La catarata del velo
El anciano me miró durante unos segundos con ojos que parecían de fuego, y después, con vivacidad juvenil, desmontó, se adelantó a mi encuentro y me cogió ambas manos con las suyas. Así estuvimos un rato, llenos de solemnidad y al mismo tiempo inundados de íntima alegría, con los ojos del uno en los del otro, perfectamente conscientes de la trascendencia de aquel momento. Transcurridos unos instantes, tomó de nuevo la palabra:
—Me habían dicho que te habías hecho viejo. No es así. El sufrimiento puede envejecer; pero no el amor, y yo me siento unido contigo por el amor, a pesar del poco tiempo que hace que te comprendo. ¡Bien venido seas!
Me apretó contra su pecho y después, cogiéndome por la mano, dijo volviéndose a la multitud que nos rodeaba:
—No os conozco. Yo soy Tatellah-Satah y junto a mí está Old Shatterhand. Pero fijaos en que somos algo más que esto. Yo soy el anhelo de los pueblos rojos, que, mirando a Oriente, esperan su salvación. Él es el día que nace, que pasa por tierras y mares para traernos el porvenir. Cada hombre ha de representar a toda la humanidad y lo que hagáis aquí en mi montaña, sea justo o sea injusto, no lo hacéis para vosotros, ni para el día de hoy, sino para los siglos venideros y para todos los pueblos de la tierra.
Volviéndose luego hacia mí, me dijo:
—Monta a caballo y sígueme. Eres mi huésped, el más querido que puede haber para mí. Lo que es mío será también tuyo.
—Pero no vengo solo —respondí.
—Lo sé. Me lo han dicho desde el Nugget-Tsil. Preséntame a tu squaw, de la que me han dicho mis escuchas que es como un rayo de sol, y tráeme su caballo. Preséntame también al viejo y leal cazador.
Llevé a su presencia a «Corazoncito», quien hizo ademán de arrodillarse ante él y besarle la mano; pero él la atrajo hacia sí y dijo:
—Mis labios no habían tocado nunca a una mujer. Tú serás la primera y la última; la única.
La besó en la frente y en las mejillas y después le dijo:
—Monta a caballo. Yo te ayudaré.
Pappermann había traído el caballo de mi mujer. El Guardián de la Gran Medicina sujetó el estribo con sus manos y cuando «Corazoncito» hubo puesto el pie en él, la colocó en la silla. Después de esto, también Pappermann recibió un bondadoso apretón de manos y la orden de unirse a nosotros con la impedimenta. Antes que Tatellah-Satah volviera a montar, juzgué conveniente presentarle a nuestras amigas, las dos Achtas, así como a Athabaska y Algongka. Inmediatamente se ganó el afecto de los cuatro por la bondadosa manera con que los acogió. Después subió en su mulo y nos encaminó hacia donde estaban sus acompañantes, que, con nosotros, formaron el séquito del anciano en el mismo orden en que habían venido: el «Aguilucho» delante, después la mitad de los winnetous, luego Tatellah-Satah con «Corazoncito» y conmigo; detrás de nosotros Pappermann con los mulos del equipaje y por último la otra mitad de la guardia. Así atravesamos la ciudad alta y luego nos internamos en el valle que he designado con el nombre de pórtico del Monte Winnetou. A nuestro paso se agrupaban por ambos lados los indios, pira rendir homenaje, a su modo silencioso, pero tan elocuente, al más grande y famoso de sus sabios. Parecía que pasaba un rey o un santo: tal vez, en su concento, el que contemplaban participaba de las dos dignidades. «Corazoncito» estaba muy pálida y conmovida y a mí me pasaba lo mismo.
Cuando dejamos atrás la meseta del Monte Winnetou cubierta de tiendas, se abrió ante nosotros la enorme masa de la montaña formando una amplia y elevada puerta de rocas por la cual pasamos para penetrar en el valle que daba acceso a la parte interior del macizo montañoso. Las laderas del valle eran de gran altura y estaban cubiertas por un espeso bosque.
—Antes que vayamos a mi castillo, quiero enseñaros mi maravilla —dijo Tatellah-Satah—. Me refiero a la Catarata del Velo, única en su género. Primeramente veréis lo que llamamos el Oído del Diablo, cuyo objeto no se sabe, y el modelo para la estatua de Winnetou, en el cual trabajan Young Surehand y Young Apanachka.
