La medicina perdida
Sebulon L. Enters se alejó por el camino que había traído, y que era el mismo que habíamos seguido nosotros. ¡Qué bien habíamos hecho en procurar no dejar huellas! También Tusahga Sarich bajó del Púlpito con todos los demás para buscarnos. En el Púlpito quedó sólo Kiktahan Shonka. Salieron, pues, con este objeto cuarenta siux y cuarenta utahs. Aquello no era cosa de poca monta. Verdaderamente, yo no temía que mi mujer y Pappermann fueran tan incautos que saliesen de su escondite durante nuestra ausencia; pero el menor descuido podría dar lugar a que se descubriera que más allá del lago había un sendero oculto. Y por lo que tocaba a nosotros dos, no podíamos tener en modo alguno la seguridad de que no darían con nosotros. Bastaría que uno de los ochenta indios no temiera al «Mal Espíritu» y se pusiera a recorrer la parte oriental de la elipse, para que encontrase nuestras huellas al momento. Era necesario decir a mi compañero lo que había que hacer en tal caso. Hasta entonces siempre habíamos hablado con él en inglés, por la sencilla razón de que mi mujer no conocía ningún dialecto indio y Pappermann todo lo más que podía hacer era expresarse medio en inglés medio en indio chapurrado. Pero ahora que estábamos solos, pude dar al «Aguilucho» la alegría de oír su lengua materna.
—¿Ha comprendido mi joven hermano todo lo que han hablado? —le pregunté.
—Lo he oído todo —respondió.
—¿Sabe que centenar y medio de ojos nos están buscando?
—Lo sé.
—¿Cree que nos encontrarán?
—Creo que no.
—Pienso lo mismo. Pero un guerrero previsor debe prepararse para todo. Tenemos que pensar en dos casos. ¿Sabe mi joven hermano a qué casos me refiero?
—Sí. Al de que nos descubran a nosotros y al de que descubran nuestro campamento.
—Exacto. Es necesario, por tanto, saber lo que debemos hacer en cada uno de ellos. Si nos encontrasen aquí, sería locura imperdonable huir adonde están mi squaw y Pappermann, para que los utahs y los siux nos sitiasen. Caso de que así suceda, mi joven hermano subirá al campamento y huirá con ellos y con los caballos y mulos, mientras yo contengo a los rojos con mi rifle. La salida de esta cazuela es estrecha y no saldría de ella ninguno sin encontrarse con mis balas.
—¿Y si descubren el campamento? —preguntó.
—Tampoco eso me da ningún cuidado. Pappermann está alerta y seguramente ha visto que todos los rojos se han alejado de pronto para buscar algo. Se habrá puesto a acechar a la salida del lago, que es también muy estrecha. Un hombre apostado allí basta para contener a todo un ejército, sobre todo si atacamos, como lo haríamos, a los indios por la espalda. No tenemos, pues, que temer nada. Esperemos tranquilamente a ver qué ocurre.
Pasó una hora antes que volviera el primer indio. Poco a poco fueron llegando los demás. No habían encontrado nada; pero por eso mismo tomaron mayores precauciones y pusieron, aunque tarde, vigías por todas partes. Desgraciadamente para nosotros, también los había en el sitio por donde teníamos que pasar forzosamente si queríamos alejarnos de allí.
Al cabo de un rato llegaron los dos Enters a caballo y se reanudó la deliberación. Los jefes subieron de nuevo al Púlpito y comenzaron a hablar en tono tan bajo, para no ser oídos por los dos blancos, que sus voces llegaban hasta nosotros como un murmullo contenido. Cuando se pusieron de acuerdo acerca de lo que habían de decir a los dos hermanos, hicieron subir a éstos y Kiktahan Shonka les preguntó en el tono de desprecio que ya he indicado:
—¿Recordáis bien lo que hablé con vosotros?
—Perfectamente —respondió Sebulon, que solía llevar la voz de los dos.
—¿Y seguís dispuestos a cumplir el pacto que hemos hecho?
—Sí.
—Es que ahora tenéis que hacer otra cosa, que es entregarnos a Old Shatterhand y a su squaw. ¿Os comprometéis a hacerlo?
—Sólo en caso de que la recompensa sea suficiente.
—Lo será.
—¿Qué nos vais a pagar por ello?
