El robo de las medicinas
Cuando hubo pasado el último de los utahs, bajamos de nuestro observatorio, escondimos cuidadosamente la escalera, de modo que no pudiera descubrirla la vista más perspicaz, y fuimos a reunirnos con Pappermann.
—Kakho-Oto ha estado aquí —nos dijo—. Ensilló a toda prisa su caballo y se fue, diciendo que ya sabían ustedes adónde iba.
Armamos la tienda y nos echamos a dormir. Yo estaba resuelto a obedecer las indicaciones de nuestra amiga y a que no nos metiéramos en peligro alguno. Lo mejor era quedarnos escondidos en aquel sitio, sin movernos de él. Tenía, pues, tiempo y lugar para examinar detenidamente el legado de mi querido Winnetou. Abrí los paquetes y mi mujer y yo estuvimos leyendo su contenido todo el día. Acerca de ellos hablaré en otra ocasión; por ahora me contentaré con decir que hasta entonces no habíamos leído nada semejante y que el tesoro que nos había legado con aquellos manuscritos era infinitamente más valioso que si hubiese consistido en varios quintales de oro y piedras preciosas.
Al anochecer llegó Kakho-Oto, y nos anunció que los kiowas, los comanches, los utahs y los siux estaban todos reunidos, y que había unos mil guerreros de cada tribu; exactamente lo que yo había calculado. Por la mañana habían comido y por la tarde habían celebrado varias deliberaciones. Después de larga discusión se había llegado a un acuerdo, de manera que, en realidad, no faltaba más que la ceremonia de clausura de la asamblea.
—¿Entonces habrá otra reunión? —pregunté.
—Sí —respondió nuestra amiga.
—¿Cuándo?
—A media noche.
—¡Si yo pudiese asistir a ella sin ser visto…!
Al oír esto, intervino «Corazoncito» vivamente:
—Eso no. Sería demasiado peligroso para ti.
—¿Por qué?
—Porque si te descubren, te matarán. Yo, como mujer tuya, tengo ante todo que velar por tu vida.
Kakho-Oto sonrió. Yo hice lo mismo y dije a mi mujer:
—¿Y si resultase que no había peligro?
—Entonces iría yo contigo para ver si era así. Hacer de hombre del Oeste cuando se está soltero, no tiene nada de particular; pero querer conducirse como tal cuando se llevan tantos años de matrimonio y se tiene a la mujer al lado, es cosa que no debe siquiera ocurrírsele a un hombre razonable. Cuando las mujeres nos ponemos a mirar por una rendija lo que otros hacen, a todo el mundo le parece una cosa censurable; pero cuando a los hombres se les antoja arrastrarse por el bosque para ir a oír lo que dicen los indios, entonces se trata de algo que es necesario y se califica la acción de audaz y heroica. Además, tengo la idea de que ese espionaje peligroso es enteramente inútil.
—¿Por qué?
—Porque Kakho-Oto va a tomar parte en la reunión y nos dirá lo que allí se ha tratado.
Rompí a reír y repuse:
—¡Qué cosas se te ocurren! ¿Cómo van a permitir a una mujer que tome parte en una reunión de jefes?
—¡Ah! Pero ¿no es como yo pienso?
—No.
—¡Qué vergüenza! Bueno: lo cierto es que, en todo caso, tenemos que saber lo que allí se diga. ¿Cómo nos arreglaremos?
—Estaréis presentes a la reunión.
—¿Los dos? —preguntó «Corazoncito».
—Sí.
—Pero yo, como mujer, no puedo asistir a ella.
—Es que nadie se enterará de vuestra presencia. Los jefes se reunirán en la Casa de la Muerte: así lo han acordado el hombre de la medicina de los comanches y el de los kiowas, quienes afirman que, como aquella casa ha sido desde hace miles de años el lugar de reunión de los jefes, debe seguir siéndolo ahora, como también su lugar de enterramiento. A las mujeres y a los guerreros les está prohibido, bajo pena de muerte inmediata, entrar en el templo, a no ser que los guerreros vayan al servicio de los jefes.
—¡Magnifico! —dijo «Corazoncito»—. ¿De modo que se reunirán allí a media noche?
—Irán un poco antes, porque la ceremonia tiene que comenzar justamente a las doce.
—Entonces tendremos que ir un poco antes, quizá a las o ce.
—Tú no —dije yo.
—¿Por qué no?
