El jinete indio
Una vez que, con tanto asombro y pena de mi mujer, accedí a la invitación de marcha que me dirigía Mr. Evening, nuestros preparativos de marcha se hicieron mucho más de prisa de lo que habíamos pensado. Los señores del comité tuvieron la bondad de prestarnos algunos de sus criados, y ya estábamos dispuestos para la partida cuando las dos Achtas, madre e hija, volvieron del bosque con Pappermann, a quien traían cogido de la mano entre las dos. El rostro del viejo cazador resplandecía de júbilo hondo y puro. Cuando vio los mulos cargados, a nosotros junto a los caballos y al «Aguilucho» montado ya, exclamó con sorpresa:
—¿Qué es eso? ¿Nos vamos?
—Sí, nos vamos —respondí yo—. Monte usted.
—Pero no es posible. ¡Si yo he prometido quedarme!
—Pues quédese usted. Hay que cumplir la palabra. Pero yo he prometido, por el contrario, abandonar el Nugget-Tsil al momento.
—¿Y a quién se lo ha prometido?
—A esos caballeros.
Y señalé a los señores del comité.
—Según ellos, somos demasiado violentos para estar en su compañía —añadió Hariman Enters para dar salida a su indignación.
—No somos bastante delicados, finos y discretos —agregó Sebulon—. Dicen que Mr. Burton no puede estar donde ellos estén.
—¡Eso es mentira, una mentira infame! —bramó Pappermann—. ¡Mr. Burton es un caballero como no hay otro entre…!
—¡Basta! —lo interrumpí—. ¿A quién ha prometido usted quedarse aquí?
—A esas dos indias.
—¿Por cuánto tiempo?
—De eso no hemos hablado; pero se entiende por lo menos hasta mañana, porque tenemos muchas cosas que contarnos. ¡Hace tantos años que no nos veíamos Achta la madre y yo! ¿Es que no tienen ustedes más remedio que irse?
—No tenemos más remedio. Usted puede quedarse aquí y mañana reunirse con nosotros.
—¿Cómo? ¿Dejar solos a usted y a Mrs. Burton? Sería el mayor canalla si lo hiciese. No, no. Ruego a estas señoras que me devuelvan mi palabra, y estoy seguro de que lo harán, pues les prometo que nos volveremos a encontrar muy pronto.
Besó las manos a las dos indias con ternura brusca y por lo mismo más conmovedora, y se dispuso a montar en su mulo, que ya estaba ensillado. Entonces se irguió Achta, la madre, y preguntó con voz fuerte e imperiosa, mirando a todos lados:
—¿Qué ha ocurrido aquí? Quiero saberlo yo, la esposa de Wakon el intachable, el que se negó a formar parte de este comité. A ver quién me lo dice.
—Ese te lo va a decir —dijo la hija señalando al «Aguilucho», que se aproximó lentamente a caballo al sitio donde estaban ellas.
Cuando estuvo a su lado, gritó con voz tonante:
—Yo soy un winnetou de la tribu de los apaches. Vuelvo ahora al hogar de mis antepasados después de haber estado con los rostros pálidos. Me llaman el «Aguilucho»…
—El «Aguilucho»… el «Aguilucho»… —repitieron unos después de otros, pues su nombre era muy conocido a pesar de su juventud.
El indio prosiguió:
—Declaro aquí en nombre de todos los winnetous de mi tribu que este comité no es digno de resolver el problema cuya solución buscamos. La bofetada que ha recibido Okih-Chin-Cha o Antonio Paper estaba bien merecida: era la única respuesta que se le podía dar. La ha recibido todo el comité, no sólo él. He dicho. Howgh!
Al terminar, recogió las riendas para marcharse.
—¿También tú te vas? —preguntó la madre.
—El primero de todos; pero pronto nos volveremos a ver —respondió el indio.
—¿Cuándo y dónde? —preguntó la hija.
—En el Monte Winnetou.
Este breve diálogo se desarrolló en apache. La madre añadió en voz baja:
—Tú eres uno de los preferidos de mi esposo Wakon. Tú también estarás en el Monte Winnetou. ¿Irás a ver a Tatellah-Satah antes del día de la exposición?
—Así lo espero.
—Entonces dile que Achta, la esposa de Wakon e hija del más grande hombre de la medicina de los senecas, está a su lado contra la incomprensión, con todas las mujeres de la raza roja.