—Mucho; pero ahora no es ocasión de hablar del precio. Si lo apresamos por nuestros propios recursos, naturalmente no os daremos nada. Aún estaremos aquí tres días y tendremos la mayor vigilancia. Si viene, no se nos escapará. Pero como salió de Trinidad antes que vosotros y aún no ha llegado aquí, estamos convencidos de que ha modificado su plan y no se ha dirigido al Púlpito del Diablo. Lo más probable es que haya encontrado en el lago Kanubi a nuestras squaws, que son tan tontas que tienen adoración por él y por Winnetou; y el hombre, halagado por sus lisonjas y elogios, se habrá unido a ellas.
—En efecto, es muy posible que así sea —dijo vivamente Sebulon—. Hemos visto huellas de hombres en aquel Migar.
—Entonces es seguro que ha sido así. Ahora os toca a vosotros ganar el premio que concedemos por su captura. Felizmente sabemos adónde se dirigen las mujeres: van al Tavuntsi-Payah (en utah, Montaña del Zorro). ¿La conoces?
—No.
—Mi famoso hermano Tusahga Sarich la conoce muy bien y os dirá cuál es el camino para ir a ella.
Yo tampoco había oído hablar nunca de la Montaña del Zorro y agucé el oído para no perder una palabra. El jefe indicado describió con toda minuciosidad el camino; y júzguese mi sorpresa y mi alegría cuando al final descubrí que aquella montaña no era otra que el Nugget-Tsil, adonde también íbamos a ir nosotros. Los dos hermanos tomaron algunas notas en sus cuadernos y luego dijo Kiktahan Shonka:
—De manera que vais allá a caballo, os encontráis con Old Shatterhand y nos lo traéis. ¿Creéis poder lograrlo?
—Seguramente; pero ¿adónde tenemos que llevarlo? Además, ¿querrá venir con nosotros?
—Con toda seguridad. ¿Conocéis el Pa-Wiconte? (en siux, Agua de la Muerte).
—No.
—A este sitio iremos desde aquí para unirnos con los comanches y los kiowas contra los apaches. Nada de esto le diréis, sino solamente que os habéis enterado de que los kiowas y los comanches van a reunirse allí. Su insaciable curiosidad le llevará a ese sitio para ocultarse y espiarnos. Entonces nos apoderaremos de él.
—¿Y nuestra recompensa?
—Ya trataremos de ella cuando vengáis a decirnos que está cerca de nosotros.
—¿Y si no llegamos a un acuerdo?
—Entonces os basta avisarle y así no lo podemos coger.
—¿Por qué no nos queréis decir ahora el precio?
—Porque aún no sabemos si os pagaremos en pepitas de oro, en animales, en mercancías o en armas. ¿Es que no tenéis confianza en nosotros?
—La tenemos.
—Pues entonces os podéis marchar. Os aconsejamos que no perdáis un minuto para dar cuanto antes con Old Shatterhand. Cuanto más rápidamente y mejor procedáis, tanto más seguro será el éxito y mayor vuestra recompensa.
Bajaron del Púlpito y montaron a caballo. Hariman F. Enters no había desplegado los labios en todo el tiempo. Los jefes permanecieron en silencio hasta que los hermanos se alejaron, y después el jefe supremo de los utahs dijo esta sola palabra:
—¡Qué canallas!
—¡Qué pillos! —añadió Kiktahan Shonka—. No son dignos siquiera de que se les escupa. No creerá mi hermano que van a recibir por su traición el valor de una brizna de hierba o de una pluma de pájaro.
—¿Y el gran negocio que querían hacer con vosotros y nosotros? —preguntó el otro jefe.
—¡No les producirá lo que vale una crin de caballo! —dijo riendo el viejo siux—. Ellos pagarán el precio, pero nosotros nos quedaremos con lo que tenemos. ¿Está conforme mi hermano rojo?
—Sí. Mi hermano es muy inteligente.
—¡Bah! No hace falta mucha inteligencia para engañar a un rostro pálido.
—Pero los traidores podrán exigir que cumplamos nuestra promesa y les entreguemos el precio de su traición.
—No lo harán. El que ha muerto no puede hacer reclamación alguna. ¿Está mi hermano rojo también conforme con esto?
—Sí.
—¿Y los demás?
—Sí, sí —dijeron todos los del círculo.
Entonces no pude contenerme, y lancé con fuerte voz las mismas palabras que había empleado el jefe:
—¡Qué canallas!
Siguió un profundo silencio. Después oí que decían:
—¡Uf, uf! ¡Uf! ¿Qué ha sido esto? ¿Quién lo ha dicho?
Cogí el anteojo y vi que todas las cabezas se movían mirando a un lado y otro.
