Capítulo 5

El monte Winnetou

Había pasado una semana. La noche última habíamos acampado en el bajo Klekih Toli y por la mañana temprano montamos a caballo y emprendimos nuestro viaje río arriba. Klekih Toli, en apache, quiere decir «Río Blanco». Este curso de agua tiene un desnivel considerable y baja del Monte Winnetou formando múltiples cascadas, cuya espuma es la que le da nombre. Tiene un cauce muy profundo, con orillas altas y escarpadas, cubiertas de árboles en su parte superior y de matorrales en la parte baja. En el punto en que se separa del ingente macizo del Monte Winnetou, ofrece a la contemplación una serie de cataratas, que dan un carácter sumamente vigoroso al paisaje.

Íbamos cuatro: «Corazoncito», el «Aguilucho», Pappermann y yo. No habíamos visto a los hermanos Enters en el Agua oscura, ni tampoco teníamos especial interés en ello. Era seguro que los encontraríamos de nuevo en algún lado. Kakho-Oto había ido a buscarnos a la mañana siguiente de la deliberación en la Casa de la Muerte para decirnos que en el campamento de los pieles rojas no había ocurrido nada de particular. No nos preguntó lo que habíamos oído en el templo y nosotros, por nuestra parte, nada quisimos decirle, para no ponerla en un conflicto consigo misma y con sus deberes de tribu. Sobre todo, tuvimos buen cuidado de ocultarle que las medicinas estaban en nuestro poder. Cuantas menos personas lo supieran, mejor. Cuando le dijimos que pensábamos seguir inmediatamente nuestro viaje, se entristeció. Nos habría acompañado de buena gana; pero comprendió que con ello antes nos estorbaría que nos sería de utilidad, y que más podía hacer por nosotros permaneciendo entre los kiowas. De todos modos, quedamos en volver a vernos, costara lo que costase, en el Monte Winnetou.

Estábamos ya en las cercanías de esta montaña, aun cuando no la veíamos aún por lo hondo de la cuenca del río. Desde el Agua oscura hay otro camino más fácil para ir al Monte Winnetou; pero teníamos que evitarlo porque era de presumir que, en aquellas circunstancias, estaría mucho más frecuentado de lo que nos convenía. Queríamos evitar encuentros inútiles y llegar al objeto de nuestro viaje súbitamente, sin que nos viese nadie antes. Ya próximos al término de nuestra jornada, nos habíamos visto obligados a separarnos del camino que traíamos, poco concurrido, para seguir el curso del Klekil Toli. Pronto nos dimos cuenta de que con eso habíamos ido a dar en un camino más frecuentado, por las huellas de hombres y de caballos que nos encontramos, y al poco rato vimos a cuatro indios acurrucados en un sitio por donde uníamos necesariamente que pasar. Sus caballos pacían junto al río. No llevaban el rostro pintado y sólo iban armados de lanza. Al momento comprendimos que se trataba de comanches caneos. Cuando nos vieron, se levantaron y se nos quedaron mirando fijamente. Constituían una avanzada, puesta allí para examinar a todos los que pasasen. El «Aguilucho», que iba a la cabeza, pasó por delante de ellos, y haciéndoles un saludo, siguió. No le pusieron obstáculo alguno; pero a nosotros nos detuvieron.

—¿Adónde van mis hermanos blancos? —preguntó el de más edad de los indios.

—Al Monte Winnetou —respondí yo.

—¿A qué?

—A ver a Old Surehand.

—Hoy no está aquí Old Surehand —me dijo.

—También queremos ver a Apanachka, el jefe de los comanches caneos.

—Tampoco está. Los dos se han marchado a caballo.

—Entonces esperaremos a que vuelvan.

—No es posible.

—¿Por qué?

—Porque no se permite el acceso al Monte Winnetou a ningún rostro pálido.

—¿Quién lo ha prohibido?

—El comité.

—¿Es que el Monte Winnetou pertenece al comité?

—No —contestó el indio confuso.

—Pues entonces ese comité no tiene nada que prohibirnos.

Dicho esto, espoleé a mi caballo para seguir adelante. El indio lo cogió por la rienda y dijo:

—Tengo que deteneros. No se puede pasar adelante y habéis de volver por donde habéis venido.

—¡Trata de detenerme! —repliqué.

Hice alzarse de manos a mi caballo y eché a un lado al indio. Los otros tres quisieron sujetar a mi mujer y a Pappermann, pero yo metí mi caballo entre ellos y estorbé su propósito. Pappermann se echó a reír y dijo:

—¡Hacer retroceder a Maksch Pappermann! ¿Hase visto nunca cosa igual? Al que se atreva a tocarme, lo tiendo de un lanzazo.