—Te doy las gracias en su nombre. Pero ¿cómo es que te encuentro en compañía del comité que tan mal te parece?
—La casualidad nos ha reunido, y ellos han querido hacer el viaje con nosotros, aunque no era ese nuestro deseo. Quieren enterarse de lo que vamos a deliberar y acordar en nuestra reunión del Monte Winnetou; pero no estamos dispuestas a decírselo. Te recomendamos a nuestro amigo y salvador y te rogamos que veles por él. ¿Quién es ese rostro pálido que se encuentra con su squaw en tu compañía?
—¿No os lo ha dicho Pappermann?
—No. Se lo hemos preguntado, pero ha guardado silencio. Sin embargo, parece tener grandísimo respeto por los dos.
Yo estaba tan cerca de ellos que oí lo que decían. La madre no pensaba que yo hubiera podido enterarme de su conversación. El «Aguilucho» me dirigió una mirada interrogadora y yo asentí con un movimiento de ojos. Entonces él se acercó aún más a las dos mujeres y dijo:
—Si esos dos blancos no han de enterarse de lo que digamos, tenemos que hablar en voz baja.
—¿Por qué?
—Porque él entiende la lengua apache.
Ella dio muestras de sobresalto.
—Entonces ha comprendido lo que hemos dicho —dijo confusa.
—No ha perdido una palabra. Pero no temas nada: fue un amigo de Winnetou y también lo es vuestro. Ahora no quiere que se sepa su nombre; pero si me prometéis mantenerlo secreto, os lo diré.
—Te lo prometemos.
—Es Old Shatterhand.
—¡Old Shat…!
Se puso pálida y no pudo acabar de pronunciar el nombre. Luego la reacción la hizo enrojecer y añadió:
—Pero ¿es cierto?
—Cierto, cierto —aseguró el «Aguilucho».
—¡El mejor, el más verdadero, el más leal amigo y hermano de nuestro Winnetou! Por primera vez lo veo ahora en mi vida. ¡Si pudiese… si pudiese…!
No terminó la frase. Juntó las manos y me miró tímidamente. La hija se acercó a mí y antes que yo pudiese evitarlo besó la correa de mi estribo, y luego se llevó a los labios el borde del vestido de mi mujer.
—¡Y esta es tu squaw… tu squaw…! —continuó la madre—. ¡Oh, si no hubiera prometido callar, empezaría a dar voces de alegría!
Entonces «Corazoncito» saltó al suelo, la abrazó y la besó y dijo en inglés:
—No comprendo lo que dices; pero lo leo en tus ojos y en tus labios. Quiero demostraros mi cariño a las dos y os prometo que pronto nos veremos de nuevo; pero ahora tenemos que irnos.
Besó a la hija lo mismo que había hecho con la madre y volvió a montar a caballo.
Yo di la mano a las dos hermosas indias y dije:
—Wakon, el investigador e inventor incansable, ocupa alto lugar en mi espíritu porque trabaja por buscar el alma de su nación. Me alegro mucho de saber que lo encontraré en el Monte Winnetou y me siento honrado de haber conocido hoy a su squaw y a su hija; pero aun me alegra más saber que somos aliados. La memoria de Winnetou pertenece a los corazones de nuestros hombres y mujeres, a las almas de nuestros pueblos; pero no a las hueras y desnudas afectaciones de una jactanciosa publicidad. Os ruego que no digáis que me habéis encontrado aquí. Nos volveremos a ver en lugar y ocasión apropiados.
Nos alejamos de aquel sitio haciendo una cortés inclinación de cabeza a las mujeres; pero sin mirar siquiera a los hombres. Bajamos lentamente la falda del monte, y al llegar abajo vimos los caballos de los que nos habían arrojado de allí. Tan pronto como nos encontramos en la llanura, aceleramos el paso de nuestros animales, ya que se trataba de llegar cuanto antes al Deklil-To (el «Agua oscura») porque la mayor parte del camino pasaba por tierra enemiga. Afortunadamente; ya no estábamos en los antiguos tiempos sangrientos; pero aún no se había extinguido el odio que antes reinaba, como se veía claramente en las cartas que yo había recibido de To-Kei-Chun, jefe de los comanches racurros, y de Tangua, el jefe más anciano de los kiowas. Nuestro camino pasaba por el territorio de estas dos tribus y yo estaba seguro de que cometía, si no una temeridad, por lo menos un acto de audacia al atravesar aquella región con mi esposa, que no estaba acostumbrada a los peligros que pudieran asaltarnos. No me sentía yo, pues, muy tranquilo, aunque me guardé bien de decirlo.
