Tres víctimas
Cuando nos levantamos, nos dijo Inchu-Inta que los hermanos Enters estaban esperando hacía bastante tiempo y querían hablarnos. Los recibimos afectuosamente, y ellos, confusos, no sabían por dónde empezar. Yo aclaré la situación diciendo:
—¿Vienen ustedes a decirnos que esta noche vamos a morir?
Al oír esto, los dos se estremecieron. Yo continué:
—Los dos hombres de la medicina se han escapado, y esta noche van a guiar a los cuatro mil guerreros al través de la caverna, para lanzarlos sobre nosotros. Los obreros están preparados, al mando del «Negro», para hacer causa común con ellos. Los indios darán a conocer que están detrás de la catarata, disparando un tiro. Tan pronto como se oiga éste, los hermanos Enters nos matarán a mi mujer y a mí y los obreros se lanzarán sobre los jefes y demás amigos nuestros.
Estaban como petrificados de asombro y en un rato no pudieron articular palabra.
—¿Qué? —dijo «Corazoncito»—. ¿Qué les parece el plan? ¿Es cierto lo que acaban ustedes de oír o lo niegan?
Entonces respondió Sebulon:
—¿Negarlo? No. Precisamente hemos venido para revelárselo a ustedes y que estén prevenidos. Pero nos hemos quedado estupefactos al ver que ya lo sabían todo y con tanto detalle. ¡Una cosa que se mantenía tan secreta…!
—¿Secreta? ¡Bah! —dije yo—. Siempre hemos estado enterados de todo y hasta mejor que ustedes: ya acaban de verlo. Pero aún sabemos más: sabemos que anoche en la cantina, después de marcharse Tusahga Sarich y To-Kei-Chun, decidieron ustedes venir hoy por la mañana temprano para decírnoslo todo.
—¿Cómo es posible? ¿Es que estaba usted escondido debajo de la mesa o de los bancos?
—¡Oh, no! No necesito recurrir a escondites tan incómodos. Las mismas gentes que parecen ser nuestros enemigos, nos lo cuentan todo. Pueden ustedes dar gracias a Dios de que proceden con lealtad hacia nosotros, porque, de lo contrario, los primeros que caerían atravesados por nuestras balas serían ustedes.
—¡Oh! En cuanto a eso crea usted que no nos importaría gran cosa saber que mañana íbamos a morir. Para nosotros no se ha hecho la felicidad. ¡Esa es la maldición que se transmite del padre a los hijos!
—No la maldición, sino la bendición —corregí yo.
—¿Cómo puede ser eso? —replicó.
—Sí; la bendición de poder reparar el mal que hizo su padre y vindicar su memoria.
—¿Lo cree usted como lo dice, Mr. Shatterhand?
—Sí.
—¡Por Dios, dígalo con entera lealtad!
—Lo creo resueltamente.
—¡Alabado sea Dios! Aún tenemos una misión que cumplir y la cumpliremos hasta el fin. ¿De modo que usted sabe que esta noche tenemos orden de estar junto a ustedes?
—Sí.
—¿Y no se oponen ustedes a ello?
—De ningún modo.
—¿Y no desconfían de nosotros?
—Estamos convencidos de que ustedes están honradamente de nuestra parte.
—Dios los bendiga por esta confianza. ¿Tiene usted algo que mandarnos?
—Por ahora nada, pero sí tal vez esta noche. Probablemente no habrá lucha. En todo caso, evitaremos el ataque.
—Pero, suceda lo que quiera, guárdense ustedes del «Negro», que los odia con toda su alma y cree que ustedes tienen la culpa de todo. Si se encontrase en el dilema de enviar a ustedes una bala o no, seguramente les enviaría (los. Ahora, nos vamos porque ya llevamos aquí mucho tiempo y nadie debe saber dónde hemos estado.
Cuando hubieron salido, dijo «Corazoncito»:
—¡Qué lástima me inspiran! Son otros de lo que eran, enteramente. Quisiera que tuvieran por delante una vida muy feliz.
