Capítulo 3

El desfile de los Siux

All devils! —exclamó asombrado Pappermann—. Es para volverse loco. Le digo a este hombre que su mujer le es infiel y repite: «Gracias a Dios». Y todavía añade que se ha quedado completamente tranquilo. Que lo entienda el que quiera, porque yo no llego a tanto.

Y acercándose de nuevo a mí, añadió en tono solemne:

—También yo la estimaba mucho: la respetaba, la adoraba. La tenía por la mejor, la más amable, la más razonable y la más distinguida mujer del mundo entero. Por ella, me habría arrojado al agua y al fuego. Habría dado por ella mi vida, diez, cien veces, mil. Pero ya es otra cosa. Por ella ni arrostraría la llama de una cerilla ni el agua que pueda caber en una cuchara de café. No es digna del marido que tiene. ¡Con lo que él vale y serle infiel! ¡Y con quién, Dios mío, con quién!

—Pero ¿de quién se trata?

—¿No lo adivina usted?

—No.

—Verdaderamente que no es fácil adivinarlo. Si se tratase de mí o de otro blanco… ¡Pero serle a usted infiel con un piel roja es cosa fuerte si las hay! Es una acción simplemente villana.

—¿Un piel roja dice usted? El «Aguilucho» sigue acostado en su sitio; el kiowa es el que falta. ¿Será acaso él?

—Justamente. Su mujer también falta.

—¿Y eso es todo?

—No; aún queda mucho más. ¿Quiere que se lo cuente?

—Sí; dígalo pronto.

—Pues la cosa ha sido así: Yo estaba furioso con el canalla ese porque ayer se pasó toda la tarde hablando con ella. Ya le dije a usted que eso había despertado mis sospechas. Supuse que quería sonsacar a su mujer para ir luego a contárselo todo a los indios que están ahí cerca. Decidí espiarlo y para hacerlo he estado toda la noche sin dormir. Él se despertó muy temprano, al mismo tiempo que su mujer salía de la tienda. Yo sabía que ella acostumbra rezar por la mañana y por la noche al aire libre, y para que no la vean, se retira un poco. Esta mañana, cuando ella se alejó, el kiowa se fue detrás. Aquello me pareció sospechoso. Dejé pasar un rato y como ninguno de los dos volvía, me deslicé detrás de ellos. ¿Qué creerá usted que vi?

—¿Qué vio usted?

—Que estaban sentados en una piedra.

—¿Y nada más?

—El uno junto al otro.

—¿Y nada más?

Me miró asombrado y continuó con tono cada vez más colérico:

—Abrazados estrechamente.

—¿Y nada más?

—¡El piel roja dio un beso a su mujer! —gritó.

—¿Y nada más?

—¡Y su mujer se lo devolvió! —rugió.

—¿Y nada más? ¿No hubo nada más? —dije yo con toda tranquilidad.

Al oír aquello, retrocedió unos pasos, dio una gran palmada y exclamó en tono dolorido:

—¡Ya lo había pensado! Ha ocurrido lo que me temía; pero en otra forma. Ni se desmaya, ni se enfurece: se ha vuelto loco de la impresión. Ha perdido la cabeza y no hace más que decir: ¿Y nada más?

—No, que también sé decir otras cosas —dije yo riendo—. ¿Están todavía sentados en la piedra?

—Así lo espero.

—¿Por qué dice usted que así lo espera?

—Para poder ir con usted a sorprenderlos.

—Sí, vamos a hacerlo.

—Pues venga usted; yo lo guiaré.

—Espere aún un momento. Tengo antes que advertir a usted que no voy a proceder con ese kiowa tan violentamente como usted cree. En estos últimos días hemos hablado varias veces del kiowa. Ya sabe usted lo que me pasó la última vez que estuve entre ellos, ¿verdad?

—Sí. Eso lo sabe todo el mundo. Además su mujer me lo ha contado por extenso: que le iban a matar a usted a fuerza de tormentos y que gracias a la hija del famoso guerrero Una Pluma pudo usted salvarse.