Ella, que no sospechaba siquiera los pensamientos que me ocupaban, se mostraba muy alegre. Mientras galopábamos uno al lado del otro por la llanura, me miraba de cuando en cuando a hurtadillas. Yo comprendía lo que aquello quería decir. Mi mujer no puede soportar la injusticia, sea de hecho, sea sólo de intención, y cuando piensa que se ha cometido alguna, tiene que decirlo para poder quedarse tranquila. Seguramente, tenía entonces algo que decir, y a eso obedecían sus miradas. Aprovechando una de éstas, la miré a la cara y dije riendo:
—Vamos, dilo.
—¿Qué he de decir? —me preguntó.
—Lo que tienes sobre tu conciencia. Confiésalo de una vez.
—¿Confesar? ¿Qué tengo que confesar?
—Espero que tú misma me lo digas.
—¿Qué te parece un matrimonio en que la pobre e infeliz mujer no puede mirar a su marido sin que éste crea a cada mirada que ella tiene algo que confesarle?
—Me parece que esa pobre e infeliz mujer ha hecho un buen matrimonio, pues tiene un marido que la conoce perfectamente y sabe lo que piensa.
—¡Ca! No lo sabe, porque acaba de manifestar que espera a que ella misma se lo diga. Pero, vamos, en este caso, nada más que en este caso, es cierto que tengo que confesarte una cosa, y es que no me parecía bien lo que has hecho. No he dicho nada; pero no estaba conforme contigo.
—¿En qué?
—En que de muy buena gana me habría quedado allá arriba. Yo no habría cedido, y me parecía una debilidad tuya abandonar el sitio a esa gente.
—¿Y sigues pensando lo mismo?
—Ahora veo que tenías razón. Si nos hubiéramos quedado, eso habría dado lugar a que se desarrollasen sentimientos de odio entre ellos y nosotros, y en casos como este es preferible una capitulación a una victoria. Tampoco había que pensar en que pudieras examinar tranquilamente los manuscritos desenterrados. Aquí estamos libres y tranquilos, sin temor a peleas ni enconos… y hemos ganado el primer combate de vanguardia a que te referías.
—¿De modo que estás de acuerdo con lo que he hecho?
—Ya lo creo. Esa Achta, la mujer de Wakon, me ha admirado. Es todo un carácter, una mujer de una pieza. Ninguno de los del comité vale lo que ella. Esa no va seguramente al Monte Winnetou para pronunciar discursos sufragistas. Al consentir en abandonar aquellos lugares, te has procurado en ella una auxiliar nada despreciable.
—Sí —dije yo riendo—. Habrá un combate de amazonas entre ellas y el comité. Estoy impaciente por ver en qué queda este asunto en que estamos interesados no sólo como espectadores, sino como actores. Ya sabemos que Kiktahan Shonka es enemigo implacable de Wakon, y sospecho que éste, a la cabeza de los jóvenes siux, irá también al Monte Winnetou, del mismo modo que Kiktahan Shonka lleva a los viejos siux al Agua oscura. ¡Una tribu dividida de ese modo! ¡Qué imprudencia! De esa manera es como ha ido a la ruina la raza. Hay que guiarlos. ¿De modo, «Corazoncito», que estás por completo conforme conmigo?
—En absoluto. ¿Dónde acamparemos esta noche?
—En el brazo norte del Red River. Mañana iremos al brazo salado del mismo río, donde estaba antes la aldea de los kiowas. Aunque ahora está aquello desierto, evitaremos ese lugar, para no encontrarnos con nadie.
Así lo hicimos. Aquella noche acampamos a la orilla del brazo norte del río Rojo. En la conversación que allí tuvimos, Pappermann nos contó cosas muy interesantes de su entrevista con las dos Achtas. Por lo que la madre decía, Antonio Paper había pretendido casarse con su hija y se le había desahuciado en redondo. El despecho que aquello había hecho nacer en él le impulsaba a aprovechar todas las ocasiones para procurar vengarse de ellas.
