Dos prisioneros
Inchu-Inta, nuestro gigantesco criado, estaba dispuesto desde el alba, con su escolta. Llevaba todo lo necesario para la expedición: víveres, antorchas, cuerdas, ganchos. Aquella visita a la caverna era para mí de importancia extraordinaria; pero me habría sido difícil explicar los motivos que me impulsaban a concedérsela: se trataba más de un presentimiento que de una conciencia reflexiva y clara. Desde el momento en que vi cómo desaparecía la Catarata del Velo en la tierra y me enteré de que la caverna llegaba hasta las inmediaciones de ésta, tuve la impresión de que aquello iba a desempeñar un papel decisivo en el asunto que allí nos llevaba.
Para mejor inteligencia de lo que voy a contar, recuérdese que la famosa Cueva del Mamut, en Kentucky (Estados Unidos), alcanza, con sus ramificaciones, la longitud de trescientos kilómetros, y ofrece innumerables pozos, galerías, pasadizos, gargantas, salas, grutas, cúpulas, estanques, arroyos y cascadas. Así me figuraba yo que sería la caverna del Monte Winnetou, y el tiempo demostró que no me había equivocado, pues aunque de menores proporciones, encerraba un sinfín de maravillas. Sobre todo, lo que más me asombró fue la riquísima e incomparable formación de estalactitas que en ella había.
El camino de la cueva no iba al través de la ciudad y a lo largo del río Blanco, sino que arrancaba del otro lado de la montaña y seguía luego el curso de un arroyo, que parecía destinado a hacer volver al punto de partida a aquellos que marchaban a la par de él, pues su cauce describía una serie de vueltas, en forma de hélice, descendiendo siempre. Por esta disposición del camino, pudimos ver la primera altura del Monte Winnetou, donde habitaba Tatellah-Satah, en todas las perspectivas imaginables. También alcanzamos a contemplar claramente el nido de águila guerrera que había escalado nuestro amigo el «Aguilucho», lo cual dio motivo a «Corazoncito» para preguntar a nuestro criado si conocía al detalle aquel dramático suceso. Venía con nosotros Pappermann, pero no el «Aguilucho»; así es que se podía tratar el asunto sin temor a ser indiscreto.
—Sí, lo conozco muy bien —respondió Inchu-Inta—. Estaba yo con Tatellah-Satah, sentado a la puerta de su casa, cuando el «Aguilucho» cayó a nuestros pies, y yo mismo ayudé a matar al águila, que era una hembra tan grande y fuerte como nunca la habíamos visto. Tenía muchísimos años y todo el mundo la conocía. No consentía que viviese a su lado ningún macho: los arrojaba a todos del nido. Se contaban cosas extraordinarias de su fuerza, y se decía que podía llevar hasta su nido un lobo de la sabana. Entonces tenía el «Aguilucho» doce años y vivía con nosotros. Era pariente de Winnetou y el preferido de todos cuantos le conocíamos. A pesar de sus pocos años, emprendió el viaje al Norte, para traer de Dakota arcilla sagrada con que hacer su pipa de paz. Cuando volvió y tuvo su pipa hecha, declaró que también iba a buscarse su medicina. Se fue cuarenta días al desierto para ayunar y allí soñó que él se llamaría el «Aguilucho», para lo cual tenía que subir al nido del águila guerrera a apoderarse de los dos aguiluchos, cuyas garras y picos serían su medicina. Cuando volvió estaba muy débil por el ayuno y apenas pesaba la mitad que antes. Sin embargo, quiso poner en práctica inmediatamente lo que le ordenaba el sueño, y cogiendo un lazo, un cuchillo y varias correas, comenzó la ascensión. Cuando llegó a la altura del nido, vio que éste era inaccesible directamente y que para llegar a él había que subir más y descolgarse desde una altura próxima. Así lo hizo: sujetó el lazo a una roca que sobresalía y bajó por él; pero el lazo era demasiado corto y cuando llegó a su extremo, aún estaba a bastante altura sobre el nido. Le faltaron las fuerzas y soltando el lazo, cayó en el nido, mientras aquél quedaba a una distancia que era imposible alcanzarlo.
—¡Qué situación tan terrible! —exclamó «Corazoncito»—. ¿Y no había ningún otro camino para bajar del nido?