—Justamente. Esa hija se llamaba Kakho-Oto. A ella le debo la vida.

—¿Y por gratitud a ella va usted a perdonar a ese kiowa que le engaña a usted con su mujer?

—Sí.

—Pues eso no está bien. Eso es de una debilidad imperdonable en un marido.

—No es esa mi opinión. Vamos allá.

—¿Y de veras no va usted a hacer nada?

—Absolutamente nada.

—¿Ni a su mujer tampoco?

—No.

Al oír esto exclamó furioso:

—Mr. Burton, tengo que decirle una cosa. Quiero pedirle un favor muy grande.

—¿Cuál es?

—Que a lo menos me permita usted coger a ese canalla de indio por el pescuezo y darle una docena de bofetadas.

—¿Le producirá a usted eso satisfacción?

—Muy grande, enorme.

—Pues puede usted hacerlo.

—¿No se opone usted a ello?

—En modo alguno. Puede usted pegarle tanto y tan fuerte como guste.

—Ahora sí que digo yo: gracias a Dios. Van a ser unas bofetadas como no se volverán a ver otras. Vamos pronto.

Echó a andar y yo lo seguí. Me guio al través del bosquecillo hacia un pequeño calvero y antes de llegar a él se quedó oculto entre unos matorrales, me señaló un punto al otro lado de ellos y me dijo en voz baja:

—Mírelos usted allí. ¿Qué le parece el cuadro?

«Corazoncito» se hallaba sentada con el kiowa en un trozo de roca que les ofrecía cómodo asiento. Tenía el brazo derecho echado por el cuello del indio y con la mano izquierda estrechaba las dos de él, mientras el kiowa, que era algo más bajo que ella, apoyaba amorosamente la cabeza en el pecho de mi mujer. Pappermann me miró como esperando una violenta explosión de cólera; pero yo me contenté con sonreír. Esto le enfureció.

—¿Conque se ríe usted? —dijo con voz baja, aunque muy penetrante—. Ahora le pregunto, con toda seriedad: ¿cómo encuentra usted eso?

—Un poco íntimo y nada más —respondí.

—¡Un poco íntimo y nada más! —repitió—. Pues yo pienso que es algo más que íntimo por parte de ese canalla; lo que hace es criminal. Y ya que usted me ha dado permiso para arrearle una docena de bofetadas, no voy a tardar más en dárselas. Fíjese usted, que allá voy.

Se metió por entre los matorrales y se lanzó sobre el grupo. Yo eché detrás de él con la misma celeridad, y así, cuando Pappermann, sin decir palabra, cogía al kiowa por el cuello con la mano izquierda y levantaba la derecha para darle el primer golpe, le sujeté ésta y dije:

—¡Alto, querido amigo! No olvidemos ninguna de las reglas que deben observar los caballeros en estos casos.

—¿Qué reglas? —preguntó mientras trataba de desasirse de mí.

—Cuando dos caballeros van a abofetearse, están obligados a decirse antes quiénes son.

—No es necesario en este caso, porque bastante nos conocemos. Este canalla de indio, a quien usted trata de caballero, sabe que yo soy Maksch Pappermann, y yo sé que él no es un caballero, sino un pillo. Así es que puedo…

—Pero aún no sabe usted su nombre, porque este caballero es una mujer y; si no me equivoco, se llama Kakho-Oto. Ahora, pegue usted.

Y diciendo estas palabras, le dejé el brazo libre. Pero 61 no hizo el menor movimiento y me miró sin decir palabra, como si hubiera quedado mudo de la impresión.

—¿Ka… kho-O… to? —exclamó al fin, como si fuera a perder la razón.

—Si —asentí yo.

—¿De modo… que es una mujer y no un hombre?

—Justamente, como acabo de decir a usted.

—¿Entonces es la hija de «Una Pluma», la que le salvó a usted la vida?

