La casa de Winnetou
La penosa impresión que producía el castillo se amortiguaba un tanto por el hecho de que estaba muy poblado. Por todas partes había gente: en las terrazas, en los tejados, en las ventanas, delante de las puertas, en las calles, se veían hombres, mujeres y niños. Los hombres iban vestidos enteramente como Winnetou, con la estrella en el pecho; las mujeres y los niños tenían aspecto limpio e inteligente expresión. No se veían las caras indolentes que se suelen encontrar entre ellos, ni tampoco la expresión de muda queja o de melancolía propia de la raza, que parece haber renunciado a toda alegría y felicidad. Se veía reír y bromear. Todos saludaban a Tatellah-Satah con profundas reverencias y respetuosos ademanes. Se tenía por él la mayor y más sincera veneración, con gran curiosidad a «Corazoncito» y a mí. Sabían ya quién era aquel a quien había ido a buscar en persona el Guardián de la Gran Medicina. Repetían mi nombre, y me llamaban con gritos de júbilo, porque sabían que la acción, aplazada durante tanto tiempo, iba a comenzar.
—¡Y esa es su squaw… su squaw! —oí decir.
Tengo que advertir que la palabra squaw no entraña sentido alguno despectivo. Hay novelistas que pintan a las mujeres indias como privadas de todo derecho y esclavas de sus maridos. Esto es absolutamente falso: ha habido indias que hasta han llegado a ser jefes. La situación de la mujer resulta realzada por el hecho de que la herencia sigue de ordinario la línea femenina: al difunto no lo hereda su propio hijo sino el hijo de su hermana. No tenía, pues, nada de extraordinario que «Corazoncito» llamase la atención en el mismo grado que yo.
Entramos por la ancha y profunda puerta de un edificio amplio, en cuyas paredes exteriores se veían altas y estrechas aberturas, casi como aspilleras, cada una de las cuales daba a un balcón de piedra, desde donde se podía contemplar toda la meseta del Monte Winnetou. Pasado el pórtico llegamos a un espacioso patio, en el cual nos encontramos con otro edificio igual. También éste tenía un pórtico que daba paso a otro patio idéntico, al otro lado del cual había un tercer edificio análogo a los anteriores. Así había una serie de patios y edificios, cada uno más elevado que el anterior, y construidos aprovechando una depresión grande de la roca, que por la parte de abajo era muy ancha y se iba estrechando hacia arriba. En consonancia con esta configuración del suelo, los patios y los edificios iban siendo más estrechos cuanto mayor era su altura. Los muros laterales de los patios estaban formados por las paredes de la depresión, y de todos ellos salían sendas, muy hundidas en la tierra, que llevaban al bosque, en cuyas praderas pacían los más valiosos caballos del célebre hombre de la medicina.
En el patio mayor y más bajo desmontamos. Tatellah-Satah nos llevó a «Corazoncito», al «Aguilucho» y a mí al interior de la casa, sin permitir que nadie más nos acompañase. Subimos al primer piso y penetramos en una habitación bastante espaciosa, en el centro de la cual seis enormes osos sostenían Una mesa sobre la cual había como una docena de pipas de paz, con todos sus accesorios. En aquella sala se recibía a los huéspedes ordinarios; pero a nosotros nos llevó al través de una serie de habitaciones hasta que nos encontrarnos ante una cortina de cuero, pintada y repujada del modo más espléndido, que levantó diciendo:
—Entrad y sentaos, que yo vuelvo al momento.
Así lo hicimos y vimos que nos hallábamos en una especie de pequeño santuario, conservado con mucho cariño. Dos claraboyas de cristales permitían que entrara la luz a raudales y todo el interior estaba dispuesto como el de una tienda de campaña, con las paredes tapizadas alternativamente de pieles de castor blanco y de perdiz blanca de la pampa, animales rarísimos ambos. En el suelo había cuatro pieles de búfalo, blancas como la nieve y dispuestas de modo que formaban blandos asientos, en que la cabeza y los cuernos hacían de respaldo y de brazos. En el centro, cuatro cabezas de jaguar sostenían una gran concha pulimentada, hecha de la sagrada arcilla del Norte. En la concha había un calumet; pero un calumet que no era grande ni lujoso, sino pequeño y ordinario. No había nada en él que llamase la atención, y sin embargo lo reconocí al instante como la más valiosa y rica pipa de paz que podía haber para mí allí y fuera de allí.
¡La pipa de Winnetou! —exclamé—. ¡La pipa que llevaba cuando lo conocí! ¡Qué sorpresa y qué alegría!
