El monumento
El Monte Winnetou está en el ángulo meridional que forman Arizona y Nueva Méjico. Los indios libres que habitan aquella región no reconocen a ningún gobierno. El comité para el monumento a Winnetou tuvo la habilidad de dirigirse al Congreso de los Estados Unidos, y consiguió permiso para fundar en el Monte Winnetou una ciudad que llevaría el nombre del héroe; elevar allí un monumento al que fue jefe de los apaches, en la forma que estimara conveniente, y hacer todas las construcciones e instalaciones necesarias para la consecución de tan laudable propósito. Así decía literalmente el decreto que obtuvo su delegado.
Provisto de él, comenzó el comité sus trabajos, sin preocuparse de las tradiciones ni de los derechos de los demás. Se ganó fácilmente la adhesión de las tribus apaches, por tratarse de su adorable Winnetou, y también la de algunas tribus comanches, por ser Apanachka el jefe de los comanches caneos. Desde que faltaba Winnetou, no había un jefe a quien obedecieran todas las ramas de los apaches, y por lo que se refería al anciano Tatellah-Satah, cuyo influjo se extendía sobre todas las tribus indias, no se había podido lograr su conformidad con el proyecto. No obstante, Old Surehand y Apanachka creían que acabarían por inclinarlo de su lado. Para ello contaban con el efecto de los hechos consumados, que es irresistible; y así comenzaron a disponer y a construir sin tener en cuenta sus protestas, que se rechazaban con la afirmación, en todo caso bien fundada, de que el comité tenía la aprobación del Congreso y no reconocía autoridad superior a él. Old Surehand y Apanachka no eran ya el indio y el hombre del Oeste que yo había conocido. Con sus riquezas y sus negocios, se habían elevado muy por cima de su antiguo ambiente. En su interior, más se acercaban a los blancos que a los rojos, de suerte que ya no cabía en ellos el concepto indio de sacrificio por su raza en cualquier momento. Ellos querían hacer un negocio con el provecto y procurar a sus hijos una celebridad que luego se traduciría en nuevas riquezas.
Pero Tatellah-Satah no era hombre que renunciase tan fácilmente como ellos pensaban a lo que tenía por justo. Al principio aparentó someterse: no podía, por otra parte, impedir que encadenasen en cables eléctricos a las cataratas, que profanasen el bosque con canteras ni que llevasen una multitud de obreros indios, que seguramente no se habrían prestado a trabajar para ellos si no fueran el desecho de sus respectivas tribus. Pero envió mensajes a los mescaleros, a los llaneros, a los zicarillas, a los taracones, a los lipanes, a los navajos; en una palabra, a todos los grupos en que se dividen los apaches, y que consideraban al Guardián de la Gran Medicina como el hombre más importante de la raza.
Llamó a los jefes principales y habló con ellos. Les explicó que de lo que se trataba no era tanto de honrar la memoria de Winnetou, como de glorificar a Young Surehand y Young Apanachka, y sobre todo que lo que había allí era un negocio, ni más ni menos. Consiguió llevar a su ánimo el convencimiento de que era un pecado contra Winnetou, quien había sido siempre la personificación de la modestia, pretender levantarlo sobre un pedestal tan desmesuradamente alto; les demostró que aquello no detendría la decadencia de su pueblo, sino que, por el contrario, la apresuraría, porque promovería la envidia de las demás razas contra los apaches. En una palabra, tuvo el más completo éxito en sus conversaciones con los jefes, y los despidió con la misión de propagar aquellas ideas entre sus súbditos. El clan de los winnetous estaba ya formado y se unió a su labor. Tatellah-Satah aplazó, no obstante, su acción directa contra el comité del monumento y la ciudad hasta la gran asamblea que había de celebrarse en el Monte Winnetou. Se acercaba la fecha de la asamblea y se proponía sondear a los jefes, para ver cuáles estaban contra el proyecto. Hasta el momento de nuestra llegada, no había tenido ninguna entrevista con ellos; había permanecido encerrado en su castillo y aquel día era el de su primera salida, para ir a recibirme.
