Preparativos de banquete
«Corazoncito» me hizo una señal a hurtadillas, para que no hablase en tono tan enérgico, ya que estaba dirigiéndome a una mujer; pero yo sabía bien lo que hacía y proseguí con la misma entonación:
—Ruego a Kolma Puchi que diga de mi parte a Old Surehand y a Apanachka que mañana los espero a comer aquí, en mi alojamiento, al mediodía. Habrá también otros invitados; pero aún no sé quiénes serán.
Su cara se puso aún más seria de lo que estaba.
—¿Crees que mis hijos vendrán? —preguntó.
—Así lo espero.
—¿Al mediodía?
—Exactamente a las doce del día; ni un minuto después.
—¿Y si no vinieran?
Al decir estas palabras sus ojos estaban clavados en mí, con muestras de gran ansiedad. Yo respondí:
—Lo consideraría como la mayor ofensa de toda mi vida. Se procedería en seguida a medir el campo y hablarían las balas.
—¿Y serías capaz de batirte con los que han sido tan amigos tuyos?
—Un amigo que me ofende es peor que un enemigo. Diles lo que acabas de oír y además que, aunque viejo, soy siempre el mismo. Si no vienen, andaremos a tiros y todo vuestro comité se irá al diablo y elegiremos otro más digno. Winnetou era jefe de los apaches, así es que sólo los apaches han de decidir el modo de honrar su memoria.
—Cuando Old Shatterhand profiere una amenaza es como si la hubiera cumplido. ¿Hablas en serio?
—Completamente en serio. ¿Para qué vivió y murió Winnetou? ¿Para hacer famosos a un pintor y un escultor jóvenes? Además, ¿cómo lo han representado esos dos muchachos sin experiencia? ¿Dónde está su alma? Cualquier cowboy, runner, loafer o tramp puede ser representado en la postura de camorrista que tiene la figura que nos dicen que representa a Winnetou. Anda, «Corazoncito», enséñale nuestro Winnetou, que es tan distinto.
Mi mujer abrió el baúl y sacó las reproducciones fotográficas que había hecho en casa. Cuando me acerqué a ella para coger el que quería utilizar, aprovechó la ocasión para decirme en voz baja:
—Sé bueno y no te pongas así. Está casi llorando sin tener culpa ninguna.
—Tiene más de la que tú crees-respondí en el mismo tono. —No entiende una palabra de arte y adora a sus nietos. Tú déjame hacer a mí.
Ya he dicho que llevaba en mi equipaje varias copias del dibujo de Sascha Schneider que representa a Winnetou dirigiéndose al cielo. Cogí una de ellas y la clavé en la pared con cuatro alfileres. Después encendí la luz, porque se había hecho casi de noche. La fotografía quedó iluminada y la cruz hacia la cual se dirige Winnetou brilló de un modo intenso.
—Ese es nuestro Winnetou —dije— no el vuestro. ¡Míralo bien!
Clavando la vista en la fotografía se acercó a ella, después de un rato volvió hacia atrás y se sentó, sin dejar de mirarla y sin decir palabra. Pero en su rostro se reflejaba una gran alegría; se veía que en su interior había brotado algo hermoso y radiante, que no comprendía ni sabía expresar. Entonces se levantó la cortina de una puerta que había junto a ella y entró quien menos esperábamos: Tatellah-Satah. Me había prometido dejarme en completa libertad y molestarme lo menos posible; pero después del descubrimiento que había hecho yo aquel día, y en vista de lo que le había contado seguramente Inchu-Inta, había sentido necesidad de venir a verme para saber más pormenores. Al entrar vio la fotografía y se quedó parado en la puerta, mirándola cada vez con ojos más asombrados. Después se acercó lentamente a ella y volvió a retroceder, mientras en su rostro se veía la lucha de los pensamientos que agitaban su espíritu. Por fin, con expresión de gran alegría exclamó:
—¡Uf, uf! ¿Ese es Winnetou? ¿El verdadero Winnetou? ¿Nuestro Winnetou?
Yo asentí con un movimiento de cabeza.
—Pero ese no es su cuerpo, sino su alma —prosiguió—, que sube al cielo, y encima de él está la cruz. Es igual a la cruz de pasionarias que plantó en mi casa y en mi corazón. Le faltan las plumas de jefe en la cabeza, lo último terrenal que le ataba. Ya está libre, ya está en salvo. ¡Qué cosa tan hermosa!
