Capítulo 8

La carta del muerto

Saltó dentro del hoyo, que se había agrandado y cuyo borde le llegaba a la cintura, se inclinó y extrajo una vasija de barro, que colocó al lado del hoyo. Después sacó, sucesivamente, otras cuatro; siguió cavando un rato, saltó fuera, exhaló un largo suspiro y dijo:

—Ya he terminado. No queda nada más.

Hariman, que mientras tanto había estado vuelto hacia otro lado, dirigió entonces la vista al sitio en que se hallaba su hermano y al ver los cacharros se levantó y se acercó a él.

—¡Ah! ¿Ahora vienes? —dijo éste burlonamente—. No creas que te voy a dar nada de esto. Todo es mío, mío.

—Nada de eso es tuyo —respondió Hariman.

—¿Pues de quién es?

—De Mr. Burton. Winnetou lo dejó enterrado para él, y sólo para él.

—Pruébamelo —dijo riendo Sebulon—. Mr. Burton sacó hace treinta años lo que le pertenecía: el testamento. Todo lo demás lo dejó aquí, porque no era suyo. Hoy lo he encontrado yo. Se trata de un hallazgo como cualquier otro, y con arreglo a la ley del Oeste pertenece al que lo encuentra, es decir, a mí.

—Falso, absolutamente falso —arguyó Hariman—. ¿Qué sabías tú de ese tesoro? En cambio Mr. Burton lo conocía: quería cavar para buscarlo y con ese objeto nos ha pedido el azadón. Tú no sólo le has dado el azadón sino también tu trabajo. Has cavado para él: esta es la realidad y nadie puede alterarla.

—¿Cómo? —dijo Sebulon rechinando los dientes—. ¿De modo que tú, mi hermano, sales con eso? ¿Quién ha dicho que yo he cavado para él y no para mí? ¿Lo he dicho yo? ¿Lo ha dicho él? Él ha estado sentado tranquilamente mientras yo trabajaba, y cuando se ha acercado para ver lo que había dentro, lo he alejado y él ha obedecido, sin alegar el más pequeño derecho a lo que había en el hoyo. Estas cinco vasijas son, pues, de mi propiedad, y ¡a ver quién se atreve a disputármelas! ¡Ahora, ayúdame a abrirlas!

«Corazoncito» me miró preocupada. Yo le dije al oído:

—Vamos a ver qué es lo que hay dentro. En todo caso, no se trata de oro.

—Tal vez sí.

—No. Me he fijado y no tienen el peso que tendrían si contuviesen oro. Ten calma.

Las vasijas eran de forma cuadrada y color azul pardusco, y tenían adornos de figuras indias. En seguida se conocía que eran producto de la alfarería de un pueblo moqui o zuni. Estaban compuestas de dos partes, la superior encajada en la inferior, y con la línea de juntura protegida contra la humedad por un cemento. Además estaban fuertemente atadas con fibra vegetal impregnada de aceite. En vista de todo ello, comprendí que su contenido no era ningún metal, sino algún objeto que se había querido librar a toda costa de la humedad.

—Anda, ven a ayudarme —repitió Sebulon—. Pero ten cuidado de no romper nada.

Se sentaron el uno al lado del otro junto a las vasijas y comenzaron a desatarlas. Hariman lo hacía despacio y concienzudamente, mientras que Sebulon daba muestras de nerviosidad e impaciencia. Como antes sus brazos, temblaban a la sazón sus manos y sus dedos.

—¡Cuánto maldito nudo! —se lamentaba—. ¡Qué despacio hay que ir! Sin embargo, siento que nuestro padre está aquí con nosotros; lo conozco en la excitación, en la pasión que está a punto de hacerme saltar. Anda pronto; pero no rompas nada. No hay que hacer ni la más pequeña raja.

Una vez que estuvieron desatadas las dos primeras vasijas, comenzaron a quitar el cemento con los cuchillos, tarea nada fácil, porque con la acción del tiempo se había puesto duro como una piedra. Mientras trabajaba, Sebulon hablaba a su hermano de plata, de oro, de perlas, de alhajas antiguas mejicanas, toltecas, aztecas o peruanas. Se imaginaba los más ricos y preciosos tesoros. Su locuacidad tenía todos los caracteres de un síntoma de perturbación mental, de interés para un psicólogo y mejor aún para un psiquiatra, pero en modo alguno para un profano. Los dos trabajaban al mismo paso y acabaron al mismo tiempo su tarea. Ya podían abrir las vasijas; pero ninguno de los dos lo hizo: estaban harto emocionados, y se detuvieron para tomar aliento.