Cuando nos sentamos a nuestro tardío desayuno, tuvimos otra visita: la squaw de Pida y su hermana «Pelo Negro», que, no es menester decirlo, fueron acogidas del modo más cordial. «Corazoncito» les preparó en seguida café. Por ellas supimos que la noche anterior habían llegado las mujeres de los kiowas y de los comanches, y que inmediatamente se habían reunido con las mujeres de los siux presididas por Achta, para tratar del modo cómo harían valer su voto en las deliberaciones acerca del monumento. Aquella misma mañana habían ido todas ellas a la barraca donde estaba el modelo y habían salido de allí desencantadas. Lo que allí vieron no se parecía en nada al Winnetou glorioso, cuya memoria se veneraba dondequiera que se oía la lengua de los pueblos rojos. No; ellas no querían el Winnetou que les habían enseñado y venían a vernos para decírnoslo así.
Pero aún tenían que decirme otra cosa más importante. No sabían cómo hacerlo sin traicionar a los guerreros de su propia tribu. Yo les facilité el camino haciéndoles saber que ya estaba enterado de todo. Les dije que los cuatro mil guerreros atravesarían aquel mismo día la caverna para poner en práctica el insensato plan de los viejos jefes aliados contra nosotros. Esto las animó a decirnos que Pida, el marido de la una y cuñado de la otra, había ido a caballo por la mañana temprano al Valle de la Caverna, porque había recibido la orden de mandar la expedición subterránea. La situación de las dos pobres mujeres no podía ser más angustiosa: si vencía él, yo era hombre muerto, y si vencía yo, estaba él perdido. En aquella tribulación, habían pensado que lo mejor era ir a confiármelo todo. Yo les prometí el secreto y les aseguré que ni a Pida ni a mí nos ocurriría nada. Cuando se separaron de nosotros, al poco rato, iban completamente tranquilas.
Después de aquella visita, «Corazoncito» fue a retratar a Tatellah-Satah y yo la acompañé. Hechas ya las fotografías, se fue ella sola a buscar al ingeniero encargado de las proyecciones, mientras el anciano y yo nos dirigíamos, dando un paseo, a la torre del «Aguilucho». Este debía de estar ya advertido de nuestra llegada, pues nos llamó en cuanto nos acercamos a la torre, desde la terraza, y nos dijo:
—Subid. Todo está dispuesto. Mi «águila» está pronta.
Subimos las altas escaleras y al llegar a la terraza vimos un enorme artefacto de forma de ave con dos cuerpos, dos grandes alas y dos colas. Los dos cuerpos se unían por el cuello para formar una única cabeza de águila. Estaban hechos de mimbres, ligeros como plumas, pero sumamente fuertes. No se veía lo que tenían dentro; presumí que sería el motor. Todo el aparato estaba compuesto de materias de muy poco peso, pero resistentes en alto grado. Las colas tenían una forma muy curiosa. Entre los dos cuerpos había un cómodo asiento con sitio para dos personas. El aparato estaba provisto de una porción de alambres para su manejo. Además del «Aguilucho» estaban en la terraza nuestro buen Pappermann y Achta la joven.
No puedo extenderme en una descripción detallada del aparato; pero sí diré que después de oír al «Aguilucho» la explicación que nos hizo de su funcionamiento, tanto Tatellah-Satah como yo quedamos de tal modo convencidos de la seguridad de su mecanismo, que ambos sentimos grandes deseos de subir en él.
—¡Y vuela, vuela! —admiró Pappermann—. Yo mismo lo he visto.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Esta mañana —respondió—. Cuando todos estaban durmiendo y comenzaba a despuntar el día. Se hizo la prueba a esa hora para que nadie lo viese. Yo vine a ayudarle. Cuando el «Aguilucho» ocupó su asiento y tiró de un alambre, comenzó a sentirse un movimiento dentro de los dos cuerpos: el pájaro empezó a respirar. Luego tiró de otro alambre y las colas se extendieron, las alas comenzaron a agitarse y a los tres aletazos el ave voló desde la terraza por cima de la llanura. Fue subiendo, subiendo, describió luego un arco y después volvió hacia acá y se posó lentamente y sin golpe en la terraza. Está ahora en la misma posición en que quedó.
—Pero ¿es verdad todo eso? —pregunté al «Aguilucho».
Él asintió con un movimiento de cabeza, mientras se dibujaba en sus labios una sonrisa, no de orgullo, sino de felicidad infinita. Tatellah-Satah, con cara radiante, miraba a lo lejos.
—Venid conmigo —dijo al cabo de largo rato, dirigiéndose a mí y al «Aguilucho».
