El testamento de Winnetou
Estábamos junto a la ventana y vi que señalaba a un grupo de unos cien indios que había llegado a la ciudad baja, todos ellos vestidos de cuero y al parecer montados en muy buenos caballos. Dada la distancia a que estábamos no pudimos distinguir a qué tribu pertenecían. No se detuvieron en la ciudad baja, sino que continuaron hacia la alta. A la cabeza marchaba un indio alto y de continente orgulloso. No me detuve a observar el progreso de la cabalgada porque me esperaban los Enters.
Cuando bajé al patio, me los encontré en un rincón, para llamar la atención lo menos posible. Hariman se alegro al verme; Sebulon tenía el mismo aspecto reservado de siempre.
—Seguramente le sorprenderá vernos aquí, Mr. Burton —dijo el primero. No podemos entretenernos mucho, porque no queremos que la gente de allá abajo sepa que hablamos con usted. ¿Por qué no se dejó usted ver de nosotros en el Agua oscura?
—Porque tuvimos que marcharnos más pronto de lo que habíamos pensado —contesté—. ¿Siguen aún allí las cuatro tribus?
—No; están en camino hacia acá. Dentro de tres días llegarán.
—¿Cuántos hombres reúnen?
—Más de cuatro mil jinetes.
—¿Dónde van a ocultarse?
—En un valle, que está bastante lejos de aquí y que se llama el Valle de la Caverna.
—¿Lo conocen ustedes?
—No; pero hoy vamos a buscarlo para saber después dónde está. Lo primero que queríamos era venir a ver a usted.
—¿Cómo les han dejado venir hasta aquí? No querían admitir a ningún blanco.
—Hemos sido recomendados al señor Antonio Paper.
—¿Por quién?
—Por Kiktahan Shonka. Por eso nos han dejado pasar.
—¿Dónde están ustedes alojados?
—En casa de ese bribón de Antonio Paper.
—¿Por qué lo llama usted bribón?
—Porque lo es. Hemos venido para tratar honradamente con él. Le hemos dicho todo lo que Kiktahan Shonka nos había confiado, y él parecía ser nuestro mejor amigo. Hasta nos ha hecho alojarnos con él. Pero después hemos sorprendido una conversación suya con el agente Evening, y por ella nos hemos enterado de que es el mayor canalla que existe. Imagínese usted, Mr. Burton, que Kiktahan Shonka, Paper y Evening van a utilizarnos como instrumentos suyos, y no sólo no quieren recompensar nuestros servicios, sino que tratan de hacernos desaparecer cuando ya no nos necesiten. ¿Se ha visto nunca cosa igual?
—Lo sabía hace mucho tiempo y hasta sé más. Sé que el viejo Kiktahan Shonka va a engañar a Paper y a Evening lo mismo que a ustedes. También ellos están condenados a desaparecer si le sale bien la gran jugada. Los jefes aliados no quieren dar nada, sino quedarse con todo.
—¡All devils! Es usted el único hombre honrado que hay aquí. Estamos entre traidores. Aconséjenos usted, Mr. Burton, que bien lo necesitamos.
Ya puede comprenderse el consejo que les di: que siguieran al lado de Antonio Paper, que tuvieran los ojos bien abiertos y que me comunicasen todo lo que observaran. Más adelante se verá el resultado de este consejo. Al separarme de los hermanos, estaba mucho más seguro de ellos que antes. Sin embargo, antes de marcharse, Sebulon me preguntó en tono ligeramente burlón:
—¿Cómo se encuentra Mrs. Burton?
—Muy bien, gracias —respondí—. Muchas veces me ha hablado de usted.
—¿De veras?
—Sí. Tiene por usted mucha simpatía.
Al oír esto su rostro tomó una expresión de alegría, que hacía olvidar todo lo malo que se podía pensar de él. Sus labios sé movieron como para decir algo; pero no dijeron nada.
Al salir, tuvieron que apartarse para dejar paso a un jinete que llegaba, y en el cual reconocí al que marchaba a la cabeza de los indios recién llegados. Sin hacer caso a los dos hermanos, se dirigió a mí y me dijo en tono resuelto:
—Nunca te había visto hasta hoy; pero tú eres Old Shatterhand, ¿no?
—Yo soy —respondí.
—Vengo directamente a verte. Me han dicho que vivías aquí y que mi squaw está con la tuya. Acabo de llegar. Soy Wakon, y te traigo lo mejor de k juventud de mi tribu.
En sus ojos brillaba la alegría. Saltando del caballo, me abrazó como si fuéramos amigos antiguos y queridos.
