Victoria sin sangre
Mientras estaba pensando en esto, volvió «Corazoncito». Había interrogado al ingeniero y éste le había dicho que se trataba sólo de una iluminación provisional que se haría al día siguiente por la noche, y a la cual se invitaría a todos los que se encontraban en el Monte Winnetou.
—¿Y qué se va a hacer con ese enorme aparato? —pregunté.
—Proyectar los retratos de Young Surehand y Young Apanachka sobre la catarata, uno a cada lado del monumento.
—¡No lo toleraré! —exclamé yo.
—¿Y qué podrás hacer para impedirlo?
—Sencillamente, prohibirlo.
—¿Pero no sería más acertado, ya que se trata sólo de un ensayo, esperar a que quisieran hacerlo definitivamente?
—Tal vez tengas razón. Pero creo que ese asunto ya no está en nuestra mano. Se ha apoderado de él una fuerza contra la cual no podemos nada.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Mira atentamente a la figura y dime: ¿está derecha o desplomada?
Ella la miró y dijo:
—Está derecha. No iban a hacerla inclinada.
—Claro es que no lo han hecho de intento; pero es evidente que está inclinada. Tú no lo observas porque tu vista no está tan ejercitada como la mía, y porque la desviación de la vertical no es tan grande que te pueda sorprender de primera intención; pero compara con la línea de caída del agua y dime…
Ella me interrumpió:
—¡Ah! Sí, sí, está desplomada. ¡Dios mío! ¿Piensas que se derrumbará?
—Por ahora no se puede decir. Hay que esperar y observar cuánto aumenta la desviación, si es que aumenta. Hoy no tengo tiempo para hacerlo. Mañana bajaré a la caverna para ver si el techo sigue rajándose.
—¿No correrás peligro?
—No.
—Pero ¿crees posible que todo se venga abajo?
—No sólo posible, sino muy probable. Ahora, que el derrumbamiento no ocurrirá hoy ni mañana. Para eso, tendría que ser mucho más grande la desviación. Pero de esto ni una palabra.
—¿A nadie?
—A nadie.
—¿Ni a Tatellah-Satah?
—Tampoco a él. Quisiera ser el único dueño de la situación. No me gusta que nadie venga a echar por tierra todos mis planes.
—Pero ¿sabes la responsabilidad que tomas sobre ti?
—Sí, ya sé que es muy grande. Creo, no obstante, que puedo hacer frente a ella. Pero vamos, «Corazoncito». No quiero llegar al lugar del combate ni un minuto más tarde de la hora.
—Estoy intranquila, no puedo remediarlo —suspiró.
—Es una bobada. Más motivos tienes para reír que para tener miedo.
Cuando llegamos a casa, recibí un recado de Tatellah-Satah diciéndome que vendría a acompañarme. Igual mensaje me enviaron los jefes. Yo respondí a todos que la cosa no merecía la pena de que se molestasen, y que les rogaba que me dejasen ir solo con mi mujer. En ocasión tan solemne como aquella, me consideré obligado a ponerme el traje de jefe que tenía y además cargué el rifle Henry, aunque suponía que no tendría necesidad de dispararlo. «Corazoncito» metió en su bolso las cuatro medicinas: quería participar de aquel modo en el duelo, sentada a mi lado, a lo que accedí. Cuando llegó la hora de marchar y bajarnos al patio donde Inchu-Inta nos tenía preparados los caballos, encontramos allí al «Aguilucho» y a nuestro viejo Pappermann, que de ningún modo quisieron dejar de acompañarme al lugar del duelo. Al mismo tiempo se presentó Tatellah-Satah en su mulo blanco, completamente solo. Nos pusimos en marcha; delante íbamos el Guardián de la Gran Medicina, «Corazoncito» y yo, y detrás el «Aguilucho» y Pappermann.
Antes de llegar vimos que todos los habitantes de la alta y la baja ciudad se habían reunido alrededor del campo de combate. A pesar de tratarse de una gran muchedumbre, no se observaba en ella el menor asomo de los inconvenientes que parecen inevitables en casos semejantes entre gente de la que se llama civilizada. Cada uno estaba ya en su puesto. No faltaba ninguno de los que habían de acudir. Nosotros fuimos los últimos en llegar.