No respondí nada e hice como si aquel Oído del Diablo no me interesase. Se recordará que en el recinto elíptico que lleva el nombre de Cha Manitou (Oído de Dios) nos habíamos enterado de los planes de Kiktahan Shonka y su aliado Tusahga Sarich. Allí supimos que había otra construcción elíptica igual, que se llamaba Cha Kehtikeh (Oído del Diablo). ¿Sería este el lugar a que se refería el hombre de la medicina? «Corazoncito» me miró, dándome a entender que mi deber era contar lo que sabíamos; pero yo moví la cabeza negativamente. Cuando el «Aguilucho», en el Púlpito del Diablo, nos habló del Oído de Dios y del Oído del Diablo, dijo que esperaba saber por Tatellah-Satah el secreto de aquellos dos lugares; pero mi opinión era que el hombre de la medicina no estaba bien enterado de lo que se trataba. Por eso creí más acertado no hablar del asunto hasta saber dónde llegaba su conocimiento del caso.
El camino por donde íbamos no parecía un sendero de montaña, sino un camino vecinal alemán por el cual hubieran pasado muchos carros con pesada carga. Había profundas rodadas y huellas de caballos muy hundidas, indicios de que el transporte no se había hecho sin penoso esfuerzo por parte de los animales. «Corazoncito» no pudo menos de hacérmelo observar así; con un comentario de compasión para las bestias. Respondí a sus palabras; pero Tatellah-Satah no dijo nada, si bien frunció las cejas y su rostro tomó una expresión severa.
El sendero iba cuesta arriba; pero tan suavemente que apenas se advertía. Pronto vimos que salía de él un camino de herradura, en pendiente más acentuada.
—Este es el camino del castillo —nos dijo Tatellah-Satah—, pero ahora no vamos a subir. Sigamos adelante.
Al cuarto de hora de marcha, aproximadamente, el valle se fue ensanchando hasta formar un amplio espacio abierto o gran plaza, al mismo tiempo que se iban elevando en proporción las dos paredes de roca que lo limitaban. Cada una de estas paredes tenía un entrante de figura casi semicircular. Los dos entrantes, de forma exactamente igual y colocados el uno enfrente del otro, constituían dos enormes nichos de roca, cuya simetría llamó mi atención al momento. Comprendí que si la naturaleza haba sido la creadora de aquel accidente del terreno, la mano del hombre lo había perfeccionado luego, hacía miles de años. En cuanto vi los dos entrantes, observé un detalle que me recordó al instante el Púlpito del Diablo, donde había sorprendido la deliberación de los utahs y los siux: en la parte de delante de ambos nichos, el suelo era de losas de piedra, tan juntas, que no dejaban atravesar por entre ellas ninguna vegetación. En cada uno de los nichos y sobre estas losas, se levantaba una roca de forma de púlpito, a la cual se podía subir por unos escalones, enteramente iguales a aquellos otros en que me encontré las patas de perro que formaban parte de la medicina del viejo Kiktahan Shonka. La parte de detrás de los dos nichos estaba cubierta de matorrales, arbustos y árboles, y sólo se podía adivinar en ella otro púlpito igual, correspondiente a aquel otro en que el oso se había establecido y donde halló la muerte. Por poco tiempo que se tuviera para reflexionar sobre ello, no se podía menos de pensar que cada uno de aquellos nichos era una repetición de la masa rocosa que constituía el Púlpito del Diablo.
Digo con toda idea «por poco tiempo que se tuviera» porque yo apenas tuve ninguno para formar mi juicio, pues Tatellah-Satah, interrumpiendo el silencio que observábamos todos, me dijo, mientras señalaba a derecha e izquierda:
—Estos son los Oídos del Diablo. ¿Conocías su existencia?
—De los dos no; sí de uno —respondí.
—En realidad no hay más que uno; porque hay uno verdadero y otro falso; pero ahora no se sabe cuál es el auténtico.
—¿Es que se ha sabido en algún tiempo?
—Sí; pero es un dato que se ha perdido. Yo he hecho todo lo posible para averiguarlo, sin conseguir nada. Hay dos Púlpitos del Diablo: este es uno, y el otro está en Colorado. Aquel es el Oído de Dios; este es el Oído del Diablo. Ya te contaré más adelante lo que significan estos nombres.
Continuamos nuestro camino.
El ensanchamiento o dilatada plaza en que nos encontrábamos estaba poblado en parte de árboles milenarios, cuyo enorme ramaje no nos permitía ver a lo lejos; pero tan pronto como los atravesamos, nuestra vista pudo extenderse con libertad. Lo que vimos era tan imponente que hubimos de detener nuestros caballos, sobrecogidos por tanta grandeza.
