Capítulo 2

Kolma Puchi

—¡Old Shatterhand! —exclamó el anciano—. ¡Old Shatterhand, de quien estaba hablando!

—¡Old Shatterhand! ¿Es él? ¿Es él? —se oyó decir por todas partes.

—¡Sí; es él! —contestó Tatellah-Satah—. ¡Un agujero en el suelo! ¿Adónde va a dar? ¿De dónde vienes tú?

Estas últimas palabras iban dirigidas a mí. Yo me acerqué a él, saqué el mapa que había quitado al hombre de la medicina de los comanches, lo desplegué y se lo di, diciéndole:

—Aquí verás de dónde vengo.

Él miró el título y el número y exclamó al punto:

—Esto es de la biblioteca secreta. El mapa importantísimo que robaron a mis antepasados. ¡Cuánto se ha buscado al ladrón hasta ahora, en vano! Se sospechaba del hombre de la medicina que tenían entonces los comanches, y que estuvo aquí varias semanas, estudiando en la biblioteca. ¡Y ahora me lo devuelve Old Shatterhand! ¡Qué milagro, qué milagro tan grande! ¿Y quién te lo ha dado?

—Uno de los descendientes del ladrón. Ahora lo verás.

A una llamada mía, acudieron Inchu-Inta y el indio que llevaba la antorcha, cada cual con su prisionero. Los jefes de los apaches reconocieron inmediatamente a los dos hombres de la medicina y comenzaron a lanzar exclamaciones de asombro; pero yo los atajé y les dije aparte:

—¡Silencio! Que no sepan dónde se encuentran. Ya os lo contaré todo. ¿Hay en el castillo algún sitio donde se pueda tener a estos prisioneros de modo que no se escapen ni los vea nadie?

—Tenemos prisiones muy seguras —respondió Tatellah-Satah.

—Pues entonces que los lleve a ellas Inchu-Inta, y que vuelva, porque tengo necesidad de él.

Tatellah-Satah dio en voz baja las instrucciones necesarias al gigante y éste se alejó con el otro indio y los prisioneros. Al abrir la puerta, se nos presentó «Corazoncito», que había salido sin ser vista y que, al verme, se apresuró a volver a la capilla. Puede comprenderse que el asombro de los jefes aumentó aún más.

Les conté la parte de mi aventura que me pareció conveniente, pues no quería que estuviesen enterados de la totalidad de mis planes. Cuando terminaba mi relación llegó Inchu-Inta, con la noticia de que los prisioneros estaban ya encerrados, y de que Pappermann con su gente había llegado al castillo desde la catarata. Le dije que tenía que acompañarme otra vez a la caverna y que buscase dos antorchas. «Corazoncito» me preguntó si podía acompañarme, y al responderle negativamente, Tatellah-Satah me rogó que la dejase en su compañía, pues esperaba la visita de Kolma Puchi y sería para él un placer poner en relación a las dos mujeres. Di, naturalmente, mi asentimiento, y, cuando Inchu-Inta volvió con las dos antorchas, bajamos él y yo otra vez al subterráneo. Hay que decir que los doce jefes apaches habían llegado al campamento en nuestra ausencia y habían plantado sus tiendas en la ciudad alta. Pertenecían a todas las tribus apaches y Tatellah-Satah tenía plena confianza en ellos.

Yo tenía motivos especiales para visitar de nuevo la caverna. Recuérdese que la galería ancha, que comenzaba en la entrada del Valle de la Caverna, terminaba en la Catarata del Velo y que, en el punto en que habíamos arrancado las falsas estalagmitas, partía de ella otra galería estrecha, que iba a dar a la capilla de las pasionarias. Pero de ésta salía una tercera galería, más estrecha aún y también disimulada con estalagmitas, por delante de la cual habíamos pasado sin que mis acompañantes lo notasen; al punto de donde arrancaba esta última era donde nos encaminábamos. No había querido que me acompañase nadie más que Inchu-Inta, por ser el hombre de confianza de Tatellah-Satah, pues el descubrimiento que me proponía hacer era cosa que quería conservar secreta.

