Capítulo 6

Tatellah-Satah

El valle que seguíamos se fue ensanchando rápidamente y las alturas que lo limitaban fueron alejándose, hasta que Llegó un momento en que pudimos contemplar de una ojeada toda la alta meseta en que nos encontrábamos. La impresión que nos causó aquel espectáculo fue tan grande que todos, movidos por el mismo impulso, paramos nuestras cabalgaduras.

—¡Magnífico, magnífico! —exclamé yo.

—¡Dios mío, qué hermoso! —dijo «Corazoncito»—. ¿Es posible que haya en la tierra una cosa así?

El viejo Pappermann expresó también su asombro diciendo:

—Nunca, nunca había visto un sitio como éste.

Imagínese una gigantesca catedral, de más de mil metros de elevación, ante la cual se extendía un dilatadísimo espacio libre dividido en una parte alta y otra baja, por varios escalones naturales. Detrás de la catedral, situada al Oeste de este espacio, se veían otras alturas, parecidas a torres, que desaparecían por el lado occidental en la perspectiva del misterioso azul ceniciento del horizonte. Hacia los otros tres puntos cardinales, la meseta estaba rodeada de colinas más bajas, que no dejaban entre ellas más salida que el valle del riachuelo por donde habíamos llegado nosotros y que seguía la dirección Este. Aquella ingente catedral era el Monte Winnetou. Su torre principal se elevaba hacia las nubes, como impulsada por las más atrevidas fuerzas de la naturaleza. Entre sus dentados chapiteles de roca viva, que se levantaban sobre verdes praderías, brillaban sábanas de nieve, que el sol besaba sin cesar, hasta que derretidas por su amoroso contacto, bajaban de roca en roca y de garganta en garganta, en forma de innumerables arroyos que iban a reunirse al pie de la torre en un lago, del cual salían dos cataratas de más de sesenta metros de altura, una por el Norte y otra por el Sur, y cuyas aguas rodeaban luego la alta meseta en que nos encontrábamos, para volver a reunirse en el lado Este y formar el río Klekih Toli, cuyo curso habíamos seguido. Por bajo de las praderas y a bastante altura de la torre comenzaba un bosque que bajaba hasta circundar el lago, y luego se extendía hacia la meseta para terminar en la llanura. Aquel lago se llama Nahto-Wapa-Apu. (Lago del Secreto o de las Medicinas). En el frente Este de la catedral está el pórtico, un alto y ancho valle, por el cual se sube a la mayor elevación de la montaña y al Lago de las Medicinas. Sobre el pórtico se levanta la segunda torre del Monte Winnetou, también cubierta de espeso bosque, que no llega a la altura de la torre principal. De la masa de color verde oscuro que formaban los abetos y los pinos arrancaba la mancha de las praderas altas, más clara en la misma tonalidad verde. A media altura de este pico había una antigua torre de vigía india, desde donde se veía toda la llanura y las vueltas superiores del río. A pocos pies por debajo de la torre, avanzaba una meseta muy saliente, en la cual, como inexpugnable fortaleza, se extendía a ambos lados un grupo de construcciones, que seguramente se remontaban más allá de la época de los toltecas y aztecas, indicios de un pasado cuyos restos tan sumamente raros son hoy. Allí habitaba Tatellah-Satah, el Guardador de la Gran Medicina. Para llegar a su vivienda, se sigue la primera parte del valle y luego se deja éste para seguir otro lateral. Pero a nadie le estaba permitido ir a visitarlo sin permiso especial suyo.

La torre principal de la catedral gigantesca era propiamente lo que constituye el Monte Winnetou y la otra se llamaba Monte de las Medicinas. Este último era el monte alrededor del cual tenía que volar tres veces el «Aguilucho», para restituir a los pieles rojas sus perdidas medicinas.