—Esta es la maravilla de que os hablaba; la Catarata del Velo —dijo el hombre de la medicina, señalando hacia delante.
Nuestra vista abarcaba la parte superior y posterior de la gran plaza. Allá en lo alto, pero invisible para nosotros, por nuestra posición inferior, estaba el Lago del Secreto o de la Medicina. Desde su orilla, la roca cortada a pico, hacia el sitio donde estábamos nosotros, en toda su extensión. Ya he dicho que el lago alimentaba dos cataratas que caían por los dos lados del Monte Winnetou, para reunirse luego y formar el río Blanco; pero entre ellas no se llevaban toda el agua sobrante del lago, sino que había un tercer desagüe; la Catarata del Velo. Mientras el lago despedía por la parte anterior las dos estrechas cataratas, en su parte de detrás formaba otra tan ancha que llegaba de un lado a otro de la plaza en que nos hallábamos. La línea de desagüe era perfectamente horizontal, así es que el agua caía, repartida por igual y formando una superficie plana como un espejo, hasta el fondo del valle.
La catarata tenía una altura que no bajaría de cincuenta metros. Su uniformidad no se interrumpía en un solo punto, y como abarcaba toda la anchura del valle interior, puede imaginarse la impresión que causaría su aspecto. Era poco después de mediodía: el sol estaba muy alto y sus rayos caían casi verticalmente sobre la superficie del agua, que los refractaba y los reflejaba en tal forma que daba la sensación de un líquido compuesto de oro, plata y cobre, en el cual hubiese corrientes de diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas, topacios y otras piedras preciosas. Aquello parecía un milagro. Pero lo más sorprendente de todo era que el agua no caía en un lago, ni en otro depósito de ninguna clase, sino que desaparecía en la tierra.
—¿Dónde vuelve a salir esa agua? —pregunté a Tatellah-Satah.
—En el Valle de la Caverna, a cinco horas a caballo de aquí —me respondió.
Esto me interesaba mucho, pues el Valle de la Caverna era el lugar en que pensaban ocultarse Kiktahan Shonka y sus aliados. Tatellah-Satah prosiguió:
—A esta hora del día la catarata parece que está tejida de oro y piedras preciosas; pero no justifica su nombre de Catarata del Velo. Ya la verás más tarde, al oscurecer o por la noche: en la oscuridad, a media luz, a la luz de la luna, a la luz de las estrellas, y sentirás la impresión de estar en otro mundo, no en esta tierra que ha perdido todo su carácter sagrado.
Al decir esto señalaba a una obra en construcción, enclavada a poca distancia por delante de la catarata, y de tales proporciones que parecía destinada a destruir el encanto de aquella maravilla. La parte construida consistía en una base de diez enormes escalones, tan anchos y tan altos, que cada uno de ellos pesaría miles de quintales. Sobre aquel pedestal se levantaban dos andamiajes por entre los cuales se veía la parte inferior de una estatua colosal: una pierna hasta la rodilla y la otra hasta medio muslo. Se distinguía claramente que la figura iba a llevar pantalón de montar indio y mocasines.
—¡Qué profanación! —exclamó «Corazoncito»—. ¡Poner esa informe obra humana justamente delante de esta maravilla de Dios! ¿A quién se le ha ocurrido tan desdichada idea?
—No ha sido a uno sino a cuatro —respondió Tatellah-Satah—. A Old Surehand, a Apanachka y a sus hijos.
—¡Cómo! —dije yo—. Pero ¿es que esta figura va a representar a Winnetou?
El hombre de la medicina hizo un movimiento afirmativo de cabeza.
—¡No es posible! ¡Y aquí! Yo creí que pensaban poner el monumento en lo alto del monte.
Desde que habíamos entrado en el valle ya no íbamos en medio dé la guardia de Tatellah-Satah, sino delante de ella. El «Aguilucho», que cabalgaba a nuestro lado, me respondió:
—Así es. El monumento definitivo se instalará en el alto saliente del monte que luego os enseñaré. El modelo está en una de las casetas de la ciudad baja. Esto de aquí no es más que una prueba. Si da buen resultado se ejecutará el plan completo. Para una obra colosal como es ésta, hacen falta recursos también colosales. Con objeto de allegar esos recursos, hay que despertar el entusiasmo de los donantes por la obra. Por eso se ha elegido este sitio para la estatua de prueba; Old Surehand y Apanachka la construyen a sus expensas y para ejecutar la obra definitiva se cuenta con los donativos de todas las naciones rojas. Una vez construida aquí la estatua, se la iluminará por la noche con lámparas eléctricas, farolillos y bengalas. Se cuenta también con el efecto grandioso de la Catarata del Velo.