—¡Qué pillos! —añadí en el mismo tono de voz.
Otro gran silencio. Pero esta vez vi que todos se iban levantando sucesivamente, hasta el larguísimo Kiktahan Shonka.
—Tampoco vosotros sois siquiera dignos de que se os escupa —proseguí.
Entonces oí la voz del viejo siux, que decía:
—¡Uf, uf! No es un hombre el que ha hablado.
—¡No, no es un hombre! —asintió Tusahga Sarich.
—¿Sabe mi hermano rojo lo que se dice de este Púlpito en los viejos wampunts?
—Sí.
—¿Que aquí oye el Buen Espíritu todo lo que dice el Mal Espíritu?
—Sí.
—¿Y que lo castiga por ello?
—Sí, muy severamente. Con la muerte.
—¿Habrá sido el Buen Espíritu el que ha hablado? ¿Qué haremos? Yo no me quedo aquí.
—Ni yo.
—¡Fuera de ahí! —ordené yo entonces—. ¡Fuera, fuera!
El efecto de estas palabras fue inmediato. Echaron a correr y bajaron a saltos la escalera. Sólo Kiktahan Shonka se quedó inmóvil, porque le era imposible bajar por sí solo, y, sin embargo, era el que más miedo tenía.
—¡Ayudadme, ayudadme! —rugía—. ¡También yo quiero bajar de aquí!
Pero los jefes no le oían y tuvieron que subir otros indios para bajarlo. En el ajetreo del descenso, perdió la peluca de cueros cabelludos, que tuvieron que llevarle luego. Cuando los indios lo depositaron en su caballo dio la orden de salir inmediatamente del Púlpito del Diablo, cuya fama quedó decuplicada desde entonces. Todos pensaban nada más que en alejarse de allí lo más rápidamente posible. Hasta se renunció a esperar a Old Shatterhand para hacerlo prisionero. Se llamó a los escuchas y los ochenta se volvieron como habían llegado, en fila de a uno.
Al verlos alejarse, se dibujó una alegre sonrisa en los labios del «Aguilucho», y yo, como pensará el lector, no tenía ganas de llorar.
—Esta victoria —dijo— me alegra más que si hubiéramos luchado con ellos y los hubiéramos matado a todos. Es una victoria de la ciencia, no del sangriento tomahawk.
—¿Conoces tú esa parte de la ciencia? —le pregunté.
—Sí. Tuve que estudiar la acústica cuando estuve entre los rostros pálidos para aprender aerostática y aeronáutica. Sé que los antiguos asirios, babilonios y egipcios conocían el secreto de oír con claridad desde un punto lo que se hablaba en otro punto alejado. Hoy me siento orgulloso de ver que los antepasados de la raza roja no estaban más atrasados en esa ciencia que aquellos pueblos. Es nuestro deber volver a infundir de nuevo en el alma resurgente de nuestra nación todo lo que se ha perdido para nosotros desde entonces. Que el Gran Mánitu nos dé esfuerzo y ánimo para llevar a cabo esa obra tan hermosa y tan importante.
Aquella era la primera vez en que el indio perdía su impasibilidad y se expresaba con pasión. No me sorprendió lo que oía. Se trataba de un joven ponderado y de grandes cualidades, dotado de la energía suficiente para llegar a realizar empresas inauditas. En su hermoso y grave rostro había una expresión iluminada, tan atractiva y simpática como la que había contemplado yo tantas veces en las facciones de mi entrañable Winnetou. Me pareció que en aquel momento el «Aguilucho» se parecía tanto a mi inolvidable amigo indio como si fuera hermano suyo.
Cuando desapareció el último de los ochenta indios, salimos de nuestro escondite; pero no volvimos directamente al campamento, sino que recorrimos primero la parte en que habían estado los indios, para ver si descubríamos algo que pudiera sernos útil. No vimos nada que nos llamase la atención hasta que, por fin, al subir al Púlpito, vi en uno de los escalones un objeto que seguramente no estaba allí antes de la llegada de los indios, porque lo habría visto yo. Recogí el objeto y lo examiné. Eran dos garras de perro, unidas cuidadosamente con tendones de ciervo, en tal forma que parecía una doble pata con los dedos dirigidos en sentidos opuestos. Se lo enseñé al joven indio y éste exclamó:
—¡Una medicina!
—Muy probablemente. Pero ¿de quién será? —pregunté.
—De Kiktahan Shonka.