—Acabas de oír que a las mujeres les está prohibida la entrada en el templo, bajo pena de muerte inmediata. No quiero que corras ese peligro. Yo, como marido tuyo, tengo ante todo que velar por tu vida. Me veo, pues, en la obligación de decirte que no podrás tomar parte, de ningún modo, en esta aventura nocturna.
—¡Ah!, ¿sí? Pues me niego a obedecerte, y si no retiras tu prohibición inmediatamente, me voy ahora mismo a la Casa de la Muerte y me escondo allí para espiar no sólo a los indios sino también a vosotros.
—¿Y dónde vas a esconderte?
—Eso no lo sé todavía.
—Pues hay que saberlo. Es muy fácil decir: me escondo. Pero para encontrar el sitio apropiado hace falta pensarlo mucho y con tiempo. Aún no sabemos cuántas personas van a acudir a la reunión.
—Yo lo sé —dijo Kakho-Oto—. Van a ir los cuatro jefes supremos: Kiktahan Shonka, Tusahga Sarich, To-Kei-Chun y Tangua, los dos hombres de la medicina de los kiowas y los comanches, y además cinco jefes de cada una de las cuatro tribus. También irán algunos guerreros para encender el fuego y para llevar a Tangua, que no puede andar. Cada tribu tendrá su hoguera; pero todas encenderán el fuego en el altar, en el que estarán depositadas las medicinas de los jefes supremos hasta que se cumplan los acuerdos de la asamblea.
—Entonces puede afirmarse —dije yo—, que por lo menos se reunirán treinta personas. No sabemos cómo se dividirán y colocarán dentro del templo; pero, sea como quiera, no tendremos en la parte baja ningún sitio donde ocultamos, como no sea dentro del altar.
—Pues nos escondemos arriba-exclamó «Corazoncito». —Con auxilio de la escalera, podemos escondernos en los nichos o en las aberturas que dan al exterior.
—Perfectamente —asentí—. Pero no has pensado en el fuego.
—¿Y qué nos importa el fuego?
—¡Qué pregunta! ¿No ves que puede sofocarnos el humo, o por lo menos hacernos toser y delatar nuestra presencia? Habrá cinco hogueras, una para cada tribu, y la del altar, alimentadas con leña que, si no está muy seca, dará tal cantidad de humo y de olor, que nos hará imposible la estancia en el escondite, a no ser que encontremos un sitio adonde no lleguen los efectos de las hogueras.
—¿Y crees que habrá sitio de esas condiciones?
—Así lo espero. No podemos escondernos abajo, evidentemente; pero tampoco debemos hacerlo muy arriba, porque no oiríamos nada. Hemos de tener en cuenta de dónde viene el viento para ver en qué dirección se hará el tiro entre la puerta que quedará abierta y las ventanas. Vamos a hacer la prueba ahora mismo. Aún tenemos un cuarto de hora antes que se haga de noche. Encenderemos fuego y veremos por dónde sale el humo.
—¿Y no nos verá el enemigo? —advirtió Pappermann.
—No vendrá nadie por aquí —afirmó Kakho-Oto—. No hay cuidado.
Nos dirigimos al templo y recogimos por el camino la leña seca necesaria para nuestro experimento. Una vez en el templo, encendimos fuego en el suelo, y mientras Pappermann quedaba a su cuidado, los demás subimos con auxilio de la escalera hasta llegar a la altura suficiente para poder observar la dirección del humo. Una vez que hubimos encontrado el sitio más apropiado para nuestro objeto, bajamos y apagamos la fogata, borrando toda huella de la misma. Luego regresamos a nuestro campamento; Kakho-Oto se despidió de nosotros para ir a reunirse con sus kiowas, y prometió volver a la mañana siguiente temprano.
Mientras mi mujer nos preparaba la cena, con algodón y grasa de oso de la que nos quedaba preparamos unas pequeñas antorchas, que necesitábamos para no hacer a oscuras la peligrosa ascensión por las paredes del templo. Como de todos modos había peligro en la expedición, decidí hacerla sólo con el «Aguilucho», sobre todo considerando que mi mujer no entendería una sola palabra de lo que hablasen los indios; pero precisamente porque se daba cuenta del peligro que había insistió en acompañarnos, pues tenía la convicción de que estando ella conmigo sería yo más cauto que si no estuviese.
