es muy merecida. La broma nos sale bastante cara, porque nuestros hijos la pagan con una buena parte de su amor propio artístico, y los dos padres hemos gastado cantidades importantes, que hemos de considerar como perdidas…
—¿Perdidas? —le interrumpí.-De ningún modo.
—Ya lo creo que sí.
—No. Además las heridas que ha sufrido el amor propio de los artistas curarán rápidamente. Si, cuando se les ocurrió este proyecto, los dos jóvenes hubieran tenido más confianza en mí, su viejo y sincero amigo, sus ideas habrían ido por otros caminos, y no habrían sobrevenido estas pérdidas que, repito, no son tales pérdidas porque deben considerarse como una gran ganancia espiritual que no han pagado ustedes demasiado cara.
—¿Que no? —dijo Old Surehand.
—No. Nuestra idea acerca del monumento a Winnetou ha vencido a la de ustedes; pero siempre queda la otra parte de su plan, que es la más productiva.
—¿Qué parte?
—La fundación de la ciudad de Winnetou.
—Pero ¿no cree usted que ese plan será irrealizable, ahora que hemos tenido este fracaso con nuestra estatua gigantesca?
—Por el contrario, seré el primero en apoyar con todas mis fuerzas la fundación de la ciudad.
—Si fuese así… —exclamó en tono más animado.
—Si fuese así… —repitieron los otros tres.
—Estén ustedes seguros de ello —afirmé—. Si deseamos que despierte el alma de la raza roja, no basta que nos preocupemos de su porvenir espiritual; tenemos también que prepararle una mansión en la cual pueda cobrar las fuerzas físicas necesarias. Esta ha de ser la ciudad de Winnetou, que ustedes han planeado sin pensar en el alma del pueblo a que ha de servir de residencia. ¡Cuántas calles, cuántas plazas, cuántas casas, cuántos edificios públicos necesitamos! Una casa social para cada tribu roja. Un palacio para cada clan; el más grande y más bello para el «clan Winnetou» recién formado. Sólo eso ¡cuántas construcciones monumentales exige! Luego hay que pensar en el castillo que domina la ciudad y ha de ser restaurado del modo más grandioso. Imagínense ustedes, además, que se llega a la Montaña de las Tumbas de los Reyes y se encomienda a ustedes la construcción de los edificios destinados a guardar las riquezas incomparables que allí hay. Esto es sólo una parte del programa que podría exponer a ustedes. ¿Es que quieren más?
—No, no —respondió Old Surehand—. Nos abre usted perspectivas que no sospechábamos antes. ¿Y se deliberará sobre todo esto?
—Sí.
—¿Y podremos estar presentes en la deliberación? —Naturalmente.
—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —exclamó entusiasmado—. Esto es más de lo que podíamos esperar. ¡Si hubiéramos pensado antes en usted…!
—Ahora, a recuperar el tiempo perdido —le dije—. En esos proyectos de que acabo de hablar pueden sus hijos ocupar su actividad artística mejor que en esa desdichada figura que ha malgastado todo su esfuerzo. Ya hablaremos de ello más adelante; ahora no hay tiempo.
Quedaron encantados de lo que acababan de oír y yo me separé de ellos convencido de que los había ganado para nuestra idea.
En la madrugada y precisamente en un momento en que yo estaba hablando con el «Aguilucho», llegó un mensajero de los jefes apaches a quienes habían enviado al Valle de la Caverna y nos dijo que habían llegado allí felizmente; que habían hecho prisioneros a una parte de los guardianes de los caballos y que se apoderarían de los restantes al ser de día. Esta comunicación era poco satisfactoria. En los antiguos tiempos guerreros no se habría enviado a nadie para dar una noticia tan incompleta. Sin embargo, no dije nada al portador de ella; pero en el rostro del «Aguilucho» leí que no se contentaba con una información de aquel género. Cuando estuvimos solos, me dijo:
—¿Puedo ir a ver si traigo mejores noticias?
—Gracias —le respondí—. Para hacer esa jornada a caballo hay otros que están ahora sin ocupación.
—Es que yo no pienso ir a caballo.
—¿Pues cómo?
—Volando.
—¡Ah! ¿Sí? —dije sorprendido.
—Sí. No necesito más que media hora para llegar allí.
—Sería muy conveniente; pero ¿y el peligro que supone?
—No hay el menor peligro —respondió sonriendo.
—De todos modos, no me parece bien empresa tan temeraria.
—Yo pregunto esto nada más: ¿es que me está prohibido hacerlo?