Todo esto nos lo contó mientras comíamos con él. No tuvo una palabra de condenación para aquellas discordias intestinas: su visión alcanzaba más lejos que todo eso. Comprendía muy bien que casi exclusivamente recaía sobre él la misión de aprovechar las circunstancias para preparar los cimientos de un porvenir rico en esperanzas. No había que esperar, en muchos siglos, una reunión de indios de todas las tribus como aquélla, sobre todo teniendo en cuenta que la raza desaparecería si no lograba infundirse en ella una nueva vida interior. Por eso estaba firmemente resuelto a aprovechar aquella ocasión y abrir ancho camino al alma de su raza que despertaba. Tenía todas las condiciones necesarias para realizar su misión excepto una, que no tiene el indio: me refiero a la sinceridad activa, a la honradez agresiva. Esta cualidad no la tenía ya el indio, aunque sí la había tenido; pero en sus tratos con los rostros pálidos, nunca fieles a su palabra, se había visto obligado a refugiarse en su astucia nativa, que había acabado por convertirse en una de sus características. Sólo los indios extraordinarios, como Winnetou, por ejemplo, no vacilan, cuando es necesario, en emprender una acción resuelta de oposición, y hasta en anunciarla anticipadamente; pero, en general, no cree prudente el indio proceder de este modo. Por eso. Tatellah-Satah había estado vacilando tanto tiempo y por eso deseaba mi llegada. Sirviéndome de una expresión vulgar, podría decir que me reservaba el papel de sacarle las castañas del fuego. Así se comprende que se apresurase a averiguar de qué lado me encontraba yo en aquella discordia. Desde que le comunicaron del Nugget-Tsil que yo estaba de su parte, se vio libre de una honda preocupación. Me esperaba con impaciencia, y ya que me tenía a su lado, lo interesante para él era saber si estaba dispuesto a ser su «Shatterhand», su mano ejecutora, con ayuda de la cual le sería posible deshacer a sus enemigos.
Así me lo preguntó directamente, mientras comíamos en su casa.
—Estoy dispuesto —le respondí—. Y propongo que comencemos en seguida, hoy mismo si es posible. Primero ensayaremos los procedimientos de amor y concordia, y si no obtenemos resultado, apelaremos a la fuerza.
Esto le satisfizo por completo, y me dio amplias facultades para proceder como mejor me pareciera y para disponer de lo que necesitase.
Lo primero que había que hacer era ver el modelo de la estatua. Con este objeto, montamos a caballo, después de la comida, «Corazoncito», Pappermann y yo, con Inchu-Inta, el criado, y bajamos a la ciudad. Inchu-Inta, y también Tatellah-Satah, me aconsejaron que llevase una escolta de seis jóvenes winnetous elegidos entre los más experimentados y aguerridos. Accedí gustoso, porque tenía proyectos, para cuya realización me sería de gran importancia el auxilio de aquella gente.
No bajamos directamente a la ciudad, sino que nos encaminamos primero a la Catarata del Velo. Reconocimos minuciosamente todos aquellos parajes, sin olvidar los dos Púlpitos del Diablo, aparentando la mayor naturalidad e indiferencia para no llamar la atención y, mientras lo hacíamos, no dije nada que pudiera revelar mis pensamientos. Pero nuestro criado era, como pude ver pronto, un observador muy perspicaz —cosa que no debía sorprenderme, ya que Winnetou era el que lo había educado—, y no perdía ni una de sus miradas, ni se le escapaba nada de lo que yo hacía. Así, pudo llegar a apreciar los verdaderos motivos que me impulsaban. Cuando terminarnos nuestra visita a aquellos lugares y nos dirigimos hacia la ciudad, acercó su caballo al mío y me dijo:
—Old Shatterhand no quería ver la Catarata del Velo.
Yo le miré como preguntándole lo que quería decir.
—Ni tampoco el Winnetou que están construyendo —continuó—. Pues entonces ¿qué es lo que quería ver? —dije.
—Los dos Oídos del Diablo, el verdadero y el falso.