Comparando los diversos puntos del interior de la cueva con los lugares correspondientes del exterior, resultaba lo siguiente: la galería ancha iba a terminar en el Valle de la Montaña, detrás de la Catarata del Velo. La galería estrecha iba a dar a la parte alta del castillo. La ramificación de esta última, situada entre las dos, que yo iba a explorar, debía de salir al exterior entre la catarata y el castillo; y yo presumía que iba a dar al Púlpito del Diablo, o, como se le llamaba allí, el «Oído del Diablo», por el cual habíamos pasado cuando Tatellah-Satah nos llevó a ver la Catarata del Velo. Todo hacía pensar que aquel sitio estaba en comunicación con la cueva. Como yo deseaba averiguar la relación que podía haber habido entre ésta y aquél, era natural que procurase hacerlo del modo más secreto posible y que no quisiese más compañía que la de una persona de toda confianza como el fiel Inchu-Inta.

Cuando llegamos al punto en donde yo suponía que se bifurcaba la galería estrecha, apartamos las falsas estalagmitas que fue necesario para abrirnos paso, y quedó pronto al descubierto la galería, que iba cuesta arriba. Antes de internarnos en ella, descansamos un momento del violento trabajo que habíamos tenido que realizar, y cuando estábamos en silencio oímos un rumor especial que parecía provenir del sitio en que se separaba la galería ancha de la estrecha en que nos encontrábamos. ¿Qué sería aquello? ¿Habría allí alguna persona? Nuestra seguridad exigía que lo averiguásemos en seguida. Cogimos las antorchas y nos dirigimos hacia allá. Cuando llegamos a la bifurcación, vimos que el ruido procedía del lento desmoronamiento del techo, y que la hendidura que había observado yo al encontrarme la primera vez allí se había hecho más ancha. Era evidente que algo se deshacía por cima de aquel punto, y que el que pasase por allí debería ir con mucho cuidado. No hice caso mayor del fenómeno, cuya causa no sospechaba ni remotamente.

Volvimos al lugar en que se dividía la galería estrecha y seguimos la rama que habíamos descubierto. Inchu-Inta estaba asombrado.

—Parece enteramente que eres Winnetou —me— dijo. —Todo lo oyes, todo lo ves, todo lo encuentras. En cambio, nosotros, que vivimos aquí, no oímos, ni vemos, ni encontramos nada. Tú eres como él era, y él era como tú eres.

La nueva galería tenía también ensanchamientos como la otra; pero la pendiente hacia arriba era mucho mayor. De igual modo que en aquélla había escalones tallados en la roca; pero no terminaba en una puerta, ni en un muro, ni en una losa, sino en un enorme entrecruzamiento de raíces y raicillas, que brotaban del suelo, formado de tierra en aquel punto. Sacamos nuestros cuchillos y comenzamos a cortar, avanzando paso a paso. Al cabo de un rato habíamos cortado todas las raíces y nos encontrábamos con un espeso matorral, por entre cuyo ramaje se filtraba difusamente la luz del día.

Apagamos las antorchas y vimos que el matorral, con otros varios, salía de un montón de piedras y tierra, evidentemente puesto allí para ocultar la entrada a la cueva. Atravesamos por entre ellos con cuidado, para no herirnos, y nos encontramos, como yo había presumido, en el Oído del Diablo de la izquierda. El de la derecha se encontraba al otro lado del camino.

—¡Uf, uf! —exclamó Inchu-Inta—. ¡Esto es un milagro!

—No hay nada de milagroso en el hecho de volver a descubrir una cosa tan antigua como ésta —respondí—. Nos encontramos en el Púlpito del Diablo.

—Cuyo secreto nadie puede penetrar —añadió él.

—¿De veras que no?

—¡Y tan de veras! Ni siquiera Winnetou lo logró.

—Pues tal vez seas tú mismo el que lo haga.

—¿Yo? —preguntó con asombro.

—Sí, tú.