—La misma.

El cazador puso una cara de desesperación, exhaló un hondo suspiro y dijo:

—¡Dios mío! Esto no le pasa a nadie más que a mí, y todo por llamarme Maksch Pappermann. ¡Maldito nombre! ¿A quién le ha ocurrido nunca que cuando quiere abofetear a otro, este otro se le convierta en una mujer? ¡Y yo que estaba tan contento de poder darle una paliza con todas mis ganas! ¡Estoy en ridículo para siempre! ¡Me voy! ¡Quiero desaparecer y que nadie vuelva a verme!

Se volvió y echó a correr; pero al llegar a los matorrales, se detuvo un momento y me gritó:

—Mr. Burton, lo que ha hecho usted no es de amigos.

—¿Por qué? —le pregunté con aire inocente.

—Porque me podría usted haber ahorrado este bochorno simplemente con decirme que se trataba de una mujer.

—No podía revelar a usted ese secreto. Ya le dije que el kiowa merecía toda nuestra confianza. ¿Por qué no me ha creído usted?

—Porque soy un asno, un perfecto asno, con todo lo que caracteriza al más completo asno. ¡Bestia de mí!

Y desapareció en el bosque. Kakho-Oto estaba delante de mí en pie, con los ojos bajos y las mejillas encendidas de rubor. La atraje contra mi pecho y la besé en la frente mientras le decía en su lengua materna:

—Te doy las gracias. No he cesado de pensar en ti hasta que te he vuelto a ver. ¿Quieres ser nuestra hermana?

—Sí. ¡Con qué gusto! ¡Tuya y de ella!

Dicho esto, se alejó profundamente conmovida.

«Corazoncito» me preguntó ante todo por, qué Pappermann quería pegar a la india. Algunas palabras me bastaron para explicárselo. Se echó a reír y luego me expresó su agradecimiento por no haberle dicho quién era el kiowa, pues si lo hubiera hecho, no habría podido gozar de la hermosa sorpresa de aquella mañana.

Volvimos al campamento y me puse a encender lumbre para hacer el desayuno. A la hora de éste, se presentaron el cazador y Kakho-Oto. Ambos hicieron todo lo posible por aparentar la mayor indiferencia; pero el buen viejo tenía clavado en el corazón lo que le había ocurrido y no hacía más que mirar de reojo a la india. No obstante, poco a poco fue cambiando la expresión de su rostro y pareció que aquélla iba agradándole cada vez más, porque al cabo de un rato le cogió de pronto la mano y llevándosela a los labios musitó en tono de arrepentimiento:

—¡Y a una mujer así quería yo abofetearla! Soy yo el que merece que lo abofeteen.

Con aquello se dio el asunto por liquidado y los dos quedaron como buenos amigos.

Después del desayuno se levantó la tienda y, como Kakho-Oto nos dijese que el camino a la Casa de la Muerte era muy estrecho, pusimos sobre los mulos los palos de aquélla a lo largo, en vez de a lo ancho.

No sólo estrecho, sino muy pendiente resultó el camino y por eso tuvimos que desmontar al cabo de un rato. Seguimos un arroyo de angosto cauce, pero muy impetuoso, que había formado una profunda garganta, con múltiples vueltas, y al cabo de media hora de descenso rápido nos encontramos de pronto con un enorme montón de grandes rocas, que parecía ser obra de un gigantesco terremoto ocurrido siglos antes.

—Hemos llegado a la Casa de la Muerte —dijo Kakho-Oto, señalando a las rocas.

—¿Es que están las piedras en hueco? —pregunté yo.

—Sí. No se han colocado en esa forma naturalmente, sino por mano del hombre. Vamos a entrar.

Nos hizo doblar una esquina que formaba el montón y nos encontramos ante una puerta, más ancha que alta. Las jambas tenían una anchura de más de dos metros, y en ellas había unos relieves que representaban jefes indios disponiéndose a entrar en el templo, caracterizados por dos o tres plumas de águila que llevaban en la cabeza. También el dintel tenía varios metros de altura y en él aparecía tallado un altar de deliberaciones, en el que varios jefes sacrificaban sus medicinas.

