Capítulo 7

Plan de venganza

El sol había desaparecido hacía un rato por detrás del Monte Winnetou; pero aún no había empezado a oscurecer. Siempre al galope, salimos del valle interior y llegamos por la parte Norte del Monte al lugar donde estaban la cantera y algunos talleres, con que se había afeado aquel paraje tan hermoso. La cantera parecía una herida incurable hecha al monte, y los horribles andamiajes, muros, cables y vigas con que se había encadenado la cascada de aquella ladera para transformar su fuerza en electricidad despertaban un profundo sentimiento de compasión. Había allí sucias cocheras con una serie de pesados camiones; una sierra, asesina de abetos, chirriaba; tiendas de campaña harapientas y mezquinas barracas sin orden ni concierto poblaban aquel lugar. Pappermann me señaló una barraca alargada y me dijo:

—Esa es la cantina. El dueño es un gigante a quien llaman el «Negro».

—Ese es un insulto para los indios —dije yo.

—Pero él está acostumbrado y no se ofende. Es un hombre grosero y forzudo, que no pertenece a la raza india pura, pues se dice que su madre era negra. Los hermanos Enters andan siempre con él.

—¿Con qué objeto?

—Para sonsacarle. Él es el que dirige a toda esta masa obrera. Se dice que hasta hay jefes que le otorgan su confianza. Lo que sí es cierto es que los señores del comité tienen mucho trato con él. Mister Evening y Mr. Paper se pasan noches enteras jugando y bebiendo en su compañía. ¿Quiere usted ver a ese hombre?

—Si es posible, sí.

—Dentro de unos minutos será noche cerrada y yo le llevaré a un sitio desde donde se puede ver un cuarto especial reservado para las personas de confianza. Ahora lo que importa es que no nos vean. Vamos a darnos un paseo entretanto.

Marchábamos a la sazón por un bosquecillo espeso que nos permitía ver sin ser vistos y continuamos nuestro camino sin salir de él, dando tiempo a que se echase encima la noche. No tardó mucho en hacerse la oscuridad, que era tanto más completa cuanto que estábamos en luna nueva, y las estrellas, por ser tan al comienzo de la noche, no alumbraban casi nada. Nos encaminamos hacia la barraca y al llegar cerca de ella, nos detuvimos detrás de unos altos matorrales, desmontamos, trabamos nuestros caballos y los obligamos a echarse. Después nos acercamos a la barraca y llegamos junto a su fachada posterior sin ser vistos.

Allí había una porción de cajas y barriles que, en caso necesario, podrían procurarnos escondite; pero por fortuna, no fue necesario. En el interior de la barraca había luz, lo que nos permitió ver que constaba de una sala grande y varias habitaciones pequeñas. Pappermann me llevó a la parte de fuera de una de éstas, que tenía una sola ventana, abierta entonces. Debajo de la ventana había un pesado cajón, al cual se podía subir sin miedo de que se rompiera, ni crujiese de modo que pudiera delatar la presencia del que lo utilizase como escalón. En el interior de la habitación sonaban voces.

—Este es el cuarto del «Negro» —me dijo al oído Pappermann—. Lo sé porque los Enters me lo han descrito muchas veces. ¿No oye usted cómo hablan dentro?

—Sí. Voy a subirme en este cajón para ver quién está ahí.

—Bien. Yo me quedaré vigilando.

Una vez subido, pude ver perfectamente todo el interior del cuarto. Había en él dos mesas y unos cuantos asientos, todos de lo más basto. Los que hablaban eran cinco hombres, de los que reconocí en seguida a cuatro, a saber: los dos Enters, Tusahga Sarich y To-Kei-Chun. Me sorprendió mucho ver allí a los dos últimos. El quinto era seguramente el dueño de la cantina: un gigante, con rasgos indios, menos la nariz, que era, lo mismo que el color de la piel, de pura raza negra. No puede imaginarse tipo más acabado de brutalidad. La conversación era muy animada. Precisamente en el momento en que me acercaba cautelosamente a la ventana oí decir al «Negro»:

—Creo que allá arriba no saben aún que los dos hombres de la medicina se han escapado. ¡Maldito sea ese Old Shatterhand, que se apoderó del mapa de la caverna! Felizmente no lo necesitamos. Los hombres de la medicina saben ya bastante para encontrar el camino. Ese Old Shatterhand es, a pesar de todo, bastante bruto. Cuando llegó al campo del combate y se protegió con las medicinas, ni sospechaba que sus prisioneros estaban ya en libertad y que todo se halla preparado para mañana. Su pretendida victoria le ha dado únicamente un día más de vida. Mañana por la noche él y su mujer habrán muerto. ¿Estáis vosotros dispuestos a mantener vuestra palabra?