Estaba como encantado. Sus labios se movieron un rato como si hablase; pero no percibimos las palabras que pronunciaba. Después de un rato continuó en voz alta:
—Si, es él. ¡Si lo pudiéramos enseñar a nuestros pueblos como lo vemos nosotros aquí! ¡Si pudiéramos erigirle un monumento que lo representase como está aquí, como lo siento yo en este momento… como alma!
—Podemos hacerlo —dije yo entonces.
—¿Se puede en realidad?
—Sí, se puede y lo haremos.
—No es posible.
—¿Por qué?
—¿Cómo se va a representar su alma? ¿En bronce, en mármol o en otra piedra quizá?
—No; y sin embargo estará a mayor altura y se erguirá más grandiosa que la figura de piedra que se quiere levantar en lo alto del monte.
—No te entiendo.
—Ya me comprenderás, y tal vez no más tarde que mañana. Ahora siéntate, porque tengo otras cosas que enseñarte.
Se sentó, y entonces Kolma Puchi, levantándose, rompió el silencio que hasta entonces había guardado, y dirigiéndose a mí dijo:
—Old Shatterhand ha vencido como siempre; pero no ha vencido solo, sino con el auxilio de su amigo y hermano Winnetou.
Al decir estas palabras señalaba a la fotografía. Luego prosiguió:
—Un Winnetou como ese no son capaces de hacerlo ni Young Surehand ni Young Apanachka. Me voy a transmitir tu invitación y espero que vendrán las personas a quienes has invitado. ¿Les enseñarás tu Winnetou?
—Si quieren verlo, sí.
—Adiós. Hasta ahora no he comprendido que hay cuadros que predican con más fuerza de convicción que las palabras.
Dicho esto, salió.
Efectivamente, nunca había comprendido hasta entonces el lenguaje del arte. Para que lo comprendiese le había yo enseñado la fotografía, cuya contemplación había de despertar en su alma una resonancia tan profunda. Ella había conocido personalmente al representado en la fotografía; lo había respetado y querido, y gracias a él su vida, antes tan triste, había cambiado inesperadamente hacia la felicidad. Por eso no era posible que la vista de su retrato dejase de producir efecto en ella. Yo tenía la seguridad de que comunicaría aquella impresión a los suyos, y esperaba confiadamente la confirmación de mis previsiones. Cuando se hubo ido, Tatellah-Satah dijo:
—Vengo para que me cuentes tu exploración de la caverna y para enseñarte después la biblioteca de donde se robó el mapa. Pero, ante todo, vamos a hablar de este retrato. ¿No tienes más que ese? Porque entonces no te diré nada de un deseo que tengo.
—Poseo varios iguales a ese.
—Pues si es así, te ruego que me des uno.
—Toma ese mismo. Es tuyo.
—¡Gracias, gracias! ¿No es una cosa curiosa que Old Shatterhand sea siempre el que da, cada vez que viene a reunirse con sus hermanos rojos? Lo que recibe de ellos es poco, porque son pobres; pero lo que él da son riquezas espirituales, que no hay medio de recompensar materialmente. Cuando digo esto de Old Shatterhand, no me refiero a él exclusivamente, sino a los rostros pálidos en general, que desde ahora no tendrán para nosotros más que buenas acciones. ¿Crees tú que con este retrato podrás vencer a los contrarios?
—No con el retrato de Winnetou, sino con Winnetou mismo. El retrato será solamente la llave que me abrirá los corazones y las inteligencias. Mientras ellos construyen su monumento a Winnetou junto a la catarata, se levanta también el mío; pero infinitamente más grande, más hermoso, más noble de lo que pueda hacerlo ningún artista.
—¿Y lo construyes tú mismo?
—No. Lo que no puede hacer ningún artista, ¿cómo he de pretender hacerlo yo? El escultor es el mismo Winnetou, y su obra, que es perfecta, está en la habitación de al lado. Yo la desenterré en el Nugget-Tsil. Se trata del legado que me hizo: sus manuscritos. Dejemos, pues, que los Surehands y los Apanachkas construyan allá abajo, que nosotros también construimos aquí en el castillo. Ya se verá cuál de las dos obras se acaba antes y vale más. Ahora, te ruego que me permitas dar mañana una comida, a las doce en punto. He invitado por medio de Kolma Puchi a Old Surehand y a Apanachka.
—¡Uf! No vendrán.
—Vendrán. Les he enviado un aviso diciéndoles que si me hacen la ofensa de no aceptar la invitación, haré hablar a las balas.
—Entonces vendrán.
