Capítulo 5

Cartel de desafío

La lectura se continuó diariamente y su efecto fue maravilloso. Los primeros en acudir a ella eran siempre Young Surehand y Young Apanachka, que no podían sospechar las consecuencias de su interés. A pesar de la alegría que nos producía aquel hecho, hacíamos como si no lo observásemos. Ellos, por su parte, y a pesar de su celo por conocer a nuestro Winnetou espiritual, no dejaban de continuar a toda prisa la estatua de la Catarata del Velo, que crecía de un día para otro, porque las piezas de que se componía estaban ya talladas y no había más que montarlas. Parecía que había entre ellos y nosotros un pugilato para ver quién acababa antes su figura, porque también nuestras veladas se proseguían con creciente entusiasmo y solemnidad.

En la noche del tercer día, después de la visita de los Enters, Hariman vino a casa. Para que nadie lo viese, había preferido ir a aquella hora. A la caída de la tarde habían llegado nuevos contingentes, que habían plantado sus tiendas en la ciudad baja. A juzgar por la conmoción que su llegada produjo, debía de haber entre ellos personas de importancia; pero no supimos de quién se trataba. Precisamente el objeto de la visita de Hariman era decírnoslo. Yo lo recibí en presencia de mi mujer.

—¿Sabe usted, Mr. Shatterhand, quién ha llegado esta tarde? —me preguntó.

—No —respondí.

—Los enemigos mortales de usted; los cuatro jefes.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y han venido solos?

—Con un séquito de unos treinta hombres.

—¿Y no han venido con ellos otros jefes de menor categoría?

—No.

—Pues ha sido una imprevisión muy grande por parte suya, porque es un indicio de lo que piensan hacer. Estos otros jefes, que son incondicionales suyos, tienen que estar naturalmente con los cuatro mil guerreros que van a acampar en el Valle de la Caverna.

—Seguramente. Pero no es eso lo más importante. Sepa usted que mañana van a desafiar a usted a combate singular.

—¡Uf! ¡Qué interesante!

Entonces «Corazoncito» intervino vivamente:

—¿Cómo interesante? ¡Es una desvergüenza por parte de ellos y un peligro para ti! ¿Quién es el que se propone matar a mi marido?

A esta pregunta, dirigida a él, contestó Enters:

—No es uno, sino cuatro.

—¿Cómo? ¿He oído bien? ¿Cuatro dice usted? ¿Y quiénes son esos cuatro?

—Kiktahan Shonka, Tusahga Sarich, Tangua y To-Kei-Chun.

—¿Y los cuatro van a atacar a mi marido?

—Sí; pero nada más que a tiros.

—¡Y dice nada más! ¡Como si la cosa no tuviera importancia! ¿Y los cuatro al mismo tiempo?

—No; uno después de otro.

—¡Muy bonito! Como en el tiro de pichón en Alemania. Si uno no atina, tira el otro. No hay hombre que pueda salir con vida de un duelo así.

—Eso creen ellos también. Dicen que Old Shatterhand tiene que caer a toda costa. Con eso no sólo satisfacen su venganza, sino que también se salva el Winnetou de piedra, porque piensan que su marido es el único contrario temible del monumento. Una vez muerto él, con los cuatro mil guerreros…

—¡Ca! —interrumpió colérica «Corazoncito»—. ¡No morirá! Antes que me lo maten, soy yo capaz de matar a esos cuatro mil, también uno después de otro y luego…

Se detuvo al fijarse en la enormidad de lo que acababa de decir y rompió en una carcajada, en la que yo la acompañé. Con aquello se disipó su furor y pudimos continuar tranquilamente la conversación.

Efectivamente, los cuatro implacables jefes habían acordado provocarme a un duelo a muerte, de puro tipo indio, fijando condiciones tales, que yo no pudiera escapar de él con vida. Por el momento, no podía yo hacer nada, hasta saber cuáles eran las condiciones. Pida, el hijo de Tangua, era el encargado de venir a desafiarme. Como saben los lectores, éste estaba dispuesto en mi favor, y así esperaba yo que me ayudaría a sortear el peligro que aquel duelo encerraba.