—Yo soy tu amigo —prosiguió. Déjame ser tu hermano. Dime dónde están nuestras mujeres, para ir a saludarlas.
Yo no tenía la menor idea de dónde estaba la cocina. Por fortuna, apareció en aquel momento Inchu-Inta, que nos llevó a ella. Estaba en el piso bajo, detrás de un gran zaguán abierto. Nos vieron llegar y salieron a nuestro encuentro, «Corazoncito» con los brazos arremangados hasta el codo y cubiertos de masa, y Achta la madre en la misma disposición, sólo que en vez de masa traía los brazos llenos de aceite y manteca. Los cuatro nos echamos a reír. En la imposibilidad de darse la mano, el saludo fue un poco menos cordial de lo que habríamos deseado, y pronto dejamos a las mujeres en su sabrosa ocupación.
Inchu-Inta tomó el caballo y lo llevó al establo. Por mi parte, me consideraba obligado a presentar inmediatamente a mi nuevo amigo y a Tatellah-Satah, y así nos encaminamos a casa de éste. Allí nos dijeron que se encontraba en la biblioteca, en la casa de al lado. Me abstengo de describir la presentación de aquellos dos hombres tan importantes y la interesante conversación que siguió a ella. Diré no más que Tatellah-Satah nos enseñó todas las salas de la biblioteca y las dos casas siguientes, donde estaban el templo y las enormes habitaciones en que se conservaban los secretos objetos de los pasados siglos. No tuvimos tiempo de detenernos mucho en su contemplación; se trataba únicamente de que echásemos una rápida ojeada a las riquezas que allí había y de cuya existencia no se tenía idea fuera de América. En otra obra describiré detalladamente aquellas salas. Una sola cosa quiero decir aquí, y es que en el templo vimos la enorme piel de león plateado a que había aludido el hombre de la medicina de los comanches en la Casa de la Muerte. Aquel león tenía que haber sido mucho mayor que los pumas actuales. La inscripción se conservaba bien. Junto a ella estaba la piel del águila guerrera, de la que había hablado el hombre de la medicina de los kiowas. Nos quedaban aún muchas cosas por ver; pero como no faltaban más que unos minutos para las doce, nos despedimos de Tatellah-Satah. Dos cosas había que me tenían muy preocupado: una de ellas la idea de si vendrían o no Old Surehand y Apanachka, y la otra la inquietud acerca de los preparativos para la comida, que no sabía si respondería a la solemnidad e importancia de la reunión. Por lo que respecta a este último punto, me fiaba enteramente de Inchu-Inta, que estaba más que suficientemente instruido por Tatellah-Satah en lo que había de hacerse en semejantes casos; en cuanto a la materialidad de la comida, esperaba que los talentos culinarios reunidos de mi mujer y de su amiga india nos dejarían en buen lugar. Supliqué a Wakon que me ayudase a recibir a los invitados, del mismo modo que su mujer había ayudado a la mía en la cocina, y él accedió de buena gana.
Nos instalamos en la habitación donde estaban las pipas de paz, y en seguida comenzaron a llegar los invitados. Los últimos en acudir fueron Old Surehand y Apanachka. En cuanto entraron, me buscaron con la vista y, en el momento en que me vieron, habló en ellos todo el cariño que nos habíamos tenido en otros tiempos. Con muestras de la más sincera alegría, se echaron en mis brazos y me estrecharon contra su pecho repetidas veces, diciéndome que querían sentarse a mi lado en la comida. No hay que decir cuán grande era mi satisfacción, porque comprendí que ya tenía ganado el asunto.
Se encendieron las pipas y yo dirigí un saludo breve, pero cordial, a mis huéspedes, al que cada uno de ellos me respondió. Se trataba luego de darles a conocer el objeto de aquella reunión, y ya iba a levantarme para hablar por segunda vez cuando se abrió la puerta y apareció Tatellah-Satah. Al momento se levantaron todos con muestras de gran respeto. Yo encendí en seguida otra pipa y se la di. Él dio las seis chupadas de ritual, me la devolvió y dijo luego lo que sigue, en el tono del que está acostumbrado a mandar:
—Yo soy Tatellah-Satah, y vosotros sois la voz de mi pueblo, a quien quiero por encima de todo. Vosotros vais a hablar y yo oiré. El más noble de todo nuestro pueblo era Winnetou, el jefe de los apaches. Se le quiere dedicar un monumento. ¿Qué significa esto? Que se desea dar forma palpable al pensamiento de Winnetou. Algunos de vosotros creéis que esta forma debe ser de metal o de piedra y que debe colocarse en la cima fría y aislada de esta montaña. Nosotros, por el contrario, pensamos que esa forma no ha de ser una cosa muerta, sino una realidad viva, de carne y de sangre; que cada uno de los que componen la raza roja debe ser una gota de sangre caliente y noble. El Winnetou de los primeros tiene que hacerse a martillazos o fundirse; el nuestro se formará a impulso de nuestros corazones. Toda la raza roja se agrupará para formar un solo Winnetou, que se elevará sobre todo lo que es bajo y mezquino, hasta llegar a las más claras alturas de la vida, constituyendo para nosotros un motivo de orgullo y una alegría para Mánitu, el supremo y el puro.
