Okih-Chin-Cha
Yo me había propuesto dedicar el día siguiente a examinar los manuscritos desenterrados; pero no pude hacerlo, porque cuando estábamos tomando el desayuno, se nos presentó un indio, que resultó ser el winnetou de la noche anterior, y dirigiéndose únicamente al «Aguilucho», sin siquiera mirarnos a los demás, entabló con él un diálogo en su lengua materna.
—Vienen gentes a caballo —le dijo.
—¿Por dónde? —preguntó nuestro joven amigo.
—Entre el Noroeste y el Oeste.
—¿Cuántos?
—Muchos. Están aún demasiado lejos para poder contarlos.
—Pues vuelve a decirnos cuántos son tan pronto como puedas contarlos.
El winnetou se alejó y a los diez minutos aproximadamente volvió y dijo:
—Son hombres y mujeres. Veinte hombres y cuatro veces diez squaws, con mucha impedimenta en mulos.
—¿A qué distancia vienen?
—Dentro de un cuarto de hora estarán en el Nugget-Tsil.
—Obsérvalos sin que te vean. Son las mujeres de los siux que van al Monte Winnetou; pero los hombres no sé quiénes podrán ser. Nosotros no vamos ahora al Deklil-To, y no creo que necesite ya de tus servicios.
El winnetou se separó de nosotros sin decir una palabra más que las que su deber le exigía. ¡Aquello era disciplina! Cuando el buen Pappermann supo quiénes eran los que iban a llegar, experimentó una emoción que en vano trató de ocultarnos. Los hermanos Enters dieron muestras de intranquilidad y nos preguntaron si harían bien en retirarse.
—Nada de eso —les respondí—. Ustedes forman parte de nuestro grupo. Lo único que les pido es que no digan cuál es mi verdadero nombre.
Pasó más de una hora antes que tuviéramos señales de su llegada. Aquella gente se movía con gran lentitud, a lo que parecía. Por fin oímos el rumor de sus voces. Venían andando y habían dejado los caballos al pie de la montaña, por no aventurarlos en las difíciles subidas que había. Indudablemente, debieron de vernos antes de salir del bosque, porque quedaron de pronto en silencio. Después vimos aparecer a un hombre muy alto y extraordinariamente delgado, que con desaliñado paso se acercó a nosotros. No iba vestido a la usanza india, sino que llevaba un traje yanqui con un alto cuello almidonado y brillante y unos puños tan resplandecientes como él. En su pecho se veía una gran estrella de perlas legítimas, y llevaba las manos cargadas de sortijas con brillantes y otras piedras preciosas. Tenía manos y pies muy grandes. En cuanto a su nariz… ¡Qué nariz, Dios mío! Evidentemente aquel sujeto sólo podía ser hijo de una india de nariz enorme y de un armenio de nariz todavía mayor. Era tan delgada la suya que difícilmente podía contener el tabique nasal. Junto a ella, los dos ojillos, penetrantes y sin pestañas, parecían aún más pequeños de lo que eran. Tenía rostro estrecho y cabeza de ave; pero de ave más semejante a un tucán que a un águila.
Cuando estuvo cerca de nosotros se detuvo y sin saludarnos nos miró a todos sucesivamente, como si fuéramos objetos sin importancia o personas con quienes se podía hacer aquello impunemente; y luego nos dijo:
—¿Quiénes son ustedes?
Tenía una voz aguda y penetrante. He hecho la observación de que las gentes que tienen esa voz suelen ser desconsideradas e insensibles. Como no recibiese inmediata respuesta repitió su pregunta:
—¿Quiénes son ustedes? Necesito saberlo.
Ni «Corazoncito» ni yo quisimos contestar, como tampoco el «Aguilucho». Los dos Enters tenían motivos para no querer llamar la atención; así es que al fin fue Pappermann el que tomó la palabra.
—¿De modo que necesita usted saberlo? ¿Y quién le obliga a eso?
—¿Obligarme? —dijo el hombre asombrado—. Nadie me obliga. Es que quiero saberlo.
—¡Ah! ¿Es que quiere usted saberlo? Eso es otra cosa. Pues siga usted queriéndolo, porque tengo curiosidad de ver hasta dónde va a llegar en su deseo.
—Hasta donde me parezca conveniente; y si sigue usted contestando majaderías, tenemos en nuestra mano el medio de hacerle hablar en serio.
