En el Nugget-Tsil
Habíamos salido del Oído de Mánitu y nos dirigíamos hacia los Montes Mugworth. En la primera serie de Entre los pieles rojas puede verse que estos Montes Mugworth son la misma cadena montañosa que Winnetou y su padre habían designado con el nombre de Nugget-Tsil. También los dos hermanos se dirigían allí, y yo sabía el camino que iban a seguir. Nosotros no fuimos por el mismo, sino por otro más corto, que yo conocía. Y como íbamos mucho mejor montados que ellos, estábamos seguros de llegar antes a pesar de haber salido después que ellos del Púlpito del Diablo. No necesitábamos, pues, perseguirlos, como habíamos proyectado en un principio, sino que podíamos, cuando quisiéramos, esperarlos y salirles al encuentro. El momento más favorable para ello era a nuestra llegada al río Gualpa, precisamente en el mismo sitio en que, después de la muerte de Winnetou, había tropezado con Gates, Clay y Summer. Allí teníamos agua, pasto para los caballos y un espeso bosquecillo en que poder ocultarnos, para que el que viniera a aquel lugar no nos viese hasta que quisiéramos nosotros. En medio del bosquecillo había una clara en que se veían las huellas de un fuego de campamento. La vegetación abrasada por él no se había renovado aún. En aquel calvero armamos nuestra tienda.
Mientras lo hacíamos nos preparó mi mujer la comida del mediodía. Teníamos aún abundante provisión de oso y además habíamos cazado en el camino varias perdices, de manera que no necesitábamos tomarnos el trabajo de buscar allí elementos para el asado. Después de la comida, nos echamos a descansar, aunque no estábamos fatigados. Como nos hallábamos en la tierra de los comanches y de los kiowas teníamos que evitar todo lo que pudiera delatar nuestra presencia.
A la caída de la tarde vimos llegar a dos jinetes, que avanzaban con lentitud por el cansancio de sus caballos. Cuando estuvieron más cerca, reconocimos a los dos hermanos. Iban armados de cuchillo, revólver y rifle, como era costumbre en los peligrosos tiempos antiguos. Como nosotros no habíamos llegado por el mismo camino que ellos, no vieron nuestras huellas. Desmontaron al borde mismo del bosque, dejaron beber a sus caballos y se pusieron a buscar leña seca para hacer fuego. Luego encendieron la hoguera, no a cubierto de los matorrales, sino en campo libre; de modo que, llegada la noche, habría de verse desde lejos. Nuestro fuego se había apagado hacía largo rato. Como su imprudencia no sólo descubriría su presencia en aquellos lugares, sino también la nuestra, me levanté para ir a decirles que no lo hicieran así. Al verme levantar, me dijo Pappermann:
—¿Me permite que vaya con usted? Me gustaría ver la cara que ponen al reconocerle.
—Venga usted.
Al ir a salir del bosquecillo, le dejé adelantarse y me quedé oculto. Pappermann se aproximó a ellos sin ser visto y les dijo:
—Buenos días, señores. ¿Prefieren ustedes ser escalpados ahora mismo o morir mañana o pasado en el poste del tormento?
Los dos se pusieron en pie, asustados.
—¿Escalpados? ¿Por quién y por qué? —preguntó Sebulon.
—¿Morir en el poste del tormento? —dijo a su vez Hariman—. ¿Quién habría de llevarnos a él?
—Los comanches y los kiowas, que pretenden que esta comarca les pertenece —respondió el viejo cazador—. ¿Por qué se ponen ustedes a encender una hoguera aquí en medio, como si no tuvieran otra idea que la de atraer a esos tunantes, en lugar de hacerlo escondidos en el bosque?
—Porque no tenemos que temer nada de los kiowas ni de los comanches —respondió Sebulon.
—¿Son ustedes amigos de ellos?
—Somos amigos de todos los hombres con quienes nos encontramos, sean blancos o rojos.
