Capítulo 2

La esposa infiel

Pronunció el indio sus palabras en tono que no admitía contradicción. Los dos Enters, en cumplimiento de sus instrucciones, se separaron de nosotros. Parecían hacerlo de mala gana, aunque sabían bien que tendrían que abandonarnos para entregarnos al enemigo. Cuando se hubieron alejado lo suficiente para no oír lo que dijera el kiowa, éste, dirigiéndose al «Aguilucho», le preguntó:

—¿Conoce mi hermano a esos dos hombres?

—Los conocemos muy bien —respondió el interpelado.

—¿Sabéis que son vuestros enemigos?

—Sí.

—¿Y que os van a entregar a Kiktahan Shonka?

—También lo sabemos.

—¿Y sin embargo viajáis con ellos? ¡Uf, uf! Así hacían Winnetou y Old Shatterhand. Preferían estar en medio del peligro que al borde de él.

Al decir estas palabras, me miró a hurtadillas con expresión de viva simpatía y luego prosiguió:

—Pero ¿por qué vais con ellos al lago donde os amenaza la muerte? No será solamente para desenmascararlos y castigarlos. Tendréis algún otro motivo más importante. ¿Queréis que os lo diga para ver si he acertado?

—Dilo.

—Queréis ver el encuentro de los kiowas y los comanches con los siux y los utahs. ¿Es así?

—Mi hermano rojo parece tener mucha penetración.

El kiowa se echó a reír y dijo:

—Pida, el amigo de Old Shatterhand, tiene mucha más que todo eso.

—¿Eres tú tal vez su enviado? ¿Has venido por mandato suyo?

El kiowa levantó sus hermosos y leales ojos hacia mí y respondió:

—No. Él no sabe nada de esto. Él es el jefe de su tribu y el hijo de su padre. Por estas dos causas tenía que ser enemigo tuyo; pero él estima a Old Shatterhand y lo respeta como a ningún otro hombre. Por eso desea en el fondo de su corazón que Old Shatterhand venza hoy como venció siempre; pero no con las armas, sino con el amor y la tolerancia. Él no quiere saber lo que yo hago; por eso procedo como me parece sin consultarlo. Voy a llevaros al sitio mejor para que cumpláis vuestro deseo.

—¿Es a otro lugar distinto del Agua de la Muerte?

—No. Es a ese sitio; pero dando un rodeo para que no nos vean. Iremos no sólo al Agua de la Muerte, sino también a la Casa de la Muerte. ¿Tenéis miedo a los espíritus?

—Sólo hay que temer a los vivos, no a los muertos. Nunca he oído hablar de la Casa de la Muerte. ¿Dónde está?

—Junto al lago. Antes era desconocida. Ha sido descubierta hace dos años. Estaba llena de huesos de tiempos antiquísimos, con muchos totems, wampums y otros objetos sagrados. Hace muchas semanas se ha puesto todo en orden, y luego se ha fumado el calumet del secreto para que nadie se atreva a entrar en la casa. El que se acerque a la parte de la orilla del lago donde está la casa será muerto por los espíritus de los que fallecieron en ella.

—¿Y a pesar de eso te vas a atrever a ir allí?

—Sí.

—¡Qué valiente!

No supimos si el «Aguilucho» lo decía en serio o con ironía. El kiowa bajó la vista, levantó luego la cabeza y dijo sonriendo:

—Yo solo no me atrevería; pero yendo con vosotros no me puede ocurrir nada. Lo sé tan fijamente como si me lo dijera nuestro grande y buen Mánitu. Vosotros no me conocéis y tenéis motivos para desconfiar de mí; pero os ruego, a pesar de ello, que me sigáis. No puedo ofreceros ninguna garantía más que ésta: ¿conocéis a Kolma Puchi?

—Sí.

—Pues es mi amiga. ¿Conocéis también a Achta, la squaw de Wakon, el hombre más famoso de la tribu de los dakotas?

—También la conocemos.

—Yo vivo a bastante distancia de ella; pero nos comunicamos frecuentemente por medio de mensajeros especiales. Espero ver pronto a las dos, a pesar de la enemistad que hay entre nuestras tribus. ¿Tenéis ahora confianza en mí?