En unos cuantos saltos de su mulo, se acercó al sitio donde estaban las cuatro lanzas y yo al momento me puse a su lado. Cogimos cada uno dos lanzas, y teniendo una de ellas metida en el brazo izquierdo por la correa, hicimos con la otra ademán de atacar a los indios.

—Ahora —dijo Pappermann, el que no quiera que lo ensartemos que nos deje paso franco. ¡Adelante!

Continuamos la marcha. Los indios eran jóvenes; el de más edad no llegaba a los treinta años. Ninguno de ellos había conocido, por tanto, los antiguos tiempos guerreros. Al principio, no supieron qué hacer. Luego montaron a caballo y vinieron en nuestro seguimiento. Nos rogaron que les devolviésemos las lanzas y que nos detuviéramos hasta que ellos consultasen si podíamos pasar adelante o no. Como no entraba en nuestros planes hacerles representar un mal papel ante sus compañeros, les devolvimos las lanzas; pero seguimos nuestro camino. No se atrevieron a tratar de detenernos otra vez, y lo que hicieron fue seguirnos.

Al cabo de una hora tropezamos con un segundo destacamento compuesto de otros cuatro indios. Los primeros se sintieron robustecidos con aquel refuerzo, y yo, en previsión de lo que pudiera ocurrir, desmonté, me acerqué al mulo que llevaba el baúl y saqué de éste los dos revólveres con suficientes municiones. Me aparté a veinticinco pasos, apunté, y de ocho tiros rompí las ocho lanzas. Volví a cargar las armas, monté de nuevo a caballo y les dije:

—Hasta ahora no he tirado más que a las lanzas; pero en adelante tiraré a los cuerpos. Tenedlo presente.

Seguimos nuestro camino y ellos se quedaron un rato hablando entre sí. Luego los ocho se pusieron a seguirnos; pero sin atreverse a acortar la distancia entre ellos y nosotros más de lo que pudiera parecernos bien.

Al cabo de otra hora encontramos un nuevo destacamento, compuesto como los anteriores de cuatro hombres armados de lanzas. También aquéllos hicieron ademán de detenernos; pero al ver que íbamos escoltados, nos dejaron paso libre y se reunieron con sus compañeros detrás de nosotros. Aquello hizo reír a «Corazoncito».

—Ya tenemos la docena completa —dijo—. ¡Y pensar que no somos más que tres hombres y una mujer! ¿Son éstos aquellos valientes pieles rojas de que tanto se ha hablado y escrito? ¿Son éstos los comanches que pasaban por los más audaces de todos los indios?

—No formules juicios temerarios —le respondí—. Estos son jóvenes sin experiencia. Si tuvieran ocasión de adquirirla, verías cómo no cedían en nada a sus antepasados. Lo que ocurre es que los hemos dejado estupefactos y nada más.

Pasó hora y media antes que encontrásemos otro puesto avanzado. Consistía éste en ocho indios y dos blancos con otros tantos caballos apostados junto a una espaciosa caseta de troncos, al lado de la cual había varios de éstos en el suelo, a modo de asientos. Por lo visto, a los blancos no les parecían los indios compañía digna de ellos, porque estaban sentados a cierta distancia desayunando de las provisiones que llevaban en las sillas de sus caballos y bebiendo aguardiente, con la botella puesta entre los dos. Todo esto lo vimos desde lejos; pero al irnos acercando comprendimos que nos habíamos equivocado. No se trataba de dos blancos, sino de un indio y un mestizo, vestidos ambos a estilo blanco, mientras que los indios llevaban el atavío peculiar de su tribu. Lo bueno era que conocíamos a aquellos dos sujetos; el mestizo era el señor Okih-Chin-Cha, por otro nombre Antonio Paper, y el indio Mr. Evening, el agente de todo lo que le saliera. Junto a ellos estaban sus escopetas y algunas aves muertas. Por lo visto, estaban de caza.

En cuanto nos vieron, se pusieron en pie de un salto.

—¡Hola, hola! —exclamó Paper—. Aquí viene el repugnante Burton con su criado azul. Por eso ha pasado adelante tan de prisa el «Aguilucho». Quieren introducirse de contrabando. ¡Detenedlos! ¡Que no sigan! ¡Cogedlos prisioneros!

Aquella orden iba dirigida a los indios. Mr. Evening le dijo en tono de advertencia:

—Ten cuidado con lo que haces. Son gente violenta. Ese Burton acostumbra empezar en seguida a golpes.