—Well! Entonces lo serán también míos. Pero tengo la costumbre de querer saber el nombre de mis amigos. Les ruego que me digan el suyo.
—Nos llamamos Enters. Yo Sebulon Enters y mi hermano Hariman Enters.
—Gracias. ¿De dónde vienen ustedes y adónde van?
—Venimos de Kansas City y vamos a Río Grande del Norte. Pero ¿quién _es usted?
—Yo me llamo Pappermann y vengo de Trinidad. En cuanto a dónde voy, aún no lo sé yo mismo.
Los dos hicieron un movimiento de sorpresa y Sebulon preguntó vivamente:
—¿Es usted quizá Max Pappermann?
—Sí. Así me he llamado siempre y así me llamo todavía, desgraciadamente.
—¡Qué coincidencia! Hemos estado en su hotel, donde habíamos anunciado nuestra llegada.
—No sé nada de eso. El hotel ya no es mío.
—Eso nos dijeron. Pero hasta que salió usted de Trinidad, vivió con el nuevo hostelero, hombre taciturno y poco agradable, por cierto. Le pedimos ciertas noticias, que se negó a darnos, y tuvimos que dirigirnos a otras personas, que tampoco fueron más explícitas. Tal vez pueda usted decirnos lo que deseamos saber.
—¿Y qué es ello?
—Se trata de un matrimonio Burton que fue a Trinidad a esperarnos en su hotel. Supimos a nuestra llegada que el matrimonio había estado alojado allí, pero que se había marchado de nuevo al día siguiente de llegar. ¿Sabe usted algo de ello?
—¿Que si sé? Precisamente han hecho ustedes esa pregunta delante de la persona que mejor podía contestar a ella.
—¿De veras? ¡Cuánto nos alegramos! Entonces díganos usted pronto…
—No he dicho que esa persona sea yo —interrumpió Pappermann.
—¿Pues quién es?
—Esa otra.
Y diciendo esto me señaló. Yo salía en aquel momento de entre los matorrales, para terminar tanto preámbulo, no fuera que Pappermann, en su espontaneidad, dijera algo que no me conviniese. Mi presencia los sorprendió extraordinariamente, pero no de modo desagradable. Dieron muestras de contento al verme, fuese o no verdadera la causa de su alegría.
Les pedí que apagasen su hoguera y que vinieran a nuestro campamento con sus caballos. Así lo hicieron, y saludaron a mi mujer con una cortesía que por parte de Hariman probablemente no encubría malos designios; pero no así por lo que toca a Sebulon. Este hizo todo lo posible para producir buena impresión; pero sus miradas eran falsas y sus ojos, cuando creía que no se le observaba, tenían algo de acechador, con mezcla de amenaza, que no podía escapársenos a mi mujer ni a mí. Precisamente «Corazoncito» tiene para estas cosas una perspicacia extraordinaria. Cuando nos preguntaron por qué no habíamos esperado en Trinidad, respondí:
—Porque tenía motivos para no desear la compañía de ustedes. Pero les escribí. ¿Han recibido ustedes la carta?
—Sí; el hostelero nos la dio, en cuanto dijimos quiénes éramos —respondió Sebulon—. En ella dice usted que Corner y Howe son amigos nuestros, cosa que rechazamos en absoluto. Como tratantes en caballos hemos tenido negocios con ellos; pero en cuanto los conocimos de cerca, cortamos nuestras relaciones. No son gente decente. ¿Cómo es posible que quieran ustedes hacernos solidarios de su falta de honradez? Pero, díganos: ¿adónde fueron desde Trinidad?
—A la caza del oso —dijo vivamente mi mujer.
Fue una respuesta tan breve como acertada y con ella evitamos toda pregunta que se relacionara con el Púlpito del Diablo.
—¿Y han tenido ustedes suerte? —preguntó.