Echó escaleras abajo y nosotros lo seguimos. Salimos de la torre y, siempre guiados por él, nos internamos los tres en el bosque, sin decir palabra. Nos llevó al otro lado del monte, hasta un sitio desde donde se divisaba por un lado el lago y por el otro la Catarata del Velo. A la parte de allá del lago se elevaba la grandiosa cúpula mayor del Monte Winnetou, y detrás de ella se veían las cumbres de los gigantescos montes vecinos, entre las que sobresalía una tan abrupta y cortada a pico que no parecía posible que hubiera sido nunca pisada por el hombre. Señalando a ésta, nos dijo el anciano:
—Aquél es el Monte de las Tumbas de los Reyes. Antes que la raza india se dividiera en innumerables tribus, estaba gobernada, no por pequeños jefes, sino por emperadores y reyes, todos los cuales están enterrados en la meseta que hay en la cima de esa montaña y que está por encima de las nubes. Todas las tumbas son de piedra y forman una ciudad muerta, con sus calles y plazas, en las cuales no hay un soplo de vida ni de movimiento. Cada una contiene, además del cadáver de un monarca, una caja de oro en la que se conservan libros que refieren los acontecimientos de su reinado. Allí, pues, están enterrados los que rigieron los destinos de la raza india, y toda la historia, todos los documentos correspondientes a un período que se extiende a miles de años. Pero no hay modo de llegar hasta allí. Cuando fue enterrado el último rey, deshicieron el camino tallado en la roca, que conducía hasta arriba, para que ningún mortal pudiera volver a subir allí. Se sabe que hay un sendero, que no se deshizo cuando el camino; pero nadie ha podido dar con él hasta ahora. En uno de mis libros más antiguos está escrito que la clave para encontrar esa senda está en lo alto del Monte de las Medicinas, al pie del pico más alto, bajo una piedra que tiene forma semiesférica. El «Aguilucho», que esperan los hombres rojos hace muchos, muchos años, volará tres veces alrededor del monte, según está escrito en la piel de la gran águila guerrera, y descenderá junto a esa piedra para recoger la clave. Una vez hecho esto ya se podrá subir al Monte de las Tumbas de los Reyes, y las narraciones y documentos de los primitivos tiempos podrán elevar su voz para descubrirnos los secretos de nuestro pasado.
Su mirada se paseó de uno a otro monte durante un instante y luego prosiguió:
—Todo esto lo sabía yo, y en mi pecho estaban concentrados todos los anhelos de mi raza. Un día que estaba sentado a la puerta de mi casa, se posó a mis pies el audaz muchacho que había obligado a la más poderosa de las aves a transportarlo por cima del terrible abismo hasta la tierra firme. Desde aquel día se le llamó el «Aguilucho». ¿Sería aquél el de la profecía? Creyéndolo así, lo tomé bajo mi amparo, y cuidé de su educación. Se trataba de un pariente de Winnetou. Inculqué en su corazón el deseo de volar, y cuando me enteré de que en California se hacían los primeros ensayos de aviación, lo envié entre los rostros pálidos para que aprendiese a volar. Ya está aquí y dice que sabe volar y que ha inventado un águila a cuyas alas puede confiarse. Creo lo que me dice, porque es mi primero y supremo winnetou y aún no ha salido de sus labios una palabra que no sea cierta. Por eso le pregunto hoy, en este importante momento: ¿te atreves a volar y ver si hay en realidad una piedra, bajo la cual esté la clave para subir a las tumbas de los reyes?
El «Aguilucho» respondió inmediatamente y en tono de la mayor seguridad:
—¿No he de atreverme a una cosa tan fácil?
—¿Y cuándo podrías hacerlo?
—En cuanto lo desees: ahora o más tarde. Me es igual.
—Entonces vale más esperar. El día de hoy reclama nuestra atención en otro sentido. Pero te agradezco la confianza con que te has expresado, porque me afirma en mis creencias para lo futuro. Abriremos las tumbas de los reyes; encontraremos los libros y despertaremos el alma de nuestra raza, que duerme en ellos, para que crezca y se haga grande, y así nada nos impedirá llegar las alturas que nos señala Mánitu para mansión.
