Capítulo 9

El «Aguilucho»

Entretenido con estas observaciones, adelantaba muy lentamente; pero al fin llegué a alcanzarlo. Antes de verlo le oí hablar en voz muy fuerte. Seguí la dirección de la voz y por fin lo descubrí apoyado en el tronco de una alta haya. Me oculté entre unos matorrales que había en las cercanías y le oí hablar, manoteando como si tuviera delante seres que le oyesen:

—¡Todos habéis muerto, todos! Sólo quedamos nosotros dos. ¿Tendremos que morir también nosotros? Hariman sí; pero yo quiero vivir. Quiero cumplir la voluntad de mi padre para que no me asesine a mí, el último. Le ofreceré la vida de ese Old Shatterhand. Lo haré. ¡Lo haré, lo haré! Quiero aniquilar a su mayor enemigo, para poder vivir yo. Pero ¿cómo lo haré? ¿Cómo? ¿Cómo?

Mientras hacía esta triple pregunta movía la cabeza describiendo un semicírculo, como si estuviera rodeado de oyentes. Se quedó un rato escuchando, esperando una respuesta. Luego prosiguió:

—¡Esa mujer, esa mujer tiene la culpa! ¡Esa mujer que tiene ojos azules y en el rostro la bondad de su corazón! ¡Esa es la que se interpone en mi camino!

Se puso las dos manos junto a la boca formando bocina y dijo en muy baja:

—Son los ojos azules de nuestra madre, aquellos ojos dulces y adorados que lloraban con tanta frecuencia hasta que el sufrimiento del corazón los cerró para siempre. ¿No os habéis fijado en esa semejanza? Es también la misma bondad de nuestra madre. ¡Qué modo de sonreír, de rogar, de perdonar…! ¿Van esos ojos a anegarse también en lágrimas por mi causa? ¿Va a deshacerse tanta bondad, convertida en odio, en venganza? ¿Puedo y debo hacer eso? ¡Y todo por un canalla! ¡Un canalla! ¡Un canalla!

Inclinó la cabeza en actitud de escuchar, hizo después un movimiento colérico de contradicción y prosiguió:

—¡No! ¡El viejo me engañó, me engañó, me engañó! No era oro, no eran más que papeles. Me engañará lo mismo con Kiktahan Shonka. Mientras vivió engañó a todo el mundo, y ahora que ha muerto no puede engañar a nadie más que a nosotros. Pero no nos hemos de dejar engañar. Tengo ganas de pagarle con la misma moneda, y engañarlo con este Old Shatterhand. Tal vez, tal vez lo haga, por esos ojos azules y esa cara bondadosa. Quiero hacer…

Se interrumpió al ver aparecer entre los árboles a su hermano, que gritó dirigiéndose hacia él:

—¡Cállate, imprudente! Tus voces nos van a perder a los dos.

—Es que estaban aquí todos —le dijo en tono de disculpa Sebulon.

—¡Qué majadería! No hay aquí nadie; pero alguien puede llegar de un momento a otro, y si oye lo que estás contando a los árboles, se descubrirá todo lo que pones tanto cuidado en ocultar.

—¿A quién te refieres?

—A Old Shatterhand. Se ha internado en el bosque, precisamente en la dirección que tú has traído. Conozco al demonio que te impulsa a hablar solo en alta voz, y por eso he venido detrás de ti con objeto de avisarte; pero no sabía dónde estabas y no he podido dar contigo hasta que te he oído gritar.

—Siquiera mis gritos han servido para algo bueno, pues si no me hubieses oído no me habrías encontrado.

—No digas simplezas y ven conmigo, que dentro de poco nos llamarán para comer.

—¡Ah! ¿Las patas de oso?

—Sí. Tengo curiosidad por ver qué tal le salen, pues nunca las ha guisado.

—¡Oh! Esa mujer consigue todo lo que se propone, hasta guisar patas de oso. Y aunque estén mal guisadas, cómelas y te sabrán exquisitas. Vamos.