—Sí —dije yo—. Tenemos aún anca de oso. Las patas nos las comeremos en el Tavuntsi-Payah.
—¿En el Tavuntsi-Payah? —preguntó con interés mientras dirigía una mirada de satisfacción a su hermano—. ¿Conoce usted ese sitio?
—Sí, desde hace tiempo.
—También nosotros vamos allí.
—¿Y a qué?
—A petición de los jefes siux y utahs.
—¿Es que se han encontrado ustedes con ellos?
—Sí.
—¿En el Púlpito del Diablo?
—Sí. Es lástima que no haya usted estado allí. Le hubiéramos acogido de muy buena gana.
—No, porque no me habría dejado ver.
—Pero tal vez habría podido usted verlo todo desde lejos y aun quizá oír algo de lo que se habló.
—¿Para qué? Espero que ustedes me dirán ahora todo lo que pasó y lo que se dijo.
—¿Quiere usted que se lo refiera?
—Le ruego que lo haga.
En su relato nos dijo el nombre de los jefes indios que habían acudido a la reunión; pero los ochenta guerreros los convirtió en cuatrocientos. Las dos horas que duró la reunión fueron, según él, tres días, y habló de deliberaciones importantísimas a las que había asistido con su hermano. Nos presentó las cosas de modo que parecía como si los dos hermanos hubieran sido las personas más importantes de la asamblea y los hubiesen colmado de honores en ella. Especialmente describió como muy amistosa su despedida de los pieles rojas y dijo que Kiktahan Shonka y Tusahga Sarich, después de partir, habían vuelto hasta tres veces para estrecharles la mano de nuevo.
—¿Entonces salieron de allí los indios antes que ustedes? —pregunté yo.
—Sí —respondió.
—¿Con qué dirección?
—Ese es un secreto que no deberíamos revelar a ningún precio; pero se lo vamos a decir, para que vean con cuánta lealtad y honradez queremos proceder con ustedes. Se dirigen a un lugar que llaman Pa-Wiconte.
—Sí, es un lago, ¿verdad?
—Sí. Nos han descrito detalladamente el camino para ir a él.
—¿Es que también van ustedes allá?
—Allá vamos. En aquel sitio nos dirán el plan de campaña contra los apaches y sus aliados. Ya ve la importancia que esto tiene para usted. ¿Quiere que le comuniquemos luego lo que allí nos digan?
—Claro que sí.
—Pues así lo haremos, y contamos desde luego con su gratitud.
—Descuiden ustedes, que recogerán lo que han sembrado.
—¿Está ese Pa-Wiconte, esa «Agua de la Muerte» muy lejos del «Agua oscura» donde murió nuestro padre?
—Si no recuerdo mal, están relativamente cerca. Cuando llegue allí podré decirlo con más certeza.
No habría sido prudente decirles que con esos dos nombres se conoce un mismo lago.
—¡Ah! ¿Es que también usted tiene el propósito de ir con nosotros?
—Sí. ¿No les agrada?
La mirada que echó a su hermano era de triunfo. Estaba encantado de ver que yo secundaba sus planes tan inconscientemente, y no se percataba de que era él el que se acomodaba a los míos.
—¿Que no nos agrada? ¿Cómo puede usted decir eso? Nosotros somos amigos suyos y no quisiéramos separarnos ya nunca de usted. Le admitimos con muchísimo gusto en nuestra compañía hasta el «Agua de la Muerte». Pero prométanos primero que usted en cambio nos enseñará el «Nugget-Tsil» y el «Agua oscura».
—Sí que lo haré. Pero ¿cómo es que Kiktahan Shonka no los ha llevado consigo y los envía antes al Tavuntsi-Payah?
—Para que observemos a las squaws de los siux, que han ido a dicho lugar, y le demos luego cuenta de lo que veamos. Nos ha indicado el camino que debemos seguir y, según sus manifestaciones, no faltan más de dos jornadas desde aquí.