Sin hacer caso de aquellas voces, llevamos nuestros caballos al agua, desmontamos y los dejamos beber, porque aquella era la hora en que solían hacerlo. Mientras estábamos así ocupados, nuestros doce acompañantes daban cuenta a los del destacamento de lo que les había ocurrido con nosotros. Desde donde nos encontrábamos no podíamos oír lo que decían; pero nos imaginábamos que, naturalmente, no serían palabras de elogio las que nos dedicarían.

—Supongo que ese Paper no será tan loco que quiera otra vez buscarte pendencia —dijo «Corazoncito» preocupada.

—Por el contrario, creo que sí —repuse—. Esos hombres nunca escarmientan.

—¿Tienes intención de darle otro golpe?

—No.

—¡Cuánto me alegro! Porque esas cosas no me gustan nada.

—Aquí estamos en otro sitio y podemos emplear otros procedimientos para defendernos.

Apenas había dicho esto cuando vino el aludido rápidamente hacia nosotros, se me plantó delante y dijo:

—Hoy vamos a saldar por completo nuestra cuenta, Mr. Burton. Son ustedes mis prisioneros.

No respondí nada.

—¿Ha oído usted? —dijo él.-Si tuviéramos aquí esposas, se las pondría a usted, porque a pillos de esta clase…

—¿Pillos? —interrumpí vivamente.

—Sí, pillos, pues sólo un pillo puede…

No pudo concluir la frase, porque lo cogí por la cintura, me lo eché al hombro y acercándome a la orilla del río, que por allí era bastante profundo, lo tiré al agua todo lo lejos que pude.

—¡Socorro, socorro! —empezó a gritar cuando todavía iba por el aire.

Se hundió en el agua; pero volvió a aparecer en seguida, manoteando como un perro, y la corriente lo arrastró.

—¡Socorro, auxilio! —seguía vociferando.

—¡Sacadlo, sacadlo! —gritó a los demás William Evening, el agente universal—. ¡No dejéis que se ahogue!

Los indios se apresuraron a obedecer esta orden, y siguiendo el curso del riachuelo, sacaron al mestizo a la orilla con ayuda de sus lanzas. Mientras tanto, me acerqué al agente, y sonriéndole tan amablemente como él a mí en el Nugget-Tsil, le hice una reverencia aún más cortés que la suya y le repetí sus propias palabras:

—Hemos venido aquí para un asunto importante. No creíamos encontrar a nadie en este sitio, y la presencia de usted nos estorba.

Se me quedó mirando con asombro.

—¿Me ha comprendido usted? —le dije también con las mismas palabras que había empleado el en aquella ocasión.

Entonces recordó lo pasado y comenzó a comprender que yo estaba dispuesto a hacerme respetar.

—Ciertamente —respondió—. Lo ha dicho usted con bastante claridad.

—¿Y qué dice usted a eso?

—¿Usted desea que nos vayamos?

—Sí.

—¿Cuándo?

—En este mismo instante. De lo contrario, les ayudaré a hacerlo.

Saqué el revólver y Pappermann hizo otro tanto.

—¡Ya nos vamos, ya nos vamos! —dijo vivamente el agente universal—. Aquí traen a Mr. Paper. Espero que el susto que ha tenido no le privará de la energía necesaria para montar a caballo.

—Si así fuera, estoy dispuesto a devolverle las fuerzas al momento. ¿De quién es aquel sombrero colgado de la rama?

—De Mr. Paper.

—Pues fíjese en lo que voy a hacer.

Los indios habían sacado del agua al señor Okih-Chin-Cha, que estaba calado hasta los huesos y que se apresuró a meterse en la caseta. Por lo visto, tenía ya bastante. Aún no había llegado a ella, cuando apunté con mi revólver al sombrero y disparé. Paper se quedó inmóvil de sobresalto. Yo señalé al sombrero agujereado por mi bala y dije:

—Ese tiro ha sido para el sombrero. El siguiente será para el que se atreva a detenerme. Concedo cinco minutos a Mr. Paper para que se marche; y si pasado ese tiempo no se ha ido, le haré otro agujero, pero no en el sombrero, sino en la cabeza. Farewell, Mr. Evening. Espero que usted también procurará alejarse de aquí lo más pronto posible.

Pappermann levantó igualmente su revólver y exclamó, dirigiéndose a mí:

—Cinco minutos; ni uno más. Usted al uno y yo al otro.

El señor Okih-Chin-Cha tomó al momento su perforado sombrero, se lo encasquetó y corrió adonde estaba su caballo. El agente universal volvió a meter en el arzón del suyo todo lo que había sacado de él, sin olvidar la botella de aguardiente, cogió los dos rifles (Antonio Paper, con el susto, había olvidado hacerlo) y antes de acabar el plazo de cinco minutos ambos escapaban de allí a toda prisa sin volver siquiera la cabeza.