—No —dijo riendo el narrador.-Las águilas no acostumbran anidar junto a los caminos. La madre estaba fuera y sólo había en el nido los dos aguiluchos. Él los mató, les cortó las cabezas y las garras y tiró los cuerpos. Luego pensó cómo podría salir de allí, pero no vio manera alguna de hacerlo. El lazo estaba a mucha altura y no podía alcanzarlo; a sus pies se abría el terrible abismo y él estaba en un pico de roca, de donde no podría escapar una rata y menos un hombre. Mientras estaba reflexionando en estas cosas, vio que venía la hembra con una presa en las garras destinada a los aguiluchos. Tan pronto como vio al muchacho en su nido, dejó caer la presa y se precipitó sobre él, lanzando un graznido terrible. El «Aguilucho» sacó su cuchillo para defenderse; pero en el mismo momento le pareció que oía una voz: «No la mates, ni la hieras, porque es tu única salvación».
—¡Ah! ¡Volar! —exclamó «Corazoncito».
—Sí, volar —asintió Inchu-Inta—. No había otro medio de salir de allí.
—¡Pobre muchacho! ¿Y cómo pudo hacerlo?
—Nada de pobre muchacho, sino valiente y astuto muchacho. No hay que compadecerlo, sino admirarlo.
El nido estaba en un pequeño saliente de roca y sobre una hendidura. Como el águila guerrera hace su nido todos los años y siempre encima de el del año anterior, había en la hendidura muchos trozos de rama y hojas. Entre ellos se metió el muchacho antes que llegase la hembra, y ellos le defendieron de los furiosos ataques del ave. Comprendía que su salvación estaba en que el águila pudiese llevarlo por los aires; pero se preguntaba si, a pesar de su poco peso, el ave tendría fuerza para hacerlo. El águila dejó de pronto de atacarlo para volar en busca de sus crías y aquello le dio algún tiempo de respiro.
—Era demasiado peso —dijo «Corazoncito» con expresión de angustia.
—Era de esperar que así fuese —asintió Inchu-Inta—. No podía, pues, confiar en que el ave volase tranquilamente llevándolo y, por otra parte, suponía con razón que el águila se resistiría con todas sus fuerzas a transportarlo. Pero tampoco era de temer que, una vez agarrado al águila, la caída con ella fuera brusca, pues el batir de las alas de un ave tan fuerte siempre había de restarle violencia. Lo que había que hacer era sujetar al águila de modo que ni con el pico ni con las garras pudiera herir al muchacho, y que, al mismo tiempo, quedara en libertad de usar las alas. Apenas se le ocurrió la idea cuando la puso en práctica. En la punta de un palo de los del nido hizo con tres correas un lazo que, pasado alrededor del cuello del ave, la impediría volver la cabeza en ningún sentido. Con ello, se la inutilizaba para usar el peligroso pico. Para las patas preparó otro fuerte lazo y por último dispuso una ligadura para sujetarle las alas al cuerpo, hasta el momento de emprender el vuelo. El muchacho estaba protegido por una especie de rejilla de ramas, de suerte que el águila para atacarlo con el pico, tenía que meter la cabeza por sus aberturas, y en una de aquellas intentonas sería fácil atarle el cuello y sujetarla.
Mi mujer seguía el relato con el mayor interés y a mí me ocurría lo mismo. En cuanto a Pappermann, estaba pendiente de los labios del narrador. Este prosiguió:
—A poco de terminados los preparativos, llegó otra vez el águila. Debía de haber encontrado los cuerpos de sus crías, porque, con furia redoblada, se lanzó contra su enemigo, metiendo el pico por entre las ramas. No tardó en tener arrollado al cuello el lazo puesto en el extremo del palo y, a pesar de su resistencia, quedó imposibilitada de volver la cabeza. Pronto quedaron también sujetas las patas y, aunque con más dificultad, también consiguió el muchacho atarle las alas al cuerpo. El águila no podía ya moverse en absoluto. En la lucha, ninguno de los contendientes sufrió la menor lesión. Lo más difícil estaba hecho: quedaba por hacer lo más audaz, el salto en el abismo.
