La cruz de pasionarias
Terminó el episodio anterior cuando, en unión de Inchu-Inta y de Pappermann, dominé y até al kiowa y al comanche, y les arrebaté el mapa robado a Tatellah-Satah. Referí también la sorpresa que a ambos les produjo el oírnos preguntar por los hermanos Enters, aunque supieron muy bien ocultarla.
Había llegado en esto la hora de comer, y «Corazoncito», mi mujer, nos preparó las viandas que traíamos, después que hubimos desensillado los caballos. Yo tenía más interés en el mapa que en comer, y me puse a estudiarlo minuciosamente, consultando de cuando en cuando con Inchu-Inta, que, según me había dicho, conocía muy bien la caverna. Había una contradicción entre él y el mapa, pues en éste figuraba una sola entrada por el lado del valle, que era aquella ante la cual nos encontrábamos, y tres por la parte de la montaña, dos estrechas y una ancha; esta última, que iba a dar detrás de la Catarata del Velo, era la terminación del camino que se podía recorrer a caballo y del cual se separaban otros dos, que al principio iban juntos y luego se dividían. Uno de ellos iba a salir al castillo; pero no se podía determinar con exactitud en qué punto, porque el mapa era de escala muy reducida. El otro no iba tan alto y tenía su salida por el valle interior, al parecer, cerca de la gigantesca estatua de Winnetou o de uno de los Púlpitos del Diablo.
Pero Inchu-Inta no conocía ninguna de estas tres entradas. Sabía, sí, que en tiempos antiguos la cueva tenía varias bocas; pero estaba en la creencia de que las habían cegado todas menos la que teníamos delante, no sabía por qué motivo. Afirmaba que el camino interior era siempre ancho y cómodo y que llevaba hacia la parte alta de la montaña, hasta que, de pronto, se estrechaba para ir a terminar en un grupo de estalactitas, que estaba cerca de la Catarata del Velo.
¿Quién tenía razón, Inchu-Inta o el mapa? Yo me incliné a favor de éste y decidí confiarme a sus indicaciones, por lo menos en lo relativo a las salidas de la parte superior de la cueva. Pero como, por otro lado, hasta entonces había tenido motivos para fiarme enteramente de los conocimientos topográficos de nuestro criado, resolví llevar los caballos con nosotros. Nuestro plan primitivo era volver a salir por el mismo sitio por donde íbamos a entrar; pero si había una salida tan cómoda y fácil, mejor era utilizarla y nos encontraríamos así en las cercanías de nuestro alojamiento. Inchu-Inta insistió en su idea de que si llevábamos los caballos, tendríamos que desandar todo el camino; pero yo, pensando que a ninguna persona razonable se le podía haber ocurrido cerrar por completo las tres salidas y que sólo estarían disimuladas, me mantuve firme en mi propósito, confiando en mi seguro instinto.
Inmediatamente después de comer, nos preparamos para entrar en la caverna. Nosotros llevábamos antorchas y linternas, y al abrir el equipaje de los prisioneros vimos que también iban ellos bien provistos de unas y otras. Para preservarnos del frío y de la humedad, teníamos grandes mantas indias, delgadas e impermeables, en las cuales podíamos envolvernos como en capas. Ensillamos de nuevo los caballos, atamos a los prisioneros en los suyos, encendimos unas antorchas y comenzamos nuestra cabalgada subterránea, de la cual me prometía, sin saber por qué, tan buenos resultados.
Necesitaría mucho espacio para describir, aunque sólo fuese a la ligera, el interior de aquella maravillosa gruta. En otra obra hablaré detenidamente de ella por haber sido teatro de acontecimientos sobre los cuales he de callar por ahora. Nuestro orden de marcha era el siguiente: delante iba Inchu-Inta con un winnetou que llevaba una antorcha; detrás «Corazoncito» y yo; luego los dos prisioneros, y cerraban la marcha Pappermann y los restantes winnetous, de los cuales uno era portador de otra antorcha. Cuando era preciso, encendíamos además alguna linterna.