Era conmovedor ver cómo hacía todo lo posible por infundirnos confianza. ¡Quién sabe lo que arriesgaba por hacernos un favor! No parecía darse cuenta tampoco de que al mencionar a aquellas dos mujeres como amigas suyas, delataba su propio sexo.

Yo respondí:

—Tenemos confianza en ti. La tuvimos desde el primer momento en que te vimos. Guíanos y te seguiremos.

—Pues venid.

Los dos Enters se habían alejado ya mucho. Seguimos al principio sus huellas lentamente, para que no pudiesen ver hacia dónde nos encaminábamos, y cuando se perdieron de vista en el horizonte, torcimos hacia la derecha, porque para ir directamente a la Casa de la Muerte había que rodear el lago. El kiowa cabalgaba delante con Pappermann, que le hacía preguntas para enterarse de su vida. Primeramente le preguntó de qué conocía a los hermanos Enters.

—No los conozco —respondió el indio—. Kiktahan Shonka ha enviado un mensajero para que avise de su llegada. Ese mensajero ha dicho que pronto llegarían dos rostros pálidos hermanos, que se ha comprometido a poner en manos de los siux a Old Shatterhand, su squaw, un viejo cazador blanco con la mitad de la cara azul y el «Aguilucho» de los apaches. Esos cuatro estaban destinados a una muerte segura. Al enterarme de ello, me propuse salvaros. Me alejé a media jornada del lago y me aposté en un lugar por donde teníais que pasar. He estado esperando ayer y hoy. Al veros llegar he comprendido que erais los esperados: un indio, cuatro blancos y una squaw blanca. Lo primero que me he propuesto ha sido separaros de los peligrosos hermanos, y lo he conseguido.

—¿Entonces crees que Mr. Burton es Old Shatterhand?

—Sí. ¿Estoy equivocado?

—Pregúntaselo a él mismo.

—No es necesario. Si no fuera así, me hubieras respondido negativamente al instante, de manera que, indirectamente, me lo has probado con bastante claridad.

No pude oír más de esta conversación, porque los dos jinetes apresuraron el paso de sus cabalgaduras. «Corazoncito» me dijo:

—Adiós tu incógnito.

—Todavía no —repliqué.

—¿Crees que ese kiowa guardará el secreto?

—Si lo deseo, sí.

—¿Te es simpático?

—Mucho.

—A mí también. Tiene cierta expresión sincera y al mismo tiempo triste. En casi todos los ojos de los indios se observa esa expresión; pero en los de ese con más claridad que en ninguno. Parece como si ese hombre llevase dentro de sí un profundo y constante dolor. Si pudiésemos ayudarle en algo… ¿Qué te parece?

—Que mi «Corazoncito» querría consolar a todos los que sufren; pero eso no es tan fácil cuando se trata de un dolor íntimo. Lo primero que habría que hacer es enterarnos de lo que lleva dentro, y los indios son muy reservados, como sabes muy bien.

—En cuanto a eso, ya me conoces: cuando quiero saber una cosa la pregunto directamente.

—Sí, ya sé que, desgraciadamente, es así.

—Aun cuando se trate de indios.

—Ciertamente. Ya sé que tú eres capaz de preguntar, bien se trate de blancos, rojos, amarillos, verdes o azules. Pero éste es muy reservado.

—¿Crees tú?

—Sí. Ese no te dirá nada.

—¡Bah! ¿Quieres apostar algo a que le hago hablar?

—Ya sabes que nunca apuesto.

—Bien. Pues entonces ¿qué me darás si para mañana por la mañana he averiguado la causa de su pena?

—¿Qué es lo que quieres?

—Otros cincuenta marcos para nuestro hospital de Radebeul.

—¡Niña, que me vas a salir muy cara! —exclamé asustado—. ¿Cuánto me darás tú en cambio si para mañana por la mañana no lo has averiguado?

—El doble, o sea cien marcos, como castigo a mi temeridad.

—Eso es más que equitativo, es hasta generoso. El hospital saldrá ganando de todos modos con la apuesta. Pero ¿de dónde vas a sacar los cien marcos?

—Del crédito que tengo contigo.

—¡Muchas gracias! Para apuestas no doy ni un céntimo a crédito. Prueba a sacárselos al viejo Pappermann. Tal vez logres interesarlo por tu hospital.