Mientras el cazador contaba esto, observaba yo al «Aguilucho», que hacía como si no oyera nada y permanecía en inmovilidad silenciosa; pero esta actitud suya decía más que la más ruidosa cólera.
Antes de acostarnos, describí a mis compañeros el camino que había seguido yo en otro tiempo desde la aldea de los kiowas persiguiendo a Santer, por el río Pecos hasta el Agua oscura. Había un camino más directo desde el lugar en que nos encontrábamos. Si lo seguíamos, teníamos que dirigirnos desde el principio hacia el Oeste sin pasar por el brazo salado del Red River. Yo había seguido el otro porque era el que llevaba Santer. Di a elegir a mis compañeros entre los dos y como prefirieron el más corto, resultó que llegamos más pronto al fin de nuestro viaje.
La comarca que atravesábamos estaba desierta y no tenía agua; ni un árbol, ni un matorral, ni una hierba alegraban la vista. Sólo había pedruscos y rocas. El terreno, que hasta entonces era llano, comenzó a elevarse lentamente. Al llegar el mediodía, no nos detuvimos para comer, porque no teníamos agua y esperábamos encontrarla cuando subiésemos más. De pronto vimos muy lejos, a nuestra derecha, un jinete que había estado oculto detrás de una pequeña colina y que se dirigía a nuestro encuentro. Debía de habernos observado desde su escondite; pero ¿por qué había salido de él tan pronto? A la distancia a que estaba de nosotros no podía reconocernos. Un guerrero experimentado habría permanecido en acecho hasta que nos hubiésemos acercado más. Quizá dejaría de tomar aquella precaución pensando que habían pasado los antiguos tiempos de peligro y que ya no hacía falta tanta cautela cono en ellos.
Se trataba de un indio. Venía lentamente hacia nosotros, y al cabo de un rato se paró para dejar que nos acercásemos. Era de estatura más bien pequeña y su traje estaba hecho de la abigarrada tela de Pueblo. Bajo el sombrero de fibra de agave, le caía el largo cabello oscuro sobre la espalda. En el cinturón llevaba un cuchillo y, colgado de su correa, un rifle ligero. Iba montado sobre un buen caballo y todo su continente respiraba el innato orgullo de los indios. Su rostro, naturalmente imberbe, me parecía conocido; pero no podía decir de qué ni por qué. Tenía líneas más suaves y color más claro de los que suelen tener los indios. La mirada de sus ojos, dulces y serios, recordaba la de Nsho-Chi, la hermana de Winnetou…
De pronto me vino a la mente dónde y cuándo había visto aquella cara. En el mismo momento fui reconocido a mi vez por el indio. Como yo iba casualmente cerrando la marcha de nuestro grupo, fui el último a quien vio. Apenas me hubo reconocido, su rostro se iluminó de alegría y enrojeció como el de una muchacha. Quiso ocultar su rubor; pero no lo consiguió, al paso que yo no dejé traslucir que lo reconocía. Comprendí en seguida por qué, en vez de ocultarse, como exigía la previsión de un hombre, había venido a nuestro encuentro. Se quedó parado en actitud confusa y sin decir palabra. Pappermann, que cabalgaba a la cabeza del grupo, detuvo su caballo y dijo:
—Saludamos a nuestro hermano rojo. ¿Es éste el camino para el Pa-Wiconte?
El interpelado contestó:
—Yo pertenezco a la tribu de los kiowas; pero aunque Pa-Wiconte es una palabra siux, la conozco. Sí, éste es el camino para ir al lago. ¿Van a él mis hermanos?
—Sí.
—Pues que tengan cuidado.
—¿Por qué?
—Pa-Wiconte quiere decir «Agua de la Muerte». Si van mis hermanos allí pudiera fácilmente convertirse el lago para ellos en Agua de la Muerte.
Pappermann había hecho las preguntas en su jerga anglo-hispano-india; pero obtuvo las respuestas en bastante buen inglés. La voz del kiowa parecía la de una mujer que se esfuerza en hablar con el tono grave de una voz de hombre.
—¿Por qué nos amenazas con la muerte? —preguntó el viejo cazador.
—No amenazo, sino que prevengo —respondió el piel roja.
—Es igual; lo que deseamos saber es el motivo.
—Motivos como éste no se dicen tan fácilmente; no se comunican más que a los mejores amigos.