—¿Y habéis consentido eso? —exclamó «Corazoncito», que tiene un fino instinto artístico y se sentía indignada por aquel proyecto.
—Yo no —respondió Tatellah-Satah, levantando la mano como si quisiera jurar la verdad de lo que decía—. Pero me dejaron solo. No podía hacer otra cosa que preparar el terreno y esperar. Ya ha llegado quien yo esperaba, y le hago la misma pregunta. ¿Consentirás esto?
Dijo esto dirigiéndose a mí. Yo sentí en mi interior una sacudida especial, imposible de describir.
—Pero ¿tengo yo influjo alguno sobre tu pueblo, sobre tu raza? —le dije—. No.
—¿Que no? —repuso él—. Y aunque no lo tuvieras, tú eres quien eres. Necesito tu vista; necesito tu oído; necesito tu mano; necesito tu corazón. Si tú me das todo eso, venceré.
Le alargué la mano y respondí:
—Te ofrezco mi vista, mi oído, mi mano y mi corazón. Soy tuyo.
Me estrechó la mano con tal fuerza que casi me hizo daño, y habló en estos términos:
—Por segunda vez y con más entrañable afecto aún, te doy la bienvenida. Tú serás mi huésped como nadie lo ha sido todavía…
Yo le interrumpí vivamente:
—Déjame ser tu huésped a medida de mi deseo y nada más.
—¿Y cuál es tu deseo?
—Ser un hombre libre; poder entrar y salir sin que se me moleste y gozar de la misma confianza que puedas tú tener en ti mismo.
—Sea. Serás dueño absoluto de tus actos y todo cuanto yo tengo tuyo es.
De nuevo sentí la sacudida interior de que he hablado antes, y señalando a la pesada obra de piedra, dije:
—¡Antes se hundan esos sillares por sí mismos en la tierra que los sustenta, que sea profanada la efigie de mi Winnetou con farolillos y bengalas! Pero ensayemos primero los procedimientos conciliadores.
—Sí, ensayémoslos primero —asintió él—. Volvamos, porque ya hemos visto aquí lo que teníamos que ver.
Desanduvimos lo andado hasta llegar al camino de herradura de que se ha hecho mención y emprendimos la subida al castillo. El «Aguilucho» nos dijo que la gran plaza y la catarata estaban llenas de obreros todos los días y que a la sazón no había ninguno, porque todos eran necesarios en las canteras para sacar nuevos bloques. «Corazoncito» se había quedado muy seria y pensativa. Se dio cuenta de que yo la estaba observando y comprendiendo que me gustaría saber el objeto de sus pensamientos, se anticipó a mi pregunta y me dijo:
—Lo que has dicho de que más fácil es que se hundan esos sillares en la tierra que tú consentir la iluminación de farolillos y bengalas me ha quitado un peso de encima, porque ocurre casi siempre que lo que tú dices se realiza, aunque otros lo tengan por enteramente imposible. Cuando hablabas, tenía el presentimiento de que lo que decías era una profecía que brotaba espontáneamente en ti, sin que supieras de dónde venía.
—¿Y eso te preocupa ahora?
—¿Preocuparme? No, al contrario; me anima y me da firmeza. Me parece que oigo la inflexible voz del destino que se acerca a nosotros para auxiliarnos en nuestra empresa. Eso es lo que me hace estar silenciosa y pensativa.
Mientras se desarrollaba este breve diálogo, habíamos llegado a un punto del camino desde el cual se veía la cima de la montaña. Tatellah-Satah detuvo su mulo y señalando hacia ella, dijo:
—¿Veis en la aguja de roca del Sur el gigantesco nido de águilas que parece inaccesible para el hombre?
Todos lo veíamos perfectamente. El anciano prosiguió:
—Allí subió el «Aguilucho» cuando no era más que un muchacho. Quería buscar su nombre y su medicina en el nido de la gran águila de guerra. Pero la correa que lo sostenía se rompió; cayó en el nido y no pudo volver a escalar la pared de roca. Mató a los dos aguiluchos que había en el nido, y cuando llegó el águila luchó con ella y agarrándose a sus patas la obligó a bajarlo al valle. Ahora le sirven de adorno sus garras, sus plumas y su pico, y las garras y los picos de los aguiluchos son su medicina. Desde entonces se le llama el «Aguilucho». Yo soy su padrino, pues cuando lo traía el águila, estaba yo a la puerta de mi casa y cayó a mis pies.