—¿Estás seguro de que es esa? —preguntó «Corazoncito».
—Completamente seguro.
—Déjame que la vea.
Y diciendo esto quiso acercarse para cogerla.
—No —dije deteniéndola—. No la toques. Veo que este es un lugar sagrado, en el cual hasta los amigos como nosotros tienen que conducirse con respeto.
La llevé a una de las ventanas y desde allí contemplamos toda la meseta con sus tiendas de campaña y sus barracas de madera. Parecía que habían llegado personas de importancia por el movimiento que se notaba. No nos quedó mucho tiempo para hacer observaciones, porque Tatellah-Satah volvió en seguida. Se había quitado el manto y llevaba un traje indio ordinario de cuero sencillamente curtido, sin adornos ni ribetes de ninguna clase.
Lo primero que hizo fue tomar a «Corazoncito» por la mano y llevarla a uno de los asientos. Él se reservó el sitio de enfrente y nos colocó a mí a su derecha y al «Aguilucho» a su izquierda. Tatellah-Satah no se sentó, sino que quedándose en pie, habló así:
—Mi corazón está profundamente conmovido y mi alma lucha con las penas de los pasados tiempos. Cuando se fumó aquí el calumet la última vez fue en son de despedida. Donde se sienta nuestra hermana blanca estaba sentada Nsho-Chi, la más hermosa hija de los apaches, la esperanza de nuestra tribu; donde está Old Shatterhand se sentaba Winnetou, mi preferido, a quien nadie conocía como yo; el lugar que ocupa el «Aguilucho» lo tenía Inchu-Chuna, el sabio y valiente padre de aquéllos. Habían venido para despedirse de mí. Nsho-Chi quería ir al Este, a las ciudades de los rostros pálidos, para llegar a ser también un rostro pálido. En el interior de mis ojos había lágrimas: el objeto de todos nuestros deseos y esperanzas nos abandonaba, porque su amor ya no nos pertenecía. Fue aquel un día triste; fuera bramaba la tempestad y en mi alma reinaba el dolor. Se fueron y Nsho-Chi no volvió más. Ella y su padre cayeron asesinados. Sólo Winnetou regresó. Yo me enfurecí con él y reproché agriamente la conducta de aquel por cuya causa la hija de nuestra raza se había separado de nosotros. Entonces Winnetou depositó su calumet en esta concha y juró que no volvería a tocarlo hasta que yo permitiera a su hermano Shatterhand venir aquí a fumar la pipa de la paz con nosotros. Después de aquello volvió muchas veces a esta casa, vivió y estuvo trabajando muchos meses en el Monte Winnetou; pero no entró más en este cuarto, ni tampoco ha entrado nadie en él desde entonces. Sólo su juramento lo habitaba, y ha estado esperando aquí largo tiempo. Winnetou murió y murió también en el corazón de Old Shatterhand. Mi cólera contra éste fue mayor que nunca. Me parecía que con Winnetou había muerto el porvenir de los apaches. Yo era el Guardián de la Gran Medicina y habría querido salvar de la decadencia y de la muerte a esta raza. Pensaba que su alma debía despertar en Winnetou, el indio de pensamiento más profundo, el más noble de todos. Muerto éste, moría con él el alma de la raza. Eso creía yo, ¡necio de mí!
Se detuvo un instante, miró por la ventana que yo había abierto y siguió así:
—Vinieron días claros y soleados. La voz de la vida me llamó de nuevo, y dondequiera que oí hablar, se hablaba de Winnetou. Winnetou vivía; había vuelto de la montaña de Hancock, donde lo habían matado, atravesando praderas, valles y montes y acercándose cada vez más a su patria. No había muerto: sus actos persistían, sus palabras se repetían de tienda en tienda. Su alma hablaba, predicaba por los valles primero y luego por las alturas, hasta que llegó al Monte de las Medicinas, llegó a mí; y cuando la reconocí, vi que era no sólo el alma de Winnetou, sino al mismo tiempo el alma de su pueblo, de su raza. Se posó junto a mí y desde entonces la oía hablar cada día, cada hora. Por todas las puertas, por todas las ventanas llegaba hasta mí el nombre de Winnetou, que estaba en los labios de todas las naciones rojas y que llegó a formar una torre de llamas que iluminaba todas las llanuras, todas las montañas. El que tenía pensamientos buenos, puros y nobles hablaba de Winnetou. Winnetou llegó a ser un ideal, a constituir el amor sagrado de su raza. Llegué a comprender muchas cosas de que antes no podía darme cuenta. Conseguí oír con tranquilidad el nombre de Old Shatterhand pronunciado al mismo tiempo que el de Winnetou. Reconocí por fin que los dos son inseparables en las grandes ideas de humanidad. En las horas de lucha interna, me refugiaba en esta habitación y volvía a ver a Winnetou, en espíritu conmigo, dejando el calumet en la concha y levantando la mano para jurar que no volvería a tocarlo si no estaba delante su hermano Shatterhand.