Tenía razón. Sólo por eso había yo querido visitar el valle interior. Los Oídos del Diablo me interesaban mucho más que la hermosa catarata.
—Yo los conozco —me aseguró—, y no es cierto lo que se dice de ellos. Desde ningún sitio de ellos se oye nada.
—¿Es que los has recorrido tú?
—Sí, por todas partes. Hasta he estado en el sitio donde nadie se atreve a ir, porque está prohibido, y tampoco desde allí se oye nada.
—¿Me prometes guardar el secreto de lo que hagamos?
Se puso la mano sobre el corazón y dijo:
—De tan buena voluntad como lo haría a nuestro Winnetou.
—Pues entonces pronto aprenderás a oír. Ya te enseñaré cómo hay que hacerlo. Pero, dime: ¿conoces el Valle de la Caverna?
—Perfectamente.
—¿Y la caverna?
—También.
—¿Es grande?
—Muy grande. Se tardan casi cinco horas L caballo en llegar a ella desde aquí, y sin embargo es tan larga que termina cerca de la Catarata del Velo.
—Mañana temprano iremos allá, para verla. Prepara todo lo necesario, pero no digas a nadie una palabra.
Atravesamos el pórtico de rocas y nos aproximamos a la ciudad. En ella reinaba más animación que a nuestra llegada. Un grupo de jinetes venía en dirección contraria a la nuestra, al parecer con intención de subir al castillo. Cuando nos vieron, hicieron alto todos menos dos, que se adelantaron a nuestro encuentro: eran Athabaska y Algongka. Los dos montaban admirablemente a caballo. Después de saludarnos a la usanza india, Athabaska dijo:
—Íbamos a la montaña para saludar a Old Shatterhand, el huésped de los hombres rojos, a quien amábamos antes de conocerlo, y que nos inspiró profundo respeto cuando lo conocimos sin saber cuál era su nombre. Y ya que ha venido aquí y se ha dado a conocer, no hemos de esperar a que venga a nuestra tienda, sino que vamos nosotros a saludarlo, porque es superior a nosotros.
—¿Puede haber entre hermanos uno que sea superior a los otros? —dije yo—. Somos hijos de un mismo padre, que se llama Mánitu, y todos somos iguales. Voy a visitar a mis hermanos y les ruego que me permitan fumar en su tienda la pipa de la bienvenida.
Esta distinción les alegró mucho, y Algongka respondió:
—Estamos orgullosos de ese deseo de nuestro hermano blanco. Que venga con nosotros y verá amigos y conocidos de los antiguos tiempos, que están aquí, y que, al saber que había llegado, han querido subir con nosotros para alegrarse con su vista. Allí esperan.
Diciendo esto señalaba al grupo que se había detenido. Nos acercamos a él y, a pesar del mucho tiempo que había pasado, reconocí al momento a Wagare-Tey, el jefe de los shoshones, a Schahko Matto, el jefe de los osagas, y a otros varios jefes, de menor categoría. ¡Qué alegría tan grande tuvimos al volvernos a ver! También había venido Avaht Niah, el «Ciento-Veinte-Años». Naturalmente, éste no iba con ellos; estaba sentado a la puerta de su tienda y me rogaba por conducto de aquellos jefes que fuera primeramente a visitarlo a él. Los de la ciudad baja habían querido atraerse a Wagare-Tey y a Schahko Matto y hacer que plantasen sus tiendas entre ellos; pero los dos jefes, antes de tomar tal resolución, se habían informado de las circunstancias y, en vista de lo que habían oído, acamparon en la ciudad alta, para estar con Athabaska y Algongka.