—A Dios gracias, no me he visto nunca en semejante situación —exclamó Pappermann—, porque me habría faltado valor para lanzarme así. Cuando se tiene la mala suerte de llamarse Pappermann, hay que estar siempre en tierra firme, porque si no, se acabó todo. Pero sigue, sigue pronto, porque estoy impaciente por oír lo que queda.
El criado continuó:
—Una vez atada el águila, el chico salió de la hendidura y miró hacia lo profundo sin el menor miedo. Pensó que cuanto antes se decidiese sería mejor, porque el animal perdería fuerzas en su desesperación por verse sujeto, y así se pasó la más fuerte de las correas alrededor del cuerpo, por debajo de los brazos, la ató luego a las patas del águila, dejando cierta distancia para que no le lastimase con las alas al volar y llevó al ave hasta el borde de la roca. «¡Oh Mánitu! ¡Oh Mánitu!», exclamó el muchacho; y cortó la correa que sujetaba las alas. El águila intentó elevarse, pero no pudo. «¡Oh Mánitu! ¡Oh Mánitu!», suplicó de nuevo aquél; y deslizándose por el borde de la roca, cerró los ojos y se lanzó al abismo.
El narrador hizo una pausa.
—¡Sigue, sigue! —exclamó Pappermann—. No tengo paciencia para esperar.
—¡Sí, continúa pronto, pronto! —dijo a su vez «Corazoncito»—. Ya he dicho que el muchacho cerró los ojos. Cuando los abrió, el águila aleteaba furiosamente, lanzando penetrantes graznidos, que se oían en todo el valle y que a los que estábamos en aquellas cercanías nos hicieron levantar la cabeza. El chico veía que iban bajando; pero no violentamente, sino describiendo una amplia hélice. El águila se resistía a caer y aleteaba con todas sus fuerzas; pero el muchacho pesaba mucho y la arrastraba hacia el suelo. Por fin, llegaron a tierra cerca del castillo. Mas aún no estaba el chico en salvo, había perdido su cuchillo en la caída y no podía cortar las correas que lo tenían atado al ave. Esta procuró desasirse de él, y comenzó una lucha en que el muchacho resultaba más débil que el águila. La gente acudió a toda prisa, y el ave, espantada, redobló sus esfuerzos por remontarse. Al fin lo consiguió; pero no pudo volar más que un corto trecho y volvió a caer delante de Tatellah-Satah y de mí. Entre él y yo matamos a la gigantesca ave: el muchacho estaba salvado. En su última lucha con el águila había recibido algunos aletazos que le habían hecho daño; pero él sonreía contento, pues había conseguido lo que se proponía: tener su medicina. Desde entonces se le llama el «Aguilucho» y volar es lo que más le apasiona, hasta el punto de que ha ido a las ciudades de los rostros pálidos para aprender a volar.
—¿Y sabe volar? —preguntó «Corazoncito».
—No lo sé. Pero desde ayer se está haciendo sus propias alas, de modo que eso parece indicar que sí sabe.
Mientras duraba el relato, habíamos adelantado mucho camino y nos encontrábamos a la sazón en una serie de valles y gargantas unidos entre sí; pero en tan encontradas direcciones que muchas veces era difícil saber hacia qué punto cardinal nos dirigíamos. Cuando llevábamos más de tres horas de marcha llegamos a un riachuelo, cuyas claras aguas denotaban que procedía de un terreno rocoso.
—Esta es el Agua de la Caverna —dijo Inchu-Inta—, que tenemos que seguir hacia arriba. Sale de la caverna y por tanto nos llevará a ella directamente.
Cuando llegamos al riachuelo, estábamos en el punto más bajo de nuestra jornada. Desde allí empezamos a subir la falda del Monte Winnetou, por la parte opuesta a la que conocíamos, pues habíamos dado un gran rodeo. Por espacio de una hora subimos por la orilla del riachuelo, siguiendo un valle cubierto de coníferas, a veces tan espesas que apenas nos dejaban paso. Las vertientes del valle se iban haciendo más y más altas, hasta que llegamos q un sitio en que se separaban bruscamente hasta quedar como a media hora a caballo la una de la otra, dejando en medio una gran depresión que atravesaba el río en línea recta como tirada a cordel, y en la cual crecían gigantescos árboles, con espesos matorrales. El suelo estaba cubierto de ramas y hojarasca, por entre las cuales asomaba abundante hierba. Allí podían pacer miles de caballos durante mucho tiempo.