Se alejaron juntos y yo me apresuré a salir de mi escondite para llegar al campamento antes que ellos. Cuando se presentaron me vieron sentado al lado del «Aguilucho» y tan tranquilo como si no hiciera un momento que estaba allí, sino mucho tiempo.

Para el lector que guste de enterarse de todo, hasta de las cosas secundarias, haré la declaración solemne de que la calificación que di al guisado de patas de oso fue la de notable. Como se trataba de mi mujer, habría debido concederle la de sobresaliente; pero habría sido injusta y yo no me presto a injusticias ni aun en cuestiones de cocina. Desde luego que si Clarita, a pesar de la valiosa ayuda de Pappermann, hubiera echado a perder el guisado, me habría abstenido de darle calificación, pues con arreglo al art. 51 de la Ley de enjuiciamiento criminal de Alemania de primero de febrero de 1877, tengo, como marido, el derecho de no declarar en casos difíciles; pero su trabajo no tenía nada de malo. Con las bayas de enebro, las setas y la artemisa estaba tan por cima del nivel ordinario, que habría merecido más alta nota, de haber tenido las patas dos o tres días más. De manera que la culpa de no merecer mayor calificación no fue de «Corazoncito», sino de la carne.

Después de comer, ella y yo nos dimos un paseo a caballo hasta el árbol de la cumbre a que antes aludí, para otear los alrededores. Las squaws de los siux, que se proponían ir al Nugget-Tsil, deberían haber llegado mucho antes que nosotros, y sin embargo no parecían, ni descubrimos huella humana alguna. En vista de ello, subí a la elevada copa del árbol, para poder mirar a lo lejos.

Había un aire transparente y limpio que permitía a la vista llegar a gran distancia. A mis pies estaba el bosque del Nugget-Tsil. Más allá se extendía la sabana ya descrita por mí. Recorrí todo el horizonte con mi anteojo, pero no vi a nadie. Podíamos, pues, estar seguros de que nadie nos molestaría aquel día. Regresamos al campamento, adonde llegamos al oscurecer.

Pappermann había recogido leña para toda la noche y estaba tumbado delante de la tienda, como perro fiel que se hubiera comprometido a guardarla. El «Aguilucho» se hallaba sentado cerca de él. Los dos Enters se ocupaban en asar su liebre, que luego nos hicieron probar. Parecían otros: tomaban parte en nuestra conversación con naturalidad y como si entre ellos y nosotros no hubiera ocurrido nada. ¿Por qué sería aquello? ¿Tendrían la conciencia más tranquila que antes? ¿Abrigarían intenciones menos hostiles contra nosotros? Sebulon estaba tan tranquilo y se conducía tan razonablemente como si se hubiera borrado por completo de su mente la escena de la busca del tesoro.

Estuvimos hablando casi exclusivamente de Winnetou y sus apaches. Yo referí algunos episodios interesantes en que había tomado parte con él; Pappermann contó cómo lo había conocido, y el «Aguilucho» expuso diversos aspectos del enorme influjo del jefe sobre los indios, aun después de su muerte, especialmente sobre los apaches y las razas emparentadas con ellos. Los Enters nos oían en silencio, pero dando muestras de gran interés. Aquello me gustó: evidentemente, su padre y sus compañeros habían hablado de Winnetou y de mí con tanta hostilidad, que les convenía saber algo que nos presentase en un aspecto más favorable. El «Aguilucho», con su fina perspicacia, comprendió la intención que me guiaba en aquella conversación con los dos hermanos, y me ayudó a convertir en respeto el odio que nos tenían.