—Pero esto no es una Casa de la Muerte, no es un panteón —dije yo—, sino un templo de deliberaciones, en cuyo altar se conservan las medicinas hasta el momento en que se ha cumplido lo que se haya acordado.

Kakho-Oto se echó a reír.

—Lo sé muy bien —dijo—, pero no queremos que lo sepa la gente para que no pierda el carácter sagrado que conviene a los jefes. Por lo demás, hay aquí tantos cadáveres que el nombre de Casa de la Muerte está perfectamente justificado. ¿Quieres que entremos ahora?

—¿A qué distancia estamos del lago?

—Hasta la misma orilla habrá unos doscientos pasos.

—Entonces debemos proceder con cautela, porque hay en las cercanías indios de otras tribus que no harán caso de la prohibición de visitar este lugar. Así, lo primero que tenemos que hacer es esconder las caballerías y procurar no dejar huella alguna. Cuando lo hayamos hecho, entraremos en el templo. Vamos, pues, a buscar un sitio que nos sirva de escondite seguro para nosotros y para nuestras cabalgaduras.

—Ya lo tengo —dijo Kakho-Oto—. Lo busqué cuando salí de aquí para ir a vuestro encuentro. Nos hizo retroceder un poco por el camino que habíamos traído y entramos en un desfiladero lateral, del cual salía una tercera garganta, lo suficientemente ancha para llenar cumplidamente nuestro objeto. Allí había agua y pasto en abundancia. Desensillamos las monturas, trabamos caballos y mulos y dejarnos a su cuidado al buen Pappermann, que prefirió quedarse a «andar trepando por todos lados», como decía.

Los demás volvimos a la Casa de la Muerte, y llegados allí, lo primero que hicimos fue dar una vuelta a la construcción, para ver si descubríamos huellas de hombres o de animales: no vimos ninguna.

Luego nos dedicarnos a borrar nuestras pisadas con ayuda de unas ramas. La puerta, que estaba en la parte posterior del templo, había quedado mucho tiempo oculta por arbustos y matorrales, de tal modo que nadie habría sospechado su existencia, hasta que en una ocasión, un fuego de campamento, abandonado sin apagar, quemó las ramas que la cubrían. Aún podía verse la huella del humo en las piedras. Al llegar a la parte de delante de la construcción, vimos el lago a la distancia antes indicada. El amontonamiento de rocas se veía, pues, desde el lago y de más lejos, con toda claridad; pero tenían un aspecto tan natural que nadie podía pensar que se trataba de una obra del hombre. Las rocas estaban colocadas de tal modo que no se podía subir por ellas. En algunas junturas se había depositado, al cabo de los años, una pequeña cantidad de tierra llevada por el viento, y allí crecían algunas plantitas: todo lo demás era piedra lisa e inanimada.

Al entrar en el templo, nos hallamos en una habitación no muy amplia, pero sumamente elevada, de construcción muy particular. Imagínese medio pilón de azúcar, apoyado por su parte plana en la falda del monte y cuya superficie curva estuviese constituida por las rocas amontonadas: tal era el aspecto que ofrecía el interior. La pared curva se inclinaba, pues, hacia adentro. Las enormes rocas que la formaban no constituían una superficie unida, sirio que unas sobresalían más que otras, dejando entre ellas nichos en que se conservaban momias, esqueletos y huesos sueltos de todas clases.

En medio del suelo había un altar de piedra que, como después pudimos ver, estaba hueco, y encima del cual había una pesada losa. En las caras del altar había veinticuatro figuras de relieve: doce plumas de águila y doce manos cerradas, alternando. Las manos cerradas son, en el simbolismo indio, el emblema del secreto. Las figuras aquellas querían decir, por tanto, que sólo se podían acercar al altar los jefes, y que todo lo que se deliberase y acordarse en el templo debía permanecer secreto. La losa estaba ennegrecida por el centro, mostrando a las claras que allí se encendía fuego en las deliberaciones. No se veía un solo asiento en todo el vasto recinto.