La alta meseta que servia de antesala al Monte Winnetou era tan extensa que para atravesarla hacía falta emplear casi una hora a caballo. A la sazón se encontraba cubierta de chozas y tiendas de campaña, que, en su conjunto, formaban una verdadera ciudad, dividida en dos partes, una alta y otra baja, respondiendo a la división de la meseta en dos porciones de distinta elevación, como se ha dicho. Aún no sabíamos si había alguna diferencia entre los alojados en la parte alta y los que ocupaban la parte baja. Esta última estaba más poblada que aquélla, y en ella sólo había tiendas. En la otra se veían además pequeñas casetas y construcciones de madera de mayores proporciones y cuyo destino no pudimos comprender al principio. Algunas parecían almacenes; otras tenían el aspecto de hoteles o restaurantes; quizá había entre ellas alguna destinada a lugar de reunión. Delante de las tiendas se veían las lanzas de sus habitantes, y entre ellas pacían los caballos. Había muchas hogueras, en las cuales se estaba preparando la comida, pues era poco más de mediodía. Por todas partes reinaba la mayor animación. No se veían más que indios, la mayoría de ellos vestidos con el traje propio de su raza. Había un gran espacio libre dedicado a juegos de lucha y de equitación, y otro para deliberaciones públicas. En este último resaltaban una veintena de asientos bastante levantados sobre el suelo y que eran probablemente para el comité y otras personalidades salientes. Muchos de aquellos indios parecían esperar nuestra llegada, pues tan pronto como nos vieron aparecer comenzaron a señalarnos con la mano y a hablar en alta voz entre sí.

Delante de nosotros atravesaba el río un antiquísimo puente de piedra de los que tienen el piso en arco levantado. Esta clase de puentes es muy a propósito para la defensa del paso del río. Por ello supuse que aquel lugar se consideraba ya en los tiempos primitivos como muy importante desde los puntos de vista geográfico y estratégico. Al otro lado del puente había un gran grupo de indios a pie, que parecían esperarnos. Pero nosotros no nos apresuramos lo más mínimo para ir a su encuentro y estuvimos gozando a nuestro sabor del grandioso e incomparable espectáculo que nos ofrecía el panorama de las montañas y el interesante movimiento de las personas que en aquella enorme extensión parecían seres insignificantes. ¿Serían tal vez los hombres de aquellos tiempos remotos de mayores proporciones que los de nuestra época? A aquel escenario correspondían en verdad enakitas, que cabalgasen en caballos como elefantes, y príncipes cuyos tronos se elevasen hasta las nubes. El sol caía a plomo sobre nosotros y nuestros cuerpos producían muy escasa sombra. Todo estaba bañado en luz; no había la más pequeña nube en la atmósfera ni corría la menor brisa. ¡Aquella tierra tenía un aspecto tan solemne, tan fuerte, tan sano…! Un soplo de vigor y de alegría enérgica vivificaba la vista y el corazón. Aquél era el lugar apropiado para nuevas y felices ideas humanitarias.

Atravesamos el puente, y en cuanto llegamos a la otra orilla fuimos rodeados por los pieles rojas, que efectivamente nos esperaban y que tenían orden de hacernos prisioneros. Cada uno de ellos llevaba un brazalete de color, y todos reunidos constituían, como supimos después, la policía encargada por el comité de guardar el orden. Tan pronto como nos cogieron en medio, el que los mandaba nos dijo en inglés:

—¿Sois vosotros los rostros pálidos que habéis tirado al agua a Mr. Antonio Paper?

—Sí, somos nosotros —respondió en tono alegre Pappermann.

—Pues vais a ser castigados.

—¿Por quién?

—Por el comité.

—¡Bah! ¿Y dónde está este famoso comité?

—Allí.

Y señaló al lugar de las deliberaciones.

—Pues entonces id a decirle que en seguida vamos. Tendremos mucho gusto en ver de cerca a personas tan importantes.

—Nosotros hacemos lo que nos parece y no lo que tú mandes. No iremos antes que vosotros, sino con vosotros. Quedáis prisioneros nuestros y ahora mismo os llevaremos allá.

—¿A nosotros? —dijo riendo Pappermann—. Tratad de hacerlo, si os atrevéis.

Hizo girar rápidamente a su magnífico mulo y nosotros seguimos su ejemplo. Los indios se dispersaron en todas direcciones, y algunos cayeron derribados al suelo. Salimos al galope hacia el lugar de las deliberaciones y los indios nos siguieron a todo correr dando gritos. Una vez llegados allí, nos metimos por entre la masa de hombres congregada en aquel lugar, la dispersamos y luego echamos pie a tierra.

—Este sitio es bueno —dije— y nos vamos a quedar en él. ¡A descargar el equipaje!