—¡Pobre hombre! Ni cuando tenía su hotel debió de ver reunida esa cantidad, que tampoco le habrían prestado con la garantía del negocio. ¿No recuerdas que nos lo dijo? Bueno; haz el favor de separarlo del kiowa.

—¡Ah! ¿Es que ya vas a empezar tu interrogatorio?

—Sí. Tengo que averiguar a toda costa lo que ese indio tiene sobre su alma. ¡Piensa qué alegría la nuestra si pudiéramos ayudarle! Anda, llama a Pappermann.

Así lo hice con secreta satisfacción, pues estaba convencido de que también el kiowa estaba deseando hacer preguntas a mi mujer. Los dos estuvieron juntos toda la tarde. Por lo visto encontraban agrado en la conversación y, por mi parte, ningún interés tenía en separarlos.

El terreno comenzó a elevarse gradualmente. Nos íbamos acercando a las montañas entre las cuales está el Agua oscura. A la caída de la tarde vimos la línea del bosque que señala la proximidad del lago. Allí había acampado yo en otro tiempo para llegar al mismo lago a la mañana siguiente. Dimos un rodeo alrededor del bosque y del lago, atravesamos un arroyo ancho y poco profundo, que constituía el desagüe de aquel interesante depósito de agua, dejamos beber a los caballos y penetramos luego entre rocas cortadas a pico hasta llegar al espeso bosque, término de la jornada de aquel día. Era ya muy tarde para poder llegar a la Casa de la Muerte, tanto que tuvimos que apresurarnos a armar la tienda porque se nos echaba la noche encima. Hicimos un hogar rodeado de piedras para que la llama no fuera visible a distancia, a pesar de que el kiowa nos aseguró que aquel sitio estaba libre de espías, por pertenecer a la zona prohibida. Nos quedaba poco trecho de subida para llegar a la Casa de la Muerte; pero aquella subida era tan dura que no podía intentarse con la escasa luz del crepúsculo. Nos vimos, pues, obligados a esperar la llegada del día siguiente.

A la orilla del lago, y separados unos de otros, estaban acampados los kiowas y los comanches. Los siux y los utahs aún no habían llegado; pero se los esperaba de un momento a otro.

Mientras el «Aguilucho» cuidaba los caballos, armé la tienda ayudado por Pappermann. El viejo cazador estaba malhumorado. Tosía y rezongaba como si quisiera decir algo y no supiese de qué modo empezar. En vista de ello, le pregunté directamente qué le pasaba.

—Que estoy disgustado —me respondió en voz baja.

—¿De qué?

—Y además desconfío.

—¿De quién?

—Del kiowa.

—¿Por qué?

—¿Y me lo pregunta usted? ¿Es que usted no tiene ojos?

—¿Para qué?

—¡Me hace usted gracia con sus preguntas! ¿De quién? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Y a esas secas preguntas quiere usted que le dé respuesta razonable? Vamos a ver: ¿cuánto hace que hemos tropezado con ese kiowa?

—Cerca de seis horas.

—¿Y qué ha hecho en esas seis horas?

—Guiarnos hasta aquí.

—No quiero decir eso. Guiarnos era su deber; pero ha hecho otra cosa, que a usted debía haberle disgustado profundamente.

—No sé por qué tenía que disgustarme.

—¡Ah! ¿De modo que para usted no significa nada que un indio cabalgue seis horas seguidas al lado de su esposa y hable con ella de tal manera que ella no tenga ojos más que para él?

¡Ya pareció aquello! Lo que le ocurría es que tenía celos del kiowa. Él estimaba muchísimo a mi mujer, y al pobre viejo, tan solo en la vida, le encantaba tener de cuando en cuando un rato de charla con ella. Aquel día le había sido negado tal placer. Hice como que no lo entendía y le repliqué:

—En efecto, nada significa. En todo este tiempo no he tenido nada importante que comunicar a mi mujer, así es que no había para qué interrumpir su conversación con nuestro nuevo amigo.

—¿Amigo dice usted?

—¿Y por qué no?

—Porque hay que estar prevenido. Yo me llamo Maksch Pappermann y soy un viejo lleno de experiencia. Antes de llamar amigo a uno, lo tengo a prueba semanas y meses. Usted también, en otras ocasiones, es cauto, más aún que yo; pero hoy parece que lo han cambiado. Viva usted prevenido y tenga en cuenta la advertencia que le hago con toda lealtad.