Cuando «Corazoncito» se enteró de esto, volvió la tranquilidad a su ánimo. En su confianza, llegó a decir:

—La cosa no sólo no es peligrosa, sino que hasta se puede calificar de ridícula. Esos cuatro bribones no se saldrán con la suya. No necesitas más que mostrarte hombre y está ganada la partida.

—¿Qué quieres decir? —pregunté yo.

—Muy sencillo. Tú eres contrario al duelo, ¿verdad?

—Muy contrario.

—Pues bien: cuando venga ese individuo a provocarte le dices que eres enemigo del duelo y que no te bates. Entonces no le queda otro remedio que marcharse avergonzado.

Yo me eché a reír.

—¿Y dices que no necesito más que mostrarme hombre?

—Claro. Para declarar abierta y honradamente que eres enemigo del duelo.

—Sí, sí, tienes razón. Pues mira, voy a mostrarme hombre y hasta dos veces hombre.

—¿Dos veces hombre? Oye, eso me parece muy sospechoso. Cuando tomas ese tono, no me gusta.

—¿Sospechoso? No sé por qué. Declararé varonilmente a ese Pida que soy contrario al duelo, y con la misma virilidad añadiré que, a pesar de ello, estoy dispuesto a batirme a tiros con los cuatro jefes. ¿No es esto portarme como dos hombres distintos o ser dos veces hombre?

—Supongo que lo dices en broma.

—Lo digo en broma y al mismo tiempo lo tomo en serio. Considero esta provocación como una cosa bufa, y así la trataré, aunque mis enemigos pretenden que sea sangrienta. Todavía no sé lo que haré ni cómo. Cuando venga Pida, verás lo que le contesto.

—¿Entonces es que no crees que hay peligro para ti?

—No creo que lo haya.

—¿Y piensas salir con bien del trance?

—Sin duda alguna.

—Los jefes ya han pensado en ello-dijo entonces Enters.-Desconfían de la astucia e inventiva de usted y, para el caso de que logre escapar con vida del duelo, nos han encargado a mi hermano y a mí que quitemos de en medio a usted y a su mujer…

—¿También a mí? —dijo vivamente «Corazoncito»—. ¿Y ustedes han aceptado ese encargo?

—Naturalmente.

—Pero sólo en apariencia, me figuro.

—Sólo en apariencia —asintió él—. ¿Cómo se nos iba a ocurrir atentar contra ustedes? Al contrario, estamos dispuestos a protegerlos.

—Estoy convencida de ello —dijo mi mujer en un arranque de sinceridad.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Lo cree usted de veras? —dijo Enters, mientras su rostro se iluminaba de alegría.

—De veras.

—¿Y usted, Mr. Shatterhand?

—También lo creo —asentí.

—No saben ustedes lo que eso me alegra. Ahora voy a demostrar a ustedes que estamos de su parte. Aquí tengo la prueba irrefutable de ello. Hemos hecho una especie de contrato.

—Pero ¿un contrato escrito?

—Sí.

—Es increíble. ¿Quién lo ha estipulado?

—Los cuatro jefes, y lo han firmado como testigos Mr. Evening y Mr. Paper. Véalo usted.

No era un contrato, sino un pagaré, con el cual los jefes no sólo se proponían engañar a los dos hermanos, sino también a los testigos.

Nunca pensaron los otorgantes en la posibilidad de que el documento fuera a parar a manos de un enemigo suyo.

Después de haberlo leído, iba a devolvérselo a Hariman; pero éste me dijo:

—¿Puede serle de utilidad si se queda con él?

—De muchísima utilidad —respondí.

—Pues entonces considérelo usted como de su propiedad.