—Voy a invitar a todos tus jefes y también a Athabaska y Algongka, a Wagare-Tey, Avaht-Niah, Schako Matto y otros. A ti no te invito, porque tú debes estar por cima de todos ellos.
—Haz lo que quieras. Ya sabes que eres el amo aquí. Di a Inchu-Inta todo lo que necesitas y él te lo procurará. Pero ¿para qué esa comida?
—Primero, para obligar a venir aquí a Old Surehand y Apanachka, y después, y principalmente, para crear, con todos ellos, lo que llaman los rostros pálidos un círculo de lectura. Vendrán diariamente aquí, tú ocuparás la presidencia, y yo leeré lo que Winnetou escribió y dejó a todos los hombres, rojos, blancos y de otras razas.
—¡Uf, uf! ¡Magnífico, magnífico! —exclamó el anciano.
—En estos papeles está su espíritu, y conforme yo vaya leyendo, se irá viendo su personalidad pura, grande y noble, y en el alma de los oyentes irá formándose la verdadera figura espiritual de nuestro Winnetou. El que la sienta dentro de sí, el que la comprenda, será un adepto que pierda el comité y mister Oki-chin-cha, por otro nombre Antonio Paper. ¿Estás conforme conmigo?
Me alargó la mano y dijo:
—De todo corazón. No conozco literalmente lo que nuestro Winnetou escribió; pero en varias ocasiones me hizo ver en sus pensamientos, y creo que el camino proyectado por ti nos llevará a la paz sin odiosas luchas. Estoy, pues, de acuerdo contigo.
—Entonces toma el retrato. Voy ahora a enseñarte otro.
Quité el retrato de la pared y puse en su lugar una ampliación del de Marah Durimeh. Apenas lo hubo visto cuando se levantó de su asiento y exclamó:
—¿Quién es? ¿Soy yo? ¿Es mi madre, mi hermana o alguno de mis antepasados?
—Es Marah Durimeh, de la cual tengo muchas cosas que contarte.
—¿Esta Marah Durimeh es nuestra Marimeh, la hija de rey?
—Sí; puedes quedarte también con su retrato.
—Pues enróllalo y dámelo.
Así lo hice y cuando lo tuvo en la mano abrió los ojos y dijo:
—Me voy y me llevo los dos retratos, que se han apoderado de mí y de mis pensamientos. Soy su prisionero. Hoy no tengo tiempo de enseñarte la biblioteca; lo haré mañana u otro día. Tú habla con Inchu-Inta de lo que necesitas para la comida.
Se fue dejándonos una singular impresión. Cuando hicimos las fotografías no se nos había pasado por la imaginación la idea de llevarlas al Monte Winnetou, y resultaba que nos estaban prestando allí un gran servicio. Pero «Corazoncito» tenía otras preocupaciones que embargaban su ánimo, y que se referían a la comida del día siguiente. Como la invitación había partido de mí, ella tenía que hacer los honores correspondientes a la señora de la casa. Llamó a Inchu-Inta para tratar con él de la lista de platos, y recibió de éste la afirmación rotunda de que había más provisiones de carne, harina, etc., de las que pudiéramos necesitar. Al oír aquello, «Corazoncito» cobró ánimos y dispuso el menú, compuesto de sopa, gallina, pescado, asado, ensalada, dulces y queso. Ponía sobre todo sus esperanzas en un ragoût de venado y un flan con zumo de fresa. Inchu-Inta oía pensativo lo que ella iba diciendo, y aseguraba que de todo tenía y que todo se haría puntualmente; pero su cara se iba poniendo cada vez más larga. Cuando mi mujer preguntó si había molinillo para la pimienta, el criado respondió que tenía más de veinte. «Corazoncito» estaba radiante.
—¿Oyes lo que dice? ¡Hay de todo, de todo! —dijo con júbilo—. Va a ser una comida que me honre.
—«Corazoncito» mío, ¿por qué no vas a ver todas esas cosas de que dice Inchu-Inta qué dispone? —dije yo.
—Ahora mismo lo voy a hacer-respondió ella. —Pero no te consiento que me acompañes.
—¿Por qué?
—Porque los mirones estropean el asado.
—Pues vete a guisar. Mis buenos deseos te acompañan hasta la cocina.
—Te los agradezco. Pronto volveré.
Salió con paso ligero y detrás de ella Inchu-Inta, el cual antes de marcharse me dirigió una mirada de apuro tan grande, que tuve que hacer esfuerzos para no soltar la carcajada.