Volviéndose después hacia Old Surehand y Apanachka, continuó:
—Vosotros y vuestros hijos opináis a favor del Winnetou de piedra. No quiero decir por mí solo si estáis o no en lo cierto. Ahora, lo decidiremos todos y vosotros también. Estáis levantando la estatua de Winnetou junto a la catarata, para que podamos verla y admirarla; pues bien, nosotros vamos a hacer lo mismo con nuestro Winnetou, que os vamos a enseñar, y que no sólo pondremos ante vuestros ojos, sino dentro de vosotros mismos. No sólo lo veréis, sino que lo sentiréis. Luego haréis la comparación entre el nuestro y el vuestro, y cuando la hayáis hecho, veremos por cuál de los dos nos decidimos. ¿Quién está conforme con lo que acabo de decir?
—Howgh! —exclamé yo.
—Howgh! —dijeron, a su vez, todos los presentes, que pensaban de antes como yo.
—Howgh! —dijeron también Old Surehand y Apanachka, en parte convencidos por la elocuencia del anciano, aunque no acababan de entender lo que se proponía, y en parte porque aún estaban seguros de que su proyecto acabaría por triunfar.
Tatellah-Satah reanudó su discurso:
—Venid todos a mi casa en cuanto anochezca, y que vengan también Young Apanachka y Young Surehand, los dos artistas que sólo conocen su Winnetou de piedra, pero no el otro, el Winnetou vivo. Allí aprenderán el verdadero arte, que no consiste en imitar lo terrenal, sino en mostrar en forma terrenal lo celestial. También oirán en mi casa a aquel a quien quieren representar en piedra en lo alto de la montaña, y sabrán lo que desea de ellos. Después que lo hayan oído, les preguntaremos si insisten en hacer de él una representación muerta o una imagen que tenga vida, carne y sangre. Así, pues, os espero a todos. He dicho.
Me hizo una señal de despedida con la mano y salió de la habitación. Tan profunda era la impresión que había causado, que estuvimos un rato sin que nadie pronunciase una palabra. Antes que se rompiera el silencio apareció Inchu-Inta y dijo que la comida estaba dispuesta.
Mi buen «Corazoncito» me dio una doble sorpresa: primero, porque apareció vestida a la india, con un traje de cuero suave como la seda, adornado de perlas y franjas antiquísimas, y después porque el arreglo de la habitación superaba a cuanto yo había podido esperar. Sin que yo me enterase, habían colaborado muchas manos con ella y con Achta, para convertir la habitación en una sala de fiestas india. La comida fue verdaderamente refinada, aunque hubo manjares que habrían hecho llevarse las manos a la cabeza a un cocinero inglés o francés. Pero precisamente los platos que me parecieron más atrevidos fueron los que más gustaron a los jefes, que lo encontraron todo maravilloso. Las viandas desaparecían de encima de la mesa como si se evaporasen y al momento eran sustituidas por otras y éstas por otras, hasta que sucesivamente fueron todos dejando el cuchillo a un lado y declarando que ya no podían más. El indio come mucho; pero todos quedaron satisfechos. Cuando parecía que la comida había terminado salían montones de tortas, rellenas de todas las cosas imaginables. Aquello era obra de la pícara «Corazoncito», a quien no le importa nada que revienten sus invitados con tal de lucirse como cocinera. Así estaban ella y Achta, con aspecto de vencedoras; pero hay que decir que los vencidos éramos nosotros. Todos aquellos dignos jefes estaban inmóviles y saciados, sin fuerzas para hablar siquiera.