Hizo otra pausa. Y en el silencio que siguió a sus últimas palabras oímos gritos lejanos de bienvenida que subían de la ciudad. Tatellah-Satah fue a la ventana, miró hacia abajo y dijo:
—Han llegado más jefes; lo conozco por el adorno de plumas que llevan. Pronto sabremos quiénes son.
Volvió a su sitio y continuó:
—Nunca hasta este momento había tenido la certeza de que Winnetou vive. Old Shatterhand ha venido al través de tierras y mares, y de él se desprende la misteriosa confirmación de que para su hermano rojo no existen los viejos y falsos cazaderos eternos que fueron inventados Para la masa ignorante. Yo escribí a Old Shatterhand rogándole que viniese para salvar a su hermano Winnetou; pero estoy convencido de que Old Shatterhand sabe muy bien de quién procedía el llamamiento: no de Tatellah-Satah, sino de Winnetou, del alma de la raza roja, que iba a ser ahogada y aniquilada por sus propios hijos. Ahora, esa alma se elevará, aprenderá a volar y no se limitará a comer y beber, para luego pasar hambre, sino que hará más. Participará en tordo lo que Mánitu dio a la humanidad entera, no para ésta o aquella nación. No seguirá siendo niña, porque desgraciado del pueblo que se resiste a la emancipación. Pero la locura de los inconscientes llega ahora hasta el punto de querer engañar al niño diciéndole que es un hombre, un héroe, un gigante, y perpetuar este engallo en bronce y mármol. Eso es un crimen, y como los que van a cometerlo son de nuestra propia raza, se podría calificar de suicidio. Eso no puede consentirlo Tatellah-Satah ni tampoco Old Shatterhand. ¡Estoy tan contento de que haya venido para ayudarnos en esta tarea…! Está sentado a mi derecha como en otro tiempo Winnetou y hasta me parece que es Winnetou mismo. Y nuestra hermana blanca es como si fuera Nsho-Chi, la preferida de nuestro pueblo. Yo, Tatellah-Satah, el Guardián de la Gran Medicina, os doy la bienvenida y siento que está a mi lado aquel a quien amé como a nadie. Él me ve y ve que su juramento se ha cumplido. Old Shatterhand está aquí. Yo lo odiaba antes; pero ahora lo amo. Él es mi hermano como yo lo soy suyo. El calumet de nuestro Winnetou va a dar fe de ello.
Cogió la pipa, la llenó, la encendió, aspiró seis veces y dirigió el humo una vez hacia arriba, otra hacia abajo y las otras cuatro hacia los puntos cardinales, pronunciando la fórmula acostumbrada; luego me dio la pipa. Yo me levanté y dije:
—Saludo a mi Winnetou y veo el despertar de su pueblo. Yo fui siempre suyo y él fue siempre mío. Así es aún hoy y será siempre. Basta de palabras: que hablen los hechos. El día de hoy es el más apropiado para ello.
Hice las seis aspiraciones en la misma forma y devolví el calumet al hombre de la medicina. Este se lo entregó a «Corazoncito» y dijo:
—Tómala tú ahora, como nuestra Nsho-Chi. ¡Que nos hable por tu boca!
Aquel era un gran honor, que me llenó de alegría, pero no sin cierta mezcla de temor. Mi mujer tenía que hablar. ¿Qué es lo que iría a decir? También tenía que fumar aquel fuerte tabaco, mezclado con zumaque. En toda su vida no había fumado más que en una ocasión, medio cigarrillo, por broma. Me miró y leyó en mis ojos esta advertencia: ¡«Corazoncito», por Dios, no me pongas en ridículo! Pero ella sonrió confiada y cogiendo la pipa, se puso en pie y habló así:
—Yo amo a Nsho-Chi, la hija de los apaches. He estado orando en su tumba. Allí he sentido que no hay tumbas, ni muerte, ni cadáveres. Sólo se pudre lo superfluo; todo lo demás subsiste. Como ella, su pueblo ha desaparecido también; pero su alma ha quedado. Y, si sois lo bastante fuertes, esta alma creará los nuevos y hermosos cuerpos que merece en justicia desde hace tanto tiempo. Dame tu corazón ¡oh Tatellah-Satah! ¡El mío es ya tuyo!