Esta pregunta iba dirigida a los hermanos Enters.

—Cumpliremos lo que hemos prometido —dijo Hariman.

Sebulon añadió:

—No hay nadie más interesado que nosotros en saldar la cuenta que tenemos con ese hombre y con su mujer. No hay miedo de que se la perdonemos.

—Tampoco ganaríais nada con ello —dijo el «Negro» con tono amenazador—. Yo os aseguro que mañana morirán dos personas, suceda lo que quiera: o el matrimonio alemán o los hermanos Enters. De eso podéis estar seguros. No creáis que me fío mucho de vosotros. Están en juego nuestro trabajo, nuestra existencia, los muchos miles que podemos y queremos ganar aquí. Por eso he puesto a la disposición de los jefes toda la masa de mis obreros para mañana, y por eso insisto en que todo se haga exactamente como lo hemos preparado. El que no mantenga su palabra morirá a tiros o a cuchilladas. Quedamos en eso.

Entonces se levantó To-Kei-Chun y dijo:

—Sí, quedamos en eso. Todos estamos invitados a la fiesta. Conocemos el sitio adonde tenemos que ir. Nuestros cuatro mil guerreros atravesarán la caverna, guiados por los hombres de la medicina; pero dejarán los caballos en el valle, porque no sabemos si la última parte del camino de la caverna se puede recorrer a caballo.

—Entretanto, reuniré yo aquí mis obreros —agregó el «Negro»— y los dos Enters se acercarán a Old Shatterhand y su mujer. Tan pronto como vuestros guerreros hayan salido a la Catarata del Velo, nos lo anunciarán con un tiro. Inmediatamente los dos Enters matarán a cuchilladas a Old Shatterhand y a su mujer, y yo me lanzaré con mis obreros contra todos los de su partido, para dejar el camino abierto a vuestros guerreros.

Tusahga Sarich se puso en pie y dijo:

—Está bien. Así se hará. Si se varía algo en el plan te lo diremos o te enviaremos un mensajero. Vámonos.

Los tres salieron del cuarto y se quedaron solos los hermanos, mirándose uno a otro con expresión preocupada.

—Esto puede acabar mal —dijo Sebulon.

—¿Por qué? —preguntó Hariman—. Ya sabemos lo que queríamos saber y mañana por la mañana iremos a contárselo todo a Old Shatterhand. ¿Por qué razón ha de acabar mal esto?

—Claro que para ti y para mí, no; pero ¡qué matanza va a haber! Porque rechazar un ataque como ese sin lucha, ni el mismo Shatterhand es capaz de hacerlo. Yo estoy menos preocupado por él que por su mujer. No me importaría nada que todos murieran si ella se salvaba.

No necesitaba oír más y salté al suelo.

—¿Se ha enterado usted de algo importante? —me preguntó Papermanm.

—Ya lo creo —respondí—. Es como para creer en los milagros. Parece que me han traído aquí de intento para oír el final de esta conversación. Ya le contaré a usted luego todo lo que hay; pero sí quiero decirle ahora una cosa: que los dos hombres de la medicina que cogimos prisioneros a la entrada de la caverna se han escapado.

—¡No es posible!

—¡Vaya si lo es!

—¿Y cuándo ha sido?

—Probablemente esta mañana temprano. En seguida han ido a buscar a sus jefes, y de acuerdo con ellos han ideado el plan que acabo de sorprender. Vamos a casa pronto.

Desatamos nuestros caballos, montamos y nos dirigimos hacia el castillo. Por el camino conté a mi leal compañero todo lo que había oído. Él sabía que la custodia de los dos hombres de la medicina se había encomendado a un indio de toda confianza, que habitaba en la planta baja de la casa grande que habíamos visto en primer término al llegar, y allí estaba también la habitación donde se había encerrado a los dos prisioneros.

