El tesoro enterrado
Se alejaron y yo me puse a armar la tienda con Pappermann. El buen viejo, al ver que «Corazoncito» se arrodillaba ante la tumba de la hermana de Winnetou y oraba, procuró hacer el menor ruido posible para no molestarla. Luego se acercó mi mujer a la tumba del jefe, y vio que al pie de ella había un sitio en que el suelo estaba un poco hundido, aunque cubierto, como todo el terreno que lo rodeaba, de una hierba parecida al musgo.
—¿Es este el sitio donde tú cavaste en otro tiempo? —me preguntó.
—Sí —respondí—. Volví a tapar el hoyo con mucho cuidado; pero al cavar se perdió tanta tierra que luego faltó cuando se fue afirmando la que se echó después. A eso obedece esta depresión.
—Tal vez eso induzca a otros a cavar también aquí.
—Es posible; pero no encontrarían nada.
—No lo digas tan pronto. ¿Sabes que tengo una idea?
—¡Ah! ¿Sí? ¿Cuál?
—No se me ha ocurrido ahora, sino que vengo dándole vueltas toda la mañana.
—Es verdad que parecías muy pensativa. Bien; dime de qué se trata.
Siempre tengo en cuenta para todo las ideas y los sentimientos de mi mujer. Su perspicacia natural me ha servido de mucho, en ocasiones en que mi penetrante mirada, adquirida a costa de mucho esfuerzo, me había inducido a error. Yo admito sin vacilar que la mujer es superior al hombre en lo que se refiere a la finura de los instintos; por eso me alegro siempre que veo que la mía tiene alguna idea o alguna sospecha, porque estoy seguro de que ha de serme útil en algo.
Ella respondió:
—Conforme nos íbamos acercando al monte esta mañana, tanto más claramente se me iba representando todo lo que tú cuentas de él. De pronto me vino a la memoria una frase que luego no se ha apartado de mi mente. Winnetou te la dijo en repetidas ocasiones. ¿Recuerdas cómo llamaba él a las pepitas de oro?
—¿Te refieres al deadly dust? (polvo mortífero).
—Justamente, al deadly dust. Poco antes de su muerte, hablando contigo de su testamento, te dijo que tú estabas destinado a más grandes cosas que a poseer sólo oro. Y sin embargo, tú te pusiste a cavar aquí, en la tumba de sus padres, para buscar oro y no para otra cosa. ¿No fue aquello un error, querido mío?
—No lo creo. El oro que estaba oculto aquí no era para mí, sino muy verosímilmente para fines benéficos y elevados.
—¿Y crees tú que no habría nada destinado personalmente a ti, que eras su mejor amigo, su hermano? ¿Es que Winnetou, el perspicaz y noble Winnetou, iba a olvidar en su testamento que para fines benéficos y elevados se puede dar algo mejor que oro?
—¿Sabes, «Corazoncito», tienes razón sin duda en lo que dices? Yo tengo la excusa de que en aquella ocasión sólo pude buscar con peligro de mi vida y a toda prisa; mas eso no basta para disculparme. Durante muchos años después debería haber reparado aquella negligencia; pero nunca se me ocurrió pensar en ello.
—Ni yo tampoco. Tengo por tanto que acusarme de la misma irreflexión que tú. ¿Quieres acceder a un deseo que tengo?
—¿Cuál?
—Cavar aquí de nuevo; pero con más cuidado y más profundamente que entonces.
—De muy buena gana.
—Tengo la idea de que vamos a encontrar algo, que es lo principal. El oro servía sólo para proteger el verdadero tesoro, que estaba debajo.
—Lo dices como si lo supieras de cierto.
—No lo sé; pero tengo el presentimiento de que así es. Winnetou entonces fue más clarividente y generoso que tú. Tenemos que cavar en dos sitios, aquí y en tus recuerdos. Seguramente hallaremos, no deadly dust, sino perlas y piedras preciosas que proceden de profundas minas espirituales. ¿Quieres que comencemos ahora mismo? Podemos hacerlo sin temor, puesto que los Enters están lejos y no es de esperar que vengan tan pronto.