—Mucho se lo agradezco. Con eso me ha demostrado usted cumplidamente que procede en favor nuestro sin reserva. ¿Por qué no ha venido su hermano con usted?

—Porque no queríamos que se enterase nadie de esta visita, y es más fácil descubrir a dos que a uno. En cuanto tengamos algo que comunicar a usted vendrá él. Ahora, le ruego que me permita marcharme.

—Este nos es adicto-dijo «Corazoncito» en cuanto salió Hariman.

—Pero ¿y su hermano? —dije yo.

—No creo que se atreva a hacer nada en contra mía.

—Contra ti, no; pero a mí es positivo que no me puede ver. Sólo me tranquiliza el hecho de que cualquier cosa que haga en perjuicio mío tiene que afectarte también a ti. También aquí estoy, como siempre, bajo tu amparo.

—Aquí lo necesitas más que nunca-dijo ella bromeando. —Sobre todo mañana, cuando los cuatro jefes tiren contra ti, uno después de otro. Pero, mira; no procedas con ligereza. Tu vida tiene que quedar garantizada, cueste lo que cueste, porque no sólo es tuya, sino mía también.

A la mañana siguiente se presentaron dos indios kiowas en mi casa y me pidieron hora para una entrevista de su jefe Pida conmigo. Yo les señalé las doce en punto del día. Cuando se marcharon, encargué a Inchu-Inta que citase en mi casa para las doce menos cuarto, a todas las personas que asistían a las lecturas. Cuando llegaron, les conté en resumen lo que había ocurrido y les expresé mi deseo de que hubiera la mayor cantidad posible de testigos al acto de la provocación.

Pida se presentó con un gran acompañamiento; pero no dejé entrar en mi casa a nadie más que a él, pues los que lo acompañaban no tenían categoría de jefes. Aunque quiso, no pudo ocultar su sorpresa al ver que yo no estaba solo, sino rodeado de tanta gente. Tengo que decir que «Corazoncito», Achta y Kolma Puchi estaban también conmigo. Cuando el jefe indio entró en la sala, me levanté, avancé unos pasos hacia él y dije:

—Pida, el jefe de los kiowas, ganó en otro tiempo mi corazón. Todavía lo posee hoy; pero no sé si podré o no hablar con él en el lenguaje del corazón. Que me diga si viene a saludarme como invitado, o si viene como mensajero de su padre, que me negaría el más insignificante saludó.

Era a la sazón un hombre de cincuenta años. Los rasgos de su cara estaban más acentuados que cuando lo conocí; pero seguía teniendo expresión simpática. Fijó sus ojos en mí con afecto; pero su voz tenía acento serio cuando me respondió como sigue:

—Old Shatterhand sabe si Pida siente amor u odio hacia él. Vengo como mensajero de mi padre y de sus aliados.

—Pues entonces que se siente Pida y hable.

Al decir esto, volví a mi sitio y le indiqué un asiento; pero él no lo aceptó y dijo:

—Pida tiene que quedarse en pie. Sólo uno que sea amigo puede sentarse y descansar. Old Shatterhand ve en mí al mensajero de cuatro de los guerreros más famosos. Voy a decir sus nombres: Tangua, jefe de los kiowas; To-Kei-Chun, jefe de los comanches racurros; Tusahga Sarich, jefe de los utahs capotes, y Kiktahan Shonka, el más anciano jefe de los siux. Hace mucho tiempo, muchos veranos e inviernos atrás, estos jefes se vieron en la necesidad de procurar que Old Shatterhand quedase suprimido de la lista de los vivos. Él logró escapar y vive aún; pero su culpa subsiste; aún no se ha purgado. Él la ha olvidado y creía que también ellos la olvidarían; se ha atrevido a venir a la tierra de ellos y a pisar el sendero que le estaba prohibido. Con eso se ha entregado a ellos. Es ya propiedad suya y tiene que morir. Pero los tiempos del poste de los tormentos han pasado ya, y los jefes se proponen ser buenos y nobles con él. Quieren darle ocasión para que se libre de la muerte que merecía y se ofrecen a luchar con él. He venido para desafiarlo y provocarlo a esa lucha. ¿Qué me responde?