—¡Imposible!

—Nada de eso, sino muy posible. ¿Me prometes no decir nada de esto a nadie, ni a Tatellah-Satah, basta que yo disponga?

—Lo prometo —respondió lleno de curiosidad.

—Bien. Pues subamos ante todo al Oído del Diablo para ver en qué situación está.

Así lo hicimos y nos encontramos con una disposición análoga a la del otro Púlpito del Diablo que yo conocía. También aquí había dos púlpitos, y al otro lado del camino otros dos, en idéntica colocación. Para un observador superficial había dos elipses con sus focos, una a cada lado del camino; pero el hombre perspicaz veía al momento que se trataba de una doble elipse con cuatro focos, dos a cada lado del camino, que, utilizados convenientemente podían dar lugar a diversos fenómenos acústicos, cuyos efectos tenían que parecer milagrosos a los no iniciados.

Pronto atrajo mi mirada un cambio que se había operado en la proximidad de aquel punto desde que yo había pasado por allí. La estatua de Winnetou había avanzado en unas proporciones que sólo podían comprenderse viendo el gran número de carros ocupados en traer las piezas ya talladas y la enorme cantidad de obreros ocupados en colocarlas en su sitio y en fijarlas con grapas y pernos de hierro. La figura estaba ya completa hasta la cintura; la roca artificial en que había de apoyarse estaba comenzada y el andamiaje en que trabajaban los obreros había subido en forma que permitía adivinar el tamaño colosal que tendría la estatua.

Cuando Inchu-Inta vio que me fijaba en la obra, dijo:

—Trabajan de un modo febril. Como cada día que pasa ven con más claridad que no todos aprueban su proyecto, quieren acabar a toda prisa la estatua con objeto de impresionar a los miles de invitados que se esperan. Cuando antes fui a buscar las antorchas oí decir que estaban resueltos a trabajar noche y día, porque se ha sabido que tú también eres opuesto a ella. Creen que te podrían echar a un lado fácilmente.

—Sí, sobre todo Mr. Okih-chincha, que responde también al nombre de Antonio Paper, ¿no? ¡Qué lo intenten, que lo intenten! Pero volvamos a lo que nos interesa ahora. Aquí tenemos dos púlpitos y allá otros dos. Nos encontramos en el primero de esta parte. Vé tú al primero del otro lado del camino y di diez números en voz natural. Desde aquí no te puedo oír; pero ya verás cómo repito los mismos números que tú.

—Pero ¿es que los oiré yo desde allí cuando tú los digas? —me preguntó.

—Sí.

—¡No es posible!

—Ya lo verás. Ahora vete; pero a nadie digas adónde te diriges ni lo que vas a hacer.

Se separó de mí con cara de incredulidad y yo lo seguí con la vista, sin dejarme ver de los obreros y carreteros que pasaban por el camino y que tampoco hicieron caso alguno de él. Cuando vi que subía al púlpito puede el lector imaginar la ansiedad que me dominaba. ¿Resultaría bien el experimento? Por fin oí los diez números, que eran los diez primeros pares. Esperé un momento y luego los repetí tan despacio y tan claramente como él los había dicho.

—¡Uf, uf! —oí decir con tono de sorpresa—. ¿Eres tú realmente?

—Sí, yo soy —respondí.

—¿Y me has oído?

—Lo mismo que tú a mí. Ahora vete al otro púlpito y dime algo desde allí.

—¿Qué he de decirte?

—Lo que quieras. Hazme una pregunta y yo te responderé. —Bien. Ahora voy.

También yo me fui al otro púlpito. Alrededor de él no había matorrales, así es que me fue muy fácil subir. Pronto oí el ruido que hacía mi criado al subir, y a poco llegó hasta mí esta pregunta:

—¿Estás ahí? ¿Me oyes?

—Sí; te oigo —respondí, sin decirle que yo también había cambiado de sitio.

—¿Quieres que cuente otra vez?

—Sí; pero di otros números distintos.