—¡Muy bien! —exclamó una voz detrás de mí—. Este no se ha enterado de que está prisionero y se permite dar órdenes.

Me volví y me encontré con el señor Okih-Chin-Cha, alias Antonio Paper, acompañado de William Evening, el agente universal.

—¿Prisioneros? —dije yo, avanzando hacia ellos con las manos extendidas.

Al ver aquello, los dos desaparecieron detrás de los otros, y en el lugar que dejaron se presentaron Simón Bell y Eduardo Summer, los dos profesores. El primero hizo un movimiento imperioso con la mano y dijo:

—¡Atrás! No olviden ustedes las circunstancias en que se encuentran con respecto a nosotros. Quedan ustedes detenidos.

—¿Por quién?

—Por nosotros. Ya les dijimos en el Nugget-Tsil que su presencia nos molestaba allí. Pues aquí ocurre lo mismo.

—¿De veras?

—Sí, de veras.

—No puedo creerlo.

—Crea usted lo que quiera; lo que yo le digo es que quedan ustedes detenidos.

—¿Eso quiere decir que piensa usted privarnos de la libertad por la fuerza?

—Justamente; eso mismo.

—¿De manera que, cuando alguien molesta a ustedes lo detienen? ¡Es curioso! No se podía esperar esa clase de lógica de un profesor de filosofía.

El profesor me respondió colérico:

—¡Silencio! No los detenemos a ustedes porque su presencia aquí nos sea desagradable, sino porque se han atrevido a poner la mano encima a un miembro de nuestro comité. Ese acto tiene que quedar castigado.

—Pero un castigo de golpes —gritó Antonio Paper—. ¡Un castigo de golpes!

Al oír esto, Pappermann apretó los puños y se lanzó contra él. Con este motivo se ensanchó el círculo de los que nos rodeaban y pudimos ver a dos personas que se habían acercado _al lugar de las deliberaciones y contemplaban atentamente la escena que allí se desarrollaba. Aunque no iban ya vestidos a la europea, reconocí inmediatamente a Athabaska y Algongka, los dos jefes indios del hotel del Niágara.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el primero dirigiéndose al profesor Bell.

—Que vamos a detener a dos vagabundos peligrosos y a su squaw, que han tirado al agua a Okih-Chin-Cha. Se va a forma un tribunal para castigarlos y os rogamos que forméis parte de él.

Todo esto lo dijo en tono de gran respeto.

—Enséñanoslos —ordenó Algongka.

Todos se apartaron para que pudieran vernos. ¡Aquellos sí que eran jefes de los de la antigua cepa! Sus rostros no mostraron el menor síntoma de sorpresa. Lo mismo que si nos hubiéramos separado la noche anterior, se acercaron a nosotros, besaron la mano a «Corazoncito», estrecharon la mía y luego se volvieron hacia los profesores. —Aquí no se trata de vagabundos— afirmó Athabaska. —Estos son Mrs. y Mr. Burton, a quienes respetamos y estimamos mucho. El que los ofenda me ofende también a mí. Howgh!

—Así es —corroboró Algongka.

—El que los ofenda me ofende también a mí. Howgh!

—Pero es que ese Burton me ha tirado al agua —protestó Antonio Paper.

Athabaska debía ya de saber quién era aquel sujeto, porque le preguntó en tono medio irónico medio despreciativo:

—¿Es que quería ahogarte?

—Ya lo creo.

—¿Y te has ahogado?

—No.

—Mr. Burton no hace nada sin motivó; así es que tírate al agua, y cuando te hayas ahogado estarás en paz con él.

El famoso Okih-Chin-Cha ya estaba despachado. Pero el profesor Summer se sentía herido en su dignidad de vicepresidente. Como hombre meramente teórico, no podía sustraerse a la impresión de las vigorosas personalidades de aquellos dos jefes, educados en la dura y práctica escuela de la vida, y le molestaba la conciencia de su inferioridad con respecto a ellos. Movido por este estado de ánimo, trató de hacer valer su autoridad diciéndoles:

—Tengan en cuenta, señores, que, con arreglo a nuestro reglamento, está prohibido a los blancos el acceso al Monte Winnetou. Esas personas son de raza blanca.

Dijo esto en tono bastante áspero, como si existiera entre él y los jefes algún resentimiento.