—Eso no: eres dueño de tus acciones.
—Ahora, quiero decirte otra cosa, relacionada con el águila voladora: tú me prometiste en la Casa de la Muerte darme las cuatro medicinas cuando te las pidiese.
—Lo recuerdo. ¿Las quieres ahora?
—¿No las necesitas ya?
—No. Ya me han servicio todo lo que yo esperaba de ellas.
—A mí, aún no. Yo voy a ser el hombre que devuelva las medicinas que tú quitaste.
—Pues te las daré.
—¿Ahora mismo?
—En este instante. Ven conmigo a mi casa del castillo.
Subimos a mi alojamiento y le di las medicinas, que se colgó del cuello.
—Gracias —dijo—. ¿Puedo dárselas a los jefes cuando quiera?
—Sin la menor dificultad por mi parte.
—¿Puedo enseñárselas ahora?
—Como quieras. Esa pregunta me dice que conoces mis ideas y no harás nada que vaya contra ellas. Estoy tranquilo por ese lado.
—Tengo aún que pedirte otra cosa, y es que me acompañes a mi torre para que veas qué cosa tan sencilla, tan fácil y tan segura es volar cuando se tiene un buen aparato.
Accedí de buen grado y nos dirigimos a la torre. Una vez llegados allí, me quedé fuera, sentado en un banco, mientras él subía a la terraza. Por oriente comenzaba a alborear. Todo el paisaje fue despertando y haciéndose visible. De pronto oí en lo alto un ruido suave y la voz de mi amigo que decía:
—¡Ahora voy!
Miré hacia arriba y vi que el pájaro saltaba de la terraza al aire; batió las alas unas cuantas veces y luego comenzó a resbalar, a deslizarse hacia uno y otro lado, obedeciendo en todo a los deseos del «Aguilucho». Este estaba sentado entre los dos cuerpos y guiaba al aparato como pudiera haberlo hecho con un obediente caballo. Describió tres o cuatro círculos y espirales delante de mí y luego me gritó:
—¡Ahora me voy al Sur, hasta el Valle de la Caverna! ¡Adiós!
Se orientó hacia el lugar indicado, subió varios centenares de pies y se alejó con tal velocidad que al poco rato no lo vi más que como un punto pequeñísimo que se perdió a lo lejos. Esto me dejó en una situación especial de ánimo. Yo, como hombre, me sentía por una parte orgulloso y por otra extraordinariamente pequeño. En mi interior luchaba la conciencia de haber vencido todo lo que era bajo y opresor, con el temor de que no pudieran llegar a realizarse todos los grandes planes que teníamos. Dando vueltas a todos estos pensamientos, bajé otra vez a la Catarata del Velo, y allí, a la claridad del día pude ver toda la extensión del desastre. No tendría objeto describir éste aquí con todos sus detalles. Diré solamente que alrededor del terrible abismo que se había formado, se extendía una zona de desolación en que todo estaba deshecho. Nadie se atrevía a acercarse a la sima para mirar hacia lo profundo. Los hombres iban de un lado para otro, esperando para ver los primeros salvados. Desgraciadamente, la espera tenía que ser muy larga, pues como la galería en que se estaba trabajando era estrecha, no podían hacerlo muchos a la vez. Por eso la obra del salvamento se realizaba tan lentamente, que se calculaba en más de veinticuatro horas el tiempo necesario para llegar hasta el lugar donde estaban los sepultados. De cuando en cuando se oían los lamentos del viejo Tangua:
—¡Pida! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
También los otros jefes se dolían en alta voz de la suerte de sus guerreros:
—¡Mis comanches! ¡Mis utahs! ¡Mis siux!
De repente, hubo un momento en que todos los presentes comenzaron a gritar y a mirar hacia lo alto, diciendo:
—¡Un pájaro! ¡Un pájaro gigantesco!
No habían pasado aún dos horas desde la salida del «Aguilucho» y ya estaba de vuelta. Sabiendo dónde podía encontrarme, describió un amplio círculo sobre nuestras cabezas y luego fue descendiendo suavemente en hélice hasta posarse con asombrosa precisión, en medio del camino, entre los púlpitos.
—¡Es el «Aguilucho»! ¡Es el «Aguilucho»! —se oyó decir por todas partes.
Todos se agolparon junto al aparato, para verlo de cerca. Entonces se elevó la poderosa voz de Athabaska que gritó:
—¡Atrás! ¡Haced sitio! Es el águila de que habla la profecía, que ha volado tres veces alrededor de la Montaña de los Secretos y os trae las medicinas que habíais perdido.