El camino iba constantemente cuesta arriba, y a veces con bastante pendiente. La caverna tenía, aun en sus sitios de menor altura, elevación suficiente para permitirnos ir a caballo sin inclinarnos. El aspecto de los parajes subterráneos que recorríamos iba cambiando constantemente, y el efecto que producía en nosotros era de continua sorpresa, que, en ocasiones, nos hacía prorrumpir en exclamaciones de asombro. Atravesábamos por entre una incomparable riqueza de estalactitas de fluorita, de aragonita, de calcita, a cuyo encuentro subían no menos ricas estalagmitas, que con aquéllas formaban toda clase de figuras tan extraordinarias, que apenas se podía creer que fueran cosa de este mundo. Por desgracia, no teníamos tiempo que dedicar a su contemplación detenida, pues nos urgía llegar al punto en que se había de ver si podíamos o no seguir adelante. Así, pues, continuamos nuestra marcha sin detenernos, al través de túneles, pasadizos, salas pequeñas y enormes, pórticos, columnatas, miradores; pasamos junto a abismos en cuyo fondo se oían mugir las aguas; cruzamos arroyos que brotaban por entre la peña; llegamos a sitios en que parecía como si lloviese, y vimos cascadas y surtidores que procedían de puntos invisibles para nosotros. Pero no nos paramos a admirar ninguna de aquellas bellezas y seguimos adelante, siempre adelante, hasta que se acabó el camino ancho, que de pronto quedó convertido en un pasillo tan estrecho e incómodo que sólo a pie se podía seguir.
—Ya ves como yo tenía razón —dijo Inchu-Inta—. Aquí acaba el camino para ir a caballo. No existe salida alguna por la parte de la Catarata del Velo.
Los hechos parecían confirmar Io que decía. Nos encontrábamos en una amplia galería que, al llegar a un grupo de estalactitas y estalagmitas, torcía hacia la derecha, estrechándose hasta formar un pasadizo de muy reducidas proporciones. En el mapa, sin embargo, no daba aquella vuelta, sino que seguía derecho, después de la ramificación que formaba el estrecho pasillo. Aquel era el punto decisivo. Allí se iba a demostrar si yo podía confiar o no en mi instinto. Comencé a reconocer el grupo de estalactitas y estalagmitas y pronto vi que no hacía falta gran discernimiento para comprender la verdad.
El encuentro de las estalactitas, que van de arriba abajo, con las estalagmitas, que van de abajo arriba, es el que forma todas las figuras caprichosas que se ven en cavernas como aquella. Pero la estructura de unas y otras no era la misma, y yo al momento vi que las estalactitas eran auténticas, pero que las estalagmitas no eran más que estalactitas invertidas, colocadas allí por la mano del hombre. ¿Con qué objeto? Muy sencillo para ocultar, como yo había presumido, la continuación de la galería ancha.
Sacudí la primera de aquellas falsas estalagmitas y vi que cedía. La arranqué y, ayudado por mis compañeros, hice lo mismo con otras varias, de modo que, al poco rato, logramos abrir un camino que podía dar paso a un hombre; y acompañado de Pappermann y uno de los winnetous, que llevaba una antorcha, me adelanté por él, encargando a los demás que nos esperasen donde estaban y arrancasen todas las estalagmitas que pudieran.
Nosotros tres, llevando otra antorcha de reserva, seguimos adelante. El suelo se elevaba con mayor pendiente que hasta entonces y pronto comenzamos a oír un ruido, que fue creciendo hasta convertirse en estruendo ensordecedor, semejante al de las cataratas del Niágara, y que nos impedía oír nuestras propias palabras. Llegamos a un punto en que la pared de nuestra derecha desaparecía en el abismo, y comenzamos a percibir una claridad que venía de arriba semejante a la que da una claraboya provista de cristal esmerilado. De pronto, en una revuelta de la galería se nos apareció a alguna distancia delante de nosotros la Catarata del Velo, que se precipitaba en lo profundo para formar el riachuelo que habíamos seguido en nuestra marcha hacia la caverna. Hacía un viento tan fuerte, que teníamos que sujetarnos los sombreros. La galería parecía una de esas carreteras suizas talladas en la roca. Por un lado, la pared de piedra y por el otro el abismo en que se precipitaba la catarata. No había ninguna barandilla que protegiera el camino; pero éste era tan ancho que por él podían ir cuatro caballos de frente. Atravesamos por delante de la catarata en toda su anchura y la galería volvió a oscurecerse, desapareciendo la luz de arriba que recibíamos; su pendiente se acentuó aún más y, después de describir un arco, llegamos a un punto en que volvió a oírse el ruido de la catarata, que fue en aumento, hasta hacerse otra vez ensordecedor, y de nuevo percibimos la claridad del día; pero ya no por arriba, sino por delante. Seguimos avanzando, y al cabo de poco rato nos encontramos entre las aguas de la catarata y el muro de roca por el cual se precipitaban. Nos encontrábamos exactamente en la misma situación que el visitante de las cataratas del Niágara que se hace conducir bajo la cortina de agua que forman, para luego jactarse de lo que ha visto. Bastaba seguir por debajo de la catarata y atravesar un grupo de matorrales que había al terminar ésta, para encontrarse en tierra firme.