—Así lo haré. No volverán a hablar seis horas seguidas.

—Muy bien. Esa resolución es muy razonable. Al oírle hablar así, se me quita toda preocupación y recobro mi buen humor. ¿Cree usted que aquí estamos realmente seguros y no tenemos nada que temer?

—Completamente seguros.

—Sin embargo, ¿no es muy aventurado fiarse, como usted lo hace, de ese indio?

—No lo crea usted. Confío en él porque confío en mí mismo. Pero usted no tenía antes esa desconfianza.

—Al principio, no; pero esa manía de charlar me ha parecido sospechosa. Tengo la idea de que ha ido sonsacando a Mrs. Burton para contar luego lo que ha averiguado a los kiowas y los comanches.

—No lo creo. Además, aún no está entre ellos.

Well! Lo vigilaré y nada de lo que haga se me escapará. No me dejaré engañar.

Allí terminó la cosa, por entonces. Cuando, después de la cena, pregunté a «Corazoncito», con algo de ironía, si había logrado sorprender el secreto del indio, me respondió:

—Todavía no. Es muy callado.

—Pues tú has estado casi seis horas hablando a solas con él. Si llamas a eso ser callado…

—Hemos hablado, no de sus propios e insignificantes sufrimientos, sino del gran dolor de su raza. Piensa con mucha elevación y tiene sentimientos delicados. Me gusta mucho, mucho.

—¡Hola!

—Sí, así es. Por cierto que me ha ocurrido una cosa que tengo que confesarte.

—¿Otra confesión tenernos?

—Sí, por vergüenza para mí. No sé lo que me ha pasado; pero cuando me hablaba con tanto amor y tan calurosamente en favor de su nación; cuando se lamentaba tan sentidamente de que los blancos tengan a los indios por una raza inferior, sus ojos se llenaron de lágrimas y a mí me entraron deseos de besarlo en la frente y en las mejillas y de secar sus lágrimas con mis manos. Te repito que no sé lo que me ha pasado.

—Pues yo sí lo sé, amor mío —repliqué.

—¿Y me darás tu absolución? —me preguntó un tanto cohibida.

—Con toda mi alma. Pero ya hablaremos mañana de ello. ¿Te has enterado de dónde está la aldea kiowa en que me quisieron martirizar?

—Sí. Antes estaba en el brazo salado del río Rojo y ahora mucho más al Oeste, también a orillas de un río pequeño, cuyo nombre he olvidado. El indio te ha reconocido en cuanto te ha visto.

—¡Ah! ¿Es que no me ve ahora por primera vez?

—No. Te conoce de entonces. Estaba en la aldea cuando, te llevaron a ella y te vio atado de pies y manos al poste. Me lo ha contado todo con más detalles aún de los que sabía por ti.

—¿No te ha hablado del viejo Sus-Homacha («Una Pluma») que tanto hizo en aquella ocasión por salvarme?

—Sí. Sus-Homacha tenía dos hijas: una de ellas era la esposa del joven jefe Pida. Era sumamente feliz en su matrimonio y sigue siéndolo ahora. Santer la atacó y le dio un golpe en la cabeza que la hizo caer desvanecida. La tuvieron por muerta y te llamaron. Se cree aún hoy que tú le salvaste la vida. Por eso Pida sigue siendo tu amigo, con inquebrantable gratitud. Su mujer está con él.

—¿Aquí, en el lago? ¿Con los kiowas?

—Si. Cuando supo que también Old Shatterhand iba al Monte Winnetou, no hubo riada que la detuviese. Quería volver a ver a su salvador. Parece que entre las mujeres de los kiowas tienen una asociación semejante a la de las squaws de los siux. También ellas se han reunido y quieren tomar parte en la deliberación. Han salido de sus aldeas; pero no he podido averiguar dónde se encuentran.