—No es bastante esa razón, porque no podríamos hacer desaparecer las huellas de nuestro trabajo de modo que no se enterasen de lo que había pasado mientras ellos estaban alejados de aquí. Ya que hace treinta años que espera esta labor, bien puede esperar unas horas más. No hay que olvidar que Tatellah-Satah me indicó que el sitio era unto al del centro de los cinco grandes pinos azules. En su carta dice: «Sea su voz para ti como la voz de Mánitu, del grande, eterno bondadoso Espíritu». Esto es tan importante y tan sagrado que tiene que anteponerse a todo.
—Cierto, cierto; pero ¿dónde están esos pinos azules?
—No muy lejos de aquí. Ven conmigo.
La conduje a un lugar del bosque, en el que había varias rocas, al pie de las cuales brotaba un manantial. Allí estaban los cinco pinos de un color azul plateado, a que se refería Tatellah-Satah. Todos ellos tenían ramas hasta el suelo, algunas de ellas secas. Apenas vi el que estaba en medio de ellos, comprendí de lo que se trataba. «Corazoncito», en cambio, miró a los árboles, cruzó las manos y dijo suspirando:
—Todos son iguales, hasta en la disposición de las ramas, salvo que el de en medio tiene unos metros más de altura. ¿Y este pino es el que ha de hablarte? ¿Comprendes el sentido de esto?
—Sí.
—Pues yo no.
—¿Sabes distinguir entre un pino y un abeto?
—¡Ya lo creo!
—Pues fíjate bien en el pino de en medio. Hay en la parte de abajo algunas ramas secas en las cuales quedan muy pocas hojas. Cuenta esas ramas de abajo arriba.
—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
—Alto —le interrumpí—. Mira esa sexta rana. ¿Es de pino?
—No, es de abeto.
—¿Ves como el árbol empieza a hablar?
—¡Ah! ¿Es eso?
—Sí. ¿Puede crecer una rama de abeto en un pino?
—Naturalmente que no. Se ha quitado la rama correspondiente del pino y se ha puesto esa otra. Pero ¿no ha sido una imprevisión hacerlo? ¿No podía haberlo descubierto cualquier otro que no fueras tú?
—No. Si fueran ramas verdes, claro que sí, por la diferencia de las hojas; pero tratándose de ramas secas, que casi no tienen ninguna hoja, sólo podía descubrirlo yo, y eso porque me han advertido que me fije en este pino. Anda, quita esa rama.
En el sitio correspondiente a la rama verdadera habían hecho un agujero y allí estaba metida la de abeto. Cuando el orificio quedó libre vimos que estaba vacío. Yo me puse a reconocer el tronco en las proximidades del agujero y en seguida vi que habían desprendido una parte de la corteza, que luego había quedado sujeta al meter la rama. Cuando retiré el trozo de corteza, cayó al suelo un papel. «Corazoncito» se apresuró a cogerlo y exclamó con alegría:
—Esta es la voz del árbol, ¿verdad?
—Seguramente.
—¡Qué hombre tan inteligente es ese indio!
—Sí —dije yo riendo—. ¡Y qué perspicacia sin ejemplo la de la squaw de Radebeul que lo descubre todo en seguida!
Ella también se echó a reír y dijo:
—¿No he dado el primer paso para este descubrimiento al conocer la diferencia entre el pino y el abeto? Pero vamos a ver qué dice el papel.
Como ella es mi secretaria y lleva casi toda mi correspondencia, le parecía lo más natural leer aquello. Se disponía a hacerlo; pero pronto puso cara de desencanto y dijo:
—Desgraciadamente no puedo leerlo.
—¿Está tal vez en jeroglíficos indios?
—No. Son caracteres latinos; pero la lengua es desconocida para mí.
—A ver. Dámelo.
—Tómalo, pero vamos a sentarnos, porque de pie se comprende peor.
Nos sentamos en el suelo y yo me puse a leer el manuscrito. Estaba en apache, y era de la misma mano ejercitada que la carta de Tatellah-Satah que yo había recibido en mi casa. En él no había más que estas líneas:
¿Por qué buscas sólo deadly dust, polvo de oro mortífero?
¿Crees que Winnetou, inmensamente rico, no podía dejar nada mejor a la posteridad?
¿Era Winnetou, a quien tenías motivos para conocer bien, tan superficial que tú no has procurado buscar a mayor profundidad?
Ahora sabes ya por qué te censuraba. Sé bien venido si aciertas a serlo para mí.