La cena vino a interrumpirnos por breve rato. Una vez terminada, Pappermann sacó uno de los cigarros que había traído de Trinidad, y los dos Enters prepararon sus cortas pipas, no sin haber consultado con la mirada a «Corazoncito», que con un gesto les concedió el solicitado permiso. El «Aguilucho» no fumaba más que en las deliberaciones. En cuanto a mí, ya sabe el lector que yo fumo mucho, y aun podía decir que era el hombre más fumador de cuantos conozco. Sin embargo, hacía cinco años, «Corazoncito» me había dicho un día que no fumase tanto, pues aún me quedaban muchas cosas que contar a mis lectores y, por tanto, tenía que procurar vivir lo más posible. Al oír aquello, yo solté el cigarro que tenía en la boca y dije: «Este es el último que fumo en mi vida». De suerte que me encontraba en las mismas circunstancias que el «Aguilucho»: no fumaba más que el calumet en las deliberaciones con los indios. A pesar de todo, no desconozco el efecto estimulante que en la inteligencia produce un buen cigarro o una buena pipa, bien fumados, ni el hecho de que entre nubes de humo nuestra fantasía vuela mejor, nuestra memoria se agudiza y crece nuestra sociabilidad. Pude comprobar esta idea mía en la conducta del «Aguilucho», que se entretenía en jugar con los anillos de humo que se escapaban de los labios de Pappermann, sentado junto a él, y aspiraba con deleite el aroma de su cigarro, pareciendo adquirir con ello nuevos pensamientos y nuevos medios de expresión. Es curioso el hecho de que el indio libre nunca es fumador y a pesar de eso, o tal vez precisamente por eso, es más sensible a los efectos de la nicotina. El indio no fuma más que en los momentos importantes y solemnes.

El «Aguilucho» poseía una rica vida interna; pero era taciturno. Aquel día, por primera vez desde que yo lo conocía, nos dejó ver un poco de lo que llevaba dentro, pero con cautela y gradualmente. De sí mismo no habló, sino exclusivamente de Winnetou, y tengo la seguridad de que fue el influjo estimulante de la nicotina el que abrió sus labios. «Corazoncito» aprovechó la ocasión para hacerle una pregunta que estaba deseando dirigirle desde el día de nuestra breve permanencia junto al lago Kanubi. El joven apache acababa de hablar de nuestro encuentro con la joven Achta y entonces le dijo mi mujer:

—¿Qué significa la estrella que lleváis los dos? ¿Qué quiere decir «winnetou» y «winnetah»? ¿O es que se trata de un secreto que no puedes revelar?

Él cerró los ojos un instante. Luego los abrió de nuevo y respondió:

—No es ningún secreto. Todo el mundo puede enterarse de ello. Más aún: deseamos que todo el mundo nos conozca y haga lo que nosotros. Pero ¿son éstos lugar y hora convenientes para hablar de ello?

Y al decirlo su mirada se dirigió a los dos hermanos. Comprendí su pensamiento y dije:

—¿Por qué no? No hay inconveniente en ello.

—Pues sea.

Cerró otra vez los ojos y después de un rato de reflexión, comenzó así:

—Quisiera poder hablaros en la lengua de los apaches, que es la envoltura en que ha penetrado en mi corazón lo que os voy a contar. La lengua de los rostros pálidos proyecta desagradables pliegues en la apariencia de lo que llevo dentro de mí.

Todo esto lo dijo con los ojos cerrados. Después los abrió otra vez y prosiguió:

—Lejos, muy lejos de aquí hay una tierra que se llama Yinnistán y que sólo conocemos los rojos; los blancos no.

Puede el lector imaginarse mi sorpresa y la de «Corazoncito» al oír aquellas palabras. Mi mujer me cogió la mano como si necesitase mi apoyo para no revelar al punto que estaba equivocado si pensaba que no conocíamos aquella tierra.

—¿Yinnistán? —repetí yo—. ¿Es apache esa palabra?

—No; es de una lengua desconocida. Hace muchos miles de años, América y Asia estaban unidas por un puente, en el extremo Norte de este país. El puente está ahora roto y es una serie de islas. En aquella época vinieron a este país por el puente hombres y mujeres de hermosa presencia y gigantesca figura, y trajeron a los pueblos de aquí el saludo de su señora, la reina Marimeh.