Al cabo de una hora, me sirvieron la cena y recibí un recado de mi mujer diciéndome que cenase solo, porque ella aún no había acabado. Pasada otra hora, me envió a Inchu-Inta, con el aviso de que aún tardaría otras dos horas en terminar. Quise hacerle alguna pregunta, pero se fue tan de prisa que no me dio tiempo a ello. Me entretuve en leer los manuscritos, y cuando habían pasado las dos horas oí detrás de mí la voz de mi mujer que me decía desde la puerta:
—Ve a acostarte si estás cansado, porque aún tengo bastante que hacer.
Me volví rápidamente; pero no vi más que la cortina moviéndose todavía; tras ella había desaparecido mi mujer. Esperé otra hora más y luego me fui al dormitorio de Winnetou y me acosté. No sé cuánto tiempo dormí. Cuando desperté, la vi en la puerta que comunicaba mi cuarto con el de la hermana de Winnetou, que ella ocupaba. Yo carraspeé y entonces ella me preguntó:
—¿Estás despierto?
—Sí, acabo de despertarme en este momento —respondí—. ¿Qué hora es?
—Las tres van a dar.
—¿Y hasta ahora has estado en la cocina?
—Sí; pero no es la cocina lo que me ha entretenido, sino una cosa que te enseñaré cuando sea de día. Aquí todo es colosal…
—¿Qué tal va esa sopa?
—No hay tal sopa.
—¿Y el ragoût de venado?
—Tampoco.
—¿Y el flan con zumo de fresa?
—¿Te estás burlando de mí?
—¿Y los veinte molinillos de pimienta?
—Haz el favor de callarte y no seas burlón. Eres un hombre antipático, con el que hay que tener mucho cuidado. ¿Es esa la recompensa de lo que me afano por hacer que tu comida sea una cosa excepcional? Fíjate qué cuadro: nueve indias y cuatro indios en la enorme habitación abovedada que aquí llaman cocina. ¡Lo que nos hemos movido, lo que hemos tenido que trabajar! ¡Y lo que falta todavía hasta la hora de la comida! Va a ser grandiosa. Hasta estoy haciendo tortas, en vista de que tengo todo lo necesario para ello. Ahora buenas noches, que voy a acostarme.
—¿Por cuánto tiempo?
—Sólo dos horas, hasta las cinco. Luego tengo que volver al trabajo. Mis trece ayudantes están citados ya.
—¡Pobre «Corazoncito»!
—No me compadezcas, porque me siento feliz al guisar para tantos y tan famosos jefes indios. Nunca lo habría pensado. Vaya, buenas noches.
Se retiró a su cuarto y yo me dormí de nuevo. Cuando desperté, estaba ya la mañana muy avanzada. Sobre mi cama encontré un papelito escrito por mi mujer, con estas líneas:
Desde las 5 estoy en pie. Todo va admirablemente. Puedes dormir hasta las 11 y media, hora en que vendré a despertarte. Ya he preparado el comedor. Si te levantas, ve a echar una mirada por si falta algo. Como no hablamos nada definitivo sobre los convidados, he invitado en tu nombre a todos los que se llaman jefes. ¿He hecho bien? Comida hay de sobra. Hasta vamos a tener té chino, hecho con hojas de fresa tostadas, y ensalada de lechuga silvestre.
Tu «Corazoncito».
¡Aquella era mi Clara! Siempre me quita todas las preocupaciones que puede. Quiere que no haga más que comer, beber y dormir, para que viva todo lo posible. Me levanté al momento y llamé a Inchu-Inta, quien me dijo que había dos blancos esperándome hacía una hora.
—¿Dos blancos? —dije yo—. Pero ¿no estaba prohibido a los blancos venir aquí?
—Son amigos de Oki-chin-cha, que les ha dado permiso.
—¡Ah! ¿Y han dado su nombre?
—Sí. Son dos hermanos y se llaman Enters.
—Los conozco. ¿Dónde están?
—Abajo, en el patio. ¿Quieres que te los traiga?
—No. Yo bajaré. ¿Dónde está mi mujer?
—Está aún en la cocina, mandando como una reina. Está radiante como el sol y trabaja como la mujer más pobre de un indio coyote. Esta mañana ha venido una auxiliar, que le ha dado mucha alegría.
—¿Quién es?
—Achta, la incomparable mujer de Wakon, el famoso hombre de la medicina de los siux, que, enterada de que la squaw de Old Shatterhand estaba preparando la comida de hoy, ha subido para ayudarle. Ahora habrá dos mujeres, una europea y la otra india, que cuidarán de que se sirva debidamente a los jefes. Pero mira quién viene por ahí.