Cuando dieron las once emprendimos la marcha, dejando a Pappermann en el campamento con orden de acercarse cautelosamente a la Casa de la Muerte, para ver qué había sido de nosotros, caso de que no volviéramos a la mañana siguiente. Llevamos nuestros revólveres, aunque no creíamos que habría ocasión de hacer uso de ellos. Una vez llegados al templo, encendimos nuestras tres antorchas. La ascensión resultó más difícil de lo que habíamos pensado, por causa de la escalera, que tuvimos que subir con nosotros, pues no podíamos dejarla abajo. Yo iba el primero; pero detrás de mí «Corazoncito», y el «Aguilucho» el último. Entre éste y yo llevábamos la escalera, que constituía así una especie de barandilla móvil para mi mujer. Llegamos a lo alto sin contratiempo, después de largo rato de trabajosa subida. Ocultamos la escalera en la abertura más profunda, de modo que no pudiera verse desde abajo, apagamos las antorchas y salimos al exterior por la misma abertura.
Hacía una hermosa noche, y la claridad de las estrellas nos permitía ver el lago como una superficie de plata mate, circundada por las sombras de la vegetación que lo rodeaba. No tuvimos que esperar mucho tiempo para ver cómo iban acercando al templo, una después de otra, varias personas, cuyos vagos contornos se dibujaban mejor conforme avanzaban en nuestra dirección. La semioscuridad reinante no permitía apreciar sus facciones, pero sí reconocer que se trataba de indios. Vimos también las parihuelas en que iba el jefe de los kiowas y que consistían en una manta sujeta a dos palos largos. Algunos de los indios llevaban grandes haces de leña. Contamos en total treinta y cuatro personas. Cuando todos hubieron entrado en el templo, retrocedimos por el pasadizo hasta llegar al extremo interior y allí nos sentamos, en medio de la más impenetrable oscuridad.
Debajo de nosotros se oía un rumor misterioso; pero nadie hablaba y no había voces de mando ni de llamada. Parecía como si todo se hubiera traído ya preparado. De pronto saltó una chispa, luego otra y otra, hasta cuatro. Las chispas se convirtieron en llamas y pronto vimos cuatro hogueras formando los ángulos de un cuadrado, en el centro del cual estaba el altar. Alrededor de estas hogueras había sentados fantásticos grupos de indios; los de cada tribu, con sus jefes, junto a la suya.
El humo subía sin molestarnos y salía por las aberturas de la parte opuesta. También el resplandor de las hogueras iba llegando cada vez más alto; pero conforme se extendía su efecto luminoso, aumentaba el carácter fantástico de lo que nos rodeaba: todo parecía moverse: los nichos, las momias, los huesos. «Corazoncito» me cogió la mano y me la apretó convulsivamente murmurando en mi oído:
—Esto es una visión espectral. Casi tengo miedo.
—¿Desearías estar lejos de aquí? —pregunté.
—No, eso no. Espectáculo como éste no tendré otra ocasión de contemplarlo en mi vida. Me parece que estamos en el infierno.
No estaba mal aquella comparación; pero yo hubiera dicho mejor en el purgatorio. Lo que allá abajo se iba a acordar era un pecado, efectivamente; pero no de los que llevan irremediablemente a la condenación eterna. Además, allí estábamos nosotros para dar un fin mejor, una solución más feliz a la cuestión. Las figuras que yo veía agrupadas junto a las hogueras no me parecían los descendientes de pasados siglos, sino las almas no liberadas de aquellos tiempos primitivos, que se habían reunido para realizar su última obra malévola y procurar su emancipación de la oscuridad.
Mientras estaba yo entregado a estas reflexiones, se oyó decir abajo:
—Yo soy Avat-tawah (Gran Serpiente), el hombre de la medicina de los comanches, y digo: es media noche.
Otra voz prosiguió:
—Yo soy Onto-tapa (Cinco Colinas), el hombre de la medicina de los kiowas, y pido que comience la deliberación.
—¡Que comience! —exclamó Tangua.
—¡Que comience! —dijeron sucesivamente To-Kei-Chun, Tusahga Sarich y Kiktahan Shonka.