Todos estábamos sentados, menos Pappermann, que se había levantado al acercarse aquel hombre y que al oír sus palabras se aproximó a él lentamente, se le plantó delante y le dijo:
—¿Y es usted el que me va a obligar a ello? Voy a mirar detenidamente a quien es capaz de hablar de ese modo.
Mientras decía esto, lo cogió por un brazo, lo volvió hacia uno y otro lado, lo puso de espaldas, lo sacudió hasta hacerle mover todos los huesos, y luego dijo:
—¡Es curioso! No puede decirse que soy tonto, y sin embargo no sé qué decir de este individuo. Usted no es indio, sino mestizo, ¿verdad?
El interpelado quiso rebelarse; pero Pappermann le dio otra sacudida y le dijo:
—¡Eh! Nada de groserías ni ofensas, que aquí no se consienten. El que se acerca a nosotros sin saludarnos y quiere obligarnos a que le digamos lo que le plazca preguntar, es un hombre sin educación y un impertinente. Este es nuestro campamento y con arreglo a las leyes del Oeste, nos pertenece hasta que lo abandonemos. Estábamos aquí antes que ustedes y el que se acerque a nosotros tiene primero que saludarnos y decir quién es y lo que quiere. ¿Se ha enterado usted? Y ahora, a decirme su nombre, y pronto, que yo no gusto de bromas y soy hombre para hacer cantar al momento a un pájaro como usted.
Mientras decía esto lo sujetaba tan fuertemente por ambos brazos que el rostro de aquel extraño personaje se contrajo de dolor, y se le oyó decir con voz desmayada:
—Pero al menos déjeme usted suelto. Mi nombre es Okih-Chin-Cha. Entre los rostros pálidos me llamo Antonio Paper.
—Muy bien. ¿Pero es usted indio de raza pura o no?
—No.
—¿Entonces es usted mestizo?
—Sí.
—¿Su madre era india?
—Sí.
—¿De qué tribu?
—De la de los siux.
—¿Y su padre?
—Era armenio de nacimiento, y vino aquí desde la tierra de promisión.
—¡Qué lástima!
—¿Por qué?
—Porque lamento mucho que la tierra de promisión no haya tenido el honor de que usted naciera en ella. Todos los armenios establecidos en este país son comerciantes. ¿Lo es usted también?
—Yo soy banquero —respondió el hombre con orgullo.-Pero suélteme y dígame quién es usted.
—De buen grado. Yo soy un viejo cazador de la pampa muy conocido y me llamo Pappermann, Maksch Pappermann. Tengo además la profesión especial de hacer discretos a los tontos y corteses a los groseros. Pero usted no viene solo. ¿Es que sus compañeros están escondidos entre los árboles del bosque?
—Sí.
—¿Hay mujeres entre ellos?
—Sí.
—¿Mujeres siux, que se dirigen al Monte Winnetou?
—Sí. ¿Cómo lo sabe usted?
—Eso es cosa mía. ¿Quiénes son los hombres que van con ustedes?
—Los señores del comité con su servidumbre y los guías.
—¿Qué comité?
—El del monumento a un…
Se interrumpió pensando que unos blancos no debían enterarse de aquel asunto, y dijo a continuación:
—Pregúnteselo usted mismo. Yo no estoy facultado para dar noticias sobre ese comité. Y déjeme usted suelto de una vez.
Pappermann le dio una buena sacudida y luego lo dejó en libertad diciendo:
—Entonces vuelva usted adonde están ellos y dígales mi nombre, sobre todo a las señoras. Hay entre ellas algunas que piensan, como yo, que aquí hay que saludar.
Antonio Paper se volvió hacia el bosque y desapareció entre los árboles. Su nombre indio Okih-Chin-Cha significa en el idioma de los siux la «Muchacha», lo cual daba a entender que no se había distinguido mucho entre los suyos por hechos viriles. Era el cajero del «Comité del monumento a Winnetou». Se recordará que desde el principio no me inspiró gran confianza su persona; pero la impresión que me causó al verlo, no fue más favorable. «Corazoncito» pensaba en esto como yo.
—¡Un mestizo! —dijo—. Tú opinas que esa gente de sangre mezclada suele no heredar más que las malas cualidades de los padres, ¿verdad?
—Sí, en la mayoría de los casos. Pero mira quién viene.