Aquello parecía una leyenda o una invención, y sin embargo era cierto; se veía claramente. El «Aguilucho» se había adelantado y no oyó aquella parte de la conversación. Nosotros seguimos adelante y yo no pedí al anciano más detalles de aquel suceso extraordinario. Pero comprendí por la expresión de «Corazoncito» que estaba resuelta a acudir directamente al joven indio para enterarse con todo pormenor de la insólita aventura.
El camino, dando innumerables rodeos, subía por la vertiente interior de la montaña; pero al llegar a la altura del castillo salía hacia la parte exterior, es decir, a la vertiente Este del Monte Winnetou, desde la cual pudimos ver, a gran profundidad debajo de nosotros, la ciudad alta y la baja. Por cima de nosotros estaba la torre de vigía. El Guardián de la Gran Medicina, señalándola, dijo al «Aguilucho»:
—Tú te alojarás allí; pero ahora ven con nosotros para fumar la pipa de la paz y la hospitalidad.
El castillo constituía por sí solo una ciudad de piedra en la cual se veía la huella de centenares y aun de miles de años. Allí estaban representados todos los estilos de construcción americanos, desde la simple caverna de los primeros pobladores hasta la fortaleza de los antiguos peruanos, la casa de asambleas de los mejicanos y el wigwam de piedra de los pueblos del Norte. También había allí construcciones mixtas de piedra y de adobe, al estilo de las razas de Pueblo, que, como supe después, se destinaban a almacenes de provisiones, en los cuales se guardaban, desde tiempo _inmemorial, grandes cantidades de trigo y alimentos en conserva, que permanecían inalterables. Se veían muros formados por piedras aun más grandes que las que yo había visto, por ejemplo, en Baalbek y otros famosos lugares de Oriente. Pasamos por entre toda clase de cabañas, casas, palacios, balcones, miradores, terrazas, cobertizos y granjas, que, apoyadas en la pared de roca y como vestigios pétreos de otros tiempos, miraban hacia abajo, a la ciudad alta y la baja, donde los pequeños hombres del presente se esforzaban por llegar a ser más grandes. Pero por sincero que sea mi amor a la raza india y vehemente mi deseo de poder contar de ella sólo cosas nobles, elevadas y buenas, no tengo más remedio que rendir culto a la verdad y confesar abiertamente que, a pesar de su grandiosidad aparente, todas aquellas construcciones me parecían tan pequeñas y tan faltas de espíritu, que ni me causaron asombro, ni siquiera me produjeron impresión de agrado. ¡Tenían un aspecto tan… tan indio…! No había en ellas nada que mirase hacia el cielo: se veían muy pocas ventanas; no había indicios que demostrasen apetencia de aire más libre y más sano; de luz, de claridad del día. Entre todos aquellos edificios no descollaba ninguno sobre los demás, como ocurre con las iglesias o las mezquitas en otros pueblos. La única excepción era la misión de mirar hacia abajo, no hacia arriba: estaba allí para dominar lo profundo, no como una guía para la elevación espiritual.
Estas observaciones me entristecieron, y vi que también a «Corazoncito» le ocurría lo mismo. Sus sentimientos son más delicados y tiernos que los míos, y su alma más sensible a los sufrimientos de la tierra y de los hombres. Imagínese su situación de ánimo al contemplar los indicios inequívocos que teníamos ante los ojos, en aquellas piedras, de la tragedia de toda una gran raza casi muerta. La misma torre de vigía no era propiamente tal torre, sino una casa cuadrada, de poca elevación, con tejado plano. Los indios no tienen torres, no tienen cúpulas ni alminares; no han sabido interpretar el símbolo de sus gigantescos árboles. Del mismo modo, han quedado espiritualmente a ras de tierra. Veían volar el águila a gran altura sobre ellos y el adorno que más les enorgullecía eran las plumas de aquella ave; pero no se les ocurría imitarla y elevarse sobre la tierra. Hay que aprender a volar. El que no lo hace, pueblo o individuo, queda abajo y los demás lo superan mientras él se arrastra por el suelo y se confunde con éste hasta tal punto que no queda ni memoria de su vida. Tal era el destino de los indios, si no querían aprender a volar, en el último momento de opción que les quedaba.