Desmontamos delante de la casa y fuimos primeramente a buscar al guardián en sus habitaciones. No lo encontramos. Era un hombre que vivía solo y así nadie pudo darnos indicaciones acerca de dónde se encontraba. Entonces nos dirigimos a la cueva que había servido de prisión y la encontramos cerrada por fuera con el cerrojo. Apenas comenzamos a descorrerlo, oírnos golpear la puerta por dentro y una voz nos dijo que abriéramos pronto. En cuanto se abrió la puerta, salió de la cueva el guardián, quien nos dijo que al llevar aquella mañana la comida a los prisioneros, éstos se habían lanzado sobre él y le habían golpeado hasta hacerle perder el sentido. Cuando volvió en sí se encontró encerrado. Dio voces e hizo todo el ruido posible para llamar la atención; pero en vano. Temía que se le castigase severamente y me rogó que intercediera con Tatellah-Satah en favor suyo. Así lo prometí y lo dejé en libertad.

Me dirigí hacia mi casa y no encontré allí a «Corazoncito», quien me había dejado una carta diciéndome que, como no había llegado a la hora de la lectura, había cogido el manuscrito y se había ido a casa de Tatellah-Satah; que Wakon leería y que cuando yo llegase fuera allá.

Así lo hice, y al acercarme al cuarto de la pasionaria observé que estaba interrumpida la lectura y que había un silencio momentáneo. Para no perturbarlo, abrí suavemente la puerta. Precisamente en aquel momento se oyó la voz de Old Surehand:

—Verdaderamente, era mucho más grande que todos nosotros. Mucho más grande de lo que nos figurábamos.

—Y además se ha ido agigantando cada vez más sin que lo notemos —agregó Apanachka.

—¿Qué os parece ahora vuestra figura? —preguntó Athabaska.

—Que es demasiado pequeña para él, a pesar de su tamaño —exclamó Kolma Puchi.

Y Achta la madre añadió:

—No queremos ninguna imagen de piedra. Queremos tenerlo a él dentro de nuestro corazón. Las hermosas palabras que acaba de decirnos tienen que resonar en el alma de nuestra nación eternamente.

Entonces me vieron por la puerta entreabierta.

—Llegas a tiempo —me dijo Tatellah-Satah—. Habíamos hecho una pausa, porque estábamos tan emocionados que no podíamos continuar. Acabamos de leer tu victoria sobre él y luego su triunfo sobre todos los jefes de los apaches; su gran cambio de ideas de guerra a pensamientos de paz; de odio a amor; de venganza a perdón. Esto nos ha edificado y ha descorrido la cortina que nos impedía ver. Ahora hasta Old Surehand, Apanachka y sus hijos han despertado y…

—Nada de despertar-interrumpió Young Apanachka. —Lo que ha ocurrido es que hemos empezado a ver claro. Uno de los velos ha caído; pero aún queda otro que no sabemos si caerá. Se nos dice que nuestro arte es un arte externo, un arte sin alma y sin pensamientos, como nuestra estatua. Nosotros os hemos invitado a que veáis mañana por la noche la estatua, a la que trataremos de dar vida con luz artificial. Si tenemos buen éxito, está bien; si no…

—¡Lo tendremos! —interrumpió Young Surehand con tono de seguridad en el triunfo.

Vi que algunos se disponían a hablar en contra y dije al punto:

—Tiene razón; esperemos a ver el resultado de la prueba.

—Eso es, esperemos —asintió Athabaska—. Pero aun cuando el ensayo resultase bien, no conseguiríamos más que ver la imagen de un pendenciero, dispuesto al ataque, revólver en mano. Aquí, en cambio, tenemos un Winnetou verdadero, con alma, valor y nobleza y que exige de nosotros también alma, valor y nobleza. Como él, debemos nosotros, y todos los de su raza, tender hacia arriba. Él nos acompaña y tira materialmente de nosotros.

Al decir esto señalaba al retrato de Winnetou que yo había dado a Tatellah-Satah y que éste había colocado junto al de Marah Durimeh. Había hecho el de Winnetou gran impresión entre los concurrentes y a ella había que atribuir el efecto extraordinario de la lectura de aquella noche. Se pensaba continuarla; pero como no se había conseguido volver al estado de paz interior necesario para escuchar con provecho, Old Surehand pidió que se diera por terminada la sesión, sobre todo por la circunstancia de que ellos tenían que hacer muchos preparativos para el día siguiente. Todos accedimos, y al cabo de un rato estábamos solos en la habitación «Corazoncito», Tatellah-Satah y yo.