Tal era la carta del viejo «Mil Años». Doblé el papel, lo guardé y nos quedamos mirando el uno al otro.
—¡Qué cosa tan sorprendente! —dijo mi mujer.
—Mucho —asentí yo—. Escribe justamente lo mismo que tú has dicho. Estoy avergonzado, profundamente avergonzado.
—No lo tomes tan a pechos, marido mío.
—¿Por qué no? He cometido contra la memoria de Winnetou una injusticia que nunca me perdonaré. Y no sólo contra Winnetou, sino contra toda su raza. Ahora estoy convencido de que vamos a encontrar algo mucho más importante que lo que encontré entonces.
—¿Lo crees porque lo dice el viejo Tatellah-Satah?
—No sólo por eso, sino porque está en el temperamento de Winnetou. No he sabido comprender bien lo que había en aquel carácter noble y elevado y esa es la injusticia que he cometido. Él se sonreiría y me perdonaría; pero yo no. ¡Pensar que han pasado inútilmente más de treinta años! ¡Toda la vida de un hombre! Ven, «Corazoncito», vamos a cavar.
—Sí, aprovechémonos de que no están aquí los Enters.
—Me es igual que estén como que no estén. Precisamente oigo ahora su voz. Están hablando con Pappermann.
Efectivamente, allí estaban con una liebre de la llanura que se había aventurado en el monte. Sebulon empezó a vanagloriarse de lo bien que la habían cazado; pero yo le interrumpí secamente:
—Dejemos ahora la liebre, que no sé aún si llegaremos a asar. Tenemos algo más importante que hacer.
Yo tenía antes el propósito de no decirles que había estado allí hasta que nos hubiéramos alejado de aquel lugar, pues temía el efecto que habrían de producir en su ánimo mis revelaciones. Dicho en otras palabras: tenía escrúpulos psiquiátricos. Pero ahora me impulsaban motivos de mayor importancia, y así les dije:
—Tengo que revelar a ustedes una cosa que quería reservar para más adelante. Han de saber que están equivocados en cuanto al lugar en que vamos a acampar hoy y mañana. Aquí están enterrados, no unos jefes kiowas, sino el padre y la hermana de Winnetou. El Tavuntsi-Payah es nuestro Nugget-Tsil.
La impresión que les causaron mis palabras fue enorme. Quedaron mudos e inmóviles.
—¿Me han comprendido ustedes? —les pregunté.
Hariman se dejó caer en el suelo, se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar. Sebulon clavó en mí una mirada siniestra y a la vez centelleante, y me dijo con voz bronca:
—¿Es cierto eso que dice?
—¿Qué motivo podría tener para engañarlos?
—Well! Lo creemos. ¿De modo que estas son las tumbas de Inchu-Chuna y Nsho-Chi?
—Sí.
—¿Que fueron asesinados por nuestro padre?
—Justamente, por su padre.
—Permítame que mire de cerca las tumbas.
Se acercó primero a la del jefe y luego a la de su hija y las contempló detenidamente. Parecía estar tranquilo; pero yo le veía vacilar en cuanto se movía. Era como si anduviera por una altísima cuerda floja e hiciese esfuerzos para no perder el equilibrio. Después volvió lentamente al sitio en que estaba la liebre, le dio un puntapié y dijo en voz baja y sibilante:
—Hemos hecho con esta pobre liebre lo mismo que entonces Gates y Clay. Ya ve usted, Mr. Burton, que lo he leído todo, hasta lo de la liebre y la vieja paloma que nadie llegó a comer. Ahora le ruego que me haga un favor, un inmenso favor.
—¿Cuál?
—Que nos dé usted a conocer los dos hechos que tienen más importancia para nosotros de todo cuanto aconteció en aquella ocasión. Supongo que comprenderá usted a cuáles nos referimos.
—Si usted desea que montemos a caballo y que les indique primero cómo y dónde fue asesinado Inchu-Chuna con su hija, y después el lugar y la forma en que el padre de ustedes me arrebató el testamento…
—Justamente.
—Ya pensaba hacerlo, para enseñar esos sitios a Mrs. Burton. Si quieren ustedes acompañarnos, no tengo inconveniente. Creo, sin embargo, que harían ustedes mejor en renunciar a ello.
—¿Por qué?