Apenas hubo pronunciado el mestizo entre los indios el nombre de Pappermann cuando se oyó un grito femenino de júbilo y en seguida vimos a dos mujeres que se dirigieron hacia nosotros con ligero paso. Una de ellas era Achta, a quien habíamos visto a orillas del lago Kanubi, y la otra debía de ser su madre. Las demás mujeres las seguían, y cerraban la marcha los hombres, con paso más lento y solemne.
Todos nos pusimos en pie.
—Se me va la cabeza —dijo Pappermann.
Se apoyó en el tronco de un árbol; pero sus ojos buenos, leales y honrados, muy abiertos, miraban con expresión de felicidad a las dos mujeres.
Pronto se conoció que éstas eran madre e hija, por lo extraordinariamente parecidas, no sólo en sus facciones, sino en sus ademanes y en su manera de hablar. Además, llevaban el mismo vestido, que era igual al de las otras treinta y ocho mujeres. Todas ostentaban la estrella del clan Winnetou.
Las dos se llamaban Achta y venían de la mano. La madre tendría cerca de cincuenta años; pero seguía siendo una mujer hermosa, de esa hermosura especial en que participa no sólo el cuerpo, sino también el alma.
—Ese es —dijo la hija señalando a Pappermann—. Y allí está el «Aguilucho», de quien también te he hablado.
Pero la madre no se fijó más que en el primero. Soltó la mano de su hija, permaneció inmóvil un momento y mirándole dijo:
—Sí, ese es el amigo bueno y modesto.
Se acercó a él, lo cogió por ambas manos y clavando su mirada en la de él le preguntó:
—¿Por qué no viniste a nosotros? ¿Por qué has huido de nosotros siempre? Es cruel negarse a la gratitud de unos corazones sinceros.
Le hizo inclinar la cabeza hacia ella y lo besó en la frente y en las mejillas. Aquello era más de lo que podía resistir el pobre hombre, que rompió a sollozar y se volvió rápidamente para internarse en el bosque.
—¡Aquí dan besos! —dijo una voz chillona.
Era la del mestizo que estaba entre los hombres, detrás del grupo de mujeres. Todos los ojos se dirigieron hacia él.
—Esa insolencia le va a costar cara —exclamó Achta la hija, y se dirigió hacia él con el brazo levantado en ademán amenazador.
—¡Achta! —dijo su madre—. No lo toques. Es un hombre sucio.
La muchacha volvió sobre sus pasos y su madre la cogió por la mano y dijo de modo que todos la oyeran:
—Ven, vamos a buscar al amigo, al salvador, que está mil veces más alto que el que se atreve a tomar a burla la gratitud.
Las dos se alejaron en la dirección que había tomado Pappermann. Yo temía que después de aquello iba a haber entre nosotros y los recién llegados una situación embarazosa; pero me equivoqué. Mr. Paper, o por mejor decir, Mr. Okih-Chin-Cha parecía tener una epidermis tan dura, que lo que acababa de oír no pudo atravesarla. Hizo como si no hubiera pasado nada, y al momento tomó otra vez la palabra y dirigiéndose a sus compañeros que, aunque iban todos vestidos de indios, permitían reconocer que no eran de los que habitaban sabanas ni bosques, les dijo:
—El que llevaba la voz cantante del grupo aquí acampado se ha ido y no puede decirnos quiénes son los otros; pero pronto lo sabremos. Yo me encargo de ello.
Dichas estas palabras se acercó a nosotros.
—¡Qué desgraciado! —dijo «Corazoncito»—. Supongo que no querrá tomarla contigo.
—Pronto sería yo el que la tomase con él —dije yo riendo.
Pero la predicción de «Corazoncito» se cumplió. El hombre se dirigió a mí y todos dieron muestras de esperar con gran interés sus preguntas y mis respuestas.
—Mr. Pappermann ha tenido a bien retirarse —comenzó a decir— y en vista de ello voy a hacerle a usted mis preguntas. ¿Cómo se llama usted?
—Burton —respondí.
—¿Y esa señora que está a su lado?
—Es mi esposa.
—¿Y esos dos caballeros que están detrás de usted?
—Dos hermanos: Mr. Hariman y Mr. Sebulon Enters.
No había visto aún al «Aguilucho», que estaba algo separado de nosotros.
—¿De dónde vienen ustedes?
—Del Este.
—¿Adónde van?
—Al Oeste.
—No diga simplezas. Estamos en el Oeste. Cuando pregunto es para que me digan nombres de lugares y no majaderías que no significan nada.