Nos dirigimos hacia la tienda de Wagare-Tey, que tenía allí a su anciano padre, y apenas nos habíamos puesto en movimiento cuando vimos que venían hacia nosotros dos comanches caneos, que también se encaminaban al castillo, pero que, al vernos, cambiaron de dirección y vinieron hacia nosotros. Los habían enviado Young Surehand y Young Apanachka, para invitarnos, en nombre de ellos, a ir a la tienda de los dos jóvenes jefes, que a nuestra llegada no se encontraban en el campamento. Cuando se enteraron de que estábamos allí, nos enviaron aquellos dos mensajeros, para que fuésemos a ver su obra de arte, la estatua de Winnetou. Ya iba yo a responderles cuando Athabaska se me adelantó, haciéndome una señal con la mano, y dijo:
—Aquí veis a Athabaska y Algongka, los jefes de los pueblos más alejados al Norte, y también a Schahko Matto, jefe de los osagas, y a Wagare-Tey, jefe de los shoshones. Volved en seguida a decir a Young Surehand y a Young Apanachka que tenemos que hablar con ellos, y que vengan a buscarnos al momento, porque se trata de una cosa muy importante.
Dijo esto en tal tono que los dos enviados, sin responder palabra, retrocedieron a todo galope para cumplir la orden. Cuando nos acercamos a las tiendas, pudimos ver que las de Athabaska, Algongka, Wagare-Tey y Schahko Matto estaban juntas. Antes de llegar, vimos sentado delante de una de ellas, a Ciento-Veinte-Años. Su cabello blanco le caía por la espalda y, a pesar de su edad, podía moverse con cierta facilidad. Tenía la vista clara y la voz tan firme como la de un hombre de cincuenta o sesenta años. Sin apoyarse en nada, se levantó en cuanto nos vio llegar, y su hijo Wagare-Tey le dijo que volvían tan pronto porque a mitad de camino nos habían encontrado a mí y a mi squaw. Su rostro estaba surcado por mil pequeñas arrugas, que, sin embargo, no lo desfiguraban en lo más mínimo. No se le veía una mancha, ni un roto, ni nada que no fuese muestra de la más extremada limpieza; cosa muy rara, dada su edad. Realmente, era un viejo hermoso. En cuanto me vio, me reconoció y sus bondadosos ojos brillaron de alegría. Se acercó a mí, que, como los demás había desmontado, me estrechó contra su pecho y exclamó:
¡Oh Mánitu! ¡Oh Mánitu, grande y bueno! ¡Cuánto te agradezco esta felicidad, esta alegría! ¡Qué anhelo tenía de volver a ver al mejor, al más sincero amigo de todos los pueblos rojos, antes de ir a atravesar con firme brazo el desconocido Lago de la Muerte! Mi deseo se ha cumplido. Cuando me enteré de que ibas a venir, decidí acudir aquí también. Los años quisieron retenerme con sus secos brazos; pero yo me sentí joven y me desasí de ellos. En mi interior había una voz que me impulsaba a venir para ver a mi hermano blanco, que nos va a devolver la bondad, el amor y la unión que nos habían abandonado. Apenas llego yo, llega él también. ¿Y tú eres su squaw?
Dijo esto último dirigiéndose a mi mujer, que se hallaba junto a mí.
—Sí —respondí yo.
Entonces él la estrechó contra su pecho, como había hecho conmigo, y prosiguió:
—Él nos trae una amiga, una hermana blanca. Sea bien venida a nuestras tiendas y a nuestras almas. Yo soy el más viejo de todos los que están aquí. Traed el calumet. Sentaos todos en círculo y será para mí uno de los últimos y mayores honores presidir la reunión de la bienvenida. Old Shatterhand se sentará a mi derecha y su squaw a mi izquierda. ¡Que se encienda la hoguera de la alegría!
Así se hizo, y comenzó una conmovedora escena de saludos mutuos, con la pipa cambiando de mano constantemente. Surgieron mil recuerdos, todos ellos unidos al nombre querido de Winnetou; pero no teníamos tiempo entonces para dedicarnos a ellos y lo aplazamos para más adelante.
Cuando se estaba desarrollando aquella escena de viva alegría, llegaron Young Surehand y Young Apanachka a caballo. Desmontaron y se acercaron a nosotros; pero nadie les hizo caso ni se apartó para dejarles sitio. Estuvieron un rato en pie sin decir nada y luego volvieron al sitio donde habían dejado los caballos para marcharse. Entonces Athabaska les gritó:
—¡Los hijos de Old Surehand y de Apanachka pueden acercarse!