Athabaska se irguió y preguntó con una sonrisa de orgullosa ironía:

—¿Quién ha hecho el reglamento?

—Nosotros, el comité, después de haberlo meditado mucho y con sólidos fundamentos.

—¿Y quién nombró el comité? ¿Quién le dio facultades para dictar leyes y hacerlas cumplir por la fuerza? ¿Podéis ostentar la autoridad de Dios, ni siquiera la de los Estados Unidos? Vosotros formáis un comité creado por Old Surehand y Apanachka y nada más. Vosotros mismos os habéis elegido. Pero ahora venimos nosotros para examinar esta elección y el reglamento que habéis hecho.

Hablaba con la solemnidad y el orgullo de un rey. A su lado, las figuras de los profesores resultaban empequeñecidas. El jefe indio paseó su mirada en derredor y prosiguió:

—Este es un lugar de deliberación en el que ha de decidirse el destino de la nación roja. ¿Quiénes son los hombres que han de decidirlo? Aquí veo veinte asientos, cinco de ellos más elevados que los otros. ¿Para quiénes son esos cinco?

—Para nosotros, para el comité.

—¿Y los demás?

—Para los jefes que han sido invitados a la asamblea.

—¿Cómo se llaman esos jefes?

El profesor fue diciendo los nombres. Entre ellos figuraban Athabaska y Algongka, y también los que me habían escrito. Athabaska continuó:

—Echo de menos el nombre de un jefe y precisamente es el que habría oído con más gusto: Old Shatterhand.

—Ese es un blanco.

—Pero ¿no ha sido invitado?

—Si, y le hemos escrito que vaya a recoger en casa del secretario la invitación correspondiente a su sitio.

—¿Y creéis que él va a hacerlo? Pero ¿quiénes sois vosotros? ¿Y a esto se le llama un comité? Yo os digo que en el caso de que Old Shatterhand venga, no aceptará el puesto que vosotros le deis, sino que se tomará el que más le agrade. Nosotros dos, Athabaska y Algongka, renunciamos a los puestos que nos habéis señalado. ¿Cómo se permite el comité reservarse un lugar más elevado que los ancianos y famosos jefes de las naciones invitadas? ¿Quién os ha dado facultad para poneros sitiales más altos que nuestros asientos? Dejadnos paso, que nos vamos. Aquí no tenemos nada que hacer.

Nos tomó a mí y a mi mujer por la mano y echó a andar. Los indios abrieron calle. A los pocos pasos, Athabaska se volvió hacia los profesores y dijo:

—El mayor de todos los errores ha sido precisamente excluir de las deliberaciones del Monte Winnetou a los rostros pálidos que aman a nuestra raza. Ningún hombre puede elevarse sin la ayuda de otros, y lo mismo ocurre con los pueblos, con las naciones, con las razas. Pintad de rojo cuanto queráis a vuestra Winnetou de piedra. Con ello no evitaréis la vergüenza que os producirá vuestra obra insensata y que os hará enrojecer aún más.

Después, dirigiéndose a mí, dijo:

—Conozco la simpatía de usted por el pobre pueblo indio, y sin embargo me sorprende ver a ustedes aquí. ¿Saben lo que se proyecta hacer?

—Supongo que un gigantesco monumento a Winnetou, de piedra o de bronce.

—Así es. Esa idea se les ha ocurrido a Old Surehand y a Apanachka, que quieren hacer famosos a sus hijos, pues éstos son los encargados de construir el monumento. Con tal objeto se ha constituido el comité y se han circulado invitaciones a todas las tribus de la raza roja. Este asunto se va a tratar con los mismos trámites que si se fuera a fundar una sociedad de ferrocarriles o de explotación de petróleo. Se comenzaron los trabajos hace tiempo con gran secreto. Lo primero que se hizo fue tomar posesión del grandioso paraje en que nos encontramos y se llamó Monte Winnetou a esta montaña. Se quiere fundar aquí una ciudad que llevará el nombre de Winnetou City y sólo podrá ser habitada por indios. Ya se extrae petróleo por estos alrededores, y se ha hecho un salto de agua con una de las cascadas, para producir electricidad. Con todo ello se ha empezado a destrozar este hermosísimo paisaje y a profanar y mancillar todos los ideales de nuestro gran Tatellah-Satah. Se está talando el bosque; se le está destrozando con las canteras que se abren para extraer la piedra que ha de emplearse en el colosal monumento. Hasta se pretende suprimir la maravilla más grande de esta región, la Cascada del Velo, para obtener terreno en que edificar construcciones profanas. Probablemente ustedes no tenían noticia de esto. Pues aún tienen que ver cosas peores.