—Hoy ha habido un gran triunfo —dijo este último—. Cuando llegaron y vieron a tu Winnetou subiendo hacia el cielo después de muerto, quedó sentenciado el monumento de piedra. Ni aun los jóvenes artistas con sus padres y Kolma Puchi han podido sustraerse a esa impresión. Y así lo confiesan honradamente. Mañana intentarán salvar su idea; pero desde ahora están convencidos de que ese esfuerzo supremo suyo será inútil. Me han dicho que Pappermann y tú habéis ido a la cantera. Como has tardado tanto, me figuro que tu expedición no ha sido vana.

—Efectivamente —contesté—. El éxito ha sido magnífico, aun cuando no puedo decir precisamente que haya descubierto cosas agradables para mí. Nos hemos enterado de acontecimientos importantes; por ejemplo, de la fuga de los dos hombres de la medicina.

—¡Uf, uf! —exclamó asustado el anciano.

«Corazoncito» no estaba menos sorprendida. Yo proseguí:

—Pero no es eso lo peor. Sentémonos y os lo contaré.

Cuando terminé mi relación, me dijo Tatellah-Satah:

—Todo eso me inquietaría si no te viera tan tranquilo. ¿Por qué no lo has contado cuando estaban aquí los jefes?

—No hace falta que lo sepan, ni los necesitamos para nada —repliqué—. Yo nunca encargo a los demás lo que puedo hacer por mí mismo.

—¿Entonces crees que tú solo podrás salir triunfante?

—Sí.

—¿Contra los cuatro mil guerreros?

—Sí.

Se me quedó mirando fijamente y dijo:

—Ahora comprendo una cosa de Winnetou que no comprendía durante su vida, y es la ilimitada confianza que tenía en ti. Hoy siento yo esa misma confianza. Pero dime: ¿qué piensas hacer para librarnos de todo lo que nos amenaza?

—Lo más sencillo del mundo les cerraré el camino de la cueva y luego los bloquearé en el Valle de la Caverna, hasta que el hambre les haga pedir clemencia. Entonces cogeré a sus jefes prisioneros para utilizarlos como rehenes. ¿Cuántos winnetous armados tienes a tu disposición?

—Hoy unos trescientos; para mañana por la noche podré reunir hasta quinientos y más tarde mayor número.

—Con esos hay de sobra. Por ahora, no necesito más que veinte y a nuestro fiel Inchu-Inta con ellos. Voy a casa a quitarme el traje indio. Luego volveré aquí y bajaré con ellos por la escalera secreta a la caverna, para poner otra vez las estalagmitas en su sitio, de modo que los dos hombres de la medicina cuando vengan con sus guerreros no puedan seguir adelante por creer que allí acaba el camino.

—¿Y si, a pesar de ello, lo descubren y quitan las piedras como hiciste tú?

—Eso podrían hacerlo todo lo más con el camino ancho, cuya salida cerraré de tal modo detrás de la Catarata del Velo, que no podrán salir de la caverna. Con eso tenemos ya la tarea de hoy y la de mañana. Para bloquear al enemigo en el valle hay tiempo aún pasado mañana.

Ya me preparaba a salir; pero «Corazoncito» tenía aún una diligencia que hacer. Se le ocurrió nada menos que pedir al Guardián de la Gran Medicina, que se dejase retratar por ella al día siguiente. Tamaña osadía me dejó asustado. Yo nunca me habría atrevido a proponérselo. El anciano sonrió bondadosamente y preguntó:

—¿Para quién o para qué va a ser ese retrato?

—Ese es mi secreto —respondió sin inmutarse lo más mínimo—. Pero un secreto simpático, bueno y muy provechoso, que proporcionará gran alegría a muchos.

—Siendo así, es imposible negar a la squaw de mi hermano Shatterhand su deseo simpático, bueno y muy provechoso. Puede venir cuando quiera, que me encontrará dispuesto.

Cuando salimos, pregunté a mi mujer para qué quería el retrato. Ella me respondió:

—Dime: ¿quién es la persona de más autoridad en el Monte Winnetou, tú o Tatellah-Satah?

—Él, sin duda alguna.

—Muy bien. Pues si él se ha contentado con hacer una pregunta sin obtener respuesta, ¿vas a pedir tú más?

—Sí.

—¿Con qué derecho?

—Dime: en nuestro matrimonio ¿quién es la persona de más autoridad, Tatellah-Satah o yo?

—Él, sin duda alguna —respondió ella riendo.

Well! Pues entonces voy a divorciarme. Me doy por vencido y puedes conservar tu secreto bien guardadito.