La voz del jefe tenía acento tan imperioso que los dos obedecieron al momento. Todos guardábamos silencio y sólo se oía el chisporroteo del fuego. Athabaska les dijo cuando estuvieron junto a nosotros:
—¿Son jefes Young Surehand y Young Apanachka?
—No —respondieron ambos a la vez.
—¿Es jefe Old Shatterhand?
—Sí.
—Él ha vivido casi setenta agitados inviernos; ellos apenas tienen a la espalda treinta veranos tranquilos. ¡Y a pesar de esto le piden que vaya a verlos, en lugar de ser ellos los que acudieran a saludarlo a él! ¿Desde cuándo es costumbre entre los hombres rojos que la vejez vaya a saludar a la juventud y la experiencia a la inexperiencia? Deseamos que nuestro pueblo despierte de su sueño; deseamos que se incorpore a las naciones civilizadas. ¿Cómo vamos a conseguirlo si ni siquiera obedecemos a la ley de los más salvajes entre los salvajes, que ordena a los jóvenes honrar a los viejos?
Young Surehand exclamó con orgullo:
—Nosotros somos artistas.
—¡Uf, uf! —dijo Athabaska—. ¿Y es eso mejor que ser hombre y que ser anciano y lleno de experiencia? Además, ¿habéis demostrado ser artistas? Tal vez Old Shatterhand lo es también, sólo que él no se lo llama y vosotros sí. Ahora vamos a comprobar si sois dignos de ese nombre o no. Pero, aun cuando un artista fuera una cosa tan grande que ningún otro hombre pudiera llegar hasta él, habría sin embargo que exigirle las mismas virtudes que se piden a los hombres ordinarios. Preguntad a vuestros padres, preguntad a Kolma Puchi, lo que tienen que agradecer a Old Shatterhand. ¿Es que como recompensa a lo que hizo por ellos y al cariño que siempre les profesó ha de hacer ahora la corte a sus hijos porque se dicen artistas? ¿En qué se demuestra vuestro arte? En hacer una gigantesca estatua de Winnetou. Pero ¿estáis capacitados para esa obra? No lo creo. Nuestro gran Winnetou era ante todo modesto. Honraba y respetaba a los ancianos, aunque fueran de la más baja condición. Su mayor alegría era servir, ayudar, hacer felices a los demás. Vosotros, en cambio, sois demasiado orgullosos para hacer a su mejor amigo la primera visita, la visita de cortesía, que os corresponde hacer a vosotros, no a él. Así, pues, no habéis comprendido nunca a Winnetou. ¿Cómo pretendéis entonces representar su figura de modo que resulte sincera y auténtica y no mentida? ¿Están aquí vuestros padres?
—No. Salieron esta mañana temprano a caballo y aún no han vuelto.
—Cuando vengan, decidles que la asamblea de jefes reunida aquí exige que vengan a ofrecer sus excusas a Old Shatterhand en nombre de sus hijos. Nosotros iremos, dentro de una hora, a ver vuestro Winnetou de barro, para poder apreciar si sois artistas o no. Ya podéis retiraros.
Montaron a caballo y se alejaron sin atreverse a decir una sola palabra de disculpa ni de defensa. Cuando, al cabo del indicado plazo, llegamos al barracón en que habían trabajado en el modelo, estaban a la puerta y nos recibieron con muestras de respeto; pero al mismo tiempo con el aspecto de personas que de buena gana se mostrarían ofendidas si se atreviesen. Eran, a pesar de todo, dos jóvenes simpáticos y agradables, y comprendí por la cara de «Corazoncito» que estaba dispuesta a tomar su defensa. Al encontrarnos con ellos, les hizo una inclinación de cabeza, acompañada de una sonrisa a escondidas; yo me limité a saludarles con la mirada, para no desautorizar a Athabaska.
Cuando entramos en la barraca, estaban allí todos los «señores del comité», congregados con la idea de producir efecto en los jefes; pero éstos les hicieron tan poco caso que no se atrevieron a acercarse ni a dirigirles la palabra.