—Porque, a mi juicio, hace falta que un hijo tenga los nervios muy fuertes para visitar los lugares en que su padre hizo semejantes cosas.
—Nosotros tenernos confianza en nuestros nervios. ¿Cuándo vamos allá?
—Cuando ustedes quieran.
—Pues entonces ahora mismo, porque no soy hombre que tenga mucha paciencia.
—Pues no le quedará más remedio que tenerla, si no ahora, luego. Vamos, pues. Mr. Pappermann quedará aquí de centinela.
—Con mucho gusto —dijo el viejo—. No me agradan esas historias viejas.
De buena gana se habría expresado con más crudeza, pues no podía ver a los dos hermanos, especialmente a Sebulon; pero se contentó con decir aquello. Montamos en seguida en los caballos, que aún no habían sido desensillados, y seguimos el camino que habíamos traído; luego torcimos hacia el Sur, hasta llegar al manantial en que había acampado yo en otro tiempo con Winnetou, Inchu-Chuna, Nsho-Chi, Sam Hawkens, Dick Stone, Will Parker y los treinta apaches. Luego continuamos hasta llegar al sitio en que sonaron los tiros que mataron al padre y la hija. Allí conté minuciosamente cómo habían muerto aquellos dos seres tan queridos para mí, y luego regresamos al campamento, donde les referí el robo del testamento, con todo detalle también. Todo el tiempo que estuve hablando Hariman Enters no dijo una sola palabra, ni me miró a la cara. Me inspiraba compasión: sus mejillas se encendían a intervalos; con frecuencia enjugaba el sudor de su frente y se veía que estaba febril. Por el contrario, su hermano aparentaba una tranquilidad que habría engañado a cualquiera; pero no podía dominar los ojos, y éstos delataban todo su pensamiento. Se veía que estaba furioso porque el crimen de su padre no había tenido éxito completo. Probablemente sentía hacia mí un odio aun más profundo que el que había tenido Santer. Seguramente era capaz de cualquier crimen contra mí, hasta del asesinato. Y, sin embargo, nada tenía yo que temer de él, a lo menos por entonces, ya que se había comprometido a entregarme sano y salvo a Kiktahan Shonka.
También él se fijó en la pequeña depresión del terreno que había junto a la tumba del jefe; la estuvo mirando un rato breve y luego me dijo:
—Aquí cavó usted, ¿verdad?
—Sí —asentí yo.
—¿Aquí estaba el testamento?
—El testamento y otras cosas.
—¿Qué otras cosas?
—No lo se aún; pero lo sabré luego. Le ruego que me preste su azadón para cavar aquí.
—¿Es que entonces cree usted que no se sacó todo lo que había?
—Estoy convencido de ello.
Sus ojos relampaguearon, y con voz alterada exclamó:
—¿Y quiere usted que le preste mi azadón para eso? Ni soñarlo. Seremos nosotros dos quienes cavemos.
Corrió al lugar donde estaban los azadones, cogió uno, dio el otro a su hermano y le dijo:
—¡Levántate y no gimotees, cobarde! Ya has oído que aún queda algo que sacar, probablemente algo de mucho valor. ¡Anda, a trabajar!
Hariman, que estaba sentado en el suelo, con la cabeza hundida entre las manos, rechazó el azadón y dijo:
—¡Déjame en paz! No quiero trabajar en eso. ¡Maldito sea el oro y tu deseo de quitárselo a otro! Eso te va a perder, lo mismo que le ocurrió a él.
—Entonces, ¿no quieres ayudarme?
—No. Ya tengo bastante con lo que llevo encima de mi alma.
—¡Maldito cobarde! —rugió Sebulon con desprecio.
Entonces Hariman se puso en pie rápidamente, se acercó a su hermano y le dijo colérico:
—¿Quién es más cobarde, tú o yo? Yo tengo ánimos para luchar; tú no. Yo quiero libertarme de este demonio que nos posee, que no tiene piedad de nosotros y que nos exige el crimen o la expiación del de nuestro padre con la muerte. A ti te falta valor para luchar y prefieres el crimen; yo, en cambio, elijo… la muerte. ¿Quién es, repito, el cobarde: tú o yo?
—Yo no elijo el crimen, sino el oro, el oro. Y si no quieres ayudarme, todo será para mí.
Comenzó a cavar con ardor en tanto que Hariman se sentaba de nuevo en el suelo.