Entonces me levanté y dije:

—No sólo los tiempos del poste de los tormentos, sino también los de los largos discursos han pasado ya. Lo que tengo que decir es poco. Nunca fui enemigo de ningún hombre rojo. No he merecido el odio ni la muerte. Tampoco piso hoy camino alguno prohibido, ni creo estar entregado a esos jefes por ningún concepto. También han pasado los tiempos de los asesinatos, de las luchas y de los duelos. Yo me he hecho viejo y reflexivo. Yo condeno toda efusión de sangre, soy enemigo del duelo…

Al oír esto, «Corazoncito», que estaba junto a mí, murmuró a mi oído:

—¡Muy bien, muy bien! Sé hombre.

Yo continué:

—… Pero como conozco el nombre que tienen esos jefes y respeto sus cabellos, que se han vuelto blancos, no quiero injuriarlos con una negativa. Así, pues, estoy dispuesto a luchar con ellos.

—Pero ¿estás loco? —susurró «Corazoncito».

Pida tomó otra vez la palabra:

—Old Shatterhand es el mismo de siempre. Nunca ha conocido el miedo. Pero que vea lo que hace. Las condiciones que han fijado los jefes son duras, son inflexibles. El dirá luego las suyas; pero no es de esperar…

—No pongo ninguna —interrumpí vivamente—. Accedo a todo lo que propongan los jefes.

Él me miró con incertidumbre y dijo:

—¿Habla Old Shatterhand en broma o en serio?

—Completamente en serio.

—Pues que me repita lo que acabo de oír; pero antes que oiga lo que exigen los jefes: arma, el rifle; él tendrá que luchar sucesivamente con cada uno de los jefes, en orden que se determinará por sorteo; se tirará un solo tiro, sentados los contendientes a la distancia de seis pasos. Tirará primero el de más edad de los dos y el otro justamente un minuto después. Se luchará hasta la muerte. Si después de los cuatro encuentros Old Shatterhand vive aún, se comenzará de nuevo. Estas son las condiciones: Old Shatterhand puede reflexionar sobre ellas.

Después de cada una de las condiciones, Pida había hecho una pausa y se me había quedado mirando con expresión interrogadora, casi podría decir que preocupada. Yo respondí:

—Ya he reflexionado. ¿Quién dará la voz de fuego?

—El primer presidente del comité.

—¿Cuánto tiene que esperar el que ha de tirar en segundo lugar, si el primero que ha de hacerlo no tira?

—¿Si no tira? Los jefes son más ancianos que Old Shatterhand, que aún no tiene setenta años; pero ninguno de ellos vacilará. Tirarán tan pronto como suene la voz de mando.

—¿Quién puede asegurarlo? He visto muchas veces ocurrir cosas que se tenían por imposibles. Así, pues, los jefes tiran siempre en primer término y yo en segundo lugar; pero, insisto; si no se dispara el primer tiro, ¿cuándo podré tirar yo?

—Justamente un minuto después de la voz de mando.

—Entendido. ¿Adónde se puede disparar?

—Al corazón; exactamente al corazón.

—¿Y a ningún otro punto del cuerpo?

—A ningún otro.

—¿Dónde será el duelo?

—En la separación entre la ciudad alta y la baja. Ya está marcado el campo.

—¿A qué hora?

—Una hora antes de que el sol desaparezca detrás del Monte Winnetou.

—¿Quién cuidará de que se cumplan estrictamente esas condiciones?

—Dos personas por cada uno de los contendientes. Los jefes han designado al agente William Evening y el banquero Antonio Paper. Que Old Shatterhand elija los suyos.