Nada hay que imponga tanto a los pieles rojas como el valor y la energía. Nuestra conducta inspiró un profundo respeto a los indios, como se verá. El de más edad de ellos se me acercó y me dijo:

—¿Dice mi hermano blanco que conoce a Old Surehand?

—Sí —respondí yo.

—¿Y también a nuestro jefe Apanachka?

—Sí, y también a Young Surehand y a Young Apanachka. Los dos padres y los dos hijos me llaman su amigo.

—¿Te han contado lo que ha pasado aquí?

—Sí. Me lo han escrito, y me han invitado a venir al Monte Winnetou.

—¿Tienes las cartas aquí?

—Sí.

—Te ruego que me las enseñes.

—Con mucho gusto.

Abrí el baúl por segunda vez, ayudado por «Corazoncito». Hay momentos en que mi mujer se siente con ánimo burlón, y entonces hay que guardarse de ella. Estábamos en uno de esos momentos. Abrió su baúl en vez del mío y sacó cuatro cuentas de hotel: una de Leipzig, otra de Bremerhaven, otra de Nueva York y la cuarta de Albany, que entregó al comanche diciendo:

—Aquí están.

El indio hizo con la mano un ademán de respeto y cogió los papeles que examinó con gran detenimiento. Mientras lo hacía, su rostro tomaba cada vez más la expresión de un hombre que se da bien cuenta de lo que lee. Cuando terminó el examen, se volvió hacia su gente y enseñándoles sucesivamente las cuatro cuentas, dijo:

—Es cierto lo que dicen: esta es la carta de Old Surehand; esta la de Young Surehand; esta la de Apanachka, y esta la de Young Apanachka. En todas ellas dice que estos rostros pálidos son amigos y que deben venir al Monte Winnetou.

Sus compañeros sabían por lo visto muy bien qué conocimientos poseía el indio, porque uno de ellos le dijo:

—Pero ¿sabes leer?

—No —respondió él—, pero sé lo que dice aquí. Howgh!

Las cuentas fueron pasando de mano en mano. Cada uno de ellos fue diciendo a su vez:

—También yo lo sé. Howgh!

Después nos devolvieron los papeles y el que nos había interpelado dijo:

—Mis hermanos blancos pueden pasar con la squaw sin temor alguno. Los guerreros de los comanches caneos han de obedecer a sus jefes antes que al comité.

Guardamos de nuevo las cuentas y «Corazoncito», dirigiéndose a él, le dio la mano para despedirse y le dijo:

—Mi hermano rojo no sólo es sensato e inteligente, sino que además conoce muy bien la significación de nuestros totems y nuestros wampums y tiene muy buen corazón. Le doy las gracias y me acordaré siempre de él con cariño.

Esto inundó de felicidad al indio. Sus ojos relampaguearon de alegría; no acertaba a soltar la mano de mi mujer. Por fin balbució:

—Mi hermana blanca tiene palabras que brillan, lo mismo que el sol tiene rayos que hablan. Le doy las gracias y espero que volveremos a vernos.

También nosotros le dimos la mano y seguimos nuestro camino.

Mi mujer suponía que el «Aguilucho», que se había adelantado, se detendría para esperarnos; pero yo no lo creía así. Se había separado de nosotros para no perturbarnos en las interesantes escenas que nos esperaban. Quería dar ocasión de reconocer su error a los que estaban en contra nuestra, y para ello prefería no estar presente. Yo tenía la seguridad de que volvería a encontrarnos en el momento oportuno.

Tropezamos con otros destacamentos, que no opusieron resistencia a nuestro paso; pero las miradas de recelo que nos dirigían indicaban claramente que habían recibido instrucciones p o c o satisfactorias para nosotros. Supuse que mister Okih-Chin-Cha nos preparaba un recibimiento que no iba a ser precisamente afectuoso.

Veíamos indicios de que nos íbamos acercando al término de nuestra jornada. Al dar una vuelta el camino, que continuaba siguiendo el curso del riachuelo, se nos apareció una enorme elevación de la montaña, de un aspecto especial, que, conforme nos acercábamos, iba sobresaliendo cada vez más sobre las otras alturas. Pronto comenzamos a ver tiendas de campaña, al principio en poca cantidad y muy separadas unas de otras, y después más y más apretadas y en mayor número. Delante de ellas había indias sentadas que nos miraban con extrema curiosidad. Se conocía que les habían anunciado nuestra llegada. No se veían niños, porque no habían permitido llevarlos al Monte Winnetou, y los hombres se habían adelantado para estar presentes a lo que iba a ocurrir a nuestra llegada.