—Y además bajaré a la caverna contigo.

—Eso no.

—¿Por qué?

—Primero porque allí no nos vas a servir para nada, y después porque no tengo autoridad bastante para acceder a tu deseo. No puedo hacer más que decirte: buenas noches.

—¡Qué fastidio! Mira: te revelaré mi secreto si me dejas acompañarte a la caverna, porque no dormiré en toda la noche si sé que estás debajo de tierra.

—De acuerdo. ¿Cuál es tu secreto?

—Quiero el retrato de nuestro anciano amigo para el aparato de proyección.

—¿Y cómo lo vas a proyectar? —le pregunté.

—Ya sabes que esta noche quieren proyectar los retratos de los dos artistas sobre la Catarata del Velo, uno a cada lado del monumento. Pues bien, yo tengo la misma idea con el retrato de Winnetou puesto entre los de Marah Durimeh y Tatellah-Satah.

—La idea es buena, muy buena. Pero necesitas aparatos, lentes…

—Lo tengo todo —interrumpió vivamente.

—¿Dónde?

—Lo tiene el ingeniero, con quien ya he hablado de ello.

—¿Y crees que él lo hará?

—De muy buena gana.

—¿Y no revelará el secreto a nadie?

—Con toda seguridad, lo garantizo.

—Pues por mi parte, estoy conforme.

—¿Entonces me llevarás a la caverna?

—Sí. Ya estoy obligado a hacer todo lo que tú mandes.

Cuando, pasado un rato, llegamos a la casa de Tatellah-Satah, estaban ya allí preparados Inchu-Inta y sus veinte winnetous, provistos de antorchas y herramientas. Abrimos la trampa y penetramos en la galería subterránea. Buscamos primeramente el lugar donde se separaba la galería ancha de la estrecha, y volvimos a colocar las estalagmitas en su sitio, agregándoles muchas otras, de modo que era imposible descubrir la prolongación de la galería ancha. Colocamos todas las estalagmitas de tal modo que parecían una formación natural, y nadie habría sospechado que estaban puestas allí por la mano del hombre.

Mientras se hacía este trabajo, fui a reconocer la grieta del techo y vi que se había ramificado en otras varias. En el suelo había ya bastante cantidad de piedrecillas, y de las grietas caía sin interrupción una lluvia de polvillo y trozos de caliza. De cuando en cuando se oía un sordo crujido, que imponía miedo. Tuve que hacer un gran esfuerzo sobre mí mismo para permanecer allí, dominado como estaba por el temor de ser aplastado de pronto; así es que cuando terminó nuestro trabajo y nos alejamos de allí, respiré con una sensación de alivio. También «Corazoncito» experimentó lo mismo, porque cuando nos separamos de aquel lugar me dijo:

—¡Gracias a Dios que se ha acabado! Últimamente, sentía un profundo terror.

—¿Por qué? —le dije.

—Porque parece que se va a hundir todo esto.

—¿Tú también pensabas en eso?

—Desde el momento en que llegamos aquí. No quise decir nada para no inquietarte. ¿Qué es lo que hay encima de nuestra cabeza?

—Muy probablemente, la pesada estatua de Winnetou. No lo puedo decir exactamente; pero estoy casi seguro de ello.

Al decir yo esto, exclamó ella:

—¡Se va a hundir!

—¡Calla! Que nadie lo sepa.

—Ahora comprendo por qué está desplomada.

—Y cada vez lo estará más.

—¿Crees posible semejante catástrofe?

—La tengo por inevitable.

—¿Y cuándo crees que ocurrirá? —me dijo.

—No puedo determinar cuándo. Haría falta examinar detenidamente las rocas en que se asienta el monumento. De todos modos, creo que no ocurrirá hasta pasados unos días.

Si hubiera sabido cuán cercano estaba el terrible acontecimiento, habría avisado, a pesar de todo, a los cuatro mil indios del peligro que les esperaba. Volvimos por la galería estrecha hasta el punto en que salía de ella la rama que iba a dar al Púlpito del Diablo y allí se hizo el mismo trabajo que acabábamos de hacer en la otra. Por último, tapamos, desde la parte de fuera, naturalmente, la subida al castillo.

Cuando llegamos a la casa de Tatellah-Satah comenzaba a alborear. Como nos dijeran que el anciano había salido, nos despedimos de los indios y regresamos a nuestro alojamiento, para dormir algunas horas.