—Este es el Valle de la Caverna —dijo Inchu-Inta.
—¿Y dónde está la caverna? —preguntó «Corazoncito».
—Al final del valle; en el punto en que toca al Monte Winnetou. Seguidme.
Continuamos avanzando.
Aquel era, pues, el sitio en que proyectaban ocultarse los indios aliados: siux, utahs, kiowas y comanches. No podía estar mejor elegido. El único inconveniente que tenía para ellos es que estaba muy alejado de nuestro campamento y que, por tanto, el que quisiera atacarnos, tenía antes que hacer cinco horas de camino penoso. ¿O habría quizá otro más corto, conocido de nuestros contrarios? Estos pensamientos que me pasaban por la imaginación, me pareció que valían la pena de observar bien todos aquellos parajes. Apenas formé esta resolución, cuando detuve mi caballo y por señas ordené a los demás que hiciesen lo mismo: había visto una huella. Desmonté para examinarla y comprobé que era de dos caballos, que no habían traído el mismo camino que nosotros, sino que procedían d e la parte alta de la montaña, y que apenas hacía una hora que habían pasado por allí. Por las huellas se podía apreciar que eran indios, pero nada más. Saqué mi revólver y seguimos adelante, con gran cautela y procurando hacer el menor ruido posible, de uno en uno y yo delante de todos. Las huellas, muy visibles en el blando suelo, terminaban en el río, cerca del final de la llanura.
—Van hacia la caverna —dijo Inchu-Inta—. La conocen.
—Y la conocen tan bien —agregué yo— que han venido atravesando la montaña directamente hacia ella, sin seguir el camino que hemos traído nosotros, así es que su conocimiento de la caverna es superior al que tú tienes.
Nos íbamos acercando al extremo del valle, que terminaba en el punto en que el riachuelo penetraba en la montaña por una abertura, de triple anchura que aquél, y tan alta que se podía entrar por ella a caballo, sin inclinarse. Aquella era la entrada a la gran caverna, que queríamos conocer. Delante de la entrada había un espacio en que la caída de los fragmentos de roca por la falda del monte había hecho imposible toda vegetación. Al llegar allí divisamos a los dos jinetes que buscábamos. Habían desmontado y estaban echados boca abajo en el suelo mirando un objeto blanco que parecía un papel o cosa semejante. Sus caballos estaban por allí cerca, despuntando los brotes recientes de los arbustos. Las sillas, con algunas bolsas y paquetes y los rifles, estaban al lado de ellos.
Echamos pie a tierra e hicimos retroceder a nuestros caballos para atarlos a bastante distancia con objeto de que no delatasen nuestra presencia. Después nos acercamos de nuevo para observar a los dos hombres.
—¿Los reconoces? —pregunté a «Corazoncito».
—No —respondió.
—Pues los has visto en otra ocasión.
—No, seguramente que no.
—Ya lo creo, y durante varias horas.
—¿Dónde?
—En la Casa de la Muerte, durante la asamblea de jefes. Son los hombres de la medicina de los kiowas y de los comanches, que abrieron el altar.
—¿De veras?
—Sin duda alguna.
—Tu vista es más segura que la mía. Además, yo no pude verlos más que a la vacilante e incierta luz de las hogueras.
—Lo mismo que yo; pero el hombre del Oeste procura siempre grabar en su mente con toda la fijeza posible los rasgos de las personas que son de interés para él. Tú, en cambio, no estás acostumbrada a hacerlo. El papel que están consultando debe de ser de gran importancia, quizá un mapa o algo parecido. Lo recorren con el dedo, violentamente, como si disputaran, y hablan tan alto que casi se los oye desde aquí. Voy a acercarme arrastrándome, para enterarme de lo que hablan.
—¿Voy contigo?
—No, «Corazoncito» mío —respondí riendo—. Por una parte no entenderías lo que hablan; pero además, temo que al deslizarte harías demasiado ruido.
—¡Qué lástima no poder acompañarte! ¿Y si quieren matarte?
—Entonces puedes venir rápidamente en mi auxilio.
—¿Me lo permites?