Seguíamos sin poder reconocer los rostros de los que hablaban. Sólo veíamos confusamente su figura y oíamos su voz como si viniese de otro mundo. El hombre de la medicina de los comanches se acercó al altar y dijo:
—Estoy ante el sagrado lugar de custodia de las medicinas. En el templo de nuestro anciano y famoso hermano Tatellah-Satah está colgada la gigantesca piel del león plateado muerto hace tanto tiempo, y en ella hay escrito: «Guardad vuestras medicinas. El rostro pálido viene atravesando el agua grande y la extensa sabana, para robaros vuestras medicinas. Si es un hombre bueno, os traerá la felicidad. Si es un hombre malo, no se oirán más que lamentaciones en todos vuestros campamentos y en todas vuestras tiendas».
Después se acercó también al altar el hombre de la medicina de los kiowas y habló así:
—Pero junto a la piel del león plateado está colgada la piel de la gran águila de guerra, en la que hay escrito: «Entonces aparecerá un héroe, que se llamará el “Aguilucho”; volará tres veces alrededor de la montaña de las medicinas y después descenderá junto a vosotros para restituiros todo lo que el rostro pálido os haya robado». Yo os pregunto a vosotros, los cuatro jefes supremos de las cuatro tribus aliadas: ¿Queréis permanecer fieles a los acuerdos que toméis hoy?
—Sí queremos —respondieron los cuatro.
—¿Y estáis dispuestos a dejar aquí vuestras medicinas, como garantía de que haréis cuanto esté en vuestra mano para llevarlos a cabo?
Se oyó un cuádruple sí.
—Entonces dejadlas aquí.
Así lo hicieron. Tangua se hizo llevar hasta el altar para depositar en él su medicina con su propia mano. Kiktahan Shonka, mientras entregaba la suya al hombre de la medicina, se lamentó en estos términos:
—No tengo más que la mitad. La otra mitad se me perdió cuando Mánitu apartó su vista de mí. Que vuelva otra vez a mí su rostro para que no se me pierda también esta mitad. El peso de mis inviernos me inclina hacia la tumba. ¿He de aparecer sin medicina más allá de la muerte y perderme para siempre? Para librarme de esta desgracia, haré cuanto esté en mi mano, con el fin de mantener lo que he prometido hoy.
Levantaron la losa del altar, y después que metieron en el interior todas las medicinas, la volvieron a poner en su sitio. Luego amontonaron leña en ella y encendieron una hoguera a estilo indio, es decir, poniendo los leños con una punta en el fuego y acercándolos conforme se iban consumiendo. Aquella era la hoguera de la deliberación, que fue muy solemne. Se inició con la pipa de la paz, fumada ceremoniosamente. A pesar de haberse celebrado una deliberación anterior, los discursos fueron muy extensos. Sería interesante reproducirlos aquí. Algunos de ellos eran verdaderas obras maestras de oratoria india; pero la falta de espacio me impide ser tan prolijo como fueron ellos. Me contentaré con decir que, desde nuestro escondite, no perdimos palabra de lo que se habló. El resultado de las deliberaciones fue el siguiente:
Las cuatro tribus acordaron un ataque al campamento de los apaches y sus amigos en el Monte Winnetou. Con aquel ataque se haría fracasar la proyectada glorificación del héroe. Al propio tiempo esperaban apoderarse de gran botín y hacerse dueños de todos los tesoros reunidos en el campamento, compuestos principalmente de donativos en pepitas de oro y otros metales nobles, hechos por clanes, tribus, sociedades o particulares. Los indios pensaban quedarse aún unos días junto al Agua oscura para descansar del largo viaje que habían hecho a caballo, y después se encaminarían al lugar denominado el Valle de la Caverna, que estaba próximo al Monte Winnetou y ofrecía abrigo oculto y seguro hasta para un número tan grande de guerreros. De allí partiría el ataque contra los apaches y sus aliados.
Entre lo que se trató en la deliberación, hubo un punto del mayor interés para nosotros. Las cuatro tribus tenían entre los apaches un espía que se había comprometido a tenerlos al corriente de todo, a preparar el golpe y a indicarles el momento oportuno para éste. Aquel traidor era tanto más de temer cuanto que no pertenecía a la clase baja, sino que formaba parte del comité del monumento y gozaba de la confianza general. Se trataba nada menos que de Antonio Paper, en indio Okih-Chin-Cha. Se le había prometido como pago de su traición, una parte considerable del botín, cuya cuantía no se trató. Indudablemente, los jefes supremos no querían especificar la cantidad delante de los otros. También hablaron de los hermanos Enters, y por lo que oí, se trataba de hacer una gran canallada, que consistía en no pagar a éstos ni a Paper y hacerlos desaparecer después.