Ya sabía cuanto tenía que saber, y así volvimos sobre nuestros pasos al lugar donde nos esperaban los otros. Todavía no habían terminado su trabajo y, en vista de que aún tardarían bastante en quitar de allí todas las pesadas estalagmitas, decidí aprovechar aquel tiempo para hacer otra expedición con objeto de ver adónde llevaba la galería estrecha. En ella me acompañaron Inchu-Inta, un portador de antorcha y «Corazoncito», que se empeñó en ir con nosotros y a cuyos deseos accedí, a pesar de que más nos había de servir de estorbo que de ayuda.
Calculé que estábamos exactamente debajo del lugar en que comenzaba a levantarse la estatua de Winnetou. Desde allí no había mucho hasta el punto en que, según el mapa, la galería estrecha se dividía en otras dos aún más angostas. Cuando llegamos a aquel lugar, vi en seguida que a uno de los lados había estalactitas invertidas en lugar de estalagmitas, es decir, que habían ocultado una de las ramas de la galería. Inchu-Inta, que iba delante, no notó nada, ni yo tampoco quise decirle una palabra, pues la galería tapada era la que conducía al Púlpito del Diablo y yo no quería que nadie supiese su existencia más que yo. La que seguíamos era la que iba a dar al castillo, y yo tenía deseos de recorrerla en su totalidad. Seguimos, pues, por ella hasta que llegamos a un punto en que parecía terminar.
—Aquí acaba —dijo Inchu-Inta, deteniéndose.
—¿Y no continúa? —pregunté yo.
—No. Lo mismo que la otra.
—Eso es; lo mismo que la otra. Si quitamos las estalagmitas que la ocultan veremos cómo se prolonga. ¡Manos a la obra!
Como aquéllas no eran tan pesadas, entre Inchu-Inta y yo quitamos las suficientes para darnos paso, y continuamos adelante. Desde aquel momento cesamos de ver formaciones de estalactitas y nos encontramos en una sucesión de ensanchamientos, cada uno más alto que el anterior, seguidos de una estrecha galería artificial, con escaleras de cuando en cuando, que atravesaba por entre las grietas de la roca. En ella el aire era muy seco y limpio. Yo no había mirado el reloj ni contado los pasos ni los escalones; pero cuando calculé que llevaríamos un cuarto de hora subiendo, al intentar transponer una escalera nos la encontramos cerrada por el techo de la galería. Estábamos en un callejón al parecer sin salida.
Encima del último escalón había una losa de piedra, como de tres palmos en cuadro. Intenté levantarla, pero no lo conseguí. Tenía dos hendiduras, practicadas evidentemente para ayudar a levantarla. Introduje en una de ellas el mango de mi cuchillo y procuré hacer palanca en todos sentidos. Empujando hacia la izquierda, noté que se podía mover algo. Empujé con todas mis fuerzas y por fin cedió, al parecer resbalando sobre un rodillo, y dejó una abertura cuadrada, por la cual saqué la cabeza con precaución y vi…
Vi una habitación octogonal, muy alta de techo y con dos puertas. Las paredes estaban enteramente cubiertas de pasionarias, cuyas ramas subían hasta el techo, en el que había varias claraboyas. Las plantas estaban en flor, cosa explicable, dado lo avanzado de la estación en que nos encontrábamos, por el hecho de crecer en un local cerrado. La pasionaria tiene más de doscientas variedades; pero allí no había más que dos: toda la superficie de las paredes estaba revestida de Passiflora quadrangularis, cuyas flores, de un tinte rosado por el interior, alcanzan un diámetro de diez centímetros, y sobre este fondo resaltaba en uno de los lados una Passiflora incarnata, de flores enteramente blancas, recortada de modo que formaba una cruz de unos cuatro metros de alta. No hay que decir cuánto me sorprendió ver el símbolo del cristianismo en aquel lugar secreto, que yo no conocía. Frente a mí había una puerta cerrada y detrás del sitio que yo ocupaba había otra, que no pude ver hasta que entré en la habitación, y por la que se salía al exterior, después de subir unos escalones. Esta puerta estaba cerrada por un cerrojo. La abrí y salí al aire libre; pero no me entretuve en enterarme del sitio en que me encontraba, sino que volví a entrar, cerré de nuevo la puerta y dije a Inchu-Inta que viniera a reunirse conmigo, para que me explicase aquello. Así lo hizo, y apenas se encontró dentro de la habitación exclamó asombrado:
—¡Uf! Esta es la capilla de las flores, en la cual suele rezar Tatellah-Satah.