«Corazoncito», al oír esto, me oprimió de nuevo el brazo. Comprendió, lo mismo que yo, que se trataba de nuestra Marah Durimeh[2]. El «Aguilucho» continuó:

—Los mensajeros de la reina traían valiosos regalos, con la prohibición de recibir otros en cambio, pues los presentes que exigen reciprocidad no pueden considerarse como tales. Los enviados contaron muchas cosas del imperio de Yinnistán. En él no hay más que una ley, la «Ley del ángel tutelar», y por eso se llama también aquel país la «Tierra del ángel tutelar». Cada habitante de Yinnistán tiene que ser, en secreto, el ángel tutelar de un compatriota. El que tiene la magnanimidad suficiente para convertirse en ángel tutelar de su propio enemigo, es considerado como un héroe, porque ha sabido vencerse a sí mismo. Aquello agradó a nuestros antepasados, porque eran de alma tan noble como la de los habitantes de Asia, y pidieron a los enviados de la reina Marimeh que les ayudase a introducir en América aquella ley. Así lo hicieron aquéllos y luego se retiraron a su país.

—¿Y volvieron por aquí? —preguntó «Corazoncito».

—Aquellos mismos, no; pero de cada generación siguiente vino una embajada para traer regalos y ver si seguía en vigor la ley. Así transcurrieron varios miles de años. El cielo habitaba en la tierra y el paraíso estaba abierto. No había diferencia entre ángel y hombre, porque cada hombre era el ángel tutelar de otro. De pronto faltó una embajada y otra y otra. Se hicieron averiguaciones y se supo que el puente entre Asia y América se había roto, y de él no quedaban más que los pilares, unas islas rodeadas de alborotado mar.

—Si no estoy equivocado, esas islas existen aún y se llaman las Aleutianas —dijo entonces Pappermann.

—Así es —asintió «Corazoncito»—. Es usted un buen geógrafo, Mr. Pappermann.

—Eso no es nada —replicó riendo Pappermann—. Cuando yo iba a la escuela en Alemania, conocíamos mejor las Aleutianas y el estrecho de Behring que nuestras ciudades y nuestras calles.

—Pasaron muchas, muchas generaciones sin venir más embajadas —prosiguió el «Aguilucho»— y la relación quedó interrumpida.

—¿Y no se trató de reanudarla? —preguntó mi mujer.

El interpelado sonrió melancólicamente.

—Por nuestra parte, no —respondió—. Éramos pieles rojas, indios, es decir, gentes que querían ser felices sin esfuerzos ni molestias. La felicidad obtenida por medio de la lucha nos parecía cara y creíamos poder conseguirla a más bajo precio. No sospechábamos que el grande y omnisciente Mánitu nos estaba probando; que la suspensión de la embajada fue obra suya, para sacudir nuestra modorra y estimularnos a mayor actividad. Nuestros antepasados no se movieron y siguieron sentados. No estaban reconocidos a la ley del Yinnistán; no pensaban en hacer nada por Mánitu, por la reina Marimeh, por el mantenimiento de su paraíso, de su felicidad. Ese fue el pecado enorme e imperdonable de nuestros antepasados, cuyas consecuencias tenemos que soportar hoy.

Entonces Sebulon dijo en voz baja:

—¡Los antepasados!… ¡los antepasados!… ¡los padres!

—¡Calla y no interrumpas! —le dijo su hermano.