—¡A ver si adivinas lo que hay dentro! —dijo Sebulon con voz que delataba su alegría—. ¿Será oro, diamantes…?

—No lo sé-respondió Hariman. —Vamos a abrirlas.

—Bien; cuando yo diga tres. Una… dos… tres…

Las dos tapas se levantaron a un tiempo y cada uno miró al interior de su vasija. Después metieron la mano en ellas y, en el mayor silencio sacó cada uno un objeto.

—Un paquete de cuero —dijo Sebulon.

—Y yo otro —asintió Hariman.

—¿Tendrá oro?

—No; pesa poco para eso.

—¿Diamantes o alhajas?

—Tampoco pueden serlo, por la misma razón.

—¿Serán billetes de banco?

Y al decir estas palabras le brillaron los ojos.

—Qué fortuna si fueran cinco paquetes de billetes de banco —exclamó—. ¡Pronto, a cortar las correas que los sujetan!

Así lo hicieron y desdoblaron luego el cuero que constituía la cubierta de los paquetes.

—¡Libros! —dijo Hariman en tono de desencanto.

—¡Libros! ¡Mil diablos! —rugió Sebulon—. ¡Fuera con ellos!

Y los lanzó a un lado.

—Pero ¿qué clase de libros? —advirtió Hariman—. Examínalos primero, porque puede haber dinero en ellos.

Al punto se levantó Hariman para recoger los libros que había arrojado y los hojeó rápidamente; pero volvió en seguida a tirarlos aún más lejos.

—¡Nada más que páginas manuscritas! —dijo furioso—. Con títulos que nada quieren decir y con el nombre de nuestro querido Winnetou.

—Este lo mismo-dijo Hariman, que, mientras tanto, había estado reconociendo su libro.

—Pues fuera con ellos y a ver las otras vasijas. Espero que contendrán algo que valga más la pena que esos papelotes.

Ya puede suponerse que yo seguía el desarrollo de esta escena con un interés que desmentía mi aparente indiferencia. Para mí cada página, cada trozo de cuero y cada atadura de aquellas eran sagradas. Dejé en paz a los dos hermanos sólo porque me ahorraban trabajo; pero no estaba dispuesto a consentirles que estropeasen nada. El impaciente Sebulon, para quien la tarea de abrir las otras vasijas no iba lo de prisa que su ansiedad exigía, acabó por cortar las ligaduras, diciendo:

—Esto va demasiado despacio. Ahora no nos entretendremos en quitar el cemento, sino que romperemos sencillamente las vasijas, y así veremos en seguida lo que contienen.

Entonces me acerqué rápidamente a ellos y dije:

—Aquí no se rompe nada. Estas vasijas contienen el legado de un hombre noble y generoso. Para mí tienen más valor que el oro y las piedras preciosas, y no consentiré que se rompan.

Al oír aquello, Sebulon dejó la vasija en el suelo, se levantó, cogió el azadón y mirándome de modo amenazador me dijo:

—Y si yo quisiera romperlas, ¿qué pasaría?

—¡Bah! No llegará usted a ese extremo.

—¿Por qué?

—Porque antes le tumbaré a usted como un saco.

—¿De veras? ¡Pruebe usted a hacerlo! Pero fíjese bien en lo que le digo: con este azadón que tengo en la mano voy a romper el cacharro, y como usted haga el menor movimiento contra mí, con el mismo azadón le parto la cabeza. Ahora, haga usted lo que quiera.

Levantó el azadón para hacerlo como decía, y yo tenía ya el puño cerrado para cumplir mi amenaza, cuando «Corazoncito» se puso a mi lado y dijo:

—Déjame a mí.

Me apartó a un lado, se acercó a Sebulon y le ordenó con ademán imperioso:

—¡Abajo ese azadón!

Se veía que no estaba dispuesta a tolerar contradicción. Él, sobrecogido, la miró a los ojos y por un momento sus miradas se cruzaron. Luego bajó él la vista y dejó descansar el azadón en el suelo.

—¡Tírelo usted! —dijo mi mujer.

Sebulon lo dejó caer.

—Ahora siéntese —continuó ella en tono menos severo.

También esta vez fue obedecida.

—Así. Continúe usted su trabajo; pero con toda tranquilidad. No hay que hacer el menor arañazo a las vasijas. Espero que lo hará usted por consideración a mí.