Mis cuatro contrincantes estaban ya sentados, dispuestos para el duelo. Cuando penetramos en el círculo, todos se pusieron de pie menos Tangua, que no podía sostenerse. Tatellah-Satah se sentó detrás de mí para no perder de vista a los cuatro jefes. Me dijeron que el primer presidente del comité iba a pronunciar un discurso y luego otro cada uno de aquéllos. A mí me tocaría hablar en último lugar, y después comenzaría el combate. Al oír esto me adelanté y dije en voz tan alta que me oyeran todos los presentes:
—Old Shatterhand no ha venido para hablar, sino para combatir. Cuando se acerca el peligro es el miedo el que hace abrir la boca; el valiente calla y pelea. Pida no me había dicho nada de estos discursos, y yo no estoy dispuesto a consentir más que aquello en que he convenido.
El primer presidente del comité hizo un movimiento de brazos que quería ser imponente y comenzó a decir:
—El comité ha acordado que yo hable, y lo que el comité acuerda…
—¡Silencio! —grité con voz de trueno—. Los acuerdos han sido sólo entre Pida y yo. Vuestro comité no existe para mí. Sólo he transigido contigo permitiendo que des la voz de mando para que tire cada uno de los jefes y exactamente un minuto después para que tire yo. Más, no estoy dispuesto a consentirte…
—Pero es que yo no estoy aquí en pie para…
—Si te molesta estar de pie, siéntate —interrumpí yo; y acercándome rápidamente a él lo senté de un empujón en el suelo, donde permaneció un rato asustado.
Después proseguí en el mismo tono fuerte y resuelto:
—De acuerdo con Pida he elegido a mis famosos hermanos Schahko Matto y Wagare-Tey para que velen por el exacto y honrado cumplimiento de las condiciones del duelo. Que digan ahora cuáles son esas condiciones.
Los aludidos se levantaron y así lo hicieron. Mis contrincantes habían designado, como se ha dicho, a William Evening y Antonio Paper para las mismas funciones; pero no quise contribuir por mi parte a que aquellos dos sujetos figurasen para nada. Por eso hice también que mis padrinos echasen suertes para decidir el orden de los combates. Los cuatro jefes no se opusieron a nada de lo que yo propuse, confiados en que aquella sería la última expresión de mi voluntad en vida. Del sorteo resultó que los jefes se batirían conmigo por el siguiente orden: Tusahga Sarich, To-Kei-Chun, Kiktahan Shonka y Tangua. Por este mismo orden se sentaron en semicírculo frente a mí. Todos llevaban rifles de dos cañones, y en sus rostros se veía la seguridad de la victoria. Antes de ocupar mi sitio, me dirigí al lugar en que estaba sentado Avaht-Niah, el jefe de los shoshones, que contaba ciento veinte años; me incliné ante él, besé su vieja y leal mano y dije:
—Tú eres el más anciano de los que están presentes. En tu cabeza se han posado la bendición y el amor del Gran Espíritu, que no te ha dirigido hacia aquí para ver correr la sangre de los que te son queridos. Tú eres el más sabio y el de más experiencia de todos nosotros. Tú serás el primero en ver, por el resultado de este combate, que toda lucha entre humanos es una locura, que causaría risa si no tuviera consecuencias tan tristes.
Como contestación a mi saludo, se llevó también mi mano a los labios y respondió:
—Que Old Shatterhand nos demuestre esa locura, para que nuestros descendientes no hagan más lo que hacían sus antepasados. Sea tuya la victoria.
Volví al sitio que se me había designado y me senté. «Corazoncito» se sentó a mi lado. Al verlo, Kiktahan Shonka gritó furioso:
—¿Qué viene a hacer esa squaw entre guerreros? ¡Que se vaya de aquí!
—¿Tienes miedo de una squaw? —respondí yo—. Si es así, márchate. Ella no te teme y se queda.