La conversación había sido muy animada durante la comida, cosa que no es de extrañar si se tiene en cuenta quiénes eran los comensales. Como ya he dicho, yo estaba entre Old Surehand y Apanachka. Pronto nos contamos unos a otros, a grandes rasgos, lo que nos había ocurrido durante el tiempo que hacía que no nos veíamos. También me preguntaron si había estado en la granja de Old Surehand, y yo les conté cómo me había apoderado de sus caballos y mulos. Después surgió el tema del monumento y ellos trataron por todos los medios posibles de obtener mi adhesión a su proyecto. Yo, naturalmente, no me dejé convencer y, sin discutir con ellos, les hablé de lo que había desenterrado en el Nugget-Tsil, con lo cual, sin que se dieran cuenta, iba preparando el terreno para el resultado de la velada de aquella noche. Old Surehand y Apanachka habían estado hacía poco tiempo en la línea del Pacífico, por la cual tenía que aprovisionarse toda la comarca del Monte Winnetou. También era aquel un negocio en el que esperaban ganar mucho dinero. El transporte de mercancías desde el ferrocarril hasta el Monte Winnetou tenía que hacerse por medio de carros y caballerías, y ya era tiempo de ir organizándolo, pues se acercaba el momento en que iba a llegar la oleada de gente que se esperaba.
Después del banquete, se retiraron todos los invitados a sus tiendas. Sólo quedaron en nuestra casa Wakon y su mujer. Los cuatro habíamos intimado rápidamente. Su hija estaba en la torre de vigía entre las trabajadoras ocupadas por el «Aguilucho». Yo propuse que fuéramos hasta allí, dando un paseo. Achta aceptó en seguida y me dijo que le gustaría llevar con nosotros a Pappermann. Wakon, en cambio, prefirió quedarse en el cuarto de Winnetou, para leer el testamento de éste. Llamamos a Pappermann, y los cuatro nos encaminamos, al través del bosque, a la vivienda del «Aguilucho».
Este se alegró sinceramente al vernos llegar, y nos llevó a la terraza de su casa, donde nos enseñó sus trabajos secretos, de los cuales no quiero decir nada ahora. Al momento comprendí que se trataba de un aeroplano; pero distinto a todos los conocidos hasta el día. Lo único que vi fueron dos alas muy raras y delgadísimas, en construcción, y dos maniquíes, o trajes cerrados, de fuerte y ligero junco. Al lado de ellos había un motor de no mucho peso, pero de bastante potencia, que había traído el indio del Este. Aquel era el paquete que llevaba cuando se reunió con nosotros en Trinidad. Los maniquíes no estaban aún terminados y en aquel momento trabajaban en ellos, muy especialmente Achta la joven, que parecía dispuesta a que quedaran acabados.
Desde allí se divisaba un panorama ideal, que nos retuvo todo el tiempo de que podíamos disponer. Cuando volvimos a casa encontramos a Wakon tan absorto en su lectura, que no nos oyó hasta que estuvimos junto a él.
Dejando el cuaderno que estaba leyendo, se puso en pie y dijo:
—Sí, este es Winnetou. Si leemos esta noche lo escrito por él, se levantará, gigantesco, dentro de nosotros y arrollará a todos los contrarios. Yo ya lo siento en mí, dulce, serio, puro y noble, mirando siempre a lo alto para conseguir la perfección que es posible en este mundo. Va a ser un hermoso movimiento creador el que vamos a sentir todos, y no quiero que mi squaw quede excluida de él. La llevaré a la reunión.
—Yo también quiero ir a ella —dijo «Corazoncito»—. ¿O estará prohibida la asistencia a las mujeres?
—En realidad sí —dije yo—; pero nadie se atreverá a expulsaros. No se trata de una reunión de jefes, pues están invitados Young Surehand y Young Apanachka. Donde éstos puedan entrar podéis también entrar vosotras.
Cuando acababa de decir estas palabras, entró Kolma Puchi y nos dijo que Old Surehand, Apanachka y sus hijos estaban ya en casa de Tatellah-Satah y que, de acuerdo con ellos, venía a buscar a Achta y a «Corazoncito» por si querían asistir al acto. Salimos todos juntos y yo cogí solamente los dos primeros cuadernos que Winnetou dejó escritos para mí.
Cuando llegamos a casa de Tatellah-Satah, ya estaban allí todos los demás invitados. Nos condujeron a la capilla de las pasionarias, donde se celebraba la reunión. Había allí dispuestos muchos asientos de piel. La habitación estaba iluminada por altas velas de cera virgen. Con objeto de que no se cargase el aire con el humo de las velas, estaba abierta la puerta de los escalones, que daba al exterior. Para el lector, que iba a ser yo, había un asiento más elevado, junto al cual ardían varias velas, que me procurarían la luz necesaria. Al entrar nosotros, todos se pusieron en pie y a nadie sorprendió el hecho de que llevásemos a nuestras mujeres. Tatellah-Satah, con un gesto, invitó a todos a sentarse; él quedó en pie y pronunció algunas palabras de saludo y de introducción, en las que explicó el objeto de la reunión aquella y recomendó a los presentes que dirigiesen la vista hacia su interior, para no dejar pasar inadvertida la llegada de aquel a quien se dedicaba la velada. Después comenzó la lectura. Las primeras líneas decían así:
«Yo soy Winnetou y me llaman el jefe de los apaches… Escribo para mi pueblo y escribo también para todos los hombres que hay en la tierra. Mánitu el grande, el magnánimo, extiende sus manos sobre este mi pueblo y sobre todos los que piensan honradamente en él».