—¿Y a quién reza aquí? —dije yo.
—Al grande y buen Mánitu. ¿A quién había de rezar?
—Pero es que aquí veo la cruz, el símbolo del cristianismo.
—Eso es cosa de Winnetou. Él la plantó y decía que este era el signo de su hermano Old Shatterhand. Él todavía no comprendía su sentido; pero decía que lo iría comprendiendo según fuera creciendo la planta. ¡Te quería tanto!
El lector se dará cuenta de la emoción que esto me causó. Dominé rápidamente mis sentimientos y seguí preguntando al indio:
—¿Adónde da esa puerta que tenemos enfrente?
—Al dormitorio de Tatellah-Satah.
—¿Y esta de los escalones?
—A la montaña. Nadie sospechaba que hubiera esta trampa por donde hemos venido nosotros.
El cierre de la abertura que nos había dado paso consistía en la losa que yo había empujado. Esta losa, colocada junto al más bajo de los escalones que daban a la puerta, podía introducirse en un hueco que había debajo de él.
Cuando subió «Corazoncito» a la habitación, prorrumpió en una exclamación de sorpresa. A pesar de que no había oído mi conversación con Inchu-Inta dijo al punto:
—Este aposento está consagrado a la oración.
En el centro de la estancia había un banco cubierto con una piel. Se sentó en él mi mujer, frente a la cruz, y continuó:
—Aquí se sienta Tatellah-Satah para hablar con Dios, su único señor. Tiene ante sí la cruz, el signo de la pasión, que salva a todos los hombres y todos los pueblos. Ante ella pide la salvación de su propia raza. Me gustaría rezar aquí con él para que Dios le oyese.
—Hazlo, pues —dije yo—. Nosotros nos vamos ahora; pero volveremos.
—¿Cuándo?
—Dentro de media hora, aproximadamente. Vamos a la caverna para traer a los dos prisioneros y llevarlos al castillo por este camino. Así no los verá nadie, pues no quiero que ninguno que los conozca sepa dónde están.
—Bien. Me quedaré aquí; pero ¿qué hago si viene alguien?
—Sea quien sea, te tratará como amiga. Por otra parte, no tienes más que salir y nadie te encontrará aquí. A nadie se le ocurrirá venir a ver si la puerta está bien cerrada o no.
—Tienes razón. Pues aquí me quedo.
Se quedó sentada en el banco y nosotros bajamos otra vez a la caverna. Volví a cerrar la abertura con la losa y regresamos al punto donde habían quedado nuestros compañeros, que ya tenían casi terminado su trabajo de arrancar todas las estalagmitas. Me senté un rato para esperar a que acabasen y cuando estaba allí sentado noté que me caía algo en la cabeza; pero no eran gotas de agua, como creí al principio, sino polvillo y algunos fragmentos pequeñísimos de roca. Miré hacia arriba y, aunque la luz de nuestras antorchas no llegaba a alumbrar bien el techo, pude ver una estrecha hendidura por la cual salían el polvillo y los trozos de piedra. No me sorprendió el fenómeno, frecuente en cuevas como aquella. Por eso, no me preocupé en buscar la causa de la hendidura y, sin embargo, como se demostró después, era de extraordinaria importancia para nosotros.