El joven apache prosiguió:

—La ley del Yinnistán dejó de tener aquella renovación de su fuerza primitiva, que le traía cada nueva generación; se debilitó y sus efectos se fueron perdiendo. Los ángeles volvieron a ser hombres. El cielo abandonó la tierra, desapareció el paraíso, la tierra pereció. Volvieron a reinar el odio, la envidia, la ambición, el orgullo. Aquel gran imperio comenzó a tambalearse al mismo tiempo que la ley, y aquella gran raza, que estaba sustentada por la hermosa ley, perdió este apoyo y fue cayendo lentamente, al través de siglos, pero sin detenerse en su caída. Los reyes se convirtieron en déspotas, los patriarcas en tiranos. Donde sólo había regido la ley del amor, privaba la ley de la imposición. Lo que antes bendecía, maldecía entonces; parecía como si la única salvación estuviese en el poder, en la severidad inflexible. Y vinieron los opresores, los dominadores, los tiranos que gobernaron con mano de hierro unos pocos siglos. Toda presión, hasta la misma presión de la tiranía, engendra otra en sentido opuesto y engendra calor, que lucha por salir al exterior. Aquella presión ejercida sobre aguas que sólo se mantenían juntas por la fuerza, creció hasta que las orillas no pudieron contener a aquéllas. El peso de los siglos comenzó a hacer sus efectos. Voy a servirme de una imagen geográfica para hacer más claro este hecho histórico: el lago Superior empujó hacia el lago Michigan, éste hacia el Hurón y éste hacia el Erie. Aquella presión era capaz de romper hasta las rocas y acabó por romperlas. Se formó primero el Niágara y luego la terrible, la irresistible catarata, que deshizo en átomos a la raza roja y seguirá deshaciéndola si no surge de ellas un pensamiento grandioso y salvador, que lleve en sí el poder de unir las ondas, las gotas, y hasta el polvillo del agua, para reconstruir la unidad del Ontario tal como estaba antes. Esta imagen os parecerá extraña…

—Nada de eso —interrumpió vivamente «Corazoncito».-Se nos ha ocurrido también a nosotros, sin sugestión de nadie. Muchas veces hemos hablado de ella, tanto en nuestro país como aquí. La última vez ha sido precisamente junto al mismo Niágara, con Athabaska y Algongka, los jefes…

—¿Con Athabaska? —exclamó con alegre sorpresa el joven indio al oír a mi esposa.

—Sí.

—¿Y con Algongka?

—También.

—¿Al mismo tiempo?

—Sí; estaban juntos.

Esta noticia le hizo levantarse de su asiento. Su alborozo era tan grande, que en aquel momento olvidó que un indio no debe dejarse dominar ni por el dolor ni por la alegría.

—¡Estaban juntos, juntos! —exclamó—. Uno de ellos ha hecho un largo y penoso viaje hasta reunirse con el otro y luego han llegado juntos al Niágara, la imagen conmovedora de nuestro pasado y de nuestro presente. ¿Y después? ¿Sabéis adónde se dirigían?

—Al Monte Winnetou.

—¿Lo sabéis con certeza?

—Con absoluta seguridad —dijo «Corazoncito»; y yo lo confirmé.

Entonces él juntó las manos, levantó la vista como si quisiera orar, y dijo en tono de profundo júbilo:

—¡Al Monte Winnetou! ¡Salvados, salvados, salvados!

—¿Qué es lo que se ha salvado? —preguntó mi curiosa mujer.

Vaciló el «Aguilucho» en contestar y al cabo de un momento dijo, sentándose otra vez:

—La gran idea que ha de surgir de lo profundo del Niágara.

—¿Es que ya la han encontrado?

—No había que encontrarla. Hace muchos miles de años que se sabía que estaba allí, oculta entre las tumultuosas aguas del Niágara; pero no se ha deshecho, no se ha despedazado como nosotros, sino que cuando parecía que las aguas la habían hundido para siempre, ha surgido clara y pura como un milagro, para que se apoderen de ella y la conserven los descendientes de los que no quisieron esforzarse en mantener entre ellos vivo el espíritu del Yinnistán.

Había hablado con encantador entusiasmo. Se veía que aquella idea embargaba por completo sus pensamientos y sus sentimientos. Clara, tan entusiasmada como él, exclamó:

—Ya sé lo que quieres decir. Conozco esa idea salvadora.

—Es casi imposible —replicó él.