La iluminación del interior era sorprendente. La poca luz que se apreciaba y que yo estimé en un tercio de la exterior, entraba al través de las rocas. Entre éstas se habían dejado algunos espacios por los cuales penetraba la claridad de fuera; pero como las paredes eran tan extraordinariamente gruesas, aquellas aberturas eran una especie de pasillos cuyo extremo exterior no podíamos ver. Además, las que podríamos llamar ventanas estaban cuidadosamente ocultas por fuera, para que no se las viese desde el lago. He visto igual procedimiento empleado para dar luz a algunas sepulturas egipcias de reyes. Estas tumbas eran muy bajas; la Casa de la Muerte, en cambio, por su gran elevación, permitía la entrada de más luz. En los nichos había una momia oscura, en actitud sedente, un blanco esqueleto con las mandíbulas separadas y una serie de calaveras y huesos sin relación entre sí. Encima de cada nicho se veía una pluma de águila tallada en la roca, para indicar que aquellos restos eran de jefes.

El aire del interior era bueno, por las muchas aberturas que había y que lo ponían en suficiente comunicación con el exterior. Lo que me pareció más importante de todo es que se podía pasar de una abertura a otra y de un nicho a otro porque, en la construcción, se había cuidado de dejar salientes en las rocas, que formaban escalones. Los más bajos de estos escalones habían sido arrancados no hacía mucho tiempo, como podía verse por los huecos que quedaban en la pared y que eran más claros que ésta.

—Es lástima que falten estos escalones —dijo «Corazoncito».

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque me gustaría subir por ahí.

—¡Qué cabrita saltarina! —dije yo bromeando.

Mi mujer goza mucho con trepar por las alturas y, en las excursiones que hacemos, tengo siempre que retenerla para que no vaya por sitios peligrosos.

—No seas tirano —contestó—. Ya te conozco, y eres el primero que deseas subir para curiosear en todos los nichos, y asomarte a todas las aberturas para enterarte de lo que se ve desde ellas. No me lo niegues.

—Eso de que quiero curiosear en todos los nichos, es algo exagerado; pero sí es cierto que necesito asomarme a una de esas aberturas. Tengo que saber qué parte del lago se ve desde ellas y quizá se descubra desde allí algo que de otro modo permanecería oculto para nosotros.

—Pero ¿cómo vas a llegar hasta donde comienzan los escalones?

—Muy sencillamente: construyendo una escalera.

—Muy bien, muy bien —dijo ella entusiasmada—. Hacemos la escalera y luego subimos. Vamos pronto.

Salimos del templo y pronto encontré dos palos largos, a los cuales até, con las correas que llevábamos, utahs habrán pasado ya o vendrán después.

—Hemos llegado a tiempo —dijo «Corazoncito»—. ¿Habrá peligro?

—Para ellos sí, no para nosotros —respondí.

El «Aguilucho» permaneció silencioso; pero Kakho-Oto dijo:

—Tengo que irme. ¿Confiáis en mí? ¿Creeréis sinceramente que no haré nada que pueda perjudicaros?

—Tenemos fe absoluta en ti —contesté yo en su lengua—. ¿Cuándo volverás a encontrarnos?

—No lo sé. Voy a ver qué ocurre y luego vendré a decíroslo. Si no tengo nada que comunicaros, no volveré; pero si hay algo importante, en seguida me tendréis aquí. ¿Dónde os encontraré?

—Donde tú digas.

—Pues entonces no os mováis del sitio en que están los caballos. No te aventures en peligros sin necesidad, y sobre todo no pretendas espiarnos. Mis ojos son vuestros ojos, y sabréis todo lo que yo sepa.