Hizo una pausa, que aprovechó Algongka para tomar la palabra:

—Se cree que con ese proyecto de monumento se va a conseguir la unión de todas las tribus de la raza roja; pero lo que se va a lograr es justamente lo contrario. Se nos está dividiendo cada vez más, interna y exteriormente. Ya lo están ustedes viendo aquí mismo: hay una ciudad alta y una ciudad baja. En esta última han acampado los partidarios del monumento y en la de arriba los contrarios, entre los cuales figuramos nosotros. Y todavía más arriba, por cima de todos nosotros, está el indignado Tatellah-Satah, que no se deja ver de nadie. Desde que se ha comenzado a construir aquí no ha bajado una sola vez, ni ha permitido que suba nadie a verlo. Sólo tiene trato con los winnetous, por cuya mediación se relaciona con el mundo de los hombres. Tampoco nosotros lo vemos. Le hemos anunciado nuestra llegada; pero nos ha dicho por medio de un mensajero que esperemos hasta que llegue una persona a quien espera con impaciencia. Entonces dice que habrá llegado la ocasión de salir de su casa y mostrarse a aquellos que estén con él en sentimiento y en voluntad.

—¿Y quién podrá ser esa persona? —preguntó «Corazoncito».

—No lo sabemos como tampoco lo sabe el winnetou que nos trajo el recado. Aquí estamos esperando y deseamos que llegue pronto. Pero aún no sabemos el objeto que trae a ustedes aquí, Mr. Burton. ¿Es sólo por casualidad por lo que se encuentran en este lugar?

—No —respondí yo.

—Entonces ¿es que tenían ustedes proyectado venir al Monte Winnetou?

—Sí.

—¿Y quedarse aquí?

—Y quedarnos aquí hasta que hayan desaparecido estas divergencias.

—¿Y dónde van ustedes a acampar, en la ciudad alta o en la baja?

—En la alta, donde están ustedes.

—Entonces les ruego que se establezcan junto a nosotros, porque tal vez lleguemos a conseguir que nos digan ustedes qué es lo que los trae aquí.

—Si no es más que eso, pronto lo van a saber ustedes. Yo he sido invitado a venir; pero aun sin la invitación habría venido, en vista de las cosas tan interesantes que ustedes contaron acerca de esta montaña y de lo que dijeron sobre los proyectos que aquí van a realizarse.

—¿Nosotros?

—Sí; ustedes dos.

—¿Cuándo y dónde?

—En el Hotel Clifton, en las cataratas del Niágara.

—Efectivamente, allí tuvimos el gusto de conocer a ustedes y de apreciarlos como merecen, pero no hablamos con ustedes del Monte Winnetou.

—Con nosotros no; pero sí el uno con el otro. Yo estaba sentado en la mesa de al lado y me enteré de todo.

—¡Uf, uf! —exclamó Algongka al oírme.

—¡Uf, uf! —exclamó a su vez Athabaska—. Nosotros hablábamos en apache, en la creencia de que nadie nos entendería. ¿Es que usted sabe el apache?

Cuando iba a responder, oímos gritos en la ciudad alta y vimos por las calles de tiendas, movimiento de gente que se acercaba a nosotros cada vez más, y que se iba extendiendo en todas direcciones para difundir una noticia, que no tardamos en saber.

—¡Tatellah Satah viene! ¡Tatellah-Satah viene! —se decían unos a otros.

—¿Es posible? —preguntó Algongka.

—Pero ¿es verdad? —dijo Athabaska dirigiéndose a uno de los que esparcían la nueva—. Entonces es que ha llegado la persona a quien esperaba. ¿Quién será? ¿Quién la ha visto?

Entonces aparecieron dos mujeres a caballo que venían a todo galope de la ciudad alta. Recorrieron con la mirada toda la meseta y al ver el grupo que formábamos nosotros, se encaminaron hacia donde estábamos. Eran las dos Achtas, la madre y la hija.