—Nosotros somos tus amigos.
—Eso dices tú; pero yo no te conozco.
—Pues te voy a decir quién soy: me llamo Maksch Pappermann, y soy conocido hace cuarenta años como cazador del Oeste. Estos son dos caballeros que se llaman Hariman y Sebulon Enters. Aquel otro señor es Mr. Burton y la señora es su esposa. Este hermano rojo que está a mi lado es un hijo de los apaches y se llama el «Aguilucho».
El kiowa iba mirando sucesivamente a todos con ojos escrutadores conforme nos iba nombrando el cazador; pero al llegar mi turno, bajó la vista. Cuando miró a mi mujer parecía que se la quería comer con los ojos. Terminadas las presentaciones, se acercó al «Aguilucho» y le dijo:
—Entre nosotros se cuentan muchas cosas de un «Aguilucho» apache, que es de la tribu de Winnetou y hasta pariente suyo. ¿Eres tú quizá?
—Yo soy —respondió nuestro compañero.
—¿Es cierto que mereciste ese nombre porque, siendo un muchacho, te apoderaste de un águila y agarrado a ella bajaste por el aire desde el nido a tierra?
—Es cierto.
—Entonces dame la mano. Veo en tu pecho la estrella de winnetou. También yo soy un winnetou; pero tengo motivos para no descubrirlo sino a unos pocos. Mira. ¿Te fías de mí?
Diciendo esto, levantó un poco su chaqueta y se vio debajo de ella la estrella de doce puntas.
—Me fío de ti —dijo resueltamente el «Aguilucho».
—Pues entonces voy a guiaros. Os estaba esperando.
—¿Nos esperabas? —dijo el apache—. No es posible.
—Pues así es. Créelo.
El «Aguilucho» pareció un momento indeciso. La estrella en el pecho de un individuo perteneciente a la enemiga tribu de los kiowas podía ser un lazo que se nos tendiera. Me dirigió una rápida y disimulada mirada interrogadora y yo contesté con otra afirmativa. Entonces dijo al recién llegado:
—Bien. Sé nuestro guía.
Iba a seguir hablando cuando Sebulon Enters se le adelantó haciendo al kiowa esta pregunta inesperada:
—¿Están ya allí los siux?
—¿Qué siux? —respondió el interrogado.
—Los que manda el viejo jefe Kiktahan Shonka y se dirigen al Pa-Wikonte. ¿Y los utahs con su jefe Tusahga Sarich?
Al oír aquello desapareció el aspecto amistoso del rostro de nuestro nuevo conocido; su mirada adquirió una expresión más dura y preguntó:
—¿Conocéis a los dos jefes?
—Sí —respondió Enters.
—¿Sois dos hermanos?
—¿Os ha enviado Kiktahan Shonka al Pa-Wikonte?
—Sí.
—Entonces daos prisa a ir allá, porque os están esperando. Presentaos a Pida; el jefe de los kiowas, hijo del viejo y famoso jefe Tangua, que os conducirá ante Kiktahan Shonka y Tusahga Sarich.
—¿Y por qué hemos de apresurarnos?
—No lo sé; pero así me lo han dicho.
—¿Y qué será de ustedes? ¿Dónde y cuándo volveremos a encontrarnos? —dijo Sebulon dirigiéndose a mí y a mi mujer.
Yo le respondí:
—No se preocupe usted por nosotros. Le prometo que nos encontraremos en el lugar y tiempo Oportunos y cumpliré mi palabra, como la cumplí en lo referente al Púlpito del Diablo. Vaya usted tranquilo y confíe en todo lo que le diga este kiowa.
—¿Y ese Pa-Wikonte es realmente el Agua oscura donde murió nuestro padre?
—Sí. Como ustedes han leído en mis narraciones la descripción del lugar, lo reconocerán al momento sin dificultad.
—Pero no conocemos el camino. ¿Van ustedes a seguir con nosotros algún trecho más?
El kiowa respondió vivamente por mí:
—Desde aquí iréis solos. Los otros se apartarán de la dirección que traían hasta ahora. Así lo quiere Kiktahan Shonka y yo tengo que cumplir sus órdenes. No os preocupéis por el camino, que va en derechura al lago, y en cuanto estéis cerca de éste, os encontraréis con las avanzadas que os conducirán ante Pida.