—¡Ojalá sea así! Pero ¿cómo la habrá perdido? Las medicinas suelen llevarse en bolsas cerradas. Se trata de garras de perro, no de zorra ni de lobo, y el jefe de los siux se llama el «Perro vigilante». Examínela mi hermano rojo con más detención.
Se la entregué y después de mirarla minuciosamente, me la devolvió diciendo:
—Esta medicina no iba en una bolsa, sino cosida al cinturón. Se ven claramente las puntadas. Ha debido de soltarse cuando subían o bajaban al jefe por las escaleras. Este hallazgo tiene extraordinaria importancia.
—Sí; pero también es peligroso. Cuando Kiktahan Shonka se percate de que lo ha perdido, volverá aquí, a pesar de todo, para buscarlo. Si tarda en darse cuenta, claro es que no sabrá dónde lo ha perdido, si aquí o después. Pero de todos modos no debemos continuar aquí más tiempo. Vámonos.
Guardé cuidadosamente la medicina y volvimos a nuestro campamento. Desde allí éramos observados con tanta atención, que Pappermann, enterado de nuestra llegada, nos trajo los caballos para que no tuviéramos que atravesar el lago a pie.
—¡Qué rápido ha sido todo! —dijo—. ¿No volverán?
—Espero que no —respondí.
—Me choca, porque suelen durar varios días estas deliberaciones. ¿Por qué se habrán ido tan pronto? ¿Se han enterado ustedes de algo?
—Espere usted hasta que estemos junto a mi mujer, que también querrá saber lo que ha ocurrido.
Así era. Clara nos estaba esperando con tanta curiosidad, que me faltó valor para tenerla en ascuas un momento siquiera, y así grité al verla:
—¡Éxito feliz en todo!
—¿De veras?
—Sí.
—Baja del caballo; siéntate aquí y cuenta.
Diciendo esto, se sentó y me señaló con la mano el sitio donde quería que yo me sentase, cosa que hice al punto como buen marido obediente. Indiqué con una seña al joven indio que se subiera a la atalaya para, en caso de que volviese Kiktahan Shonka, saberlo inmediatamente. Hice mi relato, lo más brevemente posible, y cuando lo terminé, «Corazoncito» se puso en pie con su ademán enérgico y resuelto y exclamó:
—Pues vamos a levantar el campo en seguida.
Y al decirlo cogió el puchero de guisar y el molinillo del café. Yo, sin embargo, continué sentado y no dije nada más:
—¿Adónde?
—Detrás de los Enters.
—¿Pero vas a ir tú sola?
—¿Sola? ¿Qué dices?
—Que si quieres irte tendrás que hacerlo sola, porque yo me quedo aquí.
—Pero ¿qué hay que hacer aquí ya?
—Nada.
—Entonces ¿para qué quieres quedarte?
En su sorpresa, se volvió hacia el viejo cazador:
—¿Comprende usted esto, mister Pappermann?
—No del todo —respondió éste—. Pero cuando él quiere esperar aquí, sus motivos tendrá, y contra ellos no se puede nada.
—¿Motivos? ¡Ya lo creo! Para todo los tiene. Por lo menos nunca le he visto hacer nada sin motivo.
—Pero ¿eran fundados o no?
—Eso sí, casi siempre lo eran.
—Pues entonces siéntese usted otra vez y tenga fe en su marido, que sabe lo que se hace, y quedémonos aquí.
—Pero ¿hasta cuándo?
—Creo que hasta mañana temprano.
—¿Es así? —preguntó ella, dirigiéndose a mí.
—Sí —asentí yo.
—Entonces ¿dejas a los Enters que se alejen?
—Por hoy sí; pero no por mucho tiempo. Sé ya su camino. Supongo que no querrás que hoy los cojamos y luego vayamos cargados con ellos inútilmente. Cierto que nos hacen falta y que serán en algunas cosas el manantial de que nos surtamos; pero no es menester tenerlos siempre encima, día y noche. A mí, por lo menos, m e resultaría pesado.
—Y a mí también. Tienes razón.
—Bien. Entonces saldremos de aquí mañana temprano. Podemos dar con ellos siempre que queramos.
Una vez convencida ella, pudimos dedicarnos con toda tranquilidad a preparar la jornada del día siguiente. De los indios, ninguno volvió por allí, lo que nos hizo comprender que el «Perro vigilante» no había aún echado de ver su pérdida. Sólo el que sepa el origen, la importancia y el valor de una «medicina» india podrá darse cuenta de lo trascendental de tal percance. Ya veremos más adelante las consecuencias que tuvo para Kiktahan Shonka.