No había terminado de hablar, cuando le di tal bofetón que le hizo dar media vuelta y caer al suelo. Después me volví hacia la derecha y dije:
—Perdonen las señoras; pero en el bosque ocurre que el eco corresponde a las palabras.
Y volviéndome hacia la izquierda, añadí:
—Ruego a uno cualquiera de vosotros que prosiga la conversación conmigo, porque Mr. Paper me parece que renuncia a hacerlo.
—¿Renunciar? —gritó el aludido levantándose—. Nada de eso. Usted me ha dado un golpe y eso exige un castigo inmediato.
Buscó apresuradamente en sus bolsillos y sacó primero una navaja de las llamadas de seguridad, que abrió cuidadosamente para no cortarse, y luego un pequeño revólver que amartilló. Después de tan formidables preparativos, quiso dirigirse de nuevo hacia mí. Aquello habría tenido Dios sabe qué fatales consecuencias si no lo hubiese echado a un lado uno de sus compañeros diciéndole:
—Guarde usted esas armas, mister Paper. Con gente de empuje se habla de otra manera.
Con una sonrisa amable dio dos pasos hacia mí, me hizo una reverencia más amable aún y dijo:
—Vamos a presentarnos a usted, Mr. Burton. Yo soy agente, agente de todo lo que sale, y me llamo Evening. Este señor es Mr. Bell, profesor de Filosofía. Este otro es mister Edward Summer, profesor de Filología clásica. ¿Está usted satisfecho ahora?
Se veía que esperaba haberme impresionado extraordinariamente, y he de confesar que los dos profesores tenían todo mi respeto por entonces. Me dispuse, pues, a ser con ellos todo lo cortés posible y a ponerme a su disposición para todo, ya que aquellos cuatro hombres formaban con Old Surehand el comité en cuyas manos estaba el destino del proyectado monumento a Winnetou. Me incliné con la misma amabilidad que él y respondí:
—Tengo mucho honor en conocer a esos eminentes hombres de ciencia y estoy dispuesto a demostrárselo si en algo puedo servirlos.
—Mucho me alegro de que así sea. Pronto le voy a dar ocasión de que lo demuestre, porque hemos venido aquí para un asunto importante. No creíamos encontrar a nadie en este sitio, y la presencia de ustedes nos estorba.
A pesar de haberlo dicho con infinita cortesía, aquello era una impertinencia. Yo miré a los dos profesores y no dije nada.
—¿Me ha comprendido usted? —preguntó el agente.
—Perfectamente —respondí—. Lo ha dicho usted con suficiente claridad. Ustedes desean que nos marchemos de este lugar, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Todos nosotros?
—Sí, todos.
—¿Y a qué distancia quieren ustedes que nos alejemos?
—¡Qué pregunta! No quiero decir que se alejen ustedes diez, veinte o cincuenta pasos, sino que se vayan lejos, lejos.
—¿Y también lo desean los señores profesores?
Los dos asintieron con enérgicos movimientos de cabeza, y el agente añadió:
—Usted parece hombre dotado de gran energía; pero nuestro asunto es de naturaleza tan delicada y discreta que usted y nosotros no podemos estar juntos.
—Ya lo veo, Mr. Evening; por consiguiente nos marcharemos de este sitio.
—Pero ¿de veras?
—De veras.
—¿Y cuándo?
—Inmediatamente. Sólo pido el tiempo necesario para desmontar la tienda y ensillar los caballos.
—Se lo concedemos de buen grado. Veo que son ustedes más razonables de lo que pensábamos.
Me dirigí a la tienda con mi mujer y rogué a los Enters que nos ayudasen.
—¡Esto es una vergüenza! —me dijo en voz baja «Corazoncito»—. ¡Tener que abandonar de este modo estos lugares que son sagrados para nosotros!
Vi que estaba a punto de echarse a llorar y le dije:
—Estate tranquila, amor mío. Volveremos pronto, de muy otra manera, y con otra compañía.
—Pero ¿es que no hay más remedio que ceder ante esta gente? ¿No tenemos mucho más derecho que ellos a quedarnos aquí? ¿No es esto una debilidad tuya?
—Al contrario, es una victoria.
—Quisiera que me lo probases.
—No hace falta; tú lo verás por ti misma antes que nos alejemos. Aquí damos el primer combate de vanguardia por nuestro ideal. Pronto verás y tal vez oirás nuestra victoria. Te ruego que apresures todo lo posible el arreglo de la impedimenta.