—Nombro a mi amigo y hermano Schahko Matto, jefe de los osagas, y a mi amigo Wagare-Tey, jefe de los shoshones. Estos estarán a mi lado y matarán de un tiro al jefe que, faltando a su palabra, apunte a otro sitio que no sea mi corazón. ¿Está conforme Pida?

—Estoy conforme —respondió—. ¿Y Old Shatterhand?

—Acepto la lucha en las condiciones que acaban de decidirse.

—¡Por amor de Dios! —exclamó «Corazoncito» en voz tan alta que todos oyeron lo que decía—. ¡No puedo consentir eso! ¡Estás perdido!

Por fortuna lo dijo en alemán, así es que nadie la entendió.

—¿Tiene Old Shatterhand alguna otra cosa que decirme? —preguntó Pida.

—Sólo que estaré puntualmente a la hora señalada con mi rifle. Pida, el jefe de los kiowas, ha terminado su embajada, y puede irse.

Hizo un ademán de saludo con la mano y se encaminó hacia la puerta. Llegado allí, pareció reflexionar, se volvió y acercándose a mí con rápido paso, me cogió las manos y dijo, mientras su cara variaba enteramente de expresión:

—Pida ama a Old Shatterhand y no quiere que muera, sino que viva y sea feliz. ¿No puede Old Shatterhand alterar en algo esa lucha, que va a dar lugar a su muerte de un modo irremisible?

—Podría hacerlo, pero no quiero —respondí—. Pida es mi hermano y yo soy el suyo. Esa lucha no será causa de mi muerte. Old Shatterhand sabe siempre lo que dice. Que Pida crea en mí ahora como creía antes. No me matará ningún kiowa, ningún comanche, ningún utah, ni ningún siux. Dentro de muy poco tiempo serán todos amigos nuestros, puedes creerlo.

—Lo creo y lo deseo —afirmó—; Old Shatterhand habla de un modo misterioso; pero cada una de sus palabras tiene su fundamento y su sentido. El ve y oye lo que otro no vería ni oiría; por eso sabe anticipadamente lo que otros no pueden saber. He dicho.

Le estreché las manos y le besé en la frente. Sus ojos se iluminaron; saludó a la redonda y salió con la cabeza erguida.

Se comprenderá que al punto fui asaltado a preguntas, que no me decidí a contestar de modo satisfactorio, pues, para no comprometer el éxito de mis planes, era condición indispensable el más absoluto secreto. Con ello aumentó más y más la curiosidad de todos, que se comunicó a la ciudad cuando ellos volvieron. Pero a «Corazoncito» no tenía derecho a ocultarle nada y, para tranquilizarla, le dije que tenía cuatro corazas, impenetrables a las balas, que eran las cuatro medicinas que había cogido de la Casa de la Muerte. Ningún indio se atreve a su propia medicina; antes se mata. La medicina del viejo Kiktahan Shonka consistía en su cinturón y en las patitas de perro que, según se recordará, encontré en los escalones del Púlpito del Diablo. Las medicinas de los otros jefes no sé en qué consistían, por estar encerradas en bolsas de cuero cosidas luego. Até las medicinas de modo que, colgadas de mi cuello, cayeran exactamente sobre mi corazón. Aquel era el único preparativo que pensaba hacer para el duelo que se presentaba con caracteres tan terribles. Cuando «Corazoncito» vio esto no sólo se tranquilizó sino que hasta llegó a alegrarse de que se hubiera concertado el desafío.

En tanto, comenzó a observarse una gran agitación en la ciudad. Se preparaba el campo para la lucha y el acomodo para los centenares de espectadores. Todos se movían de un lado para otro, y no se hablaba más que de la lucha a muerte entre Old Shatterhand y los cuatro famosos jefes. Unos decían que había sido una ligereza mía aceptar un duelo en aquellas condiciones, a lo que contestaban otros que Old Shatterhand no era como todos los demás hombres, y que no había que juzgar con precipitación, sino esperar el resultado del duelo. Todos tenían como motivo de conversación el próximo acontecimiento; así, no es de extrañar que también llegase a oídos de Tatellah-Satah. A primera hora de la tarde vino éste a verme y me encontró solo sentarse, porque pensaba marcharse en seguida. Me miró con interrogadora expresión y me preguntó:

—¿Vas a batirte con los jefes?