Cuando se oyeron estas palabras agitó a los congregados un movimiento profundo, casi me atrevería a decir religioso.
—¡Winnetou! ¡Winnetou! ¡Winnetou! —se oyó musitar a unos y a otros.
Seguí leyendo. Mi inolvidable hermano rojo tenía escribiendo el mismo estilo rico y lapidario que cuando hablaba. Lo que allí decía elevaba y conmovía a la vez. Era el alma del joven Winnetou, el alma de la raza roja, joven en otro tiempo. Se veía el desarrollo de uno y otra; el destino del indio era el de su nación. En el primero de los dos cuadernos que leí describía su niñez; en el otro su adolescencia.
Yo estaba sentado enfrente de la puerta que daba al exterior. En una ocasión en que levanté la vista, vi la figura de un hombre que se acercó a la puerta y que, en vez de entrar, se sentó por fuera al lado de ella, para escuchar lo que yo leía. No pude distinguir su rostro, aunque comprendí por su figura que era joven. El cabello le caía por la espalda. ¿Sería Winnetou que había vuelto del otro mundo para ver cuándo empezaba a hacer efecto su legado?
Los oyentes estaban dominados por la emoción y tenían la vista clavada en mis labios. Frecuentemente se oía un «Uf», contenido o no. La tensión de ánimo era grande y aumentaba cada vez más. El que oía desde fuera no se movía lo más mínimo: permanecía embelesado escuchándome. Estuve leyendo hasta media noche y a aquella hora quise dejarlo; pero todos se mostraron opuestos a ello.
—¡Sigue, sigue! —me decían de todos lados.
Wakon se ofreció a sustituirme en la lectura y yo acepté. Comenzó a leer y siguió leyendo durante unas horas; hasta que comenzó a despuntar el día y pudo verse que el atento oyente, sentado en la parte de fuera de la puerta, no era otro que el «Aguilucho». Entonces me levanté y propuse que diéramos por terminada la reunión para reanudarla por la noche. Todos se levantaron en silencio: les parecía una profanación pronunciar palabra alguna. Tatellah-Satah señaló hacia la parte oriental del horizonte y dijo:
—Mis hermanos pueden ver que fuera comienza el día. Al mismo tiempo comienza en mí y, si tal es la voluntad de Mánitu, también en vosotros, un nuevo día, más joven y más hermoso que todos los que han pasado: el grandioso día de la nación roja, nacido en estas horas dedicadas a nuestro Winnetou. ¿Lo sentís en vuestro interior? ¿Sentís dentro de vosotros el alma de aquel cuyo testamento nos ha reunido aquí, lo que en él nos dice y lo que exige de nosotros? ¿Sentís que crece en vuestros corazones su venerable imagen?
—¡Sí, lo sentimos! —respondió Athabaska.
—¡Sí, lo sentimos! —exclamó Achta, entusiasmada.
Todos los demás asintieron de igual modo, hasta Old Surehand y Apanachka. Sólo sus hijos permanecieron en silencio. Aunque también estaban bajo el influjo del profundo manuscrito, comprendían que su plan sería de tanto más difícil realización cuanto mayor fuera el efecto de aquél, y así contuvieron las palabras que, sin duda, tenían en los labios.
—¿Vendrán mis hermanos aquí esta noche? —preguntó Tatellah-Satah—. Los espero a la misma hora.
—¡Vendremos! —afirmó Athabaska.
—¡Sí, vendremos! —asintió Kolma Puchi, ya enteramente ganada para nuestra causa.
—¡Vendremos, vendremos! —repitieron todos, y entre las voces que esto decían se oyeron también las de los dos jóvenes artistas.
Nos separamos y cada uno se fue a su alojamiento. Cuando llegamos a nuestra casa, me dijo «Corazoncito» antes de retirarnos a descansar:
—¿Querrás creer que siento realmente dentro de mí una nueva concepción espiritual que antes no existía?
—¿No he de creerlo? Pero no hablemos en enigmas. Lo que sientes es el mundo de las ideas de Winnetou, que se ha apoderado de nosotros, querámoslo o no. Buenas noches, «Corazoncito».
—Buenas noches. Me parece que vamos a vencer…