Entonces Pappermann se acercó, cogió el otro azadón y dijo:
—Yo le voy a ayudar. Dos hacen más que uno.
Pero Sebulon rechazó vivamente su auxilio diciendo:
—¡Fuera de aquí! No consiento que nadie me ayude.
—Well! Como usted quiera. Yo lo hacía en la creencia de que le había de agradar mi ayuda.
Y diciendo esto tiró el azadón. Sebulon trabajaba de un modo desesperado, como si no tuviera un minuto que perder y su salvación dependiese de ello. El hoyo se iba agrandando y él no hacía más que mirar dentro, sin apartar de allí la vista. El sudor inundaba su frente y sus mejillas.
—Esto es una locura, una verdadera locura —me dijo al oído mi mujer—. Procede como si todo le perteneciese. ¿En qué parará todo esto?
—En nada que sea peligroso para nosotros —respondí en el mismo tono.
—¿Y si encuentra algo?
—Si no es oro o algo que lo valga, lo despreciará.
—¿Y si se trata de algo que quiera apropiarse? Entonces habrá pelea entre él y tú.
—De ningún modo. Déjame a mí y no tengas miedo. Se trata de importantísimos procesos psicológicos, que seguramente no se me presentará otra ocasión de presenciar.
—¿Qué te importan esos procesos psicológicos, que a lo mejor vas a pagar con tu vida?
—Sé razonable y estate tranquila. No pasará nada.
—¡Ojalá sea así! Pero, a pesar de todo, dame uno de tus revólveres. En el momento en que ese hombre se atreva a levantar la mano sobre ti, lo mato de un tiro.
Lo decía en serio y se veía que estaba realmente alarmada. Aquella mujer que no se atrevía a hacer daño a un gusano era capaz, por amor a mí, de matar a un hombre. Oculté la emoción que aquello me produjo y dije riendo:
—Niña querida, si hay que matar a alguien de un tiro, lo haré yo, que tengo mejor puntería; pero tranquilízate y…
—Oye —me interrumpió—. ¿Qué es eso?
Sebulon había lanzado un grito de alegría y redoblaba su trabajo. La tierra salía disparada del hoyo. Me acerqué para ver de qué se trataba; pero él rugió:
—¡Fuera de aquí!
—No quiero más que echar una mirada —dije en tono de disculpa.
—Ni siquiera eso. ¡Fuera de aquí o le parto la cabeza!
Y al decirlo levantó el azadón y me miró con ojos centelleantes e inyectados en sangre.
Retrocedí y le dije en tono tranquilizador:
—¿Es que ni siquiera se puede preguntar por qué ha dado ese grito?
—Se lo voy a decir: porque he encontrado oro.
—¿De veras?
—Sí: he tropezado con un objeto duro y ancho. El hoyo es demasiado estrecho; voy a agrandarlo. Pero yo solo. Al que se me acerque, sea quien fuere, lo mato.
Continuó su trabajo y yo volví a mi sitio.
—¿Ves cómo tenía razón? —me dijo «Corazoncito»—. Quería matarte.
—Pero no lo hará. Te ruego que no me compliques la situación con tus temores. No tienes el menor motivo para estar intranquila.
Mis palabras la serenaron, aunque la impresión que producía el aspecto de Sebulon no era la más a propósito para contribuir a ello. Ya no se limpiaba el sudor, que le caía a chorros; los ojos parecían querer salírsele de las órbitas, y tenía la cara desencajada. Jadeaba cada vez más y se veía que le dominaba la fatiga. Tenía que detenerse de cuando en cuando para descansar y cobrar aliento. Sus brazos comenzaron a temblar y sus movimientos se hicieron inseguros. El aspecto que presentaba no podía ser más repulsivo: parecía un demonio, un espíritu malo, cuya aparición fuera insoportable para ojos mortales.
Otro grito de alegría y luego otro y otro.
—¡Padre! ¡Estás aquí y me ayudas! Lo conozco. ¡Gracias, gracias!
Después de haber dicho esto en tono de inmenso júbilo, volvió su rostro descompuesto hacia nosotros y dijo con voz amenazadora:
—¡Que nadie se acerque! Al que se atreva a tocar este tesoro lo mato al momento sin compasión. Ténganlo bien presente.