—¡Por consideración a ella! —dijo Sebulon entre dientes—. ¿Qué Pensarán de mí al ver que la obedezco? ¡Esos ojos, esos ojos! Hariman, díselo, para que por lo menos no me tenga ese hombre por un cobarde que le tiene miedo.

—¿Qué es ello? —preguntó mi mujer a Hariman.

—Mi hermano —respondió éste—, no puede resistir la influencia de sus ojos, Mrs. Burton. Ya lo notó desde el primer momento que la vio a usted, y luego me lo ha dicho un sinfín de veces.

—Eso es —dijo con tristeza Sebulon—. Esos ojos, esos irresistibles ojos azules me hacen daño, me atormentan. Mire usted hacia otro lado, Mrs. Burton, porque si me mira usted hago todo lo que usted quiera.

Ella se sentó a su lado, le tocó ligeramente en el brazo y dijo:

—Si me obedeciera usted en todo, no haría más que cosas justas.

Sebulon encogió el brazo y balbució:

—¡Mil diablos! Ahora llega hasta a tocarme.

—No lo haré más. Lo he hecho sin pensar —dijo ella disculpándose—. Le ruego que siga su trabajo. Yo me quedaré aquí para ver lo que hace.

Cogió Sebulon obedientemente su vasija y dijo dirigiéndose a Hariman:

—Vamos a quitar el cemento; pero con cuidado para que no se rompa nada, ¿entiendes?

Reanudó su trabajo como si nada hubiera ocurrido y lo hizo con tanto cuidado y tan reflexivamente que me dejó asombrado. «Corazoncito» sonreía de felicidad, porque siente siempre una inefable alegría cuando consigue convertir algo malo en bueno. Poco a poco fue apoderándose otra vez de Sebulon la fiebre de la prisa; pero consiguió dominarla y llegó al momento de abrir la vasija que tenía en la mano. Respiró ruidosamente y dijo:

—Perdone usted, Mrs. Burton. Si son también libros, para usted. Pero si es oro o cosa de valor, no lo entregaré a ningún precio. ¿Miro lo que hay dentro?

—Sí, mírelo usted —respondió mi mujer.

Levantó la tapa y mirando dentro de la vasija, exclamó:

—¡Otro paquete igual!

Lo sacó y lo abrió.

—Nada más que páginas escritas. ¡Qué desgracia, qué dolor! ¿Y tú?

Esta pregunta iba dirigida a su hermano, que en aquel momento abría también su paquete, y respondió, enseñándoselo al mismo tiempo:

—Garabatos y nada más. Sebulon se puso en pie de un brinco y dijo:

—Tengo que serenarme, porque me domina la ira. Me está rondando el ataque.

Dando fuertes manotazos se puso a pasear arriba y abajo. Hariman entretanto comenzó a abrir la quinta vasija, y «Corazoncito» se dispuso a ayudarle; pero Sebulon al verlo se interpuso entre los dos y dijo:

—No, usted no, Mrs. Burton. No se estropee usted las manos. Yo lo haré.

Estas palabras, dichas en tono afectuoso, me sorprendieron grandemente. No tardó en quedar abierta la última vasija, cuyo contenido era idéntico al de las anteriores. Al verlo Sebulon se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorarlo mismo que había hecho antes su hermano, aunque por distinto motivo. Todos estábamos inmóviles. Al cabo de un rato, se levantó rápidamente, miró a su alrededor como si despertase de un sueño y gritó furioso:

—¡Y yo que decía que estaba aquí nuestro padre! ¡Qué locura la mía! ¡De aquel viejo villano no queda ni un átomo, ni el polvo! Sólo nos dejó la vergüenza, la propensión al mal, la tendencia al asesinato y al suicidio. Eso es todo lo que tenemos que agradecerle. ¿Y aquel fue un padre y se llamó padre? ¡Qué ignominia!

Escupió tres veces y volviéndonos la espalda comenzó a alejarse de nosotros; pero a los pocos pasos se detuvo; giró sobre sus talones y dirigiéndose a nosotros dijo:

—Mrs. Burton, renuncio a esos garabatos; se los regalo a usted, ¿lo oye?, sólo a usted. A cualquier otro se los disputaría, hasta al mismo Old Shatterhand. A usted se los dejo sin pedir nada en cambio. Haga usted con ellos lo que quiera.

Dicho esto, se internó en el bosque y desapareció entre los árboles.

—¡Qué insensato! —dijo su hermano, que le había seguido con la vista, como nosotros.