—¿Es que Old Shatterhand se ha vuelto mujer y no comprende la ofensa que siento en mi honor de guerrero?
—Pero ¿sois guerreros vosotros? Sois viejas mujeres y nada más. Por eso he aceptado sin dificultad todas vuestras condiciones. Old Shatterhand no quiere luchar con vosotros, porque es hombre, y por eso ha traído a su squaw, que con un solo movimiento de su mano puede deshacer a cada uno de vosotros. Si tienes miedo de ella, vete.
—¡Pues que se quede! —rugió Kiktahan Shonka—. ¡Mi primera bala será para ti y la segunda para ella!
—¡Sí, que se quede y muera con él! —asintieron los otros tres—. Comience la lucha.
Los cinco combatientes estábamos en medio del campo cercado, y cerca de nosotros nuestros padrinos. Como ya he dicho, Tatellah-Satah se hallaba detrás de mí. El primer gran círculo alrededor de nosotros lo formaban los jefes, entre ellos los doce jefes apaches. Detrás de ellos estaban los jefes de segunda categoría y las personas de cierto rango, y en último término la masa general, entre la cual se hallaban los obreros empleados en la construcción del monumento y en las canteras, que habían abandonado el trabajo para gozar del espectáculo del combate; gente toda ella pendenciera y alborotadora, aunque en presencia de los jefes no se atrevían a cometer ningún exceso. Entre los jefes estaban sentadas Kolma Puchi y las dos Achtas con la mujer de Pida y su hermana, ésta vestida ya con el traje propio de su sexo. La presencia de las dos últimas era para mí la prueba más cierta de que los cuatro mil guerreros estaban ya en el Valle de la Caverna.
Puede comprenderse que los ojos de todos los presentes estaban fijos en nosotros con la mayor ansiedad. El señor presidente del comité, a quien senté en el suelo de modo tan violento, se había ya puesto en pie y estaba dispuesto a dar la voz de fuego. Schahko Matto y Wagare-Tey sacaron y armaron sus revólveres y dijeron en tono amenazador que matarían de un tiro al primero de mis contrarios que faltase en algo a lo convenido. Estaban resueltos a hacerlo como lo decían.
Entonces tomó la palabra Tatellah-Satah y dijo:
—Cada combate individual empezará cuando yo haga una señal con la mano, y no antes. El encargado de dar la voz de fuego esperará a que yo haga la señal. El primer combatiente es Tusahga Sarich, el jefe de los utahs capotes. ¿Está dispuesto?
El interpelado armó su rifle y respondió:
—Estoy dispuesto. Y ahora que pruebe Old Shatterhand lo que ha dicho de que un solo movimiento de la mano de su mujer basta para deshacer a cada uno de nosotros.
Hice una seña a «Corazoncito» y ésta sacó rápidamente de su bolso la medicina de mi contrincante y me la colgó del cuello, de modo que me cubriese la parte del corazón. Una vez hecho esto, dije al Guardián de la Gran Medicina:
—También yo estoy dispuesto. Puede comenzar la lucha. Que tire Tusahga Sarich y luego lo haré yo.
Todos estaban en el mayor silencio y miraban a la bolsita que me había colgado del cuello mi mujer, sin explicarse lo que significaba.
Entonces ordenó Tatellah-Satah:
—¡Que comience el combate!
Al punto se oyó la voz de fuego dada por el presidente del comité; pero Tusahga Sarich no disparó. Tenía el rifle en la mano, vuelto hacia el suelo, y sus ojos espantados se fijaban en mi pecho y en la bolsita con expresión de creciente angustia.
—¡Mi medicina, mi medicina! —balbució.
—¡Tira! —le grité.
—¿Cómo he de tirar a mi propia medicina? —gimió—. ¿Quién te la ha dado?
—¡No preguntes y tira! —repetí.