—Así es. Y ahora quiero preguntarles una sola cosa, y me quedaré satisfecho. Es muy curioso que ustedes se hayan dirigido a mí para saber dónde están el «NuggetTsil» y el «Agua oscura». Parece increíble que no hayan ustedes encontrado esos dos sitios hace ya mucho tiempo. Por lo que toca al «Nugget-Tsil», bastaba con que se hubieran dirigido al jefe de los kiowas, Tangua, y a su hijo Pida. En cuanto al «Agua oscura», no sería imposible encontrar un apache de los que han estado allí conmigo.
—Eso parece fácil, pero no lo es —contestó—. He estado con los kiowas, y el viejo Tangua se mostraba dispuesto a darme los informes que le pedía; pero su hijo Pida se opuso, no sé por qué. Y entre todos los apaches a quienes pregunté por el «Agua oscura» no ha habido uno solo que no me haya considerado como enemigo y no se haya separado de mí con desconfianza. Esos pillos son sumamente recelosos.
—Esos pillos son amigos míos, Mr. Enters, y como emplee usted otra vez esa palabra aplicada a ellos, hemos terminado. Ahora, mi mujer puede preparar ya la cena. Luego nos echaremos a dormir, y mañana al alborear saldremos a caballo para dirigirnos al Tavuntsi-Payah. ¿Están ustedes conformes?
—Sí. Pero no acamparemos junto a ustedes, sino un poco alejados, porque roncamos muy fuerte y hay aquí una señora a quien no queremos molestar.
Aquello no era más que un pretexto. Lo que querían era estar solos para poder hablar sin testigos. Pensé en espiarlos; pero luego desistí de ello: lo que yo quería saber podía averiguarlo de modo más directo y fácil que el espionaje, mucho más molesto y difícil de lo que se cree.
La conversación que he reproducido se mantuvo entre Sebulon y yo. Hariman no dijo una sola palabra. Parecía que no estaban muy acordes, y se veía que hasta evitaban mirarse.
Igual silencio había observado el «Aguilucho», el cual se condujo como si ni siquiera hubieran estado presentes los dos hermanos. Aquello no ofrecía una perspectiva demasiado halagüeña en cuanto a nuestra reunión con ellos. Después de la cena, se separaron, como Sebulon había dicho, y no volvieron a acercarse a nosotros hasta la madrugada siguiente, en que el aroma del café les avisó que ya estábamos nosotros también en pie. Cuando salió el sol, desarmarnos la tienda y montamos a caballo para reanudar nuestra marcha. Entonces nos fijarnos en que cada uno de ellos llevaba un azadón colgado de la silla del caballo. Cuando Pappermann observó que yo miraba asombrado aquellas herramientas, dijo a los hermanos:
—Veo que van ustedes provistos de azadones. ¿Es que van a desenterrar algún tesoro?
—Tal vez —respondió Sebulon con acento malicioso.
—Pero ¿qué clase de tesoro?
—Aún no lo sé. En todo caso llevamos herramientas para cavar por si nos hacen falta. Kiktahan Shonka nos ha prometido no darnos dinero, sino mercancías, caballos y metales. Como se trata de yacimientos que hemos de explorar, es natural que llevemos los elementos necesarios.
Aquellos hombres tenían, como vulgarmente se dice, la cabeza llena de humo, sin figurarse, ni por lo más remoto, que no eran más que instrumentos que se arrumban cuando ya no son útiles.
Seguimos exactamente el mismo camino que había llevado yo en otro tiempo, acompañado de Gates, Clay y Summer. Aquella noche acampamos en el mismo lugar de la sabana en que lo habíamos hecho entonces. No encendimos fuego. A la mañana siguiente dije a los dos hermanos que hacia el mediodía llegaríamos al Tavuntsi-Payah. Me guardé mucho de pronunciar delante de ellos el nombre de Monte Mugwort, porque figura en la descripción mía que ellos habían leído, y en seguida habrían comprendido que se trataba del Nugget-Tsil. No me convenía que lo supiesen, por entonces a lo menos. Con gran sorpresa mía, Sebulon me preguntó:
—¿Conoce usted ese monte de referencia, o ha estado usted efectivamente en él?