Había llegado la hora de que «Corazoncito» preparase la comida; pero no lo hizo, porque antes quería saber qué era el tesoro desenterrado. Yo pedí a Pappermann que cavase algo más, por si quedaba alguna cosa debajo. Hariman se ofreció en seguida a ayudarle y profundizaron otros dos pies, sin encontrar nada, después de lo cual taparon de nuevo el hoyo por completo. Entretanto, mi mujer y yo examinábamos el contenido de las cinco vasijas.

Se trataba de cuadernos manuscritos, en los cuales reconocí la letra de Winnetou. Puede suponerse la impresión que me producirían aquellas páginas cubiertas de los rasgos caligráficos tan característicos de mi entrañable compañero de otro tiempo, claros, uniformes y armónicos como el alma del que los había escrito. En realidad no había escrito, sino dibujado y pintado. No se veía un solo borrón, una sola mancha. En la cubierta de algunos cuadernos había la indicación del lugar donde habían sido escritos: «Escrito en el Nugget-Tsil»; «Escrito en la tumba de mi padre»; «Escrito en la tumba de Kleki-Petra»; «Escrito en la casa de Old Shatterhand junto al río Pecos»; «Escrito en casa de Tatellah-Satah»; «Escrito para mis hermanos rojos»; «Escrito para mis hermanos blancos»; «Escrito para todos los hombres». Había otros cuadernos que no tenían esta indicación.

Todos ellos estaban en inglés, y en los pasajes en que no había podido encontrar una expresión exacta, había puesto las palabras indias correspondientes. Me había oído muchas frases alemanas, que había retenido en la memoria. ¡Qué conmovedor era para mí ver cuán frecuentemente aparecían aquellas frases en el lugar apropiado de los cuadernos!

Al final del último había un índice y una carta dirigida a mí. Aquella carta decía:

Mi querido y buen hermano:

Pido a Mánitu el grande y el bondadoso que vengas a recoger estos libros. Si no los encuentras porque no cavas a bastante profundidad será porque aun no ha llegado el tiempo de que vayan a tus manos. En tal caso, no cesaré en mis oraciones hasta que vengas y los encuentres, porque son para ti y para nadie más.

No he querido dejarlos en poder de Tatellah-Satah, porque éste no te quiere, aunque sus motivos, en esto como en todo, son nobles y elevados. Tampoco he querido confiárselos a ningún otro, porque mi confianza en el Padre todopoderoso y omnisciente de los mundos es mayor que la que tengo en los hombres. Entierro profundamente estos libres porque son muy importantes. A menor profundidad hay un segundo testamento para ocultar y proteger éste. Sólo te hablaré de ese segundo testamento, para que el otro permanezca oculto hasta que llegue su tiempo. He dicho a Tatellah-Satah que dejaba aquí dos legados para ti, con objeto de que si no podías venir a recogerlos, no se perdieran.

Y ahora, ábreme tu corazón y tu alma y entérate de lo que te digo yo, el muerto que, sin embargo, vive.

Soy tu hermano y lo seré siempre, hasta cuando se divulgue entre las tribus de los apaches la noticia de que Winnetou, su jefe, ha muerto. Tú me has enseñado que la muerte es la mayor de las mentiras de la tierra. Quisiera probarte que este precioso regalo que me hiciste está lleno de verdad, y para eso cuando se diga de mí que he muerto, extenderé sobre ti mis manos como hacía en vida… Quiero protegerte, amigo mío, hermano mío querido.

Mánitu, el grande y el bueno, nos reunió. No somos dos, sino uno, y lo seremos siempre. No hay poder en la tierra bastante fuerte para separarnos. Ni aun la tumba nos dividirá. Yo saldré de ella para permanecer eternamente junto a ti por medio de este legado que te hago.

Tú has sido, desde que nos conocimos, mi ángel tutelar, y asimismo lo he sido yo de ti. Para mí estás por cima de todos los que he querido. En todas las cosas he procurado imitarte. Tú me has dado mucho: me has dado tesoros para mi alma, que he tratado de conservar y asimilarme. Soy deudor tuyo; pero lo soy agradecido, porque mi deuda contigo no es gravosa sino ennoblecedora. ¿Por qué no habrán venido todos los rostros pálidos a nosotros como tú has venido a mí? Te digo en verdad que todos, todos mis hermanos rojos serían ahora deudores vuestros como yo lo soy tuyo. La gratitud de toda la raza roja sería tan grande y tan sincera como la de Winnetou para ti. Y cuando hay millones de gentes que sienten gratitud, la tierra se convierte en cielo.