La barraca era redonda como un circo y toda ella era una sola habitación. La pared estaba cubierta con un lienzo, en el que se veía un bien pintado panorama de la meseta, con el Monte Winnetou y sus dos ingentes torres de roca: la de delante, con el castillo de Tatellah-Satah, y la más alta y posterior, con la proyectada gigantesca figura de Winnetou en lo alto. El modelo para esta figura se levantaba en el centro de la habitación. Tenía unos ocho metros de altura y estaba colocada de modo que caía sobre ella, con favorable efecto, la luz que penetraba por las claraboyas de la barraca. Para el alumbrado nocturno había instalación de luz eléctrica, alimentada con la energía producida por la catarata, que más tarde había de servir para el alumbrado de toda la ciudad de Winnetou.
Mi primera mirada fue para el rostro de mi amigo. A pesar de que estaba muy parecido, aquella no era su cara. Todos los rasgos fisonómicos del héroe estaban reproducidos con exactitud; pero no tenían aquel aspecto de seria bondad, de cariño, que yo conocía tan bien, sino que ofrecían por el contrario una expresión extraña que nunca había sido la suya en vida, y que armonizaba con el movimiento agresivo que habían dado a la figura los escultores. El traje estaba ejecutado con minuciosidad exagerada: los mocasines, adornados con púas de puerco espín, las polainas ribeteadas, la estrecha chaqueta de caza, casi sin arrugas, la preciosa manta de Santillo, bajo la cual asomaban las vueltas del lazo que colgaba desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda… En el cinturón se veían la bolsa de pólvora y balas, que se usaba en aquellos tiempos, y además un cuchillo, una pistola y un revólver. El pie derecho estaba adelantado como para saltar y todo el cuerpo se apoyaba en la escopeta de plata que sostenía con la mano izquierda, mientras la derecha empuñaba un segundo revólver en actitud amenazadora. En aquel movimiento hacia delante, la figura tenía un aspecto que recordaba algo el de una serpiente, o tal vez el de una pantera que se prepara para lanzarse sobre su presa. En consonancia con aquella actitud estaba la expresión del rostro que no sólo era amenazadora, sino ávida, con lo cual se hacía repulsiva, tanto más cuanto que, por cima de todo, sobresalía su belleza.
—¡Qué lástima! —murmuró a mi oído «Corazoncito».
—Verdaderamente —asentí yo—. Y lo bueno es que son artistas, verdaderos artistas.
—Sin la menor duda. Sólo que han concebido su obra de un modo falso. Eso es un pecado, un enorme pecado. No sé cómo han podido representar así a Winnetou. ¿Y se va a poner esa figura en lo alto del monte?
—¡Nunca, nunca! No lo consentiré. Si no se me quiere atender, en último término, la haré pedazos delante de todos.
Los jefes daban vueltas lentamente alrededor del modelo, para verlo por todas partes; pero permanecían en silencio. Young Surehand y Young Apanachka estaban cerca de nosotros y no mostraban la menor inquietud. Estaban completamente convencidos de que su obra nos haría un efecto aplastante. Los señores del comité eran de la misma opinión y esperaban que prorrumpiríamos en exclamaciones de entusiasmo. Pero como pasaba minuto tras minuto sin que ninguno de nosotros dijera una palabra, quisieron infundirnos su admiración, poniendo de su parte lo que dejábamos de expresar nosotros; y con este objeto comenzaron a lanzar frases de alabanza, para ver si nos inducían a seguir su ejemplo. Pero el efecto que consiguieron fue el contrario del que se habían propuesto, porque los jefes, no bien oyeron aquello, se fueron saliendo de la barraca uno detrás de otro. «Corazoncito» y yo los seguimos. Entonces el comité, con los dos artistas a la cabeza, salió corriendo detrás de nosotros para ver qué significaba aquello. Athabaska fue el primero en montar a caballo. Esperó a que todos hubieran montado y luego dijo a aquellos señores:
—Ese Winnetou es la mayor mentira que se ha visto en estas montañas. Hacedla pedazos, porque nunca consentiré que se ponga allá arriba. ¡Nunca, nunca!