Entonces se oyó como un gran suspiro de alivio en toda la multitud que nos rodeaba. Sin acabar de comprenderlo bien, se veía que yo no estaba tan indefenso como se había creído. Las caras de mis amigos se animaron, y la voz de Tatellah-Satah tenía acento de alegría cuando, levantando la mano por segunda vez, dijo:
—¿Por qué no dispara Tusahga Sarich? ¿Por qué no se da la voz de fuego para Old Shatterhand? Este tiene que esperar un minuto y nada más. Que Old Shatterhand coja su arma.
Así lo hice. Se oyó por segunda vez la voz de fuego para mi contrincante, que gritó:
—¡No puedo tirar! El que tira contra su propia medicina mata su vida eterna.
—Ha pasado el minuto —exclamó Tatellah-Satah.
Entonces se oyó la voz de fuego mí.
—¡Tusahga Sarich, sal para los para eternos campos de caza! —dije yo y apunté a su pecho con mi carabina.
—¡Uf, uf! —rugió él, y poniéndose en pie de un salto echó a correr.
—¡Bendito sea Dios! —suspiró mi mujer—. Ahora comienzo a estar tranquila. A pesar de la fe que tengo en ti, estaba asustada, te lo confieso.
Era cosa de risa ver al viejo jefe correr como un muchacho; pero, sin embargo, nadie se rio, porque con arreglo a las antiguas leyes de la sabana, aquel hombre había perdido el honor. Su deber era haberse dejado matar.
Mi segundo contrincante era To-Kei-Chun, cuyo rostro ofrecía una expresión muy rara, difícil de describir. Como sabía perfectamente dónde se habían guardado las cuatro medicinas, comprendía que si yo tenía una, tenía las otras tres también, y entre ellas la suya. Por mi parte, no lo dejé mucho tiempo en la incertidumbre: dije a «Corazoncito» que la sacase y me la pusiera encima de la otra. Luego exclamé:
—Ahora le toca tirar a To-Kei-Chun, el jefe de los comanches racurros. Estoy dispuesto.
Vi que el terror le hacía perder el aliento y que respiraba trabajosamente, mientras sus ojos denotaban lo que pasaba en su interior.
—¿Está preparado To-Kei-Chun? —preguntó Tatellah-Satah.
—¡No! ¡No estoy preparado! —gritó aquél; y salió también corriendo como Tusahga Sarich.
Al ver aquello, algunos comenzaron a reír.
—Le corresponde ahora a Kiktahan Shonka, el jefe de los siux —dije yo.
Pero éste me contestó en tono saturado de odio:
—¡Old Shatterhand es un perro, un canalla, un ladrón que roba medicinas! ¿Tiene también la mía?
—Sí —respondí e hice que «Corazoncito» me colgase del cuello el cinturón.
Al verlo, sonrió con desprecio y dijo:
—¿Cree Old Shatterhand que yo también voy a echar a correr? Pues está equivocado. Mi bala lo atravesará, porque la mitad de la medicina no tiene eficacia ninguna. Falta la otra mitad.
—Tengo la medicina entera —repliqué.
—¡No es verdad!
—Aquí está. Kiktahan Shonka puede convencerse de ello.
Pedí a «Corazoncito» las dos patas de perro, se las enseñé al indio y luego me las puse encima de las otras medicinas.
Al principio, se quedó mudo de espanto; pero luego me dijo con voz sibilante de rabia:
—¿Es que los perros sarnosos lo pueden todo? ¿Quién te ha dado lo que yo perdí?
—Nadie me lo ha dado. Yo lo encontré.
—¿Dónde?
—En los escalones del Púlpito del Diablo, donde los jefes de los siux y de los utahs conferenciaron acerca de la marcha al Monte Winnetou. Allí esperaban a Old Shatterhand para cogerlo, y mientras estaban hablando se oyó la voz del Gran Espíritu. Ellos se asustaron y huyeron. Entonces perdiste tu peluca de escalpas y la mitad de tu medicina. Recuperaste la peluca; pero yo me guardé la mitad de la medicina, para agregarla después a la otra mitad.
—¿Entonces tú oíste lo que dijimos en el Púlpito del Diablo?
—Sí.
—¡Uf, uf!