Cuando llegaron a nuestro lado, echaron pie a tierra y, sin hacer caso de nadie más, nos saludaron con alegría conmovedora y casi incomprensible. Pronto, sin embargo, me di cuenta de la causa a que obedecía, porque la madre, después de su saludo, dijo:

—¡Ya estamos salvados; salvados por ti!

—¿Salvados por mí? —dije yo.

—Sí. Ya ha terminado el período de espera y Tatellah-Satah va a comenzar a actuar. El «Aguilucho» le ha anunciado vuestra llegada. Desde la torre de vigía os han estado observando y, tan pronto como habéis llegado aquí, se dio la señal. En este momento sale de su alto castillo de piedra el más grande hombre de la medicina de todos los pueblos rojos para recibiros. ¡Qué alegría tan grande tenemos!

Me apretó repetidas veces la mano y luego besó a «Corazoncito». Después correspondió a Pappermann recibir también su parte de la afectuosa bienvenida. A pesar del gran dominio que tenían de sí mismos Athabaska y Algongka, no pudieron ocultar su asombro; pero no tuvieron tiempo para demostrarlo con palabras, pues se acercaba en dirección nuestra una cabalgata que absorbió toda nuestra atención.

En primer término venía el «Aguilucho» y detrás de él seguía en dos grupos la guardia del hombre de la medicina, montados todos los que la componían en caballos negros como el azabache, con caparazones de piel de león plateado. Los jinetes eran jóvenes escogidos, todos vestidos con el mismo traje que acostumbraba usar Winnetou. En lugar de lanzas y rifles, llevaban únicamente un cuchillo y un revólver en el cinto. De sus hombros pendía un lazo, en varias vueltas. Todos ellos llevaban el distintivo de winnetou en el pecho. Cuando llegaron cerca de nosotros, el «Aguilucho» señaló hacia nuestro grupo y se detuvo, imitado por todos los demás. Las filas de los acompañantes se abrieron y dejaron paso al hombre de la medicina, que se adelantó lentamente, paró su cabalgadura y nos examinó con ojos escrutadores.

Montaba un hermoso mulo, blanco como la nieve, cuyas crines, trenzadas, caían hasta el suelo. Las gualdrapas que llevaba eran de ese incomparable tejido de plumas antiguo de los indios, un decímetro cuadrado del cual vale una fortuna. Los estribos eran de oro puro, cincelado con dibujos incas. Iba envuelto en un manto azul, que no permitía ver el traje que llevaba debajo; pero de un azul como nunca había visto yo, ni espero volver a ver. La tela de que estaba hecho era tan fina como la más delicada seda india; no era seda, sin embargo, sino un tejido de los que han desaparecido hace mucho tiempo, y de los que se decía que sólo las mujeres de los antiguos soberanos de América del Sur sabían tejer. Llevaba la cabeza descubierta, al aire el abundante cabello, blanco y brillante como plata, que, en dos trenzas, le llegaba hasta los estribos.

—¡Mara Durimeh! —susurró mi oído «Corazoncito».

Tenía razón. Así llevaba el cabello la gran Marah Durimeh, ya conocida de quienes hayan leído la serie «Por tierras del Profeta». Además, las facciones del anciano se parecían de un modo extraordinario a las de aquélla, sobre todo los ojos; aquellos ojos grandes, impenetrables, a los que nada se escapaba y en cuya expresión iban mezcladas una severidad inflexible y una santa bondad; que podían comprenderlo todo y perdonarlo todo. Cuando comenzó a hablar, sentí un estremecimiento, porque su voz era enteramente la de Marah Durimeh: llena, profunda, penetrante, con un timbre algo más varonil; pero igual en todo lo demás.

—¿Quién de vosotros es Old Shatterhand? —preguntó mientras nos recorría con la mirada.

Todos los circunstantes estaban mudos de la impresión que les producía aquella personalidad tan misteriosa e irresistible; pero en cuanto pronunció mi nombre, se oyó decir por todas partes:

—¿Old Shatterhand? ¿Old Shatterhand? ¿Pero está aquí? No es posible.

—Yo soy —respondí yo entonces, avanzando lentamente hacia el recién llegado.