—No —respondí.

Al oírlo, una sonrisa asomó a sus labios y dijo:

—Me lo figuraba. Old Shatterhand no es un suicida. Pero comparecerás puntualmente a la cita, ¿verdad?

—Sí.

—No quiero preguntarte lo que te propones hacer. Tú eres dueño de tus actos y no tienes que pedir permiso a nadie. Pero yo también iré.

—¿Solo o con tus winnetous?

—Como tú quieras.

—Entonces ve solo. Que vean que no vencemos con grandes tropas de guerreros, sino por nuestros propios medios.

—¿Leerás esta noche?

—Sí. Hoy es un día como cualquier otro. El duelo es una farsa, una comedia, aunque tenga un fondo muy serio.

—Quiera Dios que esta farsa no termine de otro modo que como tú piensas.

Me dio las dos manos y se fue. Al poco tiempo, lo vimos abajo en el campamento, dando órdenes. Los jefes amigos nuestros se habían unido a él. Mi mujer y yo salimos a dar un paseo; pero no hacia el campamento, sino hacia el valle interior, en dirección a la catarata. También allí había animación extraordinaria, aunque con otro motivo. Estaban levantando altos palos y preparando cuerdas y cables, junto a grandes montones de farolillos de papel y de bombillas eléctricas de todas clases. Se veían algunos aparatos fotográficos y un ingeniero indio se ocupaba en preparar un gran aparato de proyección en las rocas del Púlpito del Diablo. Todo aquello interesó en alto grado a «Corazoncito», que es muy aficionada a la fotografía y que toma vistas de todas partes. Yo, en cambio, tengo menos interés en ellas que en los objetos reales y así casi no participo en sus trabajos fotográficos. Esto le da sobre mi una superioridad que la tiene muy satisfecha, y es para ella una tranquilidad saber que nunca me preocupo de sus secretos fotográficos. En este respecto procede como si yo no existiera, y me deja libre para dedicarme a lo que más me guste. En aquella ocasión se separó de mí y echó a correr para ir al encuentro del ingeniero y tomarle declaración, pues no puede calificarse de otro modo lo que hace cuando quiere enterarse de una cosa. Entretanto me senté y estuve observando los preparativos.

Como sabe ya el lector, se proyectaba iluminar la estatua para atraer adictos al proyecto del monumento. También recordará la declaración que hice yo de que antes se hundiría el monumento que consentir yo semejante profanación de mi Winnetou. ¿Serían aquellos los preparativos para la iluminación? Pero ¡si la figura no estaba aún terminada! Aún le faltaban los hombros y la cabeza. Mientras pensaba en esto y examinaba la estatua, me pareció que no estaba derecha, sino inclinada hacia un lado. La examiné desde diversos puntos de vista y en todos llegué al mismo resultado. Se recordará que la última vez que la vi desde la curva del camino noté que había uno de los pies derechos que no estaba a plomo. Fui a aquel sitio y pude comprobar claramente que el andamiaje y la figura se habían inclinado, no mucho, pero sí lo suficiente para que yo lo notase. No había duda alguna: el pie derecho que antes estaba desplomado aparecía ahora vertical, y en cambio los demás, antes verticales, estaban desviados hacia la derecha.

Cuando vi aquello, me asusté y pensé en la hendidura que había observado en la caverna y en el polvillo y las piedrecitas que se desprendían de ella. ¿Sería que el suelo había cedido bajo un peso tan grande? ¿Qué enorme catástrofe iba a ocurrir allí?