Cuando terminó la ceremonia, los dos hombres de la medicina apagaron el fuego del altar y barrieron las cenizas de la losa. Luego se separaron algunos pasos y el de los comanches dijo en tono solemne:
—Siempre que el fuego sagrado se extinga sobre las medicinas, hay que repetir las palabras del león plateado: «Guardad vuestras medicinas. El rostro pálido viene atravesando el agua grande y la extensa sabana para robaros vuestras medicinas».
El hombre de la medicina de los kiowas añadió:
—Siempre que el fuego sagrado se extinga sobre las medicinas, hay que repetir también las palabras de la gran águila de guerra: «Aparecerá un héroe, que se llamará el “Aguilucho”; volará tres veces alrededor de la montaña de las medicinas y después descenderá junto a vosotros para restituiros las medicinas robadas». Entonces despertará el alma de la raza roja de su sueño milenario, y lo que estaba separado volverá a unirse para constituir una sola nación y un gran pueblo.
Después de estas palabras, no habló nadie más; pero todos permanecieron en sus puestos hasta que el fuego se apagó por completo. Entonces los indios salieron del templo lo mismo que habían entrado: lentamente y de uno en uno. Los seguimos con la mirada hasta que llegaron a la orilla del lago y se separaron a un lado y otro. «Corazoncito» exhaló un suspiro.
—¡Qué noche! —dijo—. Nunca, nunca la olvidaré. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Bajar y coger las medicinas —respondí.
—Pero ¿nos es lícito hacerlo?
—En realidad está prohibido bajo pena de muerte. Ningún indio osaría hacerlo; pero a nosotros nos obliga a ello la necesidad.
El «Aguilucho» oyó en silencio este diálogo. Encendimos de nuevo las antorchas, cogimos otra vez la escalera y bajamos con las mismas precauciones que habíamos empleado para subir. Llegados abajo, nos acercamos al altar y entonces me dijo el apache en su lengua:
—¿Las vas a coger de veras?
—Sin duda alguna —respondí.
—En mi mano son una fuerza; una enorme y benéfica fuerza.
—Lo sé; pero soy indio y conozco el significado y la inviolabilidad de las medicinas, que se han depositado en este sitio. ¿Sabes lo que me ordena en este momento mi deber?
—Sí: impedir que llegue a tocarlas, hasta por la fuerza. Pero ¿es que tengo el propósito de profanarlas?
—No, no lo tienes. Además tú eres Old Shatterhand y yo soy un muchacho, y la lucha contigo sería para mí la muerte. Sin embargo te ruego una cosa.
—¿Qué es ello?
—Si tú quieres ser el rostro pálido que viene a nosotros para robarnos nuestras medicinas, permite que yo sea el joven indio que anuncia el águila de guerra y que baja del Monte Winnetou para restituir las medicinas a sus hermanos.
—¿Puedes tú hacer eso?
—Si tú quieres, sí.
—¿Puedes volar?
—Sí.
—¿Tres veces alrededor de la montaña?
—Sí. Fue aquel un momento solemne. En medio de aquella oscuridad y en un lugar tan temeroso, un rostro pálido de cabellos grises y un joven indio lleno de promesas, junto al altar, cada uno con una pequeña y vacilante antorcha en la mano, que no llegaba a enviar su escasa luz más allá de tres o cuatro pasos. El indio hablaba de volar, con una voz y en un tono que no admitía duda. Él se refería al vuelo corporal; pero yo pensaba también en el vuelo espiritual que él, el representante de su raza rejuvenecida, había de realizar si quería devolver a ésta las \medicinas perdidas en el curso de los siglos. Pero yo tenía en él una gran confianza: casi diría una sagrada confianza.
—Te creo —dije—. Ahora me las llevo; pero te las devolveré tan pronto como me las pidas.
—Dame tu mano en prueba de ello.
—Aquí está.
Nos estrechamos las manos.
—Entonces cógelas —dijo; y entre los dos levantamos la losa que aún estaba caliente. Tomé las medicinas del lugar en que estaban y volvimos a colocar la losa en su sitio, después de lo cual apagamos las antorchas y salirnos del templo para regresar a nuestro campamento, llevándonos la escalera, para que no denunciase nuestro paso por allí.
Podíamos considerar ya terminada nuestra estancia en el Agua oscura: no obstante el poco tiempo que habíamos permanecido en aquel lugar, había que reconocer que lo habíamos aprovechado de un modo excelente.