Como ya he dicho, nuestra vista alcanzaba a la Catarata del Velo. Pues bien; allí vimos a «Corazoncito» con el ingeniero y algunos indios que llevaban aparatos fotográficos. Por lo visto, se encontraba en plena actividad y se había atraído ya al ingeniero. Volvimos a la torre y desde allí regresamos al castillo, donde me quedé sorprendido al ver a Old Surehand y Apanachka que me esperaban.
—No te asombre encontrarnos aquí —me dijo el primero—. Es un asunto no muy claro, pero sí de mucha importancia el que nos trae. ¿Conoces a uno que llaman el «Negro», dueño de la cantina de los obreros?
—Lo he visto una vez —respondí.
—¿Has hablado con él?
—No.
—¿Le has ofendido?
—Nunca.
—Sin embargo, te tiene un odio terrible, tú sabrás por qué. Como está de nuestra parte, no podemos ponernos contra él; pero se trata de un hombre irreflexivo, colérico y violento que parece querer llegar demasiado lejos en su odio a ti. Ha estado a vernos para tratar de un negocio y ha hablado de ti en una forma que nos ha preocupado. Ha dicho que hoy era el último día de tu vida y que hoy se vería quién era el dueño y señor en el Monte Winnetou. Parecía estar beodo. Hasta hoy habíamos tenido confianza en él; pero lo que ha dicho ha despertado nuestras sospechas, y hemos venido para decírtelo. Debe de haber alguna cosa entre tú y él; pero no sabemos de qué puede tratarse.
—Os lo agradezco mucho —respondí—. Ya estaba avisado.
—¡Ah! ¿Sí? Nos alegramos mucho. Sigues siendo el mismo; siempre sabes más que nosotros. Dinos, pues, ¿es fundada nuestra sospecha? ¿Se proyecta algo contra ti?
—No sólo contra mí, sino también contra vosotros.
—¿Y qué es ello?
—Se trata de quitarnos de medio. Estaba enterado de todo y no quería decir nada hasta que hubiera pasado el momento; pero ya que habéis sido tan honrados que habéis venido a avisarme, siendo vuestro adversario, voy a deciros lo que sé.
Les conté casi todo lo que sabía, y puede imaginarse el efecto que aquella revelación les causó. Querían ir, con todas las fuerzas que pudieran reunir, al Valle de la Caverna para aniquilar al enemigo dentro de ella. Por fortuna, no les había dicho nada de la disposición de ésta, ni que yo conocía sus salidas. Me costó gran trabajo tranquilizarlos y obtener de ellos la promesa de dejar exclusivamente en mis manos la dirección de aquel asunto; pero me fue imposible conseguir que renunciasen a apoderarse inmediatamente del «Negro». Como de aquello podría surgir alguna complicación que echara por tierra todos mis planes, me vi obligado, muy a pesar mío, a montar a caballo y acompañarlos para ver de evitar lo que buenamente pudiera evitarse.
Cuando pasamos a la vista de la Catarata del Velo, reinaba allí una febril actividad. Los preparativos para la iluminación de aquella noche tenían ocupados a todos los obreros disponibles. Al mirar a los palos que acababan de clavar, me pareció que la estatua se había desplomado sensiblemente, y que el andamiaje estaba también más inclinado; pero me guardé muy bien de decir nada.
Cerca de la cantina, encontramos a «Corazoncito» con el ingeniero, haciendo fotografías. Con ellos estaban los dos Enters, que, como supe después, se hallaban en la cantina y salieron para reunirse con ellos. Precisamente cuando desmontábamos junto al grupo, salió de la cantina el «Negro». Old Surehand y Apanachka, sin andarse con rodeos, se acercaron a él, y el primero, poniéndose entre él y la puerta dijo:
—Hemos venido para detenerte, de modo que llegas muy a propósito.
—¿A mí? —preguntó el «Negro»—. No hay quien sea capaz de ello. ¿Y por qué se quiere detenerme?
—Por lo que tienes preparado para esta noche.
Al oír esto el hombre se inmutó; pero pronto recobró el dominio sobre sí mismo. No intentó negar nada; al contrario, se echó a reír y dijo:
—¿Queréis detenerme porque me propongo libraras de vuestro enemigo? Well! ¡Vaya un agradecimiento!
—¿Crees que nos engañas? —dijo Apanachka—. Sabemos muy bien que no sólo quieres matar a nuestro enemigo, sino también a nosotros.