—Con mucho gusto. Y hasta puedes gritar, mientras lo haces, tan fuerte como te plazca.
—Pues entonces vete, que me reuniré contigo en todo caso.
Di a Inchu-Inta y a Pappermann las necesarias instrucciones y me fui arrastrando por entre los matorrales hasta acercarme a los dos indios. No tuve gran dificultad en hacerlo, porque estaban tan ensimismados en su tarea que no tenían ojos ni oídos para otra cosa. Me aproximé tanto a ellos, que, sacando la mano por entre el matorral que me ocultaba habría podido alcanzar al pie del kiowa. El punto que estaban discutiendo era de la mayor importancia, no sólo para ellos, sino también para mí.
Lo que me había parecido un papel era un trozo de cuero, fino como la seda, escrito o pintado por ambas caras. En una de ellas, tenía un mapa minucioso del Monte Winnetou, con la indicación del emplazamiento del castillo de Tatellah-Satah, y en la otra, un plano igualmente detallado del interior de la caverna. El diálogo que mantenían los indios era muy movido, y el mapa tan pronto estaba de un lado como del otro. Iban nombrando y buscando en él los más diversos nombres, lugares y puntos. Todo lo que decían lo oía yo y procuraba grabarlo en mi memoria. El mapa pertenecía al hombre de la medicina de los comanches, y era un objeto hereditario en su familia hacía muchas generaciones. Nunca se lo había querido enseñar a nadie, y únicamente impulsado por el importantísimo objeto que lo llevaba allí, lo había mostrado a su compañero. El hombre de la medicina de los kiowas mostraba la más ardiente curiosidad por enterarse perfectamente del documento.
—¿De modo que es cierto y verdadero lo que aquí dice? —preguntó al otro.
—Así es —contestó el comanche.
—¿Entonces estamos en este sitio? —dijo el kiowa, indicando un punto del mapa.
—Sí —contestó su interlocutor.
—¿Y desde aquí se puede ir por debajo de tierra hasta el Monte Winnetou a caballo?
—Sí, a caballo.
—¿Y por este camino quieres que vayamos con nuestros cuatro mil guerreros a atacar a Tatellah-Satah y todos los suyos? ¡Uf, uf! Es un plan grandioso. ¿Ha recorrido alguna vez este camino mi hermano rojo?
—No; pero uno de mis antepasados lo recorrió. El camino termina en varias salidas. El sólo consiguió encontrar una, que es la que voy a buscar yo.
—¿La que va a dar detrás de la Catarata del Velo?
—Sí. Ese es el único punto adonde se puede llegar a caballo. A las otras salidas de la caverna hay que ir a pie.
—¿Y si no se consigue dar con la salida? ¿Y si se meten en la cueva cuatro mil hombres y luego no pueden ir adelante ni atrás? Tenga en cuenta mi hermano lo que necesitan tantos hombres y tantos caballos.
—Ya he pensado en ello. Por eso me he adelantado para reconocer la cueva, sin más compañía que la de mi hermano rojo, que es un guardián de medicina como yo y como Tatellah-Satah. En ti puedo confiar.
—Pues entonces, vamos allá, no perdamos más tiempo.
Y diciendo esto, se puso en pie.
El comanche se levantó también y dobló el mapa con gran cuidado para guardarlo; pero en aquel momento, me adelanté yo y dije:
—Mis hermanos rojos querrán tal vez perder un poco de tiempo antes de empezar su tarea.
—¡Uf! —gritó el kiowa asustado—. ¡Un blanco!
—¡Uf, uf! ¡Un rostro pálido! —exclamó al mismo tiempo el comanche.
Le arranqué el pergamino de la mano, me lo metí en el bolsillo y, poniéndome entre ellos y sus armas, dije:
—Me quedo provisionalmente con el mapa porque con sus indicaciones voy a ayudaros a encontrar el camino dentro de la cueva.
Repuestos ya de su asombro, se irguieron, dispuestos a luchar.
—¿Quién eres tú, que te atreves a robarme? —dijo el comanche.
Y se acercó a mí, para llegar a su rifle. Yo saqué el revólver, lo armé y respondí:
—Yo no robo a nadie. Si este mapa te pertenece realmente, te lo devolveré. ¡No os aproximéis a los rifles o disparo! Además, no estoy solo.