Tan pronto como quedó libre la galería ancha, nos dividimos en dos grupos: los dos hombres de la medicina, Inchu-Inta, un portador de antorcha y yo nos encaminamos hacia la capilla, y los demás, al mando de Pappermann, continuaron a caballo, llevando también los nuestros, hacia la salida de la Catarata del Velo. Antes de emprender la marcha vendé los ojos a los dos hombres de la medicina y cogí a uno de ellos por el brazo, mientras nuestro criado hacía lo propio con el otro. Delante de nosotros iba el indio que llevaba la antorcha. Nuestro avance era muy lento, por la vacilante marcha de los dos prisioneros, así es que en lugar de la media hora que yo había pensado, tardamos más de una en llegar a las escaleras que daban a la capilla. Cuando me preparaba a empujar la losa, oí voces dentro. Abrí la trampa, procurando no hacer ruido y, con la mayor precaución, saqué por ella solamente la cabeza, hasta la altura de los ojos. «Corazoncito» no estaba allí; en su lugar vi a Tatellah-Satah sentado en el banco, frente a la cruz, y a su alrededor, en pie, doce jefes jóvenes apaches, el mayor de los cuales no llegaría a los cincuenta años, y desconocidos para mí. El viejo Guardián de la Gran Medicina les hablaba con voz muy conmovida. En aquel momento decía:
—Nuestro buen Mánitu es más grande, millones de veces más grande de lo que creían hasta ahora los hombres rojos. Ellos creían que era sólo su Dios y no el Dios de todos los hombres que viven. Si hubieran tenido razón, ¡qué pequeño sería, qué pequeño! ¡Nada más que el Dios de algunas pobres tribus indias, destinadas a ser destruidas por los rostros pálidos! En cambio ¡qué grande y poderoso el Dios de los blancos! ¡Cuánto hubiéramos debido desear que ese Dios sustituyera al impotente Mánitu de los indios! Pues bien; este deseo se nos ha cumplido antes que lo sintiéramos. Mirad esa cruz, que florece para salvarnos. Nos quita un Mánitu, pero nos da otro. Nos dice que no hay más que un solo Dios, todopoderoso, omnisciente, el más fuerte, el más bondadoso, y que lo privamos de sus atributos de poder y de bondad al pretender tenerlo sólo para nosotros, que somos la más infeliz de todas las naciones y la más débil de todas las razas. La cruz se apoya en la tierra y se eleva hasta Dios. Este es uno de sus significados. Pero también extiende sus brazos para estrechar en ellos a todos los hombres y a todo el mundo. Este es su otro significado. Ninguno de nosotros lo sabía: Old Shatterhand fue el que nos trajo este conocimiento, que nosotros no quisimos admitir. Uno solo de nosotros sintió en su corazón el efecto de esta doctrina, y fue Winnetou. Él observó, comprobó, comenzó a creer, y cuanto más firme era su creencia, tanto más frecuentemente vino a pedirme que le permitiera plantar esta pasionaria y esta cruz en el lugar predilecto de mis oraciones. Su único deseo era traerme aquí a Old Shatterhand. Quería que su hermano blanco viera aquí cómo la idea de la cruz y el convencimiento de que existía un único y grande Mánitu habían arraigado en el corazón de su hermano rojo y habían dado flor y fruto. Pero yo no quise consentir en ello; yo odiaba a Old Shatterhand. Entonces Winnetou, el magno, el incomparable, no volvió más por aquí. Sin embargo, lo que vivía en su corazón vino a visitarme y me incitó a acudir diariamente a este sitio. Me enseñó a reflexionar, me trajo la luz, me hizo rezar, no al débil y pequeño Mánitu de los hombres rojos, sino al poderoso, infinito y excelso Mánitu de Old Shatterhand, que es el único que puede infundir de nuevo el alma a sus hijos rojos, para que lleguemos a ser lo que debemos y no hemos podido conseguir. Hoy está entre nosotros Old Shatterhand, a quien negué mi casa y mi corazón, y que ahora tiene todo mi afecto. Hoy sé que sin él nada puedo hacer, como la raza roja nada puede hacer sin la blanca. Él va a ser el rostro pálido que nos va a devolver la medicina que habíamos perdido. ¿Sabéis lo que quiere decir esto? Que él será el que nos unirá en el amor, aunque queramos destrozarnos en nuestro odio. Y mientras nosotros…
Se interrumpió en medio de la frase. Nuestra antorcha, que aún no habíamos apagado, comenzó a chisporrotear con fuerte ruido y a dar humo, que salía por la trampa y que inmediatamente fue olido y visto por los indios. Estos dirigieron sus miradas hacia el sitio en que yo me hallaba y Tatellah-Satah se levantó sorprendido. Yo no podía ya hacer otra cosa que presentarme ante ellos, y así lo hice sin más vacilaciones.