Pero has hecho más, mucho más. No sólo has defendido a tu amigo rojo, sino a toda su raza perseguida y despreciada, aunque sabías y sabes, como yo ahora, que llegará un tiempo en que serás despreciado y perseguido por haberlo hecho. Pero no vaciles, amigo mío; yo estaré a tu lado. Lo que no se crea de ti, que vives, se creerá de mí, que he muerto. Y si no se quiere comprender lo que tú escribes, dales a leer lo que yo he escrito. Estoy convencido de que la hazaña más atrevida y al mismo tiempo la más noble de tu Winnetou ha sido tirar la escopeta de plata y poner mano a la pluma pensando en ti. Difícil, muy difícil ha sido para mí esta hazaña, porque la pluma rebelde no quería obedecer al piel roja; pero al mismo tiempo era tarea sencilla porque mi corazón habla en cada línea de las que dejo como herencia a todos los hombres.

Así, pues, Winnetou estará a tu lado aun después de su muerte, porque su alma vive. Luchará por ti al mismo tiempo que lucha por sí mismo y por su raza. Me he acercado a ti para defenderte: te ruego que me cedas un sitio a tu lado. Más tarde mi pueblo se acercará al tuyo y cesarán los sufrimientos de mi nación, si no ante la historia, por lo menos ante Mánitu, que juzga bondadosamente cuando le es posible hacerlo.

Sabes que estaré a tu lado cuando tus ojos lean estas líneas; pero no como espíritu, como aparición, sino como cálido pulso que, unido al tuyo, repercute en tu corazón. ¡Ojalá ese pulso fuera el de toda la humanidad!

En estas hojas encontrarás todo lo que te interese de mí. Las he traído al Nugget-Tsil. Tengo abierto el hoyo destinado a conservarlas para ti. Estoy aquí completamente solo. ¡Cómo te he querido y cómo te quiero! Tú has sido mi alma, mi corazón y mi voluntad. Lo que para ti soy ahora, lo soy gracias a ti. ¡Hay tantos y tantos miles de hombres que querrían ser lo mismo para vosotros…!

Tu WINNETOU.

«Corazoncito» estaba sentada a mi lado y yo leía a media voz todo lo que queda copiado. Cuando terminé, quedó en silencio, me enlazó la cintura con su brazo, apoyó la cabeza en mi hombro y lloró. También yo estaba mudo, y así permanecimos largo rato. Luego volvimos a meter los manuscritos en las vasijas y llevamos éstas a la tienda; pero me quedé con la carta.

—¿Es que quieres enseñársela al «Aguilucho»? —me preguntó mi mujer.

A los dos se nos había ocurrido la misma idea, cosa que nos ha sucedido con mucha frecuencia en la vida.

—Sí, ahora mismo —respondí.

Nos acercamos a él. Todo el tiempo había permanecido ajeno a cuanto ocurría allí; pero cuando le entregué le carta con algunas palabras explicativas, su rostro se iluminó como inundado de sol. Se levantó al punto, cogió la carta y dijo:

—Gracias. Cree que me doy cuenta de lo que supone recibir tal carta de tales manos.

—No te la enseño sin miras egoístas —repliqué—, porque voy a poner este legado de Winnetou bajo tu especial protección. Como no puedo estar siempre en la proximidad de la tienda, te ruego que lo guardes cuando me vea en la precisión de alejarme, como va a ocurrir ahora, pues quiero ir en busca de Sebulon Enters.

—Y entretanto yo prepararé alimento para el cuerpo —dijo mi mujer—. Tengo que cumplir lo que le prometí a él y a su hermano; el plato de patas de oso. Espero que, con ayuda de Pappermann, me saldrá bien.

La idea de ir a buscar a Sebulon no se me había ocurrido para atender a mi propia seguridad. Más me impulsaba a ello la compasión. Se trataba de salvarlo, ya que a su hermano se le podía considerar como salvado. Seguí sus huellas, que se perdían en lo más profundo del bosque, no en línea recta como las de un hombre que sabe adónde va, sino trazando curvas y tan pronto hacia adelante como hacia atrás, como si se tratase de un perturbado que, caminara sin rumbo. Se veía que a veces había estado parado en un sitio, pero volviéndose a uno y otro lado, como si se viera amenazado por seres invisibles contra los cuales tuviera que defenderse. Aquellos seres eran sus pensamientos.