Prometí a la india obedecer sus indicaciones y se separó de nos, otros para ir a reunirse con los suyos. Mi mujer, el «Aguilucho» y yo nos quedamos un rato más para ver pasar a los indios. Transcurrió bastante rato antes que terminase el desfile de los siux. Detrás de ellos vinieron los utahs. Fue un espectáculo que me entristeció profundamente el paso de todos aquellos hombres de cortos alcances, impulsados por el odio.

—¿Quién vencerá? —dijo «Corazoncito»—. ¿Ellos o nosotros?

—Nosotros —dije yo rotundamente—. ¿No ves que lo que pasa ahora por delante de nosotros no es nuestra derrota, sino nuestra victoria?

—¿Y en qué se conoce?

—En su lentitud, en su aspecto, en su indiferencia y, más que nada, en que llevan vacías las bolsas de provisiones y los sacos de pienso.

—¿Y qué tiene eso que ver con nuestra victoria?

También el indio me miró esperando mi explicación.

Yo proseguí:

—No tienen víveres para ellos ni forraje para sus caballos.

—Ya se lo darán sus aliados, los kiowas o los comanches.

—Pero eso no remediará su necesidad más que por el momento. Estos indios viejos son imprevisores, mucho más de lo que lo eran en otro tiempo los jóvenes. Piensan sólo en el pasado y no son capaces de comprender el presente. Antes, cuando se iba a la guerra, se organizaban las fuerzas por grupos separados y no por masas de mil hombres. Aquellas tropas eran fáciles de mantener y de cuidar. Si se iba a la caza del búfalo se seguía en lo posible un camino que pasase por praderas abundantes en hierba, para que los caballos tuviesen el necesario alimento. Los indios curaban en la primavera carne para seis meses y en otoño volvían a curarla para los seis restantes, con lo cual había tan gran provisión de carne seca que era siempre fácil aprovisionarse para largas campañas. ¿Dónde están ahora los búfalos? ¿Dónde la demás caza? ¿Dónde hay ahora un indio que tenga en su tienda carne curada para seis meses? ¿Dónde están los caballos que había antes, en los cuales se podía confiar y que resistían el hambre y la sed, las heladas y los calores, los huracanes y las tormentas, y con los cuales se podían arrostrar las más temerarias cabalgadas? Todo esto acabó. El que crea que puede hacer lo que entonces hacía, está perdido. Mi mataosos está colgado en casa; tengo encerrados en el baúl mi rifle Henry y mis revólveres. Todos ellos han sobrevivido a su época. ¿Qué es lo que hacen Kiktahan Shonka y Tusahga Sarich? Han salido a campaña con mil siux el uno y mil utahs el otro; con hombres y con caballos que no tienen hábitos guerreros y, lo que es más grave, sin los víveres necesarios. Ahora se ven obligados a mendigarlos de los kiowas y de los comanches. Pero éstos tampoco tienen provisiones de pan ni de carne. También ellos han salido a campaña en núcleos de mil hombres, de suerte que hay aquí, según toda probabilidad, cuatro mil hombres y cuatro mil caballos sin contar la impedimenta. ¿De dónde van a sacar los víveres, el forraje y el agua para un número tan absurdo de personas y animales? No hace falta matar a ninguno de ellos, porque van a morir ellos solos de hambre y de sed. Cuando los veo pasar por delante de nosotros, me parece que no son cuerpos vivos, sino almas en pena que van al otro mundo para morir de hambre en sus eternos y desolados cazaderos.

—¡Uf, uf! —exclamó el «Aguilucho», a quien parecía evidente cuanto yo decía.

Pero «Corazoncito» estaba callada. También ella veía que yo tenía razón; pero esta idea, en lugar de animarla, la deprimía. Su buen corazón se representaba cuatro mil hombres muriendo de hambre delante de nosotros, y pensar que nuestra misión era contribuir a aquella muerte, le producía verdadera pena.