Dio valerosamente las seis chupadas y devolvió la pipa. Cuando se sentó tenía los ojos húmedos; pero no sé si era por la emoción o efecto del tabaco.
El calumet pasó al «Aguilucho», que se levantó y dijo:
—En toda la extensión de la tierra, es ésta una época señalada. Pero esta época aún no ha terminado; al contrario, está en su comienzo. Aún es joven; tiene que desarrollarse y nosotros con ella. La humanidad se eleva hacia sus ideales: hagamos nosotros lo mismo. No nos quedemos al ras del suelo como hasta ahora. El «Aguilucho» sacude ya sus alas. Cuando vuele tres veces alrededor de la montaña, los hombres rojos despertarán de su muerte aparente y alumbrará el día que nuestra raza merece.
También él dio las seis chupadas de ritual y luego devolvió el calumet al Guardián de la Gran Medicina.
Este tenía que acabar de fumarlo lentamente sin que se hablase nada mientras tanto. Una vez que lo hubo hecho, quedó terminada la ceremonia. Tatellah-Satah nos condujo a la habitación grande que he descrito en primer término, y en la cual había varias pipas de paz, y presentándonos a un indio de gigantescas proporciones que allí nos esperaba, dijo:
—Este es vuestro criado Inchu-Inta (Ojos Bondadosos), que os llevará al alojamiento que se os ha destinado. Él os enterará de todo cuanto deseáis saber. Era el favorito de Winnetou. Que lo sea también vuestro. Sólo una cosa os pido, y es que os sentéis hoy a mi mesa, nada más que hoy por ser el primer día, de aquí a una hora. Después quedaréis libres en absoluto, aunque podréis venir a mi casa siempre que os plazca.
Nos dio la mano y luego se retiró. Bajamos al patio donde habíamos dejado nuestros caballos y vimos que allí no había más que el potro del joven indio y el mulo que llevaba su paquete. El «Aguilucho» montó y se dirigió a la torre que le iba a servir de alojamiento. Inchu-Inta nos dijo que Pappermann había llevado nuestros caballos a la casa que nos iba a servir de alojamiento y allí nos encaminamos.
Como he dicho, Inchu-Inta tenía el aspecto de un verdadero huno. Era hombre seguramente de más de 60 años; pero con el vigor de un joven y un carácter fiel, orgulloso y veraz. Se le había designado para criado nuestro a petición suya; pero su posición con respecto a nosotros no envolvía el concepto de subordinación ni de obediencia: él seguía siendo su propio dueño. Nos guio al través de los patios y puertas que antes he dicho, hasta llegar al sexto patio. La casa que en él se levantaba era la destinada exclusivamente a nosotros.
—Esta es la casa de Winnetou-nos explicó «Ojos Bondadosos».
—¿Vivió aquí Winnetou? —pregunté yo.
—Siempre que venía a este lugar aquí se alojaba —respondió el criado—. Las habitaciones que va a ocupar Old Shatterhand están como las dejó Winnetou la última vez que estuvo aquí. Cuando venían Inchu-Chuna y Nsho-Chi, también aquí se alojaban. Nuestra hermana blanca va a ocupar las habitaciones en que vivió la hermosa y buena hermana de Winnetou.
También aquella casa tenía balcones a los que se salía por estrechas aberturas en la fachada, y por su situación superior, la vista se extendía más lejos desde ellos que desde la casa de Tatellah-Satah. Nuestros caballos fueron conducidos al establo de la casa y nosotros subimos al primer piso, donde nos encontramos primeramente en una gran habitación amueblada a estilo indio, con grandes vasijas de barro para lavarse, muchos asientos de diversas clases y una bandeja con pipas de paz.
—Este es el salón de recibir —dijo sonriendo «Corazoncito».
Las paredes estaban cubiertas de todo género de armas. Allí vi algunos cuchillos, pistolas y rifles, que ya conocía. El criado nos hizo recorrer toda la casa. Había en ella alojamiento cómodo para treinta o cuarenta invitados, y necesitaría muchas páginas para describir, aunque sólo fuera a la ligera, su mobiliario y decoración. En vista de ello, renuncio a hacerlo por ahora.