—¿Quién os lo ha dicho?
Los ojos del «Negro» relampagueaban al pronunciar estas palabras.
—¿No estuvieron aquí contigo anoche Tusahga Sarich y To-Kei-Chun? ¿No hablasteis con suficiente claridad de lo que ibais a hacer? ¿No estaban también con vosotros los hermanos Enters?
Decir esto fue un error imperdonable, como pronto se demostró. Al oírlo el «Negro» se metió la mano en el bolsillo para sacar el revólver, miró a todos sucesivamente y en tono sibilante por la rabia gritó:
—¡Me han hecho traición; pero no importa! ¡Lo que iba a hacerse se hará!
«Corazoncito», pensando que yo corría peligro, se puso al instante a mi lado, y lo mismo hicieron los dos Enters. El «Negro» les lanzó una mirada en la que iba envuelto el mayor desprecio y prosiguió:
—Vosotros, vosotros sois los que me habéis traicionado, pues los dos jefes no pueden haber sido. Debería mataros aquí como a perros; pero ya os llegará el turno. Lo primero que voy a hacer es atravesar de parte a parte a ese perro alemán y a su squaw, para que…
Diciendo esto sacó el revólver, lo armó y nos apuntó a mi mujer y a mí. Pero en el mismo instante los hermanos Enters se lanzaron sobre él y le impidieron todo movimiento, mientras Old Surehand y Apanachka sacaban también sus revólveres. «Corazoncito» se puso delante de mí para servirme de escudo; pero yo la obligué a ponerse detrás diciendo:
—¡No hagas locuras! No nos pasará nada.
El «Negro» forcejeaba para desasirse de los dos hermanos, sin conseguirlo.
—¡No matarás a Old Shatterhand! ¡Antes me matarás a mí! —exclamó Hariman.
—¡Y yo antes me dejo matar que consentir que mates a su mujer! —agregó Sebulon.
Por fin, consiguió el «Negro» libertar su mano derecha y rugió:
—¡Bueno, como gustéis! ¡Primero vosotros y luego ellos!
Con la rapidez del rayo, disparó primero sobre Sebulon y luego sobre Hariman. Pero al mismo tiempo salieron otros dos tiros, de los revólveres de Apanachka y de Old Surehand, cuyas balas hirieron de muerte en la frente al gigante. Este giró a medias sobre sí mismo, vaciló un instante y luego cayó, arrastrando consigo a los dos hermanos, que habían recibido las heridas en el pecho. Apanachka y Old Surehand se lanzaron al punto sobre él, para que no hiciese más daño en sus últimas convulsiones. «Corazoncito» se arrodilló al lado de Sebulon y yo junto a Hariman. Los dos estaban, desgraciadamente, en sus últimos momentos. Hariman abrió los ojos y balbució:
—Yo era su winnetou desde la noche aquella del Nugget-Tsil. ¿Me perdona usted?
—De todo corazón —le respondí.
—¿Y también a mi padre?
—También.
—¡Entonces… muero… contento!
Después de estas palabras expiró.
Sebulon yacía sin movimiento y con los ojos cerrados; pero sus párpados temblaban ligeramente. También sus minutos estaban contados. «Corazoncito» lloraba a su lado y le acariciaba suavemente las mejillas. De pronto, el moribundo abrió los ojos, se incorporó a medias sobre un codo y preguntó con voz natural:
—¿Por qué llora usted, Mrs. Burton? ¡Yo soy tan feliz!…
Se sonrió con dulzura y con sus últimas fuerzas se llevó a los labios la mano de mi mujer.
—Lea usted luego el nombre que hay debajo de mi estrella de winnetou —suplicó.
Ella hizo un ademán de asentimiento.
Después de una breve pausa, prosiguió Sebulon con voz cada vez más débil:
—¿Cree usted… que mi padre… está ya salvado?
—Sí lo creo —respondió mi mujer.
—¡Entonces… gracias sean dadas a Dios… nuestro sacrificio no ha sido vano!
Cayó hacia atrás y en una postrera convulsión murió. Todos nos pusimos en pie. El cadáver del gigantesco «Negro» yacía, con los ojos abiertos y vidriosos, entre sus dos víctimas.
—¿Era preciso que sucediera esto? —dijo con tristeza «Corazoncito».
—No —respondí casi con cólera.