—He estado allí varias veces —respondí yo.
—Dicen que hay allí algunas tumbas, tres o cuatro. ¿Es cierto?
—Yo no he visto más que dos. ¿Quién puede estar allí enterrado?
—Algunos jefes de los kiowas.
—¿De veras?
—Sí. Me lo contó uno que ha estado allí muchas veces.
—Nosotros acamparemos junto a las dos tumbas que yo conozco, porque es el sitio mejor para ello.
Toda aquella mañana estuvo mi mujer muy pensativa. Nos acercábamos a un lugar que para ella tenía un alto y hasta sagrado interés. Clara venera la memoria de la bella hermana de Winnetou. Muchas veces había manifestado el deseo de conocer por lo menos la tumba de la bondadosa india, pero con el convencimiento de que nunca iría a América. Y ahora resultaba que se iba a realizar su íntimo deseo.
También el «Aguilucho» se mostraba muy serio y parecía sumido en hondas reflexiones. ¿Sería yo el motivo de ellas? Muchas veces se me quedaba mirando de una manera especial; pero en seguida bajaba los ojos cuando por casualidad se encontraban con los míos.
Los hermanos Enters caminaban un poco rezagados con Pappermann, quien estaba instruido por mí de lo que debía decir y lo que debía callar.
Aún no era mediodía cuando llegamos a la falda Sur de la montaña, que parecía más alta conforme nos íbamos acercando. En el bosque de la cumbre sobresalía por cima de todos el árbol que yo conocía. Aquel árbol llamó la atención de «Corazoncito».
—¡Cómo concuerda con tu descripción! —dijo—. En lo alto de aquel árbol es donde puso Winnetou sus vigías, ¿no?
—Así es —asentí yo.
—¿Cómo te sientes de ánimo? Por mi parte tengo ganas de llorar.
Yo no respondí.
Rodeamos la sombría altura por su lado Oeste y torcimos luego al Sur para llegar al hondo valle que conocen todos mis lectores. Seguimos éste hasta encontrarnos con la garganta lateral que luego se divide. Allí desmontamos y comenzamos la ascensión llevando los caballos de la rienda. Llegamos a la altura de bordes cortados, y luego volvimos a bajar para atravesar el bosque en línea recta, hasta que llegamos al término de nuestra jornada. Allí estaban los dos monumentos: el que representaba a Inchu-Chuna, el padre de Winnetou, montado a caballo, y la pirámide de piedra en medio de la cual sobresalía el tronco del altísimo árbol junto al cual descansaba Nsho-Chi. Yo me detuve tan sobrecogido de emoción como si hubiera estado allí el día anterior. Los árboles habían crecido y los matorrales estaban más espesos. Parecía como si la profunda e impresionante paz de aquel lugar no hubiera sido perturbada en muchas décadas por el menor soplo de viento.
—Aquí están enterrados los jefes de los kiowas —dijo Sebulon Enters—. Hemos llegado, pues, al sitio que usted dice. ¿Nos quedaremos aquí todo el día de hoy?
—Sí, y tal vez mañana también —respondí.
—A ver si puedes librarnos por algún rato de estos dos —me dijo mi mujer al oído—. No quiero que nos profanen esta primera hora.
Ya me disponía a realizar este deseo, cuando se me anticipó Sebulon diciendo:
—¿Quiere usted que vaya con mi hermano a ver si cazamos algo para asar? ¿O vamos a comer hoy las patas de oso prometidas?
—Sí, vayan, vayan a ver si matan algo —dijo vivamente Clarita.
—Tienen unas horas, porque no comeremos hasta la tarde.