Dijo los números impares desde treinta y uno a cuarenta y nueve y yo los fui repitiendo. Luego le mandé que se fuese al primero de los púlpitos y dijese desde allí otros diez números. Yo me quedé donde estaba; pero no oí nada. Ya sabía lo que tenía que saber. Se trataba efectivamente de una doble elipse, y se podía oír o no y ser o no oído según el sitio que se eligiese. Bajé del púlpito y atravesé el camino. Inchu-Inta me vio y vino a mi encuentro.

—Esta última vez no me has respondido —dijo—. ¿O será que no te he oído? ¡Qué milagro! ¡Uf, uf! A una distancia tan grande no se puede oír a un hombre que hable en tono natural, y sin embargo yo te he oído perfectamente. ¿Cómo se puede explicar eso?

—Piensa sobre ello y tú mismo descubrirás el secreto.

—No te burles. ¿Para qué voy a tomarme el trabajo de adivinar lo que tú ya sabes? Porque, si no lo hubieras sabido, no me hubieses indicado el sitio adonde tenía que ir. ¿Me revelarás el secreto?

—Si Tatellah-Satah lo consiente, sí.

—Pero ahora no he de decirle nada, ¿verdad?

—Ni a él ni a nadie: Si lo hicieras podrías dar lugar a una gran desgracia. Vamos ya al castillo, que va a ponerse el sol.

El cielo estaba velado, en toda la parte que se veía desde el valle, por doradas nubecillas transparentes.

Por el lado de Poniente se veía una vibración diamantina, que se reflejaba en el grandioso espejo de la catarata. Pero la enorme estatua que estaban levantando hacía casi imposible gozar de espectáculo tan soberbio. Nos encontrábamos en una revuelta del camino desde la cual, viniendo de la ciudad alta, se veía la catarata por primera vez. Mi acompañante y yo nos habíamos quedado parados para disfrutar de su vista; pero aquella fatal figura, pesada, enorme, aplastante, hacía un efecto terrible puesta enfrente de la delicada y sutil caída de agua. El andamiaje hacía materialmente daño a la vista, sobre todo porque, al parecer, lo habían levantado sin hacer uso de la plomada, y había un pie derecho que no estaba a plomo. Cuando hice esta observación, me pareció que no tenía trascendencia alguna; pero en los acontecimientos que se suceden en este mundo no hay nada que realmente carezca de importancia. Pronto iba a convencerme de ello, aplicado a aquel caso.

Nos encaminamos hacia el castillo, y durante todo el tiempo Inchu-Inta no pronunció una palabra. Lo que acabábamos de hacer tenía embargado su pensamiento. Una vez llegados al término de nuestra jornada, nos separamos: él fue a casa de Tatellah-Satah y yo a nuestro alojamiento, donde me encontré a «Corazoncito» con Kolma Puchi. Estaban sentadas, con las manos cogidas. Cuando entré se levantaron y vinieron hacia mí. Sus rostros tenían la expresión de una emoción profunda. El nombre de Kolma Puchi en dialecto moqui significa «Ojos oscuros» u «Ojos negros». Por el brillo de los suyos, que conservaban el que tenían en otros tiempos, la reconocí en seguida, aunque estaba muy cambiada. Era de bastante más edad que yo. Su cuerpo, tan erguido antes, se había encorvado; su cabello, de un gris brillante, formaba dos delgadas trenzas arrolladas en lo alto de la cabeza; tenía la cara llena completamente de arrugas y, a pesar de todo, era aún bella, con esa belleza interior de la vejez, que suele ser el producto de muchos sufrimientos y muchas reflexiones. Ya no iba vestida de hombre, como la había visto la última vez. Estuvo un momento mirándome fijamente y luego dijo, cambiando en una sonrisa la seriedad de su rostro:

—Sí, es él. Está lo mismo que antes, a pesar de los muchos años que han pasado. ¿Puedo saludar a Old Shatterhand?

Hizo esta pregunta sin tenderme la mano. Yo respondí:

—¿Qué motivo hay para que no lo hagas?