De la impresión su cuerpo se dobló hasta el punto de que la cara llegó a apoyarse en las rodillas.
—Estoy dispuesto para el combate —dije al Guardián de la Gran Medicina.
Este preguntó:
—¿Está también dispuesto Kiktahan Shonka?
El interpelado levantó la cabeza e hizo una señal a su gente. Dos de sus guerreros se acercaron y recibieron de él la orden de levantarlo y llevarlo de allí.
Así lo hicieron; lo montaron en su caballo y se alejaron con él, sosteniéndolo.
Sólo quedaba el combate con Tangua, el padre de Pida y el más implacable de todos mis enemigos. Estaba como los demás sentado en el suelo y tenía los ojos cerrados y el rifle en la mano. Su rostro inmóvil no revelaba nada de lo que pasaba en su interior. Yo dije:
—Tangua, el jefe más anciano de los kiowas, me escribió: «Si tienes valor, ven al Monte Winnetou. La única bala que conservo te espera con impaciencia». Aquí estoy. ¿Dónde está tu bala?
Mientras decía esto, hice que «Corazoncito» me colgase del cuello su medicina. Él abrió los ojos, la miró y dijo:
—¡Me lo había figurado! ¡También la mía! Pero no dispararé contra ella. Que den la voz de fuego: no tiraré. En cambio, te ruego que pasado el minuto, me atravieses el corazón con tu bala. Y cuando esté muerto ponme la medicina en la tumba. ¿Lo harás?
—No —respondí.
—Veo que me he equivocado contigo. ¡Te odio como no he odiado a nadie! Deseo tu muerte y para conseguirla sería capaz de todo. Pero, hasta ahora, te había tenido por un enemigo leal.
—Soy leal; pero no enemigo tuyo. No dispararé contra ti; no quiero tu muerte, y por eso no tengo que poner nada en tu tumba.
—¿Qué vas a hacer con ella? ¿Quieres destruirla?
—No. Vuestras medicinas no me pertenecen y no quiero conservarlas en mi poder. Pero por ahora no puedo decir a quién se las voy a dar. Vosotros mismos lo decidiréis.
—¿Nosotros cuatro?
—Sí. Voy a someteros a una prueba. Si sois dignos de ellas, os las devolveré, y si no, se las daré a Tatellah-Satah. Él es el Guardián de la Gran Medicina y las unirá a su colección, para que los hijos de vuestros nietos sepan qué hombres tan locos y tan perversos eran sus antepasados. Te hago, pues, mereced de la vida; pero no te doy la medicina. Merécela si la quieres. He dicho. Howgh!
Me levanté y «Corazoncito» hizo lo mismo. Entonces se levantó también Tatellah-Satah y proclamó con voz fuerte:
—¡El combate ha terminado! Ha vencido Old Shatterhand y su victoria ha sido sin sangre, por lo que su valor es diez mil veces más grande.
Montamos a caballo, y antes de alejarnos del lugar del combate, me acerqué a Tangua y le dije:
—Soy amigo de Tangua, el jefe de los kiowas, lo mismo si me odia que si me ama. Pero, en beneficio suyo, deseo que se muestre conmigo mejor de lo que ha sido hasta ahora. ¿No tiene nada que decirme?
—¡Que te odio y te odiaré siempre! —respondió—. ¡Te perseguiré hasta que consiga tu muerte!
—¡O la tuya!
—¡Me es igual!
—Prométeme por lo menos, en bien tuyo, desligarte de la actuación del comité y no intentar nada contra los que lo combaten.
—¡Te prometo justamente lo contrario!
—Pues eso te llevará a la perdición tuya y de tu raza.
Al oír esto se irguió, cogió el rifle y exclamó en tono amenazador:
—¡Calla y vete de aquí! Si no lo haces al momento, te atravieso la cabeza con estas dos balas.