Al decir esto señalaba a la altura donde querían poner la estatua.
—¡Nunca! —dijo a su vez Algongka.
—¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! —fueron diciendo sucesivamente todos los jefes.
—¡Pues la pondremos! —exclamó Young Surehand.
—¡Si que la pondremos! —confirmó Young Apanachka—. Probadnos que es una mentira.
Y el oficioso Mr. Paper se acercó a nosotros y nos lanzó estas palabras:
—Nosotros formamos el comité para la erección del monumento y somos los que hemos de decidir lo que ha de hacerse. La estatua se pondrá allá arriba. ¡Sí, sí, sí!
Al decir esto accionaba con las manos delante del caballo de Schahko Matto. Este, con una presión de los muslos, encabritó a su cabalgadura, que empujó a Paper, haciéndole caer, y respondió:
—¿De veras? ¿De modo que vosotros sois el comité? Pues os destituiremos y nombraremos otro.
—¡Sí! ¡Otro, otro! —dijeron los jefes, mientras Antonio Paper se levantaba y buscaba resguardo detrás de los demás miembros del comité.
Entonces el presidente, profesor Bell, comprendiendo que la conducta del comité no iba a dar los resultados apetecidos y que aquel momento iba a ser decisivo, se acercó a mí y dijo:
—¿Y usted qué opina, Mr. Shatterhand?
—Mi opinión no es de interés en este caso —respondí yo.
—No lo creo así —replicó—. Estoy convencido de que se hará lo que usted proponga. Por eso le pregunto: ¿qué es lo que usted propone?
—No son éstos lugar ni tiempo oportunos para tratar de ello. Además, aún no sé el lugar que me ha destinado el comité. Hablaré cuando se me haya dado la tarjeta. Supongo que el secretario será tan amable que me la envíe a mi residencia actual.
Dicho esto, me alejé de él y los demás me siguieron. Cuando llegamos a la ciudad, tuvimos una breve deliberación. Todos estuvimos conformes en que no se podía hacer nada antes de hablar con Old Surehand y con Apanachka. Tomado este acuerdo, nos separamos de los jefes y nos dirigimos a las tiendas de las mujeres siux, para invitar a cenar con nosotros a las dos Achtas, que accedieron con gran alegría. Luego volvimos al castillo, dejamos nuestros caballos y subimos a pie atravesando el bosque hasta la torre de vigía, con objeto de invitar también a cenar con nosotros al «Aguilucho». Con él había varios indios e indias, haciendo trabajos fáciles de carpintería y tejidos cuyo objeto no comprendí.
En todo el día no vimos a Tatellah-Satah, que quería dejarme en completa libertad de hacer lo que me pareciera, y yo, por mi parte, tampoco pensaba ir en su busca mientras no fuera necesario. Aquella noche estuvimos solos con nuestros tres invitados y pudimos ver con silenciosa alegría cómo se iban acercando uno a otro los corazones de aquellos jóvenes, del modo más tierno. Pensaba que Old Surehand y Apanachka irían aquella misma noche a verme; pero no fue así. A la mañana siguiente me enviaron un recado diciéndome que ya sabía cuánto me querían y respetaban los dos; pero que no podían ir a verme a la casas de su enemigo Tatellah-Satah; que tenía que decidir en la diferencia que había entre ellos y éste; que, por lo demás, me recibirían gustosos en su alojamiento siempre que yo fuese a la ciudad baja, y que no había motivo para presentar excusas, ya que era imposible que sus hijos hubieran ido al castillo a visitarme.
No quise tomar a pechos el mensaje. Aquellas eran cosas de que yo no estaba enterado, ni tenía necesidad de conocer. Sólo había para mí un camino: obligar a sumarse a mí al que no quisiera hacerlo de buen grado. Pero aquella mañana no tenía gusto ni tiempo para ocuparme en cuestiones personales. Tenía que ir al Valle de la Caverna, para orientarme topográficamente y estar preparado cuando friera a esconderse allí el enemigo. En trances como aquel, todas las precauciones habían de parecerme pocas.