—La enemistad.

—¿Qué enemistad? No sé de ninguna.

—Tampoco yo sabía en qué consistía; pero hoy me lo han dicho. Old Shatterhand es contrario a nosotros en lo que se refiere al monumento.

—Contrario tal vez; pero nunca enemigo. Desde que conozco a Kolma Puchi la he respetado, querido y admirado, y conservaré mi amistad por ella mientras viva. Le ruego que me dé su mano, tan osada y valiente y al mismo tiempo tan suave y tan noble.

Y le tendí yo la mía.

Su rostro se iluminó al oír esto como un sol que me enviara sus rayos desde cada una de sus arrugas. Nos dimos la mano y yo la estreché contra mi pecho y la besé en aquellos ojos, tan bondadosos y tan tristes en otro tiempo. Nos sentamos juntos y se continuó la conversación interrumpida por mi llegada. En ella vi que Kolma Puchi en las últimas décadas había aprendido muchas cosas. Lo mismo que sus nietos, Young Surehand y Young Apanachka, había adquirido cultura; pero no había podido elevarse sobre las ideas y las concepciones de aquéllos. Estaba entusiasmada con la apoteosis proyectada y puramente exterior de Winnetou, y había creído firmemente que «Corazoncito» y yo íbamos a compartir su entusiasmo. Como antes de nuestra llegada había ya divergencias de opinión, había pensado que nosotros lograríamos resolver el conflicto. En los últimos días había estado ausente, y a su regreso, con Old Surehand y Apanachka, supo que habíamos llegado, que nos habían tratado con poca cortesía y que, en cambio, Tatellah-Satah nos había hecho el honor de salir a buscarnos y llevarnos al castillo como huéspedes suyos. Aquello había agrandado la separación entre la alta ciudad y la baja. En ésta se temía que Old Shatterhand, a quien se había querido dar de lado, era el que iba a decir la última palabra en la cuestión del monumento y, en vista de esto, Old Surehand y Apanachka habían declarado que estaban resueltos a no ir a visitarme a mi alojamiento. Pero Kolma Puchi no había tenido corazón para proceder con tanta rigidez, y había pedido permiso al Guardián de la Gran Medicina para visitarnos, cosa a la que él accedió de buen grado. Durante mi ausencia, las dos mujeres habían estado varias horas juntas y habían intimado mucho en tan poco tiempo. «Corazoncito» había respondido, por lo visto, a todo lo que la india esperaba de ella. Recuérdese que la carta escrita a nosotros por Kolma Puchi terminaba con estas palabras: «Ven, pues, y tráeme tu amor a la humanidad, tu bondad de corazón… y tu creencia en el grande y justo Mánitu, a quien quisiera sentir como tú lo sientes, querida hermana mía». Aquel amor, aquella bondad y aquella creencia habían llegado ya. Lo que yo hubiera debido decir como hombre en tono áspero, lo había dicho «Corazoncito» con amable persuasión. Cuando llegué ya estaba Kolma Puchi muy inclinada a nuestro modo de pensar, y me bastaron pocas palabras para hacerle ver de un modo claro mis ideas y mis propósitos. Como me dijera que bajase a ver a Old Surehand y a Apanachka, respondí:

—No puedo hacerlo. Soy huésped de Tatellah-Satah y no debo ir a visitar a las personas que no quieren trato con él.

—¿Lo dices de veras? —preguntó con voz en que se advertía la preocupación.

—Y tan de veras —corroboré—. Con arreglo a las leyes de los hombres rojos la casa del que me ha invitado es mi casa, y el que lo desprecia me desprecia también a mí.

—Perdona. No hables de un desprecio que no existe. Nadie se atreve a despreciarte.

—¿Cómo que no? Fui invitado a venir al Monte Winnetou y aquí estoy. Había el deber de recibirme, de saludarme, de darme la bienvenida. ¿Quién lo ha hecho? Nadie. Me dijisteis que viniera a reunirme con vosotros, y ahora voy a darte mi respuesta.