Hice una señal y vinieron al punto Pappermann, Inchu-Inta y los winnetous, y detrás de ellos «Corazoncito».
—¡Uf, uf! —dijo el kiowa al ver a Pappermann—. ¡Un rostro medio azul!
—¡Y una squaw blanca! —añadió el comanche, verdaderamente espantado.
—Ya habéis oído hablar de este rostro azul y de esta squaw. ¿Quién soy yo, pues? —dije.
—¡Old Shatterhand! —dijo el comanche.
—¡Old Shatterhand! —repitió el kiowa—. ¡Nuestro enemigo, nuestro mayor enemigo!
—No es verdad. Yo no soy enemigo de ningún hombre, y antes lo sería de un blanco que de un piel roja. Preguntad a vuestros jefes, a quienes he perdonado, preguntad a vuestros viejos guerreros, si me han oído alguna expresión de odio o de venganza. Yo amo a todos los hombres y a vosotros también. No quiero más que vuestra felicidad y vengo a impedir que pongáis en práctica ideas que os conducirán a la desgracia. Una de ellas es la que tenéis ahora, y que no consentiré que realicéis. Sentaos de nuevo y entregad vuestros cuchillos. Sois prisioneros míos.
—No somos prisioneros, sino…
Con estás palabras el comanche se lanzó sobre mí; pero yo me aparté un paso a la derecha y cogiéndolo por un costado, lo eché a tierra. Inchu-Inta le puso una rodilla al pecho y lo dominó sin esfuerzo. Lo mismo hizo el valiente Pappermann con el kiowa, y a los pocos minutos estaban los dos atados, sin poder hacer el menor movimiento. Nos sentamos junto a ellos y saqué el mapa. Apenas lo hube recorrido a la ligera, supe ya a qué atenerme. Dirigiéndome al comanche, dije:
—¿Avat-tawah, el hombre de la medicina de los comanches, puede decirme si tiene una gran colección de libros, lo que se llama una biblioteca?
—No la tengo —respondió—. Ni hay ninguna entre los hombres comanches.
—¿Sabe entonces Avat-tawah dónde hay alguna?
—En casa de Tatellah-Satah, aquí en el Monte Winnetou.
—¿Y no hay más que esa?
—No sé de ninguna otra.
—Pues entonces no volverás a tener este mapa, que entregaré a legítimo dueño. Pertenece a Tatellah-Satah y le ha sido robado.
—¡Mentira! —rugió el hombre de la medicina.
—¡Verdad!
—¡Pruébamelo!
—Al momento, sólo que me figuro que no tienes los conocimientos necesarios para comprender lo que voy a decir. Este mapa está numerado con palabras del viejo dialecto pokonchi de la lengua maya. Aquí, en esta esquina, están las centenas: Yo-tuc, es decir, cinco veces cuarenta, o sea doscientos. Aquí, en esta otra esquina, están las decenas y unidades: Wuk-laj, es decir, siete y diez, o sea diecisiete. Este mapa es, pues, el número doscientos diecisiete de una biblioteca. Se lo enseñaré a Tatellah-Satah y se verá que le pertenece.
—Nada tienes que enseñarle. Ese mapa ha sido robado, en efecto; pero es por ti en este momento. Tú eres el ladrón.
—¡Silencio, o te doy un puñetazo en la boca, viejo pillo! —le interrumpió Pappermann—. ¿Dónde están los hermanos Enters?
Al oír esto, no pudieron ocultar su sorpresa; pero se dominaron rápidamente y el comanche dijo en tono indiferente:
—¿Enters? ¿Quiénes son esos hombres?
—Los dos hermanos que han prometido entregarnos a vosotros. Y ahora ya sabéis bastante para comprender que tenemos motivos para no trataros con miramientos. Decid una sola palabra que no nos agrade y empezaremos a golpes con vosotros; pero a golpes formidables, ¿entendéis?
Mejor habría sido que Pappermann me hubiese dejado hablar a mí; pero era aquella la primera ocasión, desde hacía muchísimos años, que tenía delante a un prisionero, y por eso permití al buen hombre que se diese el gusto de fanfarronear un poco. Los dos hombres de la medicina no volvieron a decir palabra. El nombre de Enters los había dejado preocupados.