—Nada de eso. La conocemos probablemente mucho antes que tú. Te refieres a la ley del Yinnistán y no a otra cosa: cada hombre debe ser el ángel de otro hombre. ¿He acertado?

Una profunda y alegre sorpresa se dibujó en el rostro del indio, que dijo:

—Verdaderamente, me has comprendido. ¿Cómo es posible que lo hayas logrado?

—Porque nosotros conocemos esa ley, como te he dicho, lo mismo que tú —respondió ella—. Y porque (fíjate bien en lo que voy a decirte) porque conocemos el Yinnistán y también a la reina Marimeh, aunque tú crees que sólo los rojos la conocen.

Se quedó el indio sin saber qué decir y me dirigió una mirada interrogadora.

—Tiene razón —confirmé yo—. Hasta sabemos el verdadero nombre de la reina, que no es Marimeh, sino Marah Durimeh. Estas cinco sílabas se han contraído en tres con el transcurso del tiempo.

—Cuando tú lo dices, tengo que creerlo —replicó—. ¡Cuánto, cuánto me alegro de que así sea! ¿De manera que conocéis el Yinnistán, a su reina y la hermosa ley de aquel país? Entonces vais a ser para nosotros un auxilio mucho más precioso que Athabaska y Algongka. ¿Saben éstos quiénes sois vosotros?

—No; se lo hemos ocultado. Para ellos no éramos más que Mrs. y Mr. Burton.

Su rostro, tan serio de ordinario, irradiaba alegría.

—También eso me alegra extraordinariamente —dijo—. ¡Qué sorpresa va a haber cuando se sepa quiénes sois! ¡Qué profunda y benéfica impresión vais a producir en Tatellah-Satah, mi querido maestro, cuando se entere de que Old Shatterhand tiene los mismos deseos que él! Has de saber que él deseaba verte; pero también lo temía.

—¿Por qué?

—Porque Tatellah-Satah no te conoce bien y teme que vas a aprobar el suntuoso monumento proyectado por los pensadores superficiales y de cortos alcances. Tu voto puede mucho: él lo sabe y lo sabemos todos. Si cae del lado de los fanfarrones, nos espera, en vez del renacimiento, un aniquilamiento total. El alma de nuestra nación, de nuestra raza, ha despertado: está ya en movimiento, comienza a pensar. Quiere sentir sus componentes como un todo, como un compuesto perfecto. Todos los inteligentes tienden hacia ese bendito movimiento de unidad, engendrador de fuerza; pero mira lo que hacen los siux, los utahs, los kiowas, los comanches. Cogen las armas, no contra los blancos, sino contra ellos mismos, contra su propia alma. Están dispuestos a aplastar, a destruir para siempre esta alma que comienza a despertar… ¿Por qué?

Iba él mismo a contestar a esta pregunta cuando se le adelantó «Corazoncito»:

—Porque Old Surehand, Apanachka, sus hijos y quienes los rodean hieren el justificado sentimiento nacional de esas tribus, desde el momento en que piensan tributar al jefe de los apaches un honor sin ejemplo, que no merece.

Al oír aquello miró asustado, primero a mi mujer y luego a mí. No podía creer a sus oídos.

—¿Cómo has dicho? —preguntó—. ¿Que no merece un honor sin ejemplo como ese?

—Efectivamente.

—¿Y tú amas y respetas la memoria de nuestro Winnetou?

Se había puesto muy serio y su rostro había tomado la inmovilidad del mármol. También en mi mujer aparecía la misma seriedad.

—Quiero y respeto a Winnetou —dijo—, más que a nadie, fuera de mi marido.

—¿Y sin embargo hablas de él de ese modo?

Diciendo esto se levantó lentamente y mi mujer hizo lo mismo. Yo los imité, impulsado por el mismo sentimiento que los animaba y que les hacía comprender la solemnidad del momento, y además porque tenía el presentimiento de que de allí iba a tener su origen algo grande y bueno.