—Te has apartado del punto principal de lo que me decías. Has hablado de dos hijas del viejo Sus-Homacha. Una es la mujer de Pida. La otra…

«Corazoncito» me interrumpió vivamente:

—La otra se llamaba Kakho-Oto («Pelo Negro») y quería hacerse tu squaw para salvarte; pero tú no accediste a ello. No obstante, fue tan generosa, que te facilitó la fuga. Aún vive y sigue soltera. A ningún hombre ha permitido que se le acerque y los muchos años que han pasado desde entonces los ha empleado en glorificar tu memoria y la de Winnetou entre los kiowas y en propagar en su tribu vuestros ideales de nobleza, de paz y de amor al prójimo. No desea otra cosa que ir al Monte Winnetou para verte allí. Pero cree que no la reconocerás, porque piensa que en este tiempo se ha puesto vieja y fea, y así espera que la verás sin saber quién es. Ella es la que nos ha enviado a ese kiowa para avisarnos el peligro que corremos y para guiarnos. Podernos fiarnos enteramente del indio, que se conducirá como si no perteneciese a su tribu y estuviera a nuestro servicio, prestándonos todo el auxilio que necesitemos y que no sea incompatible con su amor a la tribu y con su honor. ¿No te alegra todo esto?

—Ya lo creo. Y tu propia alegría se duplicará cuando sepas bien quién es ese hombre leal. Pero vamos a acostarnos temprano, porque es posible que mañana sea un día lleno de acontecimientos, que exija todas nuestras energías.

De acuerdo con mi proposición, se retiró en seguida a su tienda y los demás nos echamos a dormir. En cualesquiera otras circunstancias habría repartido la guardia de la noche entre nosotros; pero como sabía quién era el kiowa y que se podía confiar en él, no hubo necesidad de adoptar tal precaución. Ahora bien; nuestro viejo Pappermann era de otra opinión, y así se acomodó cerca del indio para poder vigilarlo durante la noche, sin que yo le dijese nada en contrario.

A la mañana siguiente, me despertó el propio Pappermann, muy excitado y con la cara encendida, diciendo:

—¡Perdone, Mr. Burton, que le despierte tan temprano; pero es que ha ocurrido una cosa terrible!

—¿Y qué es ello? —dije yo poniéndome en pie de un salto.

—¡Una cosa espantosa, horrible!

—Pero ¿qué? Dígalo pronto.

—No debo decírselo de golpe; antes tengo que preparar a usted.

—No necesito preparación. Dígalo ya.

—Sí que la necesita, y mucho. Si no le preparo antes, va usted a caer de susto al suelo como un tronco cortado.

—¿Yo?

—Sí, usted.

—¿Y de susto?

—De susto.

—¿Y yo solo?

—Usted solo.

—¿Y usted no?

—No; yo no. Y eso que yo me quedé aterrado al primer momento, como si se tratase de mi propia mujer y no de la de usted.

—¡Ah! ¿De modo que se trata de mi mujer?

—Sí. Naturalmente. De su mujer.

—¡Gracias a Dios!

Y diciendo esto di un suspiro de consuelo. El viejo cazador tenía un aspecto como si se tratase efectivamente de un acontecimiento aciago, que no pudiera remediarse; de un acontecimiento que echase por tierra todos nuestros planes. Por eso había conseguido producirme cierta intranquilidad, a mí, que soy tan sereno. Pero en el momento en que me dijo que se trataba de «Corazoncito», me tranquilicé instantáneamente.

—¿Gracias a Dios, dice usted? No tiene usted motivos ahora para agradecerle nada.

—¿Es que le ha ocurrido alguna desgracia?

—Eso, según se considere. Más bien a usted que a ella. Cuando usted lo sepa, va a empezar a golpes a diestro y siniestro.

—No lo creo.

—¡Vaya! Yo no he estado nunca casado; pero, sin embargo, comprendo lo que debe sentirse cuando ocurre una cosa así. Yo haría pedazos al canalla.

—¿A qué canalla?

—Pero ¿es que no sospecha usted aún nada de lo que ha pasado?

—En absoluto.

—Pues entonces, voy a tener que decírselo a usted con toda claridad. Pero prométame no desmayarse.

—No tenga usted cuidado.

—Ni empezar a trastazos conmigo.

—También se lo prometo.

Well! Se lo voy a decir. Óigame.

En lugar de acercarse a mí, como suele hacerse cuando se quiere decir una cosa íntima, retrocedió dos pasos y exclamó:

—¡Le es a usted infiel!

—¿Quién?

—¡Vaya una pregunta! ¿Quién ha de ser? Su mujer. Esa a quien llama usted «Corazoncito» cuando le habla en alemán.

—¡Gracias a Dios! —repetí—. Ya estoy completamente tranquilo.