—Efectivamente, no tenía que haber ocurrido —asintió Old Surehand—. Nosotros podíamos haberlo evitado. Hemos sido muy precipitados e irreflexivos.
—¡Como tantas y tantas veces en los antiguos tiempos! —dije yo, sin poder contener por completo los reproches que formulaba en mi interior.
Ellos aceptaron en silencio mi reconvención y yo continué:
—¿Es que creéis haber acabado con la conjura de los obreros porque ha muerto su jefe? ¿No será precisamente esta muerte la causa de que estalle anticipadamente?
—Es verdad —musitó Old Surehand confuso—. ¿Qué haremos, pues?
Él y su compañero se miraron sin encontrar respuesta para esta pregunta.
—¿Cuánto tiempo tardaríais en traer aquí una docena de vuestros comanches caneos? —les pregunté.
—Si voy yo a buscarlos, menos de un cuarto de hora —respondió Apanachka.
—Todavía no sabe nadie lo que ha ocurrido aquí. Los obreros están todos en la cantera y en la catarata. Traed gente de confianza que oculte el cadáver del «Negro», por lo menos provisionalmente. Luego diremos que ha matado en riña a los dos hermanos Enters y que ha huido para evitar el castigo. Así, los obreros, sin jefe, no sabrán qué hacer, y es de esperar que se estén tranquilos.
—¡Excelente idea! —dijo Old Surehand—. Ve pronto a traer la gente.
—Anda, ve.
Obedeciendo a esta orden, Apanachka salió al galope y apenas habían transcurrido diez minutos cuando volvió con los comanches, que ataron el cadáver del muerto a un caballo y se alejaron con él. Dos de ellos quedaron de guardia junto a los cadáveres de los dos hermanos.
«Corazoncito» estaba muy conmovida y me dijo que deseaba volver a casa. Así lo hicimos, y por la tarde, ya tranquilizada, volvió a salir para continuar sus conversaciones fotográficas con el obsequioso ingeniero. Regresó al anochecer diciendo que ya había gente tomando sitio en la gran plazoleta, delante de la Catarata del Velo. Después de la cena, bajamos allí con el Guardián de la Gran Medicina y el «Aguilucho». Pappermann, Inchu-Inta y otros habían ido delante.
Tatellah-Satah, de acuerdo conmigo acerca de todo lo que iba a hacerse, había dado sus órdenes en consecuencia. Los obreros iban a estar junto al monumento; la masa general de los espectadores se colocaría en la gran plazoleta que había delante de la estatua y en la que cabían millares de personas. La plazoleta se extendía, como ya he dicho, hasta los dos Púlpitos del Diablo, que sólo podían ser ocupados por los jefes de alta y baja categoría. Entre los obreros y los espectadores se colocaría una triple fila de winnetous armados de revólveres, encargados de dominar al instante a los primeros, caso de que intentasen poner en práctica los planes del «Negro» y de los cuatro jefes aliados.
No quiero dejar de decir que aquel día habían llegado los primeros camiones de los encargados para transportar las provisiones desde el ferrocarril al Monte Winnetou, y que al mismo tiempo habían hecho su aparición muchos grupos de nuevos peregrinos, que se conceptuaron felices al saber que aquella noche iban a ver la figura iluminada de su querido Winnetou. Con su llegada se pudo considerar completo el espacio destinado a los espectadores. Como ya he dicho, los jefes ocupaban los Púlpitos del Diablo. Llamemos número 1 y número 2 a los situados a la izquierda del camino y número 3 y número 4 a los situados a la derecha, correspondiendo el 1 con el 3 y el 2 con el 4; como sabe el lector, en el número 1 se oía lo que se decía en el 3 y recíprocamente, y lo mismo ocurría con el 2 y el 4. Pues bien, en mi deseo de enterarme de todo lo que dijeran los cuatro jefes enemigos y sus acompañantes, hice que les señalasen como sitio para contemplar el espectáculo el púlpito número 3, y nosotros nos situamos en el púlpito número 1. Naturalmente que ellos también oirían lo que nosotros dijéramos; pero como lo sabíamos, no hablaríamos en alta voz más que de aquello de que quisiéramos que ellos se enterasen, y en voz baja lo que no debieran oír.
De los púlpitos 2 y 4 sólo éste iba a estar ocupado; el 2 nos lo reservamos vacío.