Puede el lector imaginar con qué emoción entré en las tres habitaciones en que había hecho la vida Winnetou. A la izquierda estaba el dormitorio, que daba a otro cuarto, bastante mayor, en el que estaba de ordinario por el día, y después del cual venía el cuarto de trabajo. Desde cada una de las tres piezas se podía salir al balcón para gozar de la espléndida vista que ofrecía. En el dormitorio había un lecho de pieles y mantas sumamente muelle, blando y limpio y algunas vasijas para lavarse y beber; nada más. En el cuarto del centró, amueblado medio a la europea, medio a la india, había asientos y mesas altos y bajos. Sobre estas últimas y colgados de las paredes vi objetos que reconocí al momento porque me habían pertenecido. Entre ellos figuraban dos retratos míos, muy parecidos en mi opinión, y a la sazón desvanecidos por la acción del tiempo, y en una de las paredes se veían unos veinte dibujos, copia de aquellas fotografías.
—¡Cuánto debía de quererte! —dijo «Corazoncito», mientras examinaba los dibujos.
—No dejaba de tener talento para el dibujo; pero se ve que su mano no estaba ejercitada. Esto es conmovedor.
En el cuarto de trabajo había… una mesa de escritorio; sí, una verdadera mesa de escribir, con cajones, plumas, tinta y mucho papel. La tinta se había secado. Allí se había ejercitado en escribir el gran indio. Él, el domador de los potros más salvajes, el maestro en todas las armas, había trabajado en aquella mesa para aprender ortografía. ¡Oh mi amado y único Winnetou! Allí había escrito los capítulos más importantes de su testamento, cuya publicación me dejó encomendada.
También había trabajado allí en otras cosas, con cuchillos y tenazas, con martillos y limas, hasta con agujas e hilo. No había nada humilde ni pequeño para él. Se había hecho una carpeta de cuero, y al abrirla vi en ella una hoja de papel, en la que había escritas, en gruesos caracteres, estas palabras: «¡Carlos, Carlos mío, cuánto te quiero!». Al volver la hoja, vi que por el reverso también estaba escrita, aunque con caracteres más pequeños y temblorosos. Decía lo siguiente: «Carlos, muerto para ti. Lo sé, lo sé. Tu Winnetou».
Cuando Inchu-Inta vio que «Corazoncito» lloraba mientras leíamos aquellas palabras, él, el hombre fuerte, se volvió y se llevó la mano a los ojos.
—¡Qué limpio está todo! Parece como si hubiera estado aquí hace una hora —dijo mi mujer—. ¿Quién ha cuidado estas habitaciones?
—Yo —respondió él.
—¿Cuándo?
—Todos los días.
—¿Y desde cuándo?
—Desde que él estuvo aquí por última vez.
—¿Todo este tiempo y diariamente? ¿A pesar de que él no vivía ya, ni podía volver por aquí?
El indio movió lentamente la cabeza a un lado y a otro y sonriendo dulcemente dijo:
—Él decía siempre que no hay muerte, porque su hermano Shatterhand se lo había asegurado, y yo creí y creo hoy lo que los dos decían.
Pasó la mano por un traje de cuero que había colgado en la pared y dijo:
—Esta chaqueta y este pantalón son los que llevaba para estar en casa. Cuando estoy aquí solo, lo cual ocurre muchas veces, me parece oír un rumor en este traje. ¿Estará aquí Winnetou?, pienso. ¿Habrá entrado detrás de mí? Entonces creo verlo ahí fuera, en el balcón, con las manos cruzadas, orando, como solía hacer cuando tenía algún anhelo o algún sufrimiento. Me llamaba su amigo; pero yo me consideraba orgulloso de ser su criado. Yo puse mis manos bajo sus pies y habría dado mil veces la vida por él. Pero él tenía que morir, pues no su vida, sino su muerte es la que ha despertado a la tribu de los apaches y a todos los pueblos rojos, la que les ha abierto los ojos y les ha enseñado a apreciar qué valiosa es la vida de un solo hombre, y por consiguiente cuánto más preciosa e insustituible es la vida de toda una nación, de toda una raza. Estábamos ciegos y ahora tenemos vista. ¡Cuánto lo he querido, cuánto, cuánto!
De pronto se acercó a mí, me cogió la mano y me dijo en tono de súplica:
—Ocupa tú su puesto, no sólo en esta casa, sino también en mi corazón.
Y diciendo esto se golpeaba el pecho. Luego tomó también la mano de «Corazoncito» y prosiguió:
—Y tú, sé nuestra Nsho-Chi. Habla a las mujeres, que se van a reunir aquí. Guíalas no a las palabras, sino a los hechos. Tatellah-Satah es sacerdote y no guerrero: tenedlo en cuenta. Por eso nuestro gran Winnetou tenía el anhelo de traer a esta casa a su hermano blanco. El alma que ahora despierta necesita protección y apoyo contra su propio pueblo. Toda su esperanza está puesta en vosotros.