—¡Atrévete solamente a levantar el rifle y eres hombre muerto! —le repliqué, haciendo una señal a Pappermann, que se aproximó rápidamente a él y le puso el revólver delante de la cara—. Primero os unís contra el monumento y ahora os ponéis del lado del comité para ayudarle contra sus enemigos. ¿Es eso digno de un jefe? ¿Procede así un hombre honrado? Tú buscas mi perdición; yo, en cambio, te aviso con toda lealtad que te guardes del Valle de la Caverna y, sobre todo, de la caverna misma.
Se encogió como un gato, me miró con penetrantes ojos y dijo:
—¿Qué es eso del valle y de la caverna?
—Pregúntatelo a ti mismo. En una ocasión te pusiste frente a mí y lo has expiado duramente, por culpa tuya exclusiva. Tu vida ha sido la de un inválido, no la de un jefe, por culpa tuya. Ahora, al final de tu vida miserable, estás otra vez en contra mía, acumulando culpa sobre culpa. Piénsalo bien; medita las consecuencias que eso va a traer. En lo que a ti toque, puedes responder de ellas; pero en lo que afecte a tu hijo, a tu familia y a tu tribu, Mánitu te las reservará para la otra vida cuando vayas a lo que llamáis los eternos cazaderos. Allí te preguntarán por tu medicina. ¿Qué responderás? No tengo más que decir. Howgh!
Dicho esto me alejé, en la misma forma que había ido. Todos los amigos me rodearon con gran alegría y los enemigos se mantuvieron tranquilos. Únicamente al pasar por delante de los obreros, oí algunos gritos que me sorprendieron.
—¡Old Shatterhand! ¡Canalla! ¡Intruso! ¡Perro! ¡Coyote! ¡Enemigo! ¡Venganza! ¡Hay que matarlo! —fueron algunas de las amenazas que llegaron a mis oídos.
Nunca lo hubiera creído. No veía motivo alguno para aquel odio. Al manifestárselo así a Tatellah-Satah y al «Aguilucho», dijo el viejo Pappermann:
—Sí, los obreros le odian, mister Shatterhand, desde el primero al último, y no se esfuerzan por ocultarlo. Saben que usted es contrario al monumento, y dicen que quiere usted quitarles el trabajo y el pan. Desde hace algunos días celebran reuniones secretas, en las que se discute el mejor modo de librarse de Old Shatterhand y de Tatellah-Satah. Y a esas reuniones asisten los señores del comité.
—¡Ah! ¿Sí? Eso es muy importante —dije yo—. ¿Quién se lo ha dicho?
—Sebulon Enters.
—¿No habrá sido Hariman?
—No, Sebulon. Ya sé que usted confía en éste aun menos que en su hermano. Pero desde que se ha enterado de que a él lo quieren engañar, es más adicto a usted que nadie. Los hermanos vienen a verme a escondidas por la noche y hablo con ellos…
—¿Sin decirme nada? —le interrumpí.
—No tenga usted cuidado —respondió—. Por ahora no trato más que de no perder el contacto con ellos; pero en cuanto sepa algo importante, se lo comunicaré, naturalmente. En la cantina es donde se habla más de usted.
—¿En qué cantina?
—En una barraca que hay junto a la cantera, y que frecuentan los obreros.
—¿La conoce usted, Mr. Pappermann?
—Sí.
—Pues yo no. Tengo que conocerla y va a ser ahora mismo, antes que se haga más de noche. ¡Vamos allá!
—Pero ¿en traje de jefe indio? —preguntó «Corazoncito».
—Sí. No tengo tiempo para ir antes al castillo a desnudarme. Lo único que haré será quitarme el adorno de plumas y el rifle Henry, que os llevaréis vosotros.
—Pero ¿no voy a ir contigo?
—Ahora no, amor mío. Se trata de un reconocimiento breve y rápido que te cansaría mucho.
—¿Habrá peligro?
—Ni el más mínimo.
—Entonces te doy mi permiso.
Dijo esto en tono tan serio, que casi también acepté el permiso en serio. Le di a ella el adorno de plumas y el rifle al «Aguilucho», me despedí de Tatellah-Satah, y apartándome de nuestro camino con el viejo Pappermann, me dirigí hacia la Catarata del Velo para llegar a la cantera por un sendero poco frecuentado.