Capítulo 10

Las dos estrellas

Yo tenía triple edad que el joven indio; pero no se me ocurrió ni por un momento que podría tener triple inteligencia que él. Para mí el «Aguilucho» personificaba no sólo el movimiento incipiente de los jóvenes indios, sino el destino y el futuro de toda la raza roja. Él había estado entre los blancos muchos años y había trabajado al lado de ellos con éxito. Conocía a Athabaska y a Algongka, se escribía con Wakon y era discípulo y, según me parecía, el predilecto de Tatellah-Satah, es decir, que había sucedido a Winnetou en el corazón del más grande hombre de la medicina de todas las naciones rojas. Delante de él tenía yo que mostrarme modesto. A pesar de su juventud, estaba intelectualmente a la misma altura que yo.

Quité la palabra a mi mujer y dije:

—Precisamente porque le amamos y le respetamos no podemos consentir que se le ponga en ridículo ante la posteridad. Por alto que se eleve su monumento, más alto está él. Por hermoso que se le represente, más hermoso era él. El que le levante un monumento material, no lo ensalza, sino que lo rebaja. Winnetou no era un sabio ni un artista; no era guerrero vencedor de batallas ni rey. No tenía mérito alguno público. ¿Para qué, pues, un monumento de ese género, tan suntuoso? ¿Es que merecía nuestro noble amigo una ofensa semejante? No le hago ninguna injusticia al decir que no era sabio, ni artista, ni guerrero, ni rey, porque era algo más que todo eso: era hombre, hombre de instintos nobles y elevados, que fue el primero en despertar el alma india de su sueño mortal. En él nació de nuevo el alma de su raza y por eso él no era más que alma, y alma sólo quería ser. Así, ha de seguir siendo alma. Nada de monumentos. El habita en nuestros corazones y en ellos ha de continuar viviendo. El que quiera arrancarlo de ellos y modelarlo en piedra o en metal, tendrá que vérselas con nosotros. ¿Has comprendido? Deberá vivir eternamente en mí, en nosotros, en vosotros, en su raza, en el alma de su pueblo, que en él despertará a la nueva idea de que para una nación que está en decadencia no hay más salvación que la ley del Yinnistán. Podría haber sido un héroe, un conquistador; pero renunció a ello porque comprendió que así se aceleraría el final de su raza. Dondequiera que fue predicó y llevó la paz. Era el ángel de los suyos, más aún, de todos los hombres que se encontraban con él, amigos o enemigos. Cuando despertó en él el alma de su pueblo, despertó también a la conciencia de aquella ley, que se había olvidado. Winnetou era, pues, el sucesor directo de aquel gran rey indio en cuyo tiempo llegó la última embajada de la reina Marimeh. ¿Lo han comprendido así sus hermanos rojos? ¿Os habéis dado cuenta de que ningún pueblo puede quedar en la infancia y de que vosotros os habéis dormido siendo niños para despertar como hombres después de haber tenido inquietos sueños? ¿Habéis llegado a penetraros de que si seguís en la infancia estáis irremisiblemente perdidos? ¿Sabéis lo que significa ser hombres y adquirir personalidad? ¿Os habéis enterado de que hay que expiar el crimen de haber estado luchando y aniquilándose entre sí durante mil años las infinitas naciones indias cada vez más divididas? ¿De que la sed de sangre y de tierras de los rostros pálidos no ha sido más que el instrumento del gran Mánitu blanco, que quería despertaros de vuestro sueño? ¿De que sólo con el amor llegaréis a expiar lo que habéis pecado por el odio? ¿De que el cielo de vuestros antepasados se perdió en el momento en que cada hombre rojo se convirtió en demonio de su hermano? ¿Y de que ese cielo no volverá a la tierra hasta que cada hombre rojo se esfuerce por ser el ángel tutelar de su hermano, como ocurría en aquel tiempo en que Marimeh os protegía?

Este largo discurso parecía pronunciado ante una gran asamblea, y sin embargo tenía sólo unos pocos oyentes; pero es que, influido yo por los conceptos de la carta de Winnetou, sentía afluir ideas a mi mente y palabras a mis labios que, de no haber sido por ella, habría retenido.

El «Aguilucho» me miraba como si hubiera querido recoger cada una de las palabras que salían de mi boca. Yo veía su creciente asombro. Apenas hube terminado, me dijo:

—Pero ¿tú no has estado nunca con Tatellah-Satah?

—Nunca —respondí.

—¿Has leído algo de sus muchas obras?

—Ni las he visto siquiera.

—¡Qué cosa tan extraña! Tampoco puedes haber tomado de Winnetou las ideas que acabas de exponer.

—Cada hombre tiene su mundo propio de ideas y yo no soy de los que robo las ajenas. De igual modo las preguntas que te he hecho son mías. Puedes responder o no a ellas.

—Voy a hacerlo de buen grado y no sólo con palabras, sino con hechos. Me preguntabas si habíamos comprendido una porción de cosas. Quizá no todo, pero sí la mayor parte. Aquí está la prueba.

Señaló a la estrella de doce puntas que llevaba en el pecho y continuó:

—Mrs. Burton quería saber lo que significa esto, y yo le respondo: esto quiere decir que estamos dispuestos a expiar el pasado; que ya no odiamos, sino que amamos; que hemos cesado de ser demonios para nuestros hermanos y que queremos ganar de nuevo el paraíso perdido. En una palabra, que queremos restablecer la ley del Yinnistán. Queremos estar tan unidos que no haya fuerza que pueda separarnos. No tenernos ningún jefe que pueda mandarnos; somos dueños de nosotros mismos. Esta idea vino de Tatellah-Satah el maestro. Yo fui el primero a quien denominó «winnetou». Pronto hubo diez, veinte, ciento. Ahora se cuentan por miles.

—¿Y por qué os habéis dado el nombre de winnetou? —preguntó mi mujer.

—¿Podíamos darnos otro mejor? ¿No era Winnetou un modelo para el cumplimiento de todas nuestras misiones y de todos nuestros deberes? Y, sobre todo: ¿no se han perpetuado entre las naciones rojas los nombres de Winnetou y Old Shatterhand como el símbolo de la amistad, de la humanidad, del sacrificio hasta la muerte? ¿Ha habido en la historia ejemplo de dos amigos más leales que ellos? Lo que hemos hecho nosotros no es nada de particular. Hemos fundado un nuevo clan como tantos otros, en el cual cada miembro se compromete a ser el ángel tutelar de otro durante toda la vida. Habríamos podido llamarlo el clan de los ángeles tutelares; pero hemos preferido llamarlo el clan Winnetou, que nos ha parecido más modesto y más práctico. Así honramos la memoria del jefe de los apaches mejor y más querido que ha habido en todos los tiempos. Este debe ser el único monumento que le dedique la raza roja: no hay otro mejor ni más verdadero. Un monumento de oro o de mármol, de proporciones gigantescas, en lo alto de una montaña, que domine vasta extensión de tierra, sería una mentira, una muestra de orgullo nuestros, no de Winnetou, que nunca mintió y fue siempre modesto. En esta veracidad y en esta modestia tenemos que imitarlo. El debe ser nuestra alma y con ello estará más alto que la cumbre más alta de las montañas, y será más grande que la estatua colosal que quieren levantarle hombres mezquinos y pequeños. Me hace muy feliz saber que Old Shatterhand comparte mi opinión, y deseo que Tatellah-Satah se entere de ello lo antes posible. ¿Me permites que se lo comunique por medio de un mensajero?

—Con mucho gusto. Pero ¿quién va a ser ese mensajero? —dije.

—Ninguno de nosotros. Voy a llamarlo.

Se separó un poco en dirección Sur, y poniendo las manos a modo de bocina pronunció con voz penetrante, aunque no muy fuerte, las tres sílabas:

—¡Win-ne-tou!

—¡Win-ne-tou! —se oyó repetir.

—¿Es el eco? —preguntó mi mujer.

—No —respondió el «Aguilucho»—. Es un winnetou.

Era ya de noche. A la claridad de las estrellas vimos al cabo de poco rato acercarse con paso seguro y silencioso un hombre que llevaba el mismo traje de cuero que usaba en otro tiempo Winnetou. Su cabello, reunido en un moño en lo alto de la cabeza, descendía luego sobre sus espaldas. No llevaba armas. Se detuvo al llegar cerca de nosotros y al resplandor del fuego pudimos ver que se trataba de un hombre de cuarenta años próximamente.

—¿Eres el guardián del Nugget-Tsil? —preguntó el «Aguilucho».

—Sí —respondió el otro.

—Envía en seguida un mensajero a Tatellah-Satah y dile que el «Aguilucho» ha vuelto después de cumplir su encargo. Dile también que ha venido Old Shatterhand y ha encontrado la herencia de Winnetou y, finalmente, que, para la discusión sobre el monumento, puede confiar en Old Shatterhand como en sí mismo.

Todo aquello fue dicho naturalmente, en lengua apache. Al terminar, el «Aguilucho» hizo un movimiento de saludo con la mano y el winnetou se alejó sin decir palabra.

—¡Qué cosa más extraña! —dijo «Corazoncito».

—Por el contrario, muy explicable —replicó el indio—. Cuando estemos con Tatellah-Satah en el Monte Winnetou conocerás bien lo que es la organización de nuestro clan, y verás que no tiene nada de sorprendente.

—¿No podrías darnos ahora algún detalle? —preguntó ella.

—No soy el más indicado para hacerlo, puesto que vuelvo a mi país después de larga ausencia. Verdad es que he estado siempre en relación con el Monte Winnetou; pero sólo he tratado de cosas importantes y generales. No estoy, por eso, en situación de dar detalles precisos.

Hariman que, como su hermano, había estado silencioso hasta entonces, se mezcló en la conversación diciendo:

—Todo eso es sumamente interesante para mí. ¿Pueden entrar hombres blancos a formar parte de ese clan?

El indio respondió:

—Al principio se creó sólo para indios; pero luego se ha pensado que sería injusto excluir de él a los blancos, pues nuestro deseo es que el amor al prójimo, cuya propagación es nuestro objeto, no sólo nos una a nosotros, sino a toda la humanidad.

—¿Se nos prohibiría formar entre nosotros un clan Winnetou especial?

—No hay quien tenga derecho a prohibirlo.

—¿Puede cada miembro elegir al que ha de ser su protector?

—No. El indica a cuál prefiere, y si es posible, se le complace; pero si fuera libre la elección de protector, pronto habría muchos que tendrían varios y otros que no tendrían ninguno. No es ningún mérito el proteger a quien se ama; ser el ángel tutelar de aquel a quien se odia o se desprecia es un camino áspero y difícil para elevarse a la verdadera humanidad.

—¿Y se conoce públicamente al protector y al protegido?

—No: es un secreto. Ni siquiera el protegido conoce a su protector más que a la muerte de éste. Se inscriben los dos nombres y cada protector lleva en la parte interior de su estrella el de su protegido. A la muerte de aquél, se quita la estrella de su traje y se ve de quién ha sido el ángel guardián.

Well! También se verá eso en mí.

—¿En ti? —preguntó su hermano con asombro.

—Sí, en mí —repitió Hariman en tono decidido.

Sebulon se echó a reír y dijo:

—¿Es que eres ya un winnetou disfrazado?

—No, pero lo seré.

—No hagas el ridículo. ¿Crees que vas a ser tú, precisamente tú, el primero a quien admitan?

—No me forjo esa ilusión; pero a pesar de todo, yo llegaré a ser un winnetou. La idea me gusta extraordinariamente, y como no me es posible ser un winnetou rojo, lo seré blanco.

—¿De qué manera?

—De la manera más sencilla: fundando un clan Winnetou para blancos.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¡Qué majadería!

—Ríe cuanto quieras y búrlate. Lo voy a hacer y tú tendrás que pertenecer a ese clan.

—¿Yo? No pienso tal cosa.

—Tampoco yo lo pensaba siquiera; pero se trata de un impulso irresistible que nos acomete y al que tenemos que obedecer a la fuerza. Así, pues, fundo un clan Winnetou para blancos. No me importa nada ser yo el único miembro del clan, ni ponerme en ridículo con ello. Lo que sí deseo es que por lo menos ese clan tenga otro miembro y que ese seas tú, Sebulon.

—No cuentes con eso, de ningún modo —respondió éste.

—Por el contrario, cuento con ello y tendrás que hacerlo. Mistress Burton, usted seguramente tendrá aguja e hilo, ¿verdad?

—Sí —respondió mi mujer.

—Ruego a usted que me dé una aguja, una hebra de hilo negro bueno y unas tijeras.

—Ahora voy a traérselo —dijo «Corazoncito»; y fue a la tienda para buscarlo.

—Usted, Mr. Burton, que es escritor —dijo entonces Hariman dirigiéndose a mí—, tendrá tinta y pluma, aun en este sitio tan apartado.

—Sí, en la tienda lo tengo.

—Pues le ruego que me lo preste; papel tengo yo.

—Mi mujer lo traerá ahora mismo.

—¿Qué vas a hacer con tinta y pluma? —preguntó Sebulon.

—Escribir el nombre de la persona a quien quiero proteger.

—¡Qué locura la tuya! Pero al menos dime quién va a ser esa persona.

—Nadie lo sabrá y tú menos que nadie.

Cuando «Corazoncito» hubo traído los objetos pedidos por Hariman, éste cortó de la piel de la liebre una pequeña estrella de doce puntas, de la cual quitó el pelo con su afilado cuchillo. Después recortó un trozo de papel y escribió cuidadosamente en él un nombre. Luego señaló el sitio de su chaqueta en que iba a pegar la estrella; se quitó la prenda y se puso a coser en ella el emblema con el papel doblado debajo.

Sebulon seguía todos los movimientos de su hermano, y en su rostro se veían mezclados una expresión de burla y un aspecto de profundo y angustioso interés. Hariman no tenía ninguna habilidad Para coser. A las pocas puntadas, descosió la estrella y comenzó la tarea de nuevo. Otra vez tuvo que volver a descoserla y exclamó con impaciencia:

—Parece que no quiere coserse; pero la coseré a pesar de todo.

Entonces le dijo mi mujer:

—¿Quiere usted que se la cosa yo, que lo haré más fácilmente?

—¡Qué amable es usted, mistress Burton! Aquí lo tiene usted todo; la chaqueta, la estrella y el papel doblado; ruego a usted que no lo desdoble para leer el nombre.

Ella puso el papel sobre la tela, colocó encima la estrella y comenzó la costura con todo cuidado. Tardó un rato, porque doce picos necesitan muchas puntadas.

—Yo no me hubiera tomado tanta molestia —confesó Hariman. Y luego, como hablando consigo mismo, añadió—: Es curioso lo que me pasa. Cuando escribía el nombre me parecía que firmaba mi sentencia de muerte y al mismo tiempo ¡experimentaba un bienestar tan grande!

Sebulon no apartaba la vista de mi mujer: pero no miraba lo que hacía, sino a su rostro. A veces cerraba los ojos, como si sintiese dolor en ellos. De pronto, sus manos se dirigieron temblorosas hacia la piel de la liebre; después de algunas vacilaciones la cogió, tomó las tijeras y, a imitación de su hermano, cortó otra estrella de doce puntas, todo ello como si lo hiciera en sueños y a impulsos de una voluntad ajena. Limpió igualmente de pelo la estrella, y se la dio tímidamente a mi mujer, diciendo:

—Ruego a usted, Mrs. Burton, que haga lo mismo por mí.

—¿Quiere usted que le cosa la estrella?

—Sí.

—¿Con su papel correspondiente?

—Sí. Ahora voy a escribirlo.

—¡Ah! ¿Tú también? ¿No lo decía yo?

—¡Cállate! —le replicó su hermano—. Si lo hago no es porque tú lo hayas dicho, sino porque yo lo quiero. También yo puedo proteger a alguien.

—¿A quién?

—Ese es mi secreto. ¿Me has enseñado tú el nombre que has escrito? Pues tampoco verás el que voy yo a escribir.

Cogió pluma y papel y escribió. Aunque se trataba de un nombre corto, tardó mucho en escribirlo y se interrumpió varias veces dando grandes suspiros de cuando en cuando. Por fin terminó, dejó secar lo escrito, dobló el papel y lo entregó a Clara.

Lo que hacían los dos hermanos no era nada que pudiéramos extrañar. Muchos en mi lugar se habrían inclinado a tomarlo como cosa de juego; pero yo tenía la seguridad de que al proceder así obedecían a un impulso interior que ninguno de los dos podía resistir.

Una vez que mi mujer hubo terminado su trabajo, los dos se pusieron de nuevo las chaquetas, y se quedaron mirando el uno al otro, al principio seriamente, casi con hostilidad, y luego con expresión cada vez más cariñosa. Por fin, Hariman sonrió y dijo dulcemente a su hermano:

—¿Sabes lo que eres ahora?

—Un winnetou —respondió el otro.

—Sí. Pero ¿sabes lo que quiere decir eso?

—Que tengo que hacer de ángel tutelar de otra persona.

—No sólo eso, sino que además llevas el nombre de aquel a quien hemos odiado como no se odia más que a las fieras y a los demonios.

—También tú lo llevas.

—Claro que sí. ¿Te has dado bien cuenta de que ese odio ha terminado? ¿Has reflexionado que tenía necesariamente que desaparecer?

—Yo no he reflexionado nada —gruñó Sebulon—. Yo hago lo que me parece. Me he hecho winnetou y…

—¡No; no lo eres! —interrumpió el «Aguilucho». Era la primera vez que dirigía la palabra a Sebulon.

—¿Cómo que no? —dijo éste—. ¿Me falta algo para serlo?

—Sí.

—¿Qué?

—El juramento.

—¿Y qué es lo que hay que jurar?

—Que se cumplirá la misión protectora hasta la muerte. Los hombres rojos no necesitan juramento. Les basta con el apretón de manos, que es tan sagrado para ellos como el juramento.

—Y también para nosotros —exclamó Hariman.

—Sí, también para nosotros —corroboró Sebulon.

—Pues entonces levantaos —dijo el indio.

Así lo hicieron y él también se puso en pie. En aquel momento Pappermann echó al fuego un grueso y resinoso tronco que inmediatamente dio una viva llama. El bosque pareció animarse con la presencia de multitud de misteriosas apariciones: las sombras de los árboles y matorrales iniciaron movimientos extraños.

—Daos las manos —ordenó el indio.

Los hermanos obedecieron y él puso su mano sobre las de ellos y les dijo:

—Repetid mis palabras: «Fieles a nuestros protegidos hasta la muerte».

—Fieles a nuestros protegidos hasta la muerte —dijeron a la vez los dos.

—Ahora decid: «Este es nuestro juramento».

—Este es nuestro juramento repitieron ambos.

—Está bien. A podéis decir que sois winnetous, porque no es la estrella, sino el acto de voluntad lo que importa. He sido testigo de que habéis expresado esa voluntad. Ahora dadme las manos.

—Aquí está la mía —dijo Hariman.

—Y esta es la mía —dijo Sebulon.

El «Aguilucho» cogió con la derecha la mano de uno y con la izquierda la del otro y preguntó:

—¿Estáis bien penetrados de la importancia de este acto?

Ninguno de ellos respondió, y prosiguió el indio:

—Lo que no sabéis lo sabe Mánitu y lo que vosotros no podéis, lo puede él. El que protege a otro se protege a sí mismo. Desde el momento en que os habéis comprometido a ser el ángel de otro, os habéis convertido realmente en vuestro propio ángel. Sed fieles a vosotros mismos